Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Irving Lerner

STUDS LONIGAN (1960, Irving Lerner)

STUDS LONIGAN (1960, Irving Lerner)

Nos encontramos en 1960, a mi modo de ver en uno de los ámbitos creativos más febriles y admirables de la Historia del Cine, y quizá solo comparable al descrito en las postrimerías del periodo silente-. Se trata de un breve espacio de tiempo en el que algunas de las obras seminales de las grandes figuras del cine clásico, incluso de alguno de sus pioneros, se da de la mano con valiosos exponentes de generaciones intermedias y, lo que es más importante, el debut o la explosión de jóvenes cineastas, buena parte de los cuales se encuentran lanzados a partir de las nuevas olas emanadas en diferentes países, y que tuvieron su justa repercusión en el Cinema Bis de Hollywood. Un Hollywood este que iba despidiendo la fuerza emanada por la serie B de unos grandes estudios en proceso de fagocitación, pero que al mismo tiempo brindaría una pequeña corriente paralela, que en su mayor parte ha quedado enterrada en el olvido durante décadas, aunque por fortuna una favorable corriente revisionista ha logrado emerger a las nuevas generaciones, títulos que en no pocos casos se consideraban perdidos de manera definitiva. Es por ello que cuando se intenta evocar esa producción más o menos al margen de las corrientes generales del cine norteamericano de aquel momento, es evidente que en primer plano aparece la poderosa personalidad de John Casavettes. Sin embargo, durante largo tiempo se fue omitiendo el aporte de otros nombres que, o bien por su limitada producción, o porque en su momento este apenas tuviera repercusión o incluso recibieran un sonoro rechazo de público y crítica, han permanecido mucho, demasiado tiempo, en el limbo del olvido. Hablamos de nombres como Jack Garfein, muy ligado a la órbita teatral de Elia Kazan, y artífice de dos atractivos, tórridos y rupturistas melodramas. Del atrevido Leslie Stevens -realizador de las muy insólitas PRIVATE PROPERTY (1960) y HERO’S ISLANDS (1962), por no mencionar la posterior e igualmente sorprendente INCUBUS (1966). O de nombres inclasificables como James Landis -RAT FINK (1965)-, Owen Crump -THE COUCH (Crimen a las 7, 1962)- o Joseph Kates -WHO JILLED TEDDY BEAR (1965)-. Lo cierto es que durante muchos años estas y otras muestras de un cine rodado casi en la frontera, en líneas generales protagonizado por jóvenes solitarios que deambulaban sin futuro en los márgenes del American Way of Life, durmieron de manera injusta en la ignorancia más absoluta. Y entre dicha vertiente no se puede omitir la figura del montador y documentalista newyorkino Irving Lerner (1909.1976), artífice de una breve pero sustanciosa obra como realizador, que tuvo su epicentro de las postrimerías de la década de los 50. Figura olvidada e incluso demonizada -Tavernier y Coursodon la ninguneaban, eso sí, señalando que tenían un recuerdo lejano de sus thrillers, en la canónica ’50 años de cine norteamericano’ -aunque al menos tuvieran el detalle de acordarse de él-, lo cierto es que el mayor valedor de la reivindicación de Lerner como cineasta fue Martin Scorsese, para quien este trabajó como montador -sin acreditar- muy poco antes de su muerte, en NEW YORK, NEW YORK (New York, New York, 1977). En su magnífico y apasionado recorrido sobre el cine norteamericano -A PERSONAL JOURNEY WITH MARTIN SCORSESE THROUGH AMERICAN MOVIES (1995)- la figura de Lerner aparecía oportunamente realzada, centrada en la evocación de la magnífica MURDER BY CONTRACT (1958), a la cual nunca dudó en señalar como su mayor influencia cinematográfica.

Quizá sea por dicha reivindicación, avalando que se brindara una nueva mirada sobre las realizaciones de Lerner centrada en el que quizá sea su título más reconocido, aunque ampliable a la inmediatamente posterior EDGE OF FEAR (1959), notable y tenso ‘thriller’ centrado en una contaminación radioactiva. Sin embargo, durante años he albergado la curiosidad de contemplar STUDS LONIGAN (1960), un título -otro más- oculto durante décadas, y que desde el momento de su estreno cosechó un absoluto fracaso de público y crítica -tan solo Howard Thompson, de The New York Times defendió sus cualidades y Pauline Kael destacó su voluntad rupturista en The New Yorker-. Las escasas referencias consultadas solo hablaban de un desastre total, en la traslación a la pantalla de la mítica trilogía escrita por James T. Farrell -guionizada y producida por Philip Jordan, la persona que siempre auspició la corta carrera del realizador, aunque fuera incapaz de vislumbrar el alma interior de su cine- en los años 30, en donde evocaba las andanzas juveniles del Chicago de una década atrás. Mi sexto sentido me indicaba que ahí se podía encontrar una gran película, y he de decir que este no me falló. Pese a los condicionantes de producción sufridos -al parecer, a Lerner se le amputó una hora del extenso metraje rodado-, lo cierto es que STUDS LONIGAN supone una obra todo lo imperfecta que se quiera, pero en sus costuras alberga arrojo, coraje, inventiva cinematográfica, y capacidad para expresar el desasosiego de la sociedad de su tiempo, por más que sea una obra centrada en una mirada opuesta a los ‘felices años 20’. Uno siempre ha tendido en valorar en superior medida títulos quizá caracterizados por la presencia de imperfecciones, pero que se caracterizaran por su pasión y fuerza interna, y ambos se encuentran a manos llenas en los agresivos y casi expresionistas fotogramas del film de Lerner que, de entrada, se beneficia de la entregada iluminación en blanco y negro de un novel Haskell Wexler, que se convierte quizá en el principal aliado de la agresiva cámara de su director, a la hora de proporcionar a todos y cada uno de los fotogramas de la película, de una extraña y viva textura, que al mismo tiempo ayuda a dotar de una extraña espesura y, en definitiva, vida propia, al conjunto de su metraje.

La película se centra en un recorrido fragmentado de las vivencias del joven Studs (un debutante Christopher Knight a quien por lo general se consideró inadecuado para este papel en un rol que a punto estuvo de suponer el debut en la pantalla de Warren Beatty, pero que considero acierta a trasladar ese desconcierto y frustración personal que requiere su personaje) en su deambular desde el inicio de la década de los años 20, hasta poco después de producirse el crack financiero de 1929. Lonigan es un muchacho al que inicialmente contemplamos con apenas 18 años, procedente de una familia de emigrantes irlandeses, católico, líder de una pequeña banda que ahoga sus frustraciones en pequeñas juergas nocturnas -uno de cuyos componentes está encarnado por un jovencísimo Jack Nicholson, en unos de sus primeros roles cinematográficos-. Eternamente rebelde a las constantes riñas de su padre para que encuentre trabajo, aunque siempre mimado por su madre, en realidad el protagonista irá discurriendo ante el paso de los años por el amor platónico que derrocha por la joven Lucy Scanlon (Venetia Stevenson), una muchacha que poco a poco se irá despegando de él, hasta que en un momento dado abandone la ciudad para iniciar sus estudios universitarios. Mientras tanto, Lonigan desahogará su incapacidad para establecer afectos y, al mismo tiempo, carente de estos en su corto deambular existencial. Para intentar cubrir esas carencias emocionales, el muchacho se refugiará en la profesora Julia Miller (sensacional Helen Westcott) una mujer adentrada en la madurez y dotada de una gran sensibilidad, que siempre ha deseado secretamente al protagonista, aunque en un arranque de dignidad lo aleje de su lado cuando compruebe que para él no significa más que un asidero ocasional. Los años se irán sucediendo, uno de los componentes de la pandilla morirá en un accidente, otro será encarcelado, y la llegada del ya señalado colapso bursátil pondrá en la ruina a su padre, lo que le obligará a intentar buscar trabajo. En este tiempo, Studs ha conocido a la sobrina de Julie -Catherine (Caroline Craig)-, con la que en el fondo a pesar suyo iniciará una relación sentimental, siendo esta consciente de que nunca olvidará a Lucy. Sin embargo, poco a poco el horizonte del muchacho se tornará más sombrío, y una inesperada circunstancia le hará volver con esa muchacha de la que se había alejado.

Narrada a modo de pequeños episodios inconexos, con el recurso generalmente brillante de la propia voz en off del protagonista, punteando sentimientos y emociones ante las actitudes que va viviendo, y siempre ayudado por el espontaneo vigor de la admirable partitura de un también jovencísimo Jerry Goldsmith, puedo entender que en su momento la película fuera recibida con desapego, en la medida que se encontraba plasmada con una puesta en escena mucho más libre que lo que en aquellos predominaba en Hollywood. Es decir, Lerner se encuentra hasta cierto punto cercano a la libertad formal de Casavettes, y en buena medida preludia el Elia Kazan en la magistral AMERICA AMERICA (América, América. 1963). En la narración de las cotidianas y en buena medida sombrías vivencias de Lonigan, se encuentra en todo momento en pantalla una extraña sensación de pathos, de insatisfacción existencial, que incluso permite momentos tan divertidos como esa secuencia en la que Julie se le insinúa, y en el punto de vista subjetivo del muchacho se escenifica una supuesta seducción de la profesora en ropa de alcoba. Esa voluntad de combinar el seguimiento de un relato novelesco en el que la picaresca, la ambición -Lonigan desea triunfar infructuosamente como músico-, lo trágico -la inesperada muerte de uno de sus más íntimos amigos, en cuyo funeral además se encontrará por última vez con Lucy-, lo doloroso -la secuencia en la que Julie lo expulse de su casa-, la catarsis -el episodio casi final, en el que confiese al padre Gilhooey (maravilloso Jay C. Flippen) el dolor que prácticamente le quema el alma-… Lo realmente magnífico en STUDS LONIGAN reside en la absoluta capacidad de Irving Lerner para penetrar en la entraña de sus personajes, tanto el protagonista como aquellos que rodean su sombrío devenir, y a través de una puesta en escena dominada en no pocas ocasiones por encuadres crispados, en todo momento sintamos en carne propia no solo la desesperación interior de un muchacho que, en el fondo, descubre la insatisfacción del mundo que le rodea, y que finalmente no verá otra salida que su inclusión en la mediocridad cotidiana -en lo que algunos confundieron con un falso final feliz-, con ese grito desesperado ante Catherine -que se encuentra embarazada de un hijo suyo-, al decirle bajo la lluvia de manera patética; “deseo quereros”.

Pero con esa casi permanente presencia de su protagonista -resulta especialmente conmovedor ese plano que lo encuadra en la lejanía, totalmente desolado, y a disposición de la lluvia-, lo cierto es que el discurrir de la película no descuida ese grado de cariño por las frustraciones y miserias de los seres más o menos episódicos que irán deambulando bajo la triste perspectiva existencial, de ejercer como simples peones de fondo en el inclemente tablero de la vida. Esa capacidad para plasmar el lado oscuro de la existencia. Para bucear en los recovecos de unos seres a los que se siente vinculados, in por ello perder la capacidad crítica de cuestionar el caparazón que los envuelve, es algo que quizá defina la obra de este extraño y aún no suficientemente reivindicado cineasta de aquel periodo inolvidable para el cine americano. En una lejana entrevista, Philip Yordan hablaba con cierto desprecio del talento de Lerner como realizador, al tiempo que más adelante confesaba que todas las películas que este dirigió se las proporcionó él, ya que lo consideraba un gran amigo ¿No sería posible que viera en su voluntad como cineasta –“no quiero hacerlo como los demás” le comentaría en cierta ocasión- era algo que podía percibirse en sus imágenes, aunque las anteojeras de Yordan le impidiera percibir la huella, la sinceridad y la valentía de Irving Lerner. Alguien que, en su breve obra, y con todas las oscilaciones que le puedan oponer, brindó una mirada desasosegadora y pesimista al mundo que le tocó vivir, lo que le permitió consagrarse -para públicos muy minoritarios- como uno de los grandes outsiders del cine de su tiempo… y no solo el norteamericano.

Calificación: 4

CRY OF BATTLE (1963, Irving Lerner) Grito de batalla

CRY OF BATTLE (1963, Irving Lerner) Grito de batalla

La reivindicación en los últimos años de MURDER BY CONTRACT (1958) y CITY OF FEAR (1959) –algo en lo que ha tenido una parte importante la edición digital de alguna de ellas, y su circulación por los foros de cine clásico- ha traído a la actualidad de los aficionados la figura del norteamericano Irving Lerner, artífice de estos dos títulos de culto –Martin Scorsese siempre ha hecho pública su devoción por el primero de ellos-, hasta el punto de despertar el interés por su no demasiado extensa filmografía como director. Sea por esta circunstancia o por mera casualidad, la edición digital de CRY OF BATTLE (Grito de batalla, 1963) proporciona un paso adelante a la hora de completar el acceso a su obra, al tiempo que comprobar si los aciertos de los dos referentes inscritos en el noir tardío eran fruto de la casualidad, o en el fondo revelan una personalidad singular en este cineasta. Y hay que señalar que, por fortuna, aunque sin llegar al nivel de ambos, lo cierto es que esta singular aportación el cine bélico, mas allá de brindar motivos de interés, certifica la singularidad del cineasta, envuelto en esta ocasión en una propuesta de género que logra trascender la misma, para insertarse dentro del ámbito del drama psicológico, haciendo en buena medida abstracción del marco en que queda inmersa.

Nos encontramos en Filipinas en 1941. Se está viviendo en su suelo la II Guerra Mundial, en donde sus habitantes se encuentran enfrentados con los japoneses, mientras que mantienen relaciones amistosas con el ejército norteamericano. Dentro de aquel marco de conflicto, la película se inicia de manera abrupta con el ataque de campesinos locales hacia la figura del joven David McVey (James McCarthur). Este es el joven descendiente de un comerciante multimillonario americano que formaba parte de las fuerzas del ejército USA, y que se ha marchado de tierras filipinas sin saber el destino de su hijo. El inicio del metraje describiendo el violento asalto al muchacho, que a duras penas puede huir de la persecución de los campesinos, marca ya de entrada la ruptura con lo convencional que preside esta adaptación de la novela de Benjamín Apple que, más allá de erigirse como un manifiesto antibelicista –que lo es-, en realidad decide inscribirse dentro de un marco descriptivo, dejando que sea a través de la mirada de su protagonista, la que muestre al espectador el horror de la presencia de la guerra, en un marco rural y casi selvático, que se erigirá como telúrico y en ocasiones siniestro entorno en el que se desarrollará todo el metraje.

Producida por la Alliet Artists y, por ello, caracterizada por un contexto ligado a una tardía serie B, CRY OF BATTLE nos muestra en esencia el contraste de dos personajes, opuestos y complementarios, en los que se incardinará el devenir del relato. Por un lado el joven e idealista David, al cual el destino ha dejado en territorio filipino, teniendo en el mismo que madurar a pasos agigantados, hasta el punto de poner en varias ocasiones en tela de juicio sus propias convicciones éticas. En su oposición se situará el veterano Joe Trent (Van Heflin), un hombre ya maduro y curtido en la lucha, por más que haya ejecutado esta poniendo siempre en primer término una consustancial mezquindad revestida de instinto de supervivencia. Ambos personajes se conocerán en una cabaña en la que serán acogidos por moradores, entre la que se encontrará una joven que se acercará hasta el muchacho. Sin embargo, será Trent quien en un momento dado abusará de ella, exteriorizando por vez primera la ruindad de su comportamiento. Sin embargo, nunca dejará de proteger a David, quizá viendo en primera instancia en él la oportunidad de lograr una buena recompensa si lo mantiene vivo a la hora de que su padre tenga noticias de él –Jim trabajó anteriormente en uno de los barcos del progenitor de McVey-. A partir de la huida de ambos de la cabaña en la que vivía la muchacha, la película abandonará esa relativa placidez que había descrito este episodio, insertándose en un ámbito casi surreal –bastante cercano al de MEN IN WAR (La colina de los diablos de acero, 1957. Anthony Mann), dejando de lado las secuencias de descripción de luchas. Serán dos los episodios en los que la acción se detendrá de manera especial en dicha vertiente, erigiéndose quizá en los más intensos; el ataque a la aldea a la que visitan por provisiones, y la llegada de los japoneses a la población en la que se encuentran presos nuestros protagonistas, que contraatacarán de manera inesperada, logrando contrarrestarlos para detenerse, por el contrario, en un extraño descenso a los infiernos de un territorio convulso, en el que los campesinos guerrilleros aparecen con aspecto fantasmal, y en el que Lerner aplica una planificación en la que no obvia determinadas referencias cercanas a las corrientes cinematográficas ligadas a las nuevas olas europeas. Es por ello que el metraje introducirá determinados pasajes caracterizados por elecciones formales como la sobreimpresión de rostros sobre el paisaje, o en su conjunto una determinada indolencia, que si bien a primera instancia podría achacarse a la torpeza del realizador, poco a poco comprobaremos no solo que obedece a una elección deliberada, sino que en líneas generales se erige con pertinencia.

“Hablamos distinto idioma pero estamos en el mismo equipo” le dirá, en un momento dado, y cuando David medita si denunciar a Jim. La oposición de caracteres que se establece, no impide que se establezca una relación de amistad entre ambos, incluso cuando el comportamiento del segundo provoque en muchos momentos el rechazo del joven –al que la presencia como intérprete del insulso James McCarthy no ayuda a dotar de la suficiente complejidad, al contrario que el veterano Van Heflin-. Sin embargo, esa relación adquirirá una extraña configuración cuando entre ella se interponga la figura de Sisa (Rita Moreno), una de las campesinas guerrilleras, que inicialmente se aliará con Trent, aunque más tarde exteriorice su relación con David –expresándolo en una magnífica secuencia cuando ambos se arrojan en el barro y posteriormente se bañan en un lago-. Será en esos momentos –ya en la parte final del film-, cuando el relato manifieste una extraña nuance homosexual de Jim hacia ese muchacho al que ha intentado proteger en todo momento. Algo que Sisa percibirá, señalando a su enamorado que se trata de celos debidos al dejarlo de lado una vez los tres encuentran escondite junto al mar –otro momento magnífico, cuando los personajes adivinan la inminencia de su encuentro con el océano-.

Extraña, descompensada, arriesgada, tan atenta a la reacción de sus personajes como al logro de una atmósfera casi asfixiante de contornos casi fantasmales, CRY OF BATTLE muestra la singularidad como cineasta de un Irving Lerner. Singularidad esta que no siempre iría avalada de unos resultados homogéneos, pero que cuanto menos siempre se manifestó en resultados provistos del suficiente interés, como el que nos ocupa.

Calificación: 3

CITY OF FEAR (1959, Irving Lerner)

CITY OF FEAR (1959, Irving Lerner)

No cabe duda que más allá de la veneración que Martin Scorsese sentía por MURDER BY CONTRACT (1958), su culto se sustenta en las excelencias como uno de los exponentes más singulares del noir tardío, otorgando con el paso del tiempo una cierta aura a su realizador, el extraño Irving Lerner. Pero dentro de su no muy extensa filmografía, al año siguiente este volvió a un terreno en el que demostró una notable destreza, y del que solo cabe lamentar no perseverara en ocasiones posteriores. Así pues, creo que el discurrir de medio siglo ha logrado insuflar de un atractivo suplementario a estas dos aportaciones al cine policíaco, que algunos especialistas como Tavernier y Coursodon menospreciaban aduciendo a la presunta indigencia narrativa de un realizador, que confiaba ciegamente a la hora de planificar en la pericia de su director de fotografía –en ambos casos Lucien Ballard-. Sea o no cierta esa aseveración, creo que quizá por esa extraña sobriedad manifestada en este díptico, es por lo que probablemente sus resultados emerjan con mayor vigencia que otra muestras más crispadas, como las que por aquellos años podrían plantear títulos como THE LINEUP (1958, Don Siegel). Puede que sea esta una confrontación inútil, en la medida que cabe apreciar esa diversidad que se manifestó a finales de los cincuenta, y que en definitiva fue la expresión de una riqueza tan notable como efímera, de un género que había proporcionado al cine norteamericano varias de sus páginas más gloriosas.

Dicho esto, partamos de la base de reconocer que CITY OF FEAR (1959) se revela un peldaño por debajo al de la mítica MURDER…, sin que ello signifique –ni de lejos- que sea una propuesta carente de interés. Por el contrario, asistimos a una interesante propuesta, de la que ante todo sorprende el hecho que haya permanecido oculta durante décadas, y que se revela como una revisitación tardía de títulos como las estupendas PANIC IN THE STREETS (Pánico en las calles, 1950. Elia Kazan) o KISS ME DEADLY (El beso mortal, 1955. Robert Aldrich). En esta ocasión, se nos narra la huída de la cárcel de San Quintín de dos peligrosos presos, evadidos portando un recipiente metálico que según ellos contiene un importante contenido de heroína. Uno de los huidos se encuentra herido de gravedad, mientras que el otro –Vince Ryker (notable Vince Edwards)- logra huir dejando a su compañero muerto, dirigiéndose hasta Los Angeles con la intención de vender el producto a los contactos que ha mantenido hasta hace dos años –el tiempo que ha llevado encarcelado-. Se acercará de nuevo a la que fuera su chica –June Marlow (Patricia Blair)-, sin saber que en realidad porta una bomba en potencia que podría aniquilar la ciudad en donde se ha insertado, ya que el cargamento contiene “Cobalto-60”, un material de terrible capacidad radioactiva. Ante la tremenda situación planteada, el jefe de la policía de Los Angeles –Jensen (el veterano Lyle Talbot, al que se recordará por sus papeles de galán en los films de gangsters de la Warner en los años treinta), ayudado por el teniente Mark Richards (John Archer) iniciará una operación casi a contrarreloj, encaminada a la recuperación del peligrosísimo recipiente, que Ryker irá paseando con desprejuiciada ligereza mientras realiza sus gestiones para ponerlo a la venta, y viviendo en carne propia –y sin saberlo- las consecuencias físicas que en su propio cuerpo va sufriendo por su prolongado contacto con la realidad.

A partir de esta sucinta base argumental –proporcionada por Robert Dillon y Steven Ritch-, el film de Lerner ofrece, bajo mi punto de vista, una cierta debilidad sobre el que le precedió en su filmografía. Si bien MURDER BY CONTRACT asumía una extraordinaria homogeneidad en la vertiente metafísica que emanaba de la andadura del asesino que encarnaba también Vince Edwards, en esta ocasión la película detecta ciertos desequilibrios, centrados sobre todo en la concreción de la odisea policial encaminada a reducir el preso fugado y, de manera primordial, recuperando el botín que podría ocasionar toda una catástrofe. En este sentido, el primer tercio de la película es magnífico –se encuentra a la altura del anterior título citado-, mostrándonos la precisión de una narrativa seca, en la que sus planos aparecen desprovistos de la más mínima concesión, y que parecen perfilar con simplicidad las terribles circunstancias vividas por la huída de los dos presos. Los veremos en la secuencia pregenérico viajando en una autopista, conduciendo Vince, mientras que su compañero se encuentra herido de gravedad, hasta que casi de inmediato muera. Será el momento oportuno para que el peligroso huido aproveche la ocasión y utilice la ambulancia para detener otro coche. Ello permitirá que –en un inquietante fuera de campo-, pronto comprobemos que ha asesinado al conductor del vehículo que ha incendiado junto a la propia ambulancia, vistiendo con sus ropas para, con ello, poder llegar hasta Los Angeles, que se encuentra rodeada por la policía. Instantes antes, un largo primer plano sostenido sobre el rostro revestido de suficiencia de Vince, nos permitirá escuchar sus manifestaciones irónicas ante el parte policial que escucha ante la radio. Estas pequeñas pinceladas definirán con presteza a un joven sin escrúpulos, capaz de cometer el crimen más cruel sin pestañear. En realidad podría ser el mismo personaje de la anterior MURDER…, si en aquella película no hubiera muerto en la conclusión de su metraje. Muy pronto el espectador aspecto que manifestará ante el retorno de su novia, y también en el trato mantenido con un sofisticado vendedor de zapato de alta gama- Pete Hallon (Sherwood Price), en el que de nuevo se atisbará una cierta “nuance” homosexual –tal como aparecía en algunos instantes de la película previa de Lerner-.

Cierto es que en esta ocasión el planteamiento del seguimiento policial, aunque en líneas generales se encuentra narrado con notable sobriedad, e incluso no falten en ellos elementos plásticos dignos de interés –como la imagen de sus dirigentes expuestas delante de ventanales formados a modo de rejas, o la inclusión de sus actuaciones en medio de planos con la vista general nocturna de Los Angeles, siempre punteada de manera oportuna con la magnífica banda sonora de corte jazzístico, aportada por el aún prometedor Jerry Goldsmith-. Sin embargo, sus imágenes adquieren una mayor contundencia cuando se centran en la andadura –en el inesperado calvario que para él supone esa huída sin retorno- del viril Vince, al que la radioactividad irá minando poco a poco su rabia e instinto asesino. Llegados a este punto, cabe destacar la fuerza que adquieren aquellos planos rodados dentro del coche en el que conduce en los últimos minutos del film -huyendo de forma angustiada-, que se describen con la libertad formal que muy poco tiempo después instaurarían los componentes de la nouvelle vague francesa, apareciendo casi como un inesperado referente de la mítica A BOUT DE SOUFFLE (Al final de la escapada, 1960. Jean-Luc Godard). Será este un episodio angustioso y ya prácticamente sin capacidad de retorno. Vince ha asesinado a todos sus colaboradores, viviendo en su cuerpo atlético y masculino una inapelable decadencia, mientras que por otra parte la policía lo va cercando, a partir del reencuentro de los agentes con su novia, que también acusa con fuerza las reacciones de su radioactividad. Serán unos minutos en los que quizá tengamos que dejar a un lado la verosimilitud a la hora de contemplar los modos con los que los agentes especiales detectan la terrible contaminación –sin medida de seguridad alguna en torno a ellos mismos-, o incluso asistir a la llamada ciudadana del alcalde de Los Angeles, revelando a la ciudadanía la realidad del componente robado, que Ryker escuchará ya casi corroído por la radioactividad, mientras se toma un café en una vieja taberna. Será casi su obituario, ya que al salir del recinto se verá rodeado de agentes que ni siquiera tendrán que intervenir. El hasta entonces implacable delincuente caerá consumido por la fuerza destructora de la energía que portaba desde la fuga, como si se tratara de una droga cualquiera. La aplicación de una manta para tapar el cadáver, insertando sobre ella un pequeño rótulo que indica que cubre un objeto altamente contaminado con radioactividad, aportará a CITY OF FEAR ese alcance frío y deshumanizador que también tenía su presencia en el título precedente de la filmografía de Irving Lerner. Un elemento que de nuevo tiene un aliado de excepción, en esa capacidad del realizador de establecer el relato de una manera singular, huyendo por completo de la tensión habitual en este tipo de propuestas, buscando sobre todo una mirada fría y desapasionada ante los hechos y personajes descritos, a la que ayudará de forma poderosa la aportación del ya mencionado Lucien Ballard, por medio de ese blanco y negro de aire metálico y deshumanizado, que se acopla a la perfección con las intenciones del relato. En definitiva, esos planos generales nocturnos que se desarrollan sobre Los Angeles tras haber concluido el caso, en realidad nos señalan al mismo tiempo que su vida sigue… y que cualquier nuevo peligro está presente en sus calles.

Calificación: 3

MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner)

MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner)

Martin Scorsese siempre ha reconocido que MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner) era su película más influyente. Por el contrario, sus directos colaboradores Ben Maddow o Philip Yordan no se ocultaron en coincidir al señalar que Lerner era un estupendo montador pero un negado para la dirección. Entre ambas corrientes de opinión, lo cierto es que poder contemplar –y, en definitiva, admirar- esta película, me lleva por un lado a coincidir con la apreciación de Scorsese –algo que no siempre se ha producido-, y pensar e incluso comprender las razones por las que los dos afamados guionistas reprobaron las películas que realizó –cierto es que no he podido contemplar ninguna más-; el de no saber apreciar que con su cine de alguna manera se adelantó no tanto a su tiempo, como sobre todo se desmarcó de los modos de producción imperante en el Hollywood de aquel tiempo. MURDER BY... ofrece el mismo carácter transgresor que, en diferentes épocas, brindaron propuestas como DETOUR (1945, Edgar G. Ulmer), THE SOUND OF FURY (1950. Cyril Endfield), THE SNIPER (1952, Edward Dmytryk), THE PHOENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955. Phil Karlson), THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton)... Títulos todos ellos que en sí mismos –más allá de sus cualidades e imperfecciones-, constituyeron auténticos caminos sin retorno del cine de su tiempo. Fueron –y siguen siendo- propuestas que afrontaron riesgos, discurriendo a contracorriente con convicción. Es decir, no con la intención de epatar, sino con la certeza de que las cosas se podían plantear de otra manera, sin por ello despreciar las que en aquellos tiempos estaban definidas dentro de los cánones habituales –muchas veces con resultados estimulantes e incluso magníficos-. El ejemplo de MURDER BY CONTRACT es revelador al respecto, ya que parece prefigurar en el contexto de una serie B norteamericana, un auténtico referente de ese alcance casi metafísico que definiría el cine polar francés, capitaneado por la figura de Jean-Pierre Melville. A nadie se le escapa que en la figura de ese asesino que encarna con enorme convicción Vincent Edwards –Claude-, podríamos atender a tantos y tantos protagonistas del cine de Melville, en especial el inolvidable Alain Delon de LE SAMOURAI (El silencio de un hombre, 1967). Pero esas semejanzas no solo se materializan en la figura de sus protagonistas sino, sobre todo, en el tono y la actitud que marcan sus imágenes, que se alejan por completo de la simple narración de un argumento, incluso implicando en el mismo todo tipo de matices. No. El film de Lerner se introduce de lleno en un sendero dominado por la abstracción, la sequedad, abordando en última instancia una serie de elementos psicoanalíticos –esos matices que inducen a pensar en un latente sentimiento homosexual de su protagonista, quizá revelado a partir de algún episodio mantenido con una mujer en el pasado-, que se extenderán hasta consideraciones de tipo metafísico, que si bien se encontraban presentes en títulos coetáneos como THE LINEUP (1958, Don Siegel), probablemente es en esta película donde se manifiesten con mayor densidad y convicción.

 

Claude es un joven de buena presencia –de la que es consciente- y comportamiento ejemplarmente ritual. Viste con elegancia, cultiva su cuerpo con constantes ejercicios físicos, cumple con lo que mandan las leyes, discurre por la vida con la perfección de un autómata, ha llegado a estudiar incluso y trabaja en una empresa de calculadoras, donde cobra un sueldo decente, pero insuficiente. Por ello se marca el objetivo de adquirir una vivienda de cierto estatus, para lo cual se convertirá en un asesino a sueldo. Dicho así, la propuesta del film de Lerner podría aparecer como uno más de tantos y tantos ejemplos que el cine ha proporcionado a este respecto. Lo que verdaderamente importa en esta ocasión, es la manera con la que es trasladado a la pantalla. Desde sus ejemplares primeros minutos, podremos atisbar el laconismo rayano con la abstracción que marca el primer contacto de nuestro protagonista con un presumible promotor inmobiliario, que porta el encargo de proporcionarle a este sus primeros cometidos. Serán secuencias dominadas por diálogos secos y cortantes, un extraño aspecto visual en el que tendrá tanto que ver la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Lucien Ballard –al que según algunos testimonios Lerner confió buena parte de la planificación del film-, la perfección del montaje, y la propia configuración de cada uno de sus planos. Tras ese encuentro inicial, que se retomará en otro posterior –dominados ambos por cierta nuance gay; las miradas de los dos personajes, el vestuario que luce el maduro promotor que se ha puesto en contacto con Claude,  e incluso en el último y trágico encuentro entre ambos, donde el asesino lucirá una provocadora cazadora de cuero-, MURDER BY... irá desplegándose en unos minutos deslumbrantes, que describirán de manera sincrética y terrible los primeros crímenes de nuestro protagonista. La aterradora plasmación del asesinato –elíptico- del cliente de la barbería –admirable el detalle del artefacto habitual en dichos establecimiento, anunciando el inminente crimen-, será la expresión más escalofriante de los modos y maneras de un asesino que, de manera metódica, irá anotando los ingresos extra que podrán acercarle a sus planes futuros, al tiempo que labrando su prestigio como discreto y eficaz criminal.

 

Serán el aval que le permitirán ser llamado para realizar otro de sus trabajos en la ciudad de Los Angeles, en donde será en todo momento escoltado por dos sicarios de un desconocido gangster. Estos serán Marc (Phillip Pine) y George (Herschel Bernardi), quienes muy pronto se tendrán que plegar a las peticiones del recién llegado, confiado en la competencia de cumplir el encargo cometido –eliminar a Billie Williams-, y dejándole unos días disfrutando del turismo y el disfrute de las condiciones naturales del lugar donde ha recalado. Muy pronto la seguridad y mesurada arrogancia de Claude chocará con Marc, mientras que por el contrario se granjeará una soterrada simpatía por parte de George, quien desde el primer momento intuirá ese mundo interior que posee el recién llegado. Conforme se acercan los días para cumplir el encargo, el protagonista descubrirá que el encargo por el que había sido contratado por cinco mil dólares, contemplaba matar a una mujer –se tratará de una pianista antigua amante de un gangster, que ha decidido ejercer como testigo en la acusación de este-. De repente, toda la seguridad del asesino se trastocará en nerviosismo –revelando de nuevo la latente misoginia de su personalidad-, aunque poco a poco asuma su intención de cumplir con el encargo acometido, pese a las dificultades que el mismo conlleva –la testigo se encuentra en su mansión, totalmente escoltada y rodeada por elementos policiales-. Sin arredrarse en ello, Claude pondrá en practica dos intentos, tan inteligentemente planteados, como fallidos en su ejecución –por cuestiones ajenas al proceso de ejecución de ambos-, lo que marcará en nuestro protagonista la intuición de estar dominados por la mala suerte. El plazo para liquidar a la testigo se irá estrechando de forma inapelable, y los jefes que lo contrataron intentarán liquidar a Claude utilizando los dos mismos compañeros que hasta entonces le han acompañado. Será un deseo que en el último momento nuestro protagonista logrará revertir con gran astucia, mostrando su capacidad de resistencia en una magnífica escena desarrollada en el interior de unos antiguos y abandonados estudios cinematográficos, lo que permitirá al joven criminal hacer una contrapropuesta económica a los jefes, para con ello lograr cumplir finalmente con el objetivo por el que fue reclutado a esta ciudad.

 

Un Los Angeles que será mostrado en la película como una ciudad fría y carente de humanidad alguna. Un entorno en el que parece que no exista algo tan sencillo como la vitalidad y, por el contrario, sus habitantes deambulan por su calles con la seguridad de un autómata. La previa ascendencia documentalista de Lerner, estoy convencido fueron la base para que describa un contexto urbano y humano gélido, dominado por la abstracción, y en el que apenas se contemplan matices que pueden hacernos llevar al encuentro con una sociedad urbana viva. Será el ámbito de trabajo de Claude, quien en el último momento decidirá cumplir con el contrato concretado por teléfono, llegando finalmente hasta su victima, a la que se dispondrá a estrangular. Sin embargo, en una secuencia revestida de enorme fuerza dramática –revelador además de ese conflicto psicológico que el protagonista ha logrado controlar hasta entonces-, permitirá en el último momento a la protegida evitar su asesinato.

 

Más allá de esta conclusión, del seguimiento de un relato en el que importan más las miradas, los gestos o la propia importancia al vestuario, se pueden destacar entre las excelencias de MURDER BY CONTRACT las oportunidades que su personaje principal tiene para describir su modo de vida existencial, e incluso poner en tela de juicio su propia condición de criminal –la conversación que mantiene con George, en la que con toda lógica recuerda los actos criminales que se amparan bajo instituciones como el ejército-. Pero incluso por encima de esa mirada desencantada o, más bien, escéptica, sobre la rutina de la vida cotidiana, Claude tiene muy claro que si ha de prolongar su andadura como asesino, ha de ser dejando de lado cualquier sentimiento o consideración previa. Al mismo tiempo, la película, magníficamente punteada por el tema musical central compuesto por Perry Potkin, Jr., que en sus diversas variaciones acompañará el estado de ánimo de las diversas situaciones que contemplará el espectador, parece plasmar otra realidad urbana, inclinándose a esa visión desencantada que podrían proporcionar en aquellos años títulos –más o menos prestigiosos- como CARNIVAL OF SOULS (1962, Herk Harvey) o BLAST OF SILENCE (1962, Allen Baron).

 

Sin embargo, ninguno de ellos alcanza bajo mi punto de vista, ese grado casi nihilista que proyectan las imágenes de esta excelente, incluso sorprendente propuesta. Quedan en la retina imágenes como los primeros planos de Claude apuntando con un rifle de mira telescópica, su huída posterior por una ladera, punteado por un sonido más dinámico que su habitual fondo sonoro, la astucia de su comportamiento, la reacción que manifiesta en ese puntual encuentro con una prostituta, que de forma inesperada le revelará que la pretendida víctima se encuentra viva, o esa penoso y casi final discurrir por un canal para acercarse a la casa de la mujer que ha de asesinar.

 

Sin duda, MURDER BY CONTRACT es una de esas gemas que aparecen ocultas en el terreno de la serie B tardía del cine norteamericano. Una gran película, a la que solo opondría la escasa empatía que produce la presencia del actor Phillip Pine, siempre gesticulando y excesivamente histriónico al subrayar la escasa simpatía que le merece Claude. Pese a ello, se trata de una cult movie que, por una vez por todas, merece dicha consideración sin objeción alguna.

 

Calificación: 4