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CINEMA DE PERRA GORDA

STUDS LONIGAN (1960, Irving Lerner)

STUDS LONIGAN (1960, Irving Lerner)

Nos encontramos en 1960, a mi modo de ver en uno de los ámbitos creativos más febriles y admirables de la Historia del Cine, y quizá solo comparable al descrito en las postrimerías del periodo silente-. Se trata de un breve espacio de tiempo en el que algunas de las obras seminales de las grandes figuras del cine clásico, incluso de alguno de sus pioneros, se da de la mano con valiosos exponentes de generaciones intermedias y, lo que es más importante, el debut o la explosión de jóvenes cineastas, buena parte de los cuales se encuentran lanzados a partir de las nuevas olas emanadas en diferentes países, y que tuvieron su justa repercusión en el Cinema Bis de Hollywood. Un Hollywood este que iba despidiendo la fuerza emanada por la serie B de unos grandes estudios en proceso de fagocitación, pero que al mismo tiempo brindaría una pequeña corriente paralela, que en su mayor parte ha quedado enterrada en el olvido durante décadas, aunque por fortuna una favorable corriente revisionista ha logrado emerger a las nuevas generaciones, títulos que en no pocos casos se consideraban perdidos de manera definitiva. Es por ello que cuando se intenta evocar esa producción más o menos al margen de las corrientes generales del cine norteamericano de aquel momento, es evidente que en primer plano aparece la poderosa personalidad de John Casavettes. Sin embargo, durante largo tiempo se fue omitiendo el aporte de otros nombres que, o bien por su limitada producción, o porque en su momento este apenas tuviera repercusión o incluso recibieran un sonoro rechazo de público y crítica, han permanecido mucho, demasiado tiempo, en el limbo del olvido. Hablamos de nombres como Jack Garfein, muy ligado a la órbita teatral de Elia Kazan, y artífice de dos atractivos, tórridos y rupturistas melodramas. Del atrevido Leslie Stevens -realizador de las muy insólitas PRIVATE PROPERTY (1960) y HERO’S ISLANDS (1962), por no mencionar la posterior e igualmente sorprendente INCUBUS (1966). O de nombres inclasificables como James Landis -RAT FINK (1965)-, Owen Crump -THE COUCH (Crimen a las 7, 1962)- o Joseph Kates -WHO JILLED TEDDY BEAR (1965)-. Lo cierto es que durante muchos años estas y otras muestras de un cine rodado casi en la frontera, en líneas generales protagonizado por jóvenes solitarios que deambulaban sin futuro en los márgenes del American Way of Life, durmieron de manera injusta en la ignorancia más absoluta. Y entre dicha vertiente no se puede omitir la figura del montador y documentalista newyorkino Irving Lerner (1909.1976), artífice de una breve pero sustanciosa obra como realizador, que tuvo su epicentro de las postrimerías de la década de los 50. Figura olvidada e incluso demonizada -Tavernier y Coursodon la ninguneaban, eso sí, señalando que tenían un recuerdo lejano de sus thrillers, en la canónica ’50 años de cine norteamericano’ -aunque al menos tuvieran el detalle de acordarse de él-, lo cierto es que el mayor valedor de la reivindicación de Lerner como cineasta fue Martin Scorsese, para quien este trabajó como montador -sin acreditar- muy poco antes de su muerte, en NEW YORK, NEW YORK (New York, New York, 1977). En su magnífico y apasionado recorrido sobre el cine norteamericano -A PERSONAL JOURNEY WITH MARTIN SCORSESE THROUGH AMERICAN MOVIES (1995)- la figura de Lerner aparecía oportunamente realzada, centrada en la evocación de la magnífica MURDER BY CONTRACT (1958), a la cual nunca dudó en señalar como su mayor influencia cinematográfica.

Quizá sea por dicha reivindicación, avalando que se brindara una nueva mirada sobre las realizaciones de Lerner centrada en el que quizá sea su título más reconocido, aunque ampliable a la inmediatamente posterior EDGE OF FEAR (1959), notable y tenso ‘thriller’ centrado en una contaminación radioactiva. Sin embargo, durante años he albergado la curiosidad de contemplar STUDS LONIGAN (1960), un título -otro más- oculto durante décadas, y que desde el momento de su estreno cosechó un absoluto fracaso de público y crítica -tan solo Howard Thompson, de The New York Times defendió sus cualidades y Pauline Kael destacó su voluntad rupturista en The New Yorker-. Las escasas referencias consultadas solo hablaban de un desastre total, en la traslación a la pantalla de la mítica trilogía escrita por James T. Farrell -guionizada y producida por Philip Jordan, la persona que siempre auspició la corta carrera del realizador, aunque fuera incapaz de vislumbrar el alma interior de su cine- en los años 30, en donde evocaba las andanzas juveniles del Chicago de una década atrás. Mi sexto sentido me indicaba que ahí se podía encontrar una gran película, y he de decir que este no me falló. Pese a los condicionantes de producción sufridos -al parecer, a Lerner se le amputó una hora del extenso metraje rodado-, lo cierto es que STUDS LONIGAN supone una obra todo lo imperfecta que se quiera, pero en sus costuras alberga arrojo, coraje, inventiva cinematográfica, y capacidad para expresar el desasosiego de la sociedad de su tiempo, por más que sea una obra centrada en una mirada opuesta a los ‘felices años 20’. Uno siempre ha tendido en valorar en superior medida títulos quizá caracterizados por la presencia de imperfecciones, pero que se caracterizaran por su pasión y fuerza interna, y ambos se encuentran a manos llenas en los agresivos y casi expresionistas fotogramas del film de Lerner que, de entrada, se beneficia de la entregada iluminación en blanco y negro de un novel Haskell Wexler, que se convierte quizá en el principal aliado de la agresiva cámara de su director, a la hora de proporcionar a todos y cada uno de los fotogramas de la película, de una extraña y viva textura, que al mismo tiempo ayuda a dotar de una extraña espesura y, en definitiva, vida propia, al conjunto de su metraje.

La película se centra en un recorrido fragmentado de las vivencias del joven Studs (un debutante Christopher Knight a quien por lo general se consideró inadecuado para este papel en un rol que a punto estuvo de suponer el debut en la pantalla de Warren Beatty, pero que considero acierta a trasladar ese desconcierto y frustración personal que requiere su personaje) en su deambular desde el inicio de la década de los años 20, hasta poco después de producirse el crack financiero de 1929. Lonigan es un muchacho al que inicialmente contemplamos con apenas 18 años, procedente de una familia de emigrantes irlandeses, católico, líder de una pequeña banda que ahoga sus frustraciones en pequeñas juergas nocturnas -uno de cuyos componentes está encarnado por un jovencísimo Jack Nicholson, en unos de sus primeros roles cinematográficos-. Eternamente rebelde a las constantes riñas de su padre para que encuentre trabajo, aunque siempre mimado por su madre, en realidad el protagonista irá discurriendo ante el paso de los años por el amor platónico que derrocha por la joven Lucy Scanlon (Venetia Stevenson), una muchacha que poco a poco se irá despegando de él, hasta que en un momento dado abandone la ciudad para iniciar sus estudios universitarios. Mientras tanto, Lonigan desahogará su incapacidad para establecer afectos y, al mismo tiempo, carente de estos en su corto deambular existencial. Para intentar cubrir esas carencias emocionales, el muchacho se refugiará en la profesora Julia Miller (sensacional Helen Westcott) una mujer adentrada en la madurez y dotada de una gran sensibilidad, que siempre ha deseado secretamente al protagonista, aunque en un arranque de dignidad lo aleje de su lado cuando compruebe que para él no significa más que un asidero ocasional. Los años se irán sucediendo, uno de los componentes de la pandilla morirá en un accidente, otro será encarcelado, y la llegada del ya señalado colapso bursátil pondrá en la ruina a su padre, lo que le obligará a intentar buscar trabajo. En este tiempo, Studs ha conocido a la sobrina de Julie -Catherine (Caroline Craig)-, con la que en el fondo a pesar suyo iniciará una relación sentimental, siendo esta consciente de que nunca olvidará a Lucy. Sin embargo, poco a poco el horizonte del muchacho se tornará más sombrío, y una inesperada circunstancia le hará volver con esa muchacha de la que se había alejado.

Narrada a modo de pequeños episodios inconexos, con el recurso generalmente brillante de la propia voz en off del protagonista, punteando sentimientos y emociones ante las actitudes que va viviendo, y siempre ayudado por el espontaneo vigor de la admirable partitura de un también jovencísimo Jerry Goldsmith, puedo entender que en su momento la película fuera recibida con desapego, en la medida que se encontraba plasmada con una puesta en escena mucho más libre que lo que en aquellos predominaba en Hollywood. Es decir, Lerner se encuentra hasta cierto punto cercano a la libertad formal de Casavettes, y en buena medida preludia el Elia Kazan en la magistral AMERICA AMERICA (América, América. 1963). En la narración de las cotidianas y en buena medida sombrías vivencias de Lonigan, se encuentra en todo momento en pantalla una extraña sensación de pathos, de insatisfacción existencial, que incluso permite momentos tan divertidos como esa secuencia en la que Julie se le insinúa, y en el punto de vista subjetivo del muchacho se escenifica una supuesta seducción de la profesora en ropa de alcoba. Esa voluntad de combinar el seguimiento de un relato novelesco en el que la picaresca, la ambición -Lonigan desea triunfar infructuosamente como músico-, lo trágico -la inesperada muerte de uno de sus más íntimos amigos, en cuyo funeral además se encontrará por última vez con Lucy-, lo doloroso -la secuencia en la que Julie lo expulse de su casa-, la catarsis -el episodio casi final, en el que confiese al padre Gilhooey (maravilloso Jay C. Flippen) el dolor que prácticamente le quema el alma-… Lo realmente magnífico en STUDS LONIGAN reside en la absoluta capacidad de Irving Lerner para penetrar en la entraña de sus personajes, tanto el protagonista como aquellos que rodean su sombrío devenir, y a través de una puesta en escena dominada en no pocas ocasiones por encuadres crispados, en todo momento sintamos en carne propia no solo la desesperación interior de un muchacho que, en el fondo, descubre la insatisfacción del mundo que le rodea, y que finalmente no verá otra salida que su inclusión en la mediocridad cotidiana -en lo que algunos confundieron con un falso final feliz-, con ese grito desesperado ante Catherine -que se encuentra embarazada de un hijo suyo-, al decirle bajo la lluvia de manera patética; “deseo quereros”.

Pero con esa casi permanente presencia de su protagonista -resulta especialmente conmovedor ese plano que lo encuadra en la lejanía, totalmente desolado, y a disposición de la lluvia-, lo cierto es que el discurrir de la película no descuida ese grado de cariño por las frustraciones y miserias de los seres más o menos episódicos que irán deambulando bajo la triste perspectiva existencial, de ejercer como simples peones de fondo en el inclemente tablero de la vida. Esa capacidad para plasmar el lado oscuro de la existencia. Para bucear en los recovecos de unos seres a los que se siente vinculados, in por ello perder la capacidad crítica de cuestionar el caparazón que los envuelve, es algo que quizá defina la obra de este extraño y aún no suficientemente reivindicado cineasta de aquel periodo inolvidable para el cine americano. En una lejana entrevista, Philip Yordan hablaba con cierto desprecio del talento de Lerner como realizador, al tiempo que más adelante confesaba que todas las películas que este dirigió se las proporcionó él, ya que lo consideraba un gran amigo ¿No sería posible que viera en su voluntad como cineasta –“no quiero hacerlo como los demás” le comentaría en cierta ocasión- era algo que podía percibirse en sus imágenes, aunque las anteojeras de Yordan le impidiera percibir la huella, la sinceridad y la valentía de Irving Lerner. Alguien que, en su breve obra, y con todas las oscilaciones que le puedan oponer, brindó una mirada desasosegadora y pesimista al mundo que le tocó vivir, lo que le permitió consagrarse -para públicos muy minoritarios- como uno de los grandes outsiders del cine de su tiempo… y no solo el norteamericano.

Calificación: 4

1 comentario

Germán Barón Borrás -

Siempre admiré la brillante banda sonora de Jerry Goldsmith, por cierto al piano estaba John Williams...Me dan muchas ganas de ver ésta película