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CINEMA DE PERRA GORDA

Jacques Becker

A 23 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIX) DIRECTED BY... Jacques Becker

A 23 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIX) DIRECTED BY... Jacques Becker

Foto: A la izquierda de la imagen, el gran director francés Jacques Becker.

 

JACQUES BECKER... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(3 títulos comentados)

ANTOINE ET ANTOINETTE (1947, Jacques Becker) Se escapó la suerte

ANTOINE ET ANTOINETTE (1947, Jacques Becker) Se escapó la suerte

Todos sabemos que la génesis de ANTOINE ET ANTOINETTE (Se escapó la suerte, 1947, Jacques Becker) tiene su referente en el CHRISTMAS IN JULY (Navidades en julio, 1940) dirigido por Preston Sturges en el seno de su productora de siempre; la Paramount. También conocemos que esta película sirvió como base para el debut como realizadores de Luís García Berlanga y Juan Antonio Bardem con ESA PAREJA FELIZ (1953). Pero lo que importa, y mucho, a la hora de hablar de esta tragicomedia, reside en ratificar la frescura, entrega y plena forma cinematográfica con la que se mantiene, más de seis décadas después de su realización, esta comedia de corte neorrealista, en la que el que puede considerarse con toda justicia uno de los mejores directores franceses de todos los tiempos, despliega una casi inagotable inspiración. La alcanzará tanto a la hora de describir un marco social concreto, como en la capacidad por delimitar en apenas poco trazos su galería de personajes, así como, en definitiva, en la inspiración demostrada a la hora de componer un marco coral, en el cual no se sabe que admirar más, si la precisión del relato o la autenticidad a la hora de transmitir en él los claroscuros del ser humano.

ANTOINE ET ANTOINETTE alberga una base argumental escueta. Se trata de una sencilla fábula desarrollada alrededor de un joven matrimonio obrero, el formado por Antoine (Roquer Piqaut), empleado en una imprenta, y Antoinette (Claire Maffei), que trabaja en unos grandes almacenes. Son una pareja más que sufre las grandezas y miserias de vivir en un contexto obrero dominado por limitaciones materiales, que logran sublimar en base a su propia juventud, el sincero amor que se profesan, y un optimismo mutuo en el que sostienen la precariedad de su vida cotidiana. Una cotidianeidad esta, en la que la esposa no dejará de sufrir constantes acosos por parte de hombres que ven en ella a una joven deseable, propiciando algunos fugaces enfrentamientos con Antoine, que se desvanecerán con la misma rapidez que han llegado. Un buen día, el esposo descubrirá casi de manera casual que su mujer ha comprado un décimo de lotería, comprobando con estupefacción que este ha sido premiado con ochocientos mil francos. La alegría de la pareja, a la que el premio les permitiría salir de esa situación de aceptada precariedad, pronto se verá violentada al comprobar Antoine que la cartera que portaba el décimo le ha desparecido en la taquilla del metro. Será el inicio de una peripecia que pondrá a prueba la estabilidad de ambos, llegando a una situación límite en la que quedara en evidencia la fortaleza de la esposa, más madura y preparada para asumir los envites de la convivencia de su matrimonio.

Resultando en su conjunto un producto magnífico, revelador de la madurez que atesoraba el cine de Becker ya desde sus primeros pasos como director, lo cierto es que el primer tercio de ANTOINE ET… resulta casi deslumbrante. A partir de la precisión de un montaje extraordinario –obra de Margueritte Renoir-, el director articula un retablo lleno de ritmo y vitalidad, describiendo la cotidianeidad de un barrio obrero parisino –obsérvese como los escasos planos de apertura nos introducen de inmediato en el mismo-, describiendo con una garra admirable los dos contextos laborales de nuestros protagonistas –especial fuerza adquiere el de la claustrofóbica imprenta en la que trabaja Antoine, que logra transmitir a la perfección un pequeño marco industrial de periodo de posguerra-. Ese mismo montaje actúa como una auténtica sinfonía en la que emergerán numerosos personajes secundarios e incluso episódicos. Desde esos vecinos que comparten con los protagonistas el modesto edificio de apartamentos –el joven boxeador que se relaciona de manera infiel con otra de las inquilinas, esposa de un policía local-, hasta el tendero –el señor Ronald- que encarna con magisterio el veterano Noël Roquevert, de quien Becker logrará extraer en un principio una vertiente de ternura –el primer plano en el que contempla con indisimulada satisfacción a Antoinette-, hasta hacerlo evolucionar en los tintes violentos y casi trágicos que irán delimitando su auténtica y siniestra personalidad. En medio de todo ello, la cámara del realizador articula un auténtico documental sobre la vida cotidiana de las clases humildes parisinas, destacó en su gusto por el detalle, los comentarios irónicos, mostrar interiores de comercios, mercados, puestos, patios e incluso tejados…. Con esa vocación neorrealista que rodea de principio a fin un ajustado metraje que no alcanza los ochenta minutos de duración, la película discurre en ese primer tercio con la soltura del mejor musical, ayudado por el acierto descriptivo de la banda sonora de Jean-Jacques Grünenwald, y la fuerza que irradia la fotografía en blanco y negro de Pierre Montaezel, de carácter realista, pero que no desdeña incorporar algunas composiciones en interiores bastante estilizadas. Será un espléndido ballet visual que atenderá la pincelada de conjunto y el retrato de unos seres que el cineasta delimita en sus grandezas y miserias, hasta que el pequeño accidente que Antoine sufre en su bicicleta marcará un punto de inflexión en el relato al introducirse de lleno el cada vez más oscuro Ronald, quien aprovechará la ocasión para acercarse a esa joven a la que siempre ha admirado de forma secreta, y a la que no dudará en conquistar forzando todos los métodos posibles.

Es a partir de esos instantes, cuando a mi modo de ver la película pierde un poco la deslumbrante brillantez de su fragmento de apertura. La narración acogerá una cierta relajación, brindándonos sin embargo pasajes tan hermosos como esos primeros planos –de herencia renoiriana- que envolverán el paseo en barca de los dos esposos, mostrando en sus expresiones la autenticidad de sus sentimientos. Será el preludio de una situación inusual para ambos, como es descubrir casi de un instante a otro se han convertido en ricos. Becker lo ofrecerá con un preludio divertido a través de las pesquisas que realizará el esposo, consultando los periódicos atrasados e incorporando el detalle genial -¿ecos chaplinianos?- de que el resultado del sorteo se encuentra en el recorte de prensa que porta como plantilla de uno de sus zapatos. Será una alegría inesperada, anotando los deseos materiales de la pareja con el carmín de Antoinette ante el espejo que se encuentra en el salón –quizá proyectando en él sus anhelos más recónditos-. Cuando Antoine se dispone a cobrar el décimo, un ardid de guión –que ha sido planteado ya al inicio de la película, a partir de la afición al intercambio de libros entre los compañeros del matrimonio-, propiciará que viva en el momento de entregarlo ante las oficinas pertinentes una doble confusión, ya que entenderá que el boleto se encuentra en la cartera que se ha perdido en el metro. La desolación aparecerá en este joven hundido de manera repentina –resultan conmovedores los instantes que mantiene con los dos empleados de las oficinas de la lotería; encarnados además por unos intérpretes revestidos de una credibilidad e incluso humanidad pasmosa-, introduciéndolo en una sima de injustificada desesperación. Llegados a este punto, Becker plantea una mirada alternativa, en la que esos matices que con anterioridad se mostraban dentro de un optimismo cotidiano, de pronto aparecerán revestidos de una vertiente pesimista y sombría. El caminar de Antoine cobrará un aire desolador, hasta el punto que su esposa, desde la lejanía de su trabajo habitual y ante su tardanza a la cita que ambos tenían fijados, comprenderá que algo malo le está sucediendo, no dudando en desafiar a su superior para ausentarse de su puesto, e incluso con dicha decisión perder su empleo. La persecución se mostrará casi desesperada, llegando Antoine incluso a descubrir a su esposa y esconderse avergonzado de ella, refugiándose en ese bar - estanco que se encuentra junto a sus casas, y cuyos dueños celebran la boda de una de sus hijas. La situación nos acercará a una estampa extraña la de dichos esponsales, caracterizada por una insólita aura de decadencia, ante la que se impondrá en nuestro protagonista la serenidad que le proporcionará su esposa, quien lo esperará en su casa siendo consciente de la realidad cotidiana que van a tener que volver a asumir. En ese interín se producirá una embarazosa situación cuando el novio descubra al dueño de esa cartera que él se había encontrado casualmente en el metro horas antes de su boda –el espectador ha contemplado antes la situación sin pensar que la misma tendría una consecuencia posterior-. El descubrimiento por parte de Antoine de que la billetera contiene otro décimo provocará un altercado, iniciando la catarsis de un fragmento que, de forma definitiva, abandonará cualquier tinte de comedia, hasta introducirnos en una situación violenta, en la que Antoine arruinará –o quizá solo violentará una situación del todo punto ridícula- la casi fantasmagórica celebración que se estaba desarrollando en un salón del viejo bar. Pero lo más duro se encontrará por llegar, cuando el esposo acuda a su casa, y vea a Roland a punto de abusar de su esposa. Será el inicio de una pelea, en la que Becker no dudará en acentuar la brutalidad de la refriega, introduciendo en ella de nuevo el casi necesario contrapunto de comedia de la presencia de esos vecinos que no dejarán de jalear al joven esposo, quien quedará noqueado por la insospechada furia vengativa del tendero. Sin embargo, la dura situación resultará providencial para Antoine, sirviéndole para recordar el destino de ese décimo que, esta vez sí, proporcionará ese futuro anhelado por la pareja protagonista.

Será un happy end que en realidad no tendrá importancia en la narración, y que el director incorpora casi como una conclusión necesaria pero carente del menor interés. Lo que importa, lo que otorga a ANTOINE ET ANTOINETTE la condición de magnífica tragicomedia, es esa mezcolanza de apariencia espontánea, pero en realidad articulada con rara perfección por un hombre de cine que ya desde su debut en la pantalla había revelado sus capacidades como primerísimo cineasta. Unas propiedades que se ratifican en ejemplos reveladores de una inventiva visual de primer orden. Merece recordarse como referencia pertinente, ese violento acercamiento de la cámara al rostro de un atribulado Antoine, dentro de unas constantes casi expresionistas, cuando descubra la ausencia de la cartera que debía contener –falsamente- el décimo premiado. No solo por ello el cine de Becker demuestra su clase y personalidad. Es en su capacidad para plantear situaciones y personajes que son mirados frente a frente –en este caso en un ámbito que sería retomado años después por la no menos magnífica RUE DE L’ESTRAPADE (1953)-, donde se puede entender la esencia de la obra de un realizador que supo aunar dureza y sensibilidad en una obra no demasiado prolongada en títulos, pero sí lo suficientemente destacable en resultados, como para permitirle ser considerado uno de los maestros del cine galo. Como señalaba al inicio de estas líneas, es cierto que no todo el metraje del título que comentamos adquiere el grado deslumbrante de su primer tercio. Si así lo fuera, nos encontraríamos con una auténtica obra maestra, no el “simplemente” estupendo resultado que muestran sus imágenes y que, preciso es reconocerlo, pocos cineastas de su tiempo podrían recrear con la misma soltura, intensidad y coherencia.

Calificación: 3’5

RUE DE L’ESTRAPADE (1953, Jacques Becker)

RUE DE L’ESTRAPADE (1953, Jacques Becker)

Si algún espectador pudiera albergar duda alguna ante las capacidades como realizador del francés Jacques Becker, creo que un visionado desprejuiciado de RUE DE L’ESTRAPADE (1953), sobraría para calificar a este primerísimo cineasta. Y es que nos encontramos ante un leve argumento dramático, que puesto a disposición de cualquier otro cineasta de inferior personalidad hubiera evolucionado finalmente en un vodevil escorado a equívocos y lugares comunes. Sin embargo, en manos del cineasta francés se erige como una extraña y naturalista tragicomedia, dominada por tintes amables y un agudo alcance descriptivo, que de forma bastante clara prolonga la previa implicación del cineasta en la comedia. Sin embargo, la filmografía de Becker expresa sobre todo la apuesta por su constante adopción del cine de géneros, aunque generalmente en ellos aportara una mirada personal y singular. Es algo que en esta ocasión se manifiesta al estar rodado el título que nos ocupa tras el trágicamente romántico CASQUE D’OR (París, bajos fondos, 1952), y que reencuentra al francés con un marco de comedia cotidiana que ya había puesto en práctica pocos años atrás con ÈDUARD ET CAROLINE (1951), e incluso esa implicación del cineasta en el mundo de la moda, que previamente había escenificado la muy interesante y olvidada FALBALAS (1945). En este sentido, no resulta gratuito afirmar que la merecida fama de Becker, se sustenta en una porción muy reducida de su por otra parte no demasiado extensa trayectoria como realizador. Lamentablemente, siguen existiendo exponentes de su obra, en líneas generales muy homogénea en sus cualidades, que apenas han alcanzado esa mínima difusión que permitiera ofrecer una visión de conjunto de su obra.

 

RUE DE… en todo momento escamotea cualquier expectativa por parte del espectador. Es algo que marcará ya la desconcertante y magnífica secuencia de apertura, que inicialmente nos mostrará el comportamiento de la pareja protagonista, antes que incidir en cualquier elemento identificativo o descriptivo por parte del espectador. El plano nos muestra a Henri (Louis Jourdan) y Françoise (Anne Vernon), desayunando. No sabemos aún que se trata de un joven matrimonio emergente en la Francia del inicio del desarrollo. Sin embargo sí que advertimos desde el primer momento la personalidad de cada uno de ellos. Ella es una mujer enamoradiza, empalagosa y pendiente de halagar a su esposo, que se muestra incluso molesto ante dicha actitud. Poco a poco, la cámara del Becker deja bien claras sus armas; la de mostrar una relativa continuidad de esas comedias naturalistas instauradas por él mismo en el cine francés, y que tanta influencia posterior tuvieron en el conjunto de la cinematografía mundial. Sin embargo, en estos pocos años de distancia, la sociedad francesa ha ido evolucionando, pero quizá no lo suficiente como pudieran preludiarla otras propuestas de la pantalla francesa. En este sentido, el realizador combina la aparente amabilidad de su argumento con una mirada desplegada por un Paris que aún no parece haber remontado el trauma de de la II Guerra Mundial. Viejas casonas, lugares oscuros, carreras de coches expresadas como poco convincente síntoma de escapismo, la inclinación por compras de moda de alta costura que en realidad no se pueden llevar a cabo, o una sociedad que parece no haberse adentrado en un progreso que pocos años después invadiría la capital francesa, suponen casi el principal personaje de esta fábula liviana en la que, como un par de niños crecidos, los protagonistas vivirán una serie de encuentros y desencuentros, a partir de los cuales el director galo logra plasmar su mirada, entre compasiva y distanciada, por una pareja de jóvenes y, a través de su entorno, de una sociedad que discurre con rumbo errático. En este sentido, la mirada propuesta resulta no solo pertinente, sino llena de agudeza. Desde el planteamiento de esa juventud que poco tiempo después definiría las corrientes de pensamiento francesas –representadas en el chirriante Robert que encarna Daniel Gelin-, hasta la sempiterna inclinación por la moda como un falso elemento de distinción, no dejando de mostrarse presente una mirada bastante disolvente en torno a la hipocresía en las relaciones. Pero incluso dentro de dicho contexto, la película escamotea en todo momento cualquier criterio apriorístico. Ni siquiera ese personaje soñador que enamora por interés a la protagonista cuando esta se traslada a vivir a un viejo y desvencijado apartamento, queda descrito con un mínimo de ternura. Su falsa rebeldía resulta impostada y antipática, como implacable resulta la mirada efectuada sobre la amiga chismosa de la protagonista, con la que Henri tendrá que capitular hipócritamente para intentar lograr acercarse de nuevo a su esposa –revelándonos de paso que secretamente desea a ese hombre al que no duda en criticar ante la que aparentemente es su mejor amiga-. Serán todas ellas, apariencias que la película dejará de lado constantemente, como esa querencia de la protagonista acudiendo a una firma de alta costura, donde no cejará de probarse los modelos allí expuestos. Finalmente, el que más ha llamado la atención en realidad es un modelo de rebajas, que podrá costearse por que su propietario –Jacques Christian (un estupendo Jean Servais)-, ha visto en ella un inusual atractivo y ha decidido secretamente vendérselo a mitad de precio. Apariencias finalmente como la que vivirá el apesadumbrado Henri, cuando acudirá por segunda vez a su apartamento, buscando la reconciliación con su mujer, y del que huirá decepcionado al pensar que los ruidos que provienen de su apartamento –que proceden realmente de una grabación que ha traído Robert-, manifiestan que esta se está divirtiendo con desenfreno en el mismo.

 

En ese contexto temático liviano y finalmente inocente -en el que un simple accidente final supondrá el elemento propiciatorio de una reconciliación deseada por ambos esposos, pero negada al mismo tiempo por los dos dentro de su inocente estupidez-, en una película dominada por encuadres de marcos rutinarios, largas y oscuras callejas y angostos pasillos, donde el contemplar desde una ventana una pareja de chavales, puede proporcionar un rasgo de humanización, y en el que una pareja de reales enamorados corretean por la vida como si para ellos aún no hubiera llegado el estadio de la madurez. Con esa sencillez, sin alzar el tono, mostrando a sus personajes de manera entrañable, humana, pero sin olvidar jamás su medianía e incluso torpeza, Becker compuso una sinfonía cinematográfica suave y aguda a partes iguales, poco conocida y valorada en el recuento de su filmografía, y que contiene además una magnífica prestación del eternamente subvalorado Luis Jourdan –intuitiva y momentáneamente retornado a la cinematografía de su país- que, por si a alguien le cabía la menor duda, tras su apostura aportó en todo momento sus hechuras de buen galán y finísimo comediante.

 

Calificación: 3

LE TROU (1960, Jacques Becker) La evasión

LE TROU (1960, Jacques Becker) La evasión

Una breve indicación del actor Jean Keraudy -que interpreta a Roland en la película, un personaje que vivió en carne propia- nos indica con extraña cercanía que los hechos que vamos a contemplar son reales y sucedieron en la cárcel francesa de la Santé en 1949. Esa aviso –rodado con una extrañeza basada en la sinceridad- predispone a la implicación del espectador en los hechos que nos va a contar Jacques Becker en la que supondría su último film –a raíz de su inesperado fallecimiento tuvo que culminar algunos detalles de postproducción su hijo, el posterior realizador Jean Becker-. Y personalmente creo que LE TROU (1960) –LA EVASIÓN en España-, constituye un inesperado testamento y la obra maestra del que considero uno de los más grandes realizadores de la cinematografía gala. Dentro del conjunto de una filmografía caracterizada por su alto nivel y, muy especialmente, su destreza técnica y hondura temática y ética dentro de una trayectoria que se implicó con diversos géneros populares, LE TROU supone un auténtico canto a la amistad y la lealtad, para lo que se contó con la base de una novela de Jose Giovanni –muy pronto habitual al ser adaptado para películas del cine polar francés y que incluso desarrolló una andadura como director-. Giovanni relató una historia que le era igualmente muy próxima, puesto que participó en esta huída finalmente frustrada y su persona está representada en Manu, el personaje que encarna Philippe Leroy.

Tras este aviso la película se centra en la llegada de Gaspard (Marc Michel) a una celda en la que conviven cuatro reclusos –los ya mencionados Manu y Roland, Géo (Michel Constantin) y Monseigneur (Raimond Meunier). De forma rápida el espectador advertirá que Gaspard tiene unos rasgos bien diferentes al de sus cuatro nuevos compañeros. Se caracteriza por sus modales más aparentemente sensibles, aspecto más cuidado y una mirada temerosa. Sus compañeros son aparentemente más brutos pero muy pronto se revelan de gran nobleza. Tras unos instantes de duda ellos deciden contarle al nuevo compañero el plan que han decidido acometer para huir de la prisión, no sin antes preguntarle por las causas por las que se encuentra encerrado –ha sido acusado por su esposa de haber intentado un homicidio frustrado; en realidad todo se dirime en la infidelidad que le ha provocado con su hermana menor y el substrato de ser un mantenido de su cónyuge-.

Cuando el espectador se encuentra un tanto sorprendido por las escasas posibilidades que observa de huir de una cárcel contundentemente vigilada, la película despliega un giro sorprendente y logra –como muy pocas veces he sentido en el cine- que el espectador en todo momento sea un personaje más en el proceso que está a punto de lograr la huída –en este caso sería más propio señalar un “reencuentro con la libertad” de estos cinco reclusos. Con tanta deslumbrante facilidad y en el fondo una enorme complejidad que en realidad está sedimentada por la sabiduría y entrega con la que todo el equipo del film se entrega en su desarrollo, vemos como se desarrolla el inapelable proceso para lograr la huída tan añorada. Jacques Becker sabe extenderse en prácticamente treinta minutos al mostrar el proceso por el que se logra efectuar el orificio de salida de la celda –la fisicidad con que se plantea la labor de sus personajes en unos planos larguísimos que llegan a resultar angustiosos para el espectador; la aparente contradicción que supone el hecho de que se produzca un ruido tremendo para perforar el suelo (precisamente ese fondo estridente dentro de una cárcel que siempre tiene salas en obras es el que permite que no provoquen sospechas), la precisión con la que Roland (ya en el pasado se ha evadido de cárceles) va desarrollando la investigación por los túneles y subsuelo de la cárcel, explicando a Manu en breves comentarios demostrativos –y con él al espectador- los pormenores que van realizando para lograr la localización del lugar en el que desarrollarán el túnel final que los llevará a la libertad.

Esa extensa pero apasionante secuencia –en la que Becker logra atrapar al espectador de la forma más noble posible- hay que destacar –algo extensible a toda la película- la impresionante labor de iluminación de Ghislain Cloquet en la que tanto las sombras, las oscuridades y los escasos puntos de luz tienen su máximo exponente en esos largos planos en los que la oscuridad prácticamente engulle a los dos presos exploradores en sus desplazamientos por los húmedos y fríos túneles del castillo. La lógica y al mismo tiempo el esfuerzo de los dos exploradores iniciales –completados en la celda con la ayuda inestimable de los otros tres reclusos que incluso han desarrollado un ingenioso artilugio para poder disimular la ausencia de estos en los camastros ante las guardias de los carceleros-, finalmente llegará a un punto cerca de la desembocadura del desagüe, que se encuentra taponado con cemento armado. A su alrededor se iniciará un túnel de unos tres metros de extensión, en una aventura que parece colosal a ojos de Manu –y también para el espectador-. Cuando hemos llegado a ese punto y nuevamente se atisba la sensación de que el interés de LE TROU puede empezar a decaer, la película aplica otro giro en su ritmo, a través del cual Becker monta secuencias más cortas desarrollando el trabajo en equipo de los reclusos, y en las que veremos tanto su ingenio, como capacidad de solidaridad e innegable sentido de la organización. De forma directa, sin coartadas discursivas y siempre atendiendo a la lógica de la acción, con una extraordinaria capacidad de síntesis, una sobriedad deudora del mejor cine francés y una extraordinaria dirección de actores que atiende a miradas pero también al enorme esfuerzo físico que desarrollan todos ellos –el único que se muestra un tanto alejado pese a su implicación en el grupo es Gaspard, quien sin embargo a medida que se va completando el plan se siente transformado e invadido por esa sensación de totalidad en el compañerismo que vive con sus compañeros-, LE TROU se distancia de posteriores títulos como el limitado LA GRAN EVASIÓN (The Great Escape, 1963. John Sturges) y siempre mantiene a ese espectador como un personaje más, que en algunos momentos –estoy seguro de ello- quisiera implicarse en ese esfuerzo solidario realizado por este grupo de presos.

La obra póstuma de Becker logra ese justo y casi milagroso equilibrio entre lo físico y lo moral, entre el sentimiento que anuda a sus protagonistas, los une y llena de amistad y la facilidad con la que desarrollan una tarea a todas luces titánica. Al mismo tiempo diversas incidencias tendrán lugar en el último tercio de la película. La observación de que el grifo de la celda está a punto de averiarse –con el consiguiente riesgo que tendría en los planes de los reclusos- llevará a llamar a unos fontaneros también internos que les robarán algunas de sus compartidas provisiones. Incluso entre los carceleros existe una extraña anuencia con los reclusos y estos fontaneros regresarán a la celda donde recibirán una paliza, devolviendo lo que han robado. Paralelamente y poco antes de que los planes de huída ya estén a punto de finalizar, Manu le confiesa a Roland que ha decidido no participar en ella para no provocar sufrimientos a su anciana madre, pero que colaborará con ellos hasta el final –haciéndole la advertencia de que no comente la noticia a sus compañeros; pese a todo siente esa sensación de sinceridad de contar sus intenciones a uno de sus compañeros; el que realmente ha planificado la huída-.

En la penúltima secuencia el esfuerzo está a punto de llegar a su feliz término. Manu logra alcanzar con su pico el otro lado del desagüe y junto a Gaspard ambos caminan por las alcantarillas de las calles parisinas hasta alcanzar una salida y contemplar desde una trapa el exterior de la cárcel. Está a punto de amanecer y pasa un taxi en la solitaria calle. Gaspard llega a comentar “podríamos pedir incluso que este taxi parara a recogernos”. Una sensación de libertad compartida se extiende desde la pantalla y nuevamente llega a invadir el sentimiento del espectador por la sinceridad y cercanía de lo que contemplamos. Pese a ello los dos reclusos regresan a la celda para contar la buena nueva y planificar la huída la noche siguiente. El plan parece estar a punto de llegar a su fin. Sin embargo, todos ya hemos tenido un lejano indicio de lo que podría suceder con la intempestiva visita -planificada casi de forma bressoniana- que Gaspard ha tenido por parte de su cuñada y amante y en la que le indica que su mujer está a punto de retirar la denuncia. Este queda dominado en su debilidad e incluso se equivoca de celda –camina hacia la que ocupaba anteriormente y le lleva a un tropiezo con el director-. Cuando ya todo está a punto de llevarse a cabo –incluso con el anuncio de Géo de no escaparse- Gaspard es llamado por el director, quien le anuncia lo que todos intuíamos –la retirada de su denuncia-. Becker no tiene que ser más explícito; un primer plano mostrando la turbación del joven pese a la cercanía de su libertad, que culmina con un fundido. Este regresa al cabo de dos horas provocando las sospechas de sus compañeros, dudas que consigue eliminar aunque en su interior anide al fantasma de la traición. Cuando todos ellos se disponen a llevar a la practica ese plan que se ha forjado a base de amistad, compañerismo y esfuerzo, precisamente la fisura del elemento que menos encajaba en el grupo llevará su ruptura –un impresionante plano que muestra como en el reducidísimo espejo que sirve de periscopio muestra un autentico batallón de vigilantes-. Géo anunciará la mala nueva. Ya solo queda ese antológico final con los reclusos casi desnudos puestos en fila mientras el apesadumbrado traidor –en el fondo también despreciado por los vigilantes de la prisión- recibe esa simple y rotunda sentencia por parte de un Roland de mirada expresiva; “pobre Gaspard”.

LE TROU es un film de una riqueza inagotable, una obra que por sí sola marca un punto y aparte en la cinematografía francesa. Un lugar de llegada que quizá no tuvo una continuidad por que era difícil llegar a repetir unas cotas como las alcanzadas, en las que la hondura psicológica de todos sus personajes fuera en consonancia a su sobriedad expositiva, y en diametral oposición a los auténticos tours de force cinematográficos que constantemente nos dosifica Becker con la sabiduría de un maestro –uno de ellos es la enorme complejidad con la que se filman los planos a través del diminuto espejo adosado al cepillo de dientes; la primera vez que contemplamos el procedimiento nos quedamos deslumbrados por la aparente facilidad con que se muestra el encuadre, más adelante ya se nos muestra familiar su recurso-. En su momento Jean-Pierre Melville comentó que la obra póstuma de Jacques Becker era “el más bello film francés”. Se que es una afirmación hecha de forma impetuosa y desde el sincero entusiasmo. Sin embargo la comparto plenamente. Pocos realizadores en el cine tuvieron –en este caso de forma involuntaria- un testamento tan admirable, sentido, directo y al mismo tiempo narrado de forma tan creíble y cercano. Una absoluta obra maestra.

Calificación: 5