Todos sabemos que la génesis de ANTOINE ET ANTOINETTE (Se escapó la suerte, 1947, Jacques Becker) tiene su referente en el CHRISTMAS IN JULY (Navidades en julio, 1940) dirigido por Preston Sturges en el seno de su productora de siempre; la Paramount. También conocemos que esta película sirvió como base para el debut como realizadores de Luís García Berlanga y Juan Antonio Bardem con ESA PAREJA FELIZ (1953). Pero lo que importa, y mucho, a la hora de hablar de esta tragicomedia, reside en ratificar la frescura, entrega y plena forma cinematográfica con la que se mantiene, más de seis décadas después de su realización, esta comedia de corte neorrealista, en la que el que puede considerarse con toda justicia uno de los mejores directores franceses de todos los tiempos, despliega una casi inagotable inspiración. La alcanzará tanto a la hora de describir un marco social concreto, como en la capacidad por delimitar en apenas poco trazos su galería de personajes, así como, en definitiva, en la inspiración demostrada a la hora de componer un marco coral, en el cual no se sabe que admirar más, si la precisión del relato o la autenticidad a la hora de transmitir en él los claroscuros del ser humano.
ANTOINE ET ANTOINETTE alberga una base argumental escueta. Se trata de una sencilla fábula desarrollada alrededor de un joven matrimonio obrero, el formado por Antoine (Roquer Piqaut), empleado en una imprenta, y Antoinette (Claire Maffei), que trabaja en unos grandes almacenes. Son una pareja más que sufre las grandezas y miserias de vivir en un contexto obrero dominado por limitaciones materiales, que logran sublimar en base a su propia juventud, el sincero amor que se profesan, y un optimismo mutuo en el que sostienen la precariedad de su vida cotidiana. Una cotidianeidad esta, en la que la esposa no dejará de sufrir constantes acosos por parte de hombres que ven en ella a una joven deseable, propiciando algunos fugaces enfrentamientos con Antoine, que se desvanecerán con la misma rapidez que han llegado. Un buen día, el esposo descubrirá casi de manera casual que su mujer ha comprado un décimo de lotería, comprobando con estupefacción que este ha sido premiado con ochocientos mil francos. La alegría de la pareja, a la que el premio les permitiría salir de esa situación de aceptada precariedad, pronto se verá violentada al comprobar Antoine que la cartera que portaba el décimo le ha desparecido en la taquilla del metro. Será el inicio de una peripecia que pondrá a prueba la estabilidad de ambos, llegando a una situación límite en la que quedara en evidencia la fortaleza de la esposa, más madura y preparada para asumir los envites de la convivencia de su matrimonio.
Resultando en su conjunto un producto magnífico, revelador de la madurez que atesoraba el cine de Becker ya desde sus primeros pasos como director, lo cierto es que el primer tercio de ANTOINE ET… resulta casi deslumbrante. A partir de la precisión de un montaje extraordinario –obra de Margueritte Renoir-, el director articula un retablo lleno de ritmo y vitalidad, describiendo la cotidianeidad de un barrio obrero parisino –obsérvese como los escasos planos de apertura nos introducen de inmediato en el mismo-, describiendo con una garra admirable los dos contextos laborales de nuestros protagonistas –especial fuerza adquiere el de la claustrofóbica imprenta en la que trabaja Antoine, que logra transmitir a la perfección un pequeño marco industrial de periodo de posguerra-. Ese mismo montaje actúa como una auténtica sinfonía en la que emergerán numerosos personajes secundarios e incluso episódicos. Desde esos vecinos que comparten con los protagonistas el modesto edificio de apartamentos –el joven boxeador que se relaciona de manera infiel con otra de las inquilinas, esposa de un policía local-, hasta el tendero –el señor Ronald- que encarna con magisterio el veterano Noël Roquevert, de quien Becker logrará extraer en un principio una vertiente de ternura –el primer plano en el que contempla con indisimulada satisfacción a Antoinette-, hasta hacerlo evolucionar en los tintes violentos y casi trágicos que irán delimitando su auténtica y siniestra personalidad. En medio de todo ello, la cámara del realizador articula un auténtico documental sobre la vida cotidiana de las clases humildes parisinas, destacó en su gusto por el detalle, los comentarios irónicos, mostrar interiores de comercios, mercados, puestos, patios e incluso tejados…. Con esa vocación neorrealista que rodea de principio a fin un ajustado metraje que no alcanza los ochenta minutos de duración, la película discurre en ese primer tercio con la soltura del mejor musical, ayudado por el acierto descriptivo de la banda sonora de Jean-Jacques Grünenwald, y la fuerza que irradia la fotografía en blanco y negro de Pierre Montaezel, de carácter realista, pero que no desdeña incorporar algunas composiciones en interiores bastante estilizadas. Será un espléndido ballet visual que atenderá la pincelada de conjunto y el retrato de unos seres que el cineasta delimita en sus grandezas y miserias, hasta que el pequeño accidente que Antoine sufre en su bicicleta marcará un punto de inflexión en el relato al introducirse de lleno el cada vez más oscuro Ronald, quien aprovechará la ocasión para acercarse a esa joven a la que siempre ha admirado de forma secreta, y a la que no dudará en conquistar forzando todos los métodos posibles.
Es a partir de esos instantes, cuando a mi modo de ver la película pierde un poco la deslumbrante brillantez de su fragmento de apertura. La narración acogerá una cierta relajación, brindándonos sin embargo pasajes tan hermosos como esos primeros planos –de herencia renoiriana- que envolverán el paseo en barca de los dos esposos, mostrando en sus expresiones la autenticidad de sus sentimientos. Será el preludio de una situación inusual para ambos, como es descubrir casi de un instante a otro se han convertido en ricos. Becker lo ofrecerá con un preludio divertido a través de las pesquisas que realizará el esposo, consultando los periódicos atrasados e incorporando el detalle genial -¿ecos chaplinianos?- de que el resultado del sorteo se encuentra en el recorte de prensa que porta como plantilla de uno de sus zapatos. Será una alegría inesperada, anotando los deseos materiales de la pareja con el carmín de Antoinette ante el espejo que se encuentra en el salón –quizá proyectando en él sus anhelos más recónditos-. Cuando Antoine se dispone a cobrar el décimo, un ardid de guión –que ha sido planteado ya al inicio de la película, a partir de la afición al intercambio de libros entre los compañeros del matrimonio-, propiciará que viva en el momento de entregarlo ante las oficinas pertinentes una doble confusión, ya que entenderá que el boleto se encuentra en la cartera que se ha perdido en el metro. La desolación aparecerá en este joven hundido de manera repentina –resultan conmovedores los instantes que mantiene con los dos empleados de las oficinas de la lotería; encarnados además por unos intérpretes revestidos de una credibilidad e incluso humanidad pasmosa-, introduciéndolo en una sima de injustificada desesperación. Llegados a este punto, Becker plantea una mirada alternativa, en la que esos matices que con anterioridad se mostraban dentro de un optimismo cotidiano, de pronto aparecerán revestidos de una vertiente pesimista y sombría. El caminar de Antoine cobrará un aire desolador, hasta el punto que su esposa, desde la lejanía de su trabajo habitual y ante su tardanza a la cita que ambos tenían fijados, comprenderá que algo malo le está sucediendo, no dudando en desafiar a su superior para ausentarse de su puesto, e incluso con dicha decisión perder su empleo. La persecución se mostrará casi desesperada, llegando Antoine incluso a descubrir a su esposa y esconderse avergonzado de ella, refugiándose en ese bar - estanco que se encuentra junto a sus casas, y cuyos dueños celebran la boda de una de sus hijas. La situación nos acercará a una estampa extraña la de dichos esponsales, caracterizada por una insólita aura de decadencia, ante la que se impondrá en nuestro protagonista la serenidad que le proporcionará su esposa, quien lo esperará en su casa siendo consciente de la realidad cotidiana que van a tener que volver a asumir. En ese interín se producirá una embarazosa situación cuando el novio descubra al dueño de esa cartera que él se había encontrado casualmente en el metro horas antes de su boda –el espectador ha contemplado antes la situación sin pensar que la misma tendría una consecuencia posterior-. El descubrimiento por parte de Antoine de que la billetera contiene otro décimo provocará un altercado, iniciando la catarsis de un fragmento que, de forma definitiva, abandonará cualquier tinte de comedia, hasta introducirnos en una situación violenta, en la que Antoine arruinará –o quizá solo violentará una situación del todo punto ridícula- la casi fantasmagórica celebración que se estaba desarrollando en un salón del viejo bar. Pero lo más duro se encontrará por llegar, cuando el esposo acuda a su casa, y vea a Roland a punto de abusar de su esposa. Será el inicio de una pelea, en la que Becker no dudará en acentuar la brutalidad de la refriega, introduciendo en ella de nuevo el casi necesario contrapunto de comedia de la presencia de esos vecinos que no dejarán de jalear al joven esposo, quien quedará noqueado por la insospechada furia vengativa del tendero. Sin embargo, la dura situación resultará providencial para Antoine, sirviéndole para recordar el destino de ese décimo que, esta vez sí, proporcionará ese futuro anhelado por la pareja protagonista.
Será un happy end que en realidad no tendrá importancia en la narración, y que el director incorpora casi como una conclusión necesaria pero carente del menor interés. Lo que importa, lo que otorga a ANTOINE ET ANTOINETTE la condición de magnífica tragicomedia, es esa mezcolanza de apariencia espontánea, pero en realidad articulada con rara perfección por un hombre de cine que ya desde su debut en la pantalla había revelado sus capacidades como primerísimo cineasta. Unas propiedades que se ratifican en ejemplos reveladores de una inventiva visual de primer orden. Merece recordarse como referencia pertinente, ese violento acercamiento de la cámara al rostro de un atribulado Antoine, dentro de unas constantes casi expresionistas, cuando descubra la ausencia de la cartera que debía contener –falsamente- el décimo premiado. No solo por ello el cine de Becker demuestra su clase y personalidad. Es en su capacidad para plantear situaciones y personajes que son mirados frente a frente –en este caso en un ámbito que sería retomado años después por la no menos magnífica RUE DE L’ESTRAPADE (1953)-, donde se puede entender la esencia de la obra de un realizador que supo aunar dureza y sensibilidad en una obra no demasiado prolongada en títulos, pero sí lo suficientemente destacable en resultados, como para permitirle ser considerado uno de los maestros del cine galo. Como señalaba al inicio de estas líneas, es cierto que no todo el metraje del título que comentamos adquiere el grado deslumbrante de su primer tercio. Si así lo fuera, nos encontraríamos con una auténtica obra maestra, no el “simplemente” estupendo resultado que muestran sus imágenes y que, preciso es reconocerlo, pocos cineastas de su tiempo podrían recrear con la misma soltura, intensidad y coherencia.
Calificación: 3’5