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CINEMA DE PERRA GORDA

Jean-Pierre Melville

A 5 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXI) DIRECTED BY... Jean-Pierre Melville

A 5 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXI) DIRECTED BY... Jean-Pierre Melville

El realizador francés Jean-Pierre Melville, a la derecha de la imagen, dirigiendo al actor Yves Montand en LE CERCLE ROUGE (Círculo rojo, 1970)

 

JEAN-PIERRE MELVILLE... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(6 títulos comentados)

LÉON MORIN, PRÊTRE (1961, Jean-Pierre Melville) León Morin, sacerdote

LÉON MORIN, PRÊTRE (1961, Jean-Pierre Melville) León Morin, sacerdote

Orillada en líneas generales a la hora de establecer un análisis genérico de la obra de su director, lo cierto es que LÉON MORIN, PRÊTRE (Léon Morin, sacerdote. 1961), es uno de los títulos menos comentados de la filmografía del francés Jean-Pierre Melville, aunque al mismo tiempo aparece como uno más, de los encuadrados en ese periodo de especial vigencia en su obra, desarrollado en la década de los sesenta. Para Melville –al parecer ateo-, la adaptación de la novela de Beatriz Beck, supuso una nueva vuelta de tuerca para, por un lado, retornar al marco de la ocupación y la resistencia francesa en la II Guerra Mundial –algo que abordó en su excelente debut con LE SILENCE DE LA MER (1949)-, y por otra insertarse en ese mundo expresivo,  dominado por sombras y sentimientos contrapuestos que, por encima de la adscripción genérica de sus títulos más conocidos, definió el conjunto de su obra. Y hay que señalar, que al hablar de esta magnífica película, en su discurrir se manifiesta ese mismo despego existencial. Incluso a la hora de narrarnos la historia de una presunta –y, como veremos, falsa e interesada- convicción religiosa de una joven librepensadora, en realidad nos insertamos en el terreno de una búsqueda de realización personal. De emerger de un oscuro marco de existencia, enmarcado en el ámbito de la ocupación alemana a una pequeña localidad francesa.

Es el entorno en el que se inicia LÉON MORIN, PRÊTRE, con la ayuda de la voz en off de Barny (Emmanuelle Riva). Nuestra protagonista trabaja en una oficina de correos provisional que ha sido trasladada desde Paris, donde se encuentran sobre todo compañeras. La inicial llegada de los ocupantes italianos, será asumida en la población como algo pintoresco, mientras que Barny, viuda aún joven y con una niña, sorprenderá al espectador al exteriorizar en sus diálogos íntimos, la fascinación que le provoca la belleza, y que exteriorizará de manera muy tímida hacia una hermosa compañera de la oficina. Aunque a primera instancia pudiera parecer una tendencia lésbica, en realidad es una muestra de la extrema sensibilidad que asume esta mujer viuda de un judiio que, como varias de sus compañeras, ha decidido bautizar a sus hijos para que sobre ellos no pese la estigmatización como tales.

Desde el primer momento, ayudado por la húmeda fotografía en blanco y negro de Henry Decae, la película pronto se posicionará en ese tono sombrío y melancólico, en el que resaltará la búsqueda de la comprensión, por parte de un contexto dominado por el recelo y el temor. Una de las virtudes del film de Melville, reside en no mostrar de manera directa sus consecuencias. Escucharemos bombardeos y ruidos de cañones nocturnos, siendo percibidos por la protagonista. Veremos como el viejo profesor de filosofía que se encontraba en la oficina tiene que huir de manera inesperada, dada su condición de judío, o como esa bella empleada admirada por Barny, en poco tiempo se convertirá casi en una anciana, trasladando en su rostro el sufrimiento al haber detenido a su hermano por parte de los alemanes, sin saber ya más de su existencia. Es por ello, que teniendo como contexto ese marco de opresión, Melville articula con sensibilidad y voz callada este drama de sentimientos, que tendrá un sorprendente grado de inflexión en la visita de la muchacha a la iglesia de la población, con ánimo provocador. Llevará sus intenciones hasta el confesionario, deparándole el destino su primer encuentro –en el confesionario- como el joven y atractivo Léon Morin (Jean-Paul Belmondo). La cámara encuadrará a ambos personajes desde un ángulo imposible –un plano frontal que muestra los dos rostros, teniendo como separación la rejilla del confesionario-. La secuencia será reveladora de las intenciones de la protagonista, señalando inicialmente su descreimiento, y siendo muy pronto contrarestada por la seguridad de los planteamientos del sacerdote. Será el inicio de una extraña relación establecida entre hombre y mujer, que poco a poco irá llevando a la hasta entonces descreída por la senda del catolicismo –que en un momento dado ella misma calificará interiormente como “una catástrofe”-. Será el punto de partida de un relato de ascendencia bressoniana, que logra por un lado esa integración con el universo melvilliano, dentro de unos parámetros ligados a una determinada tradición de cine literario en la cinematografía francesa, pero al mismo tiempo con una sencillez, desnudez y capacidad de observación admirable. Desde la visión que Berny tendrá del zurcido que se encuentra en el hombro de la túnica del sacerdote, ese instante en el que este le toca con la manga, antes de iniciar una misa, la secuencia crucial en la que esta le pregunta a Morin si se casaría con ella si no fuera sacerdote católico y tuviera que mantener los votos de castidad. Esa interrelación entre ambos personajes, será el epicentro de una historia, en la que en un momento dado la invasión alemana desaparecerá, sin que ello repercuta en exceso en su desarrollo. Cierto. Hasta entonces, el joven párroco se ha destacado en su ayuda a los judíos perseguidos –aspecto este mostrado de manera sutil y elíptica-. Sin embargo, lo que en realidad va importando en este relato estructurado en base a sencillas secuencias delimitadas en intensos fundidos en negro, es ese acercamiento establecido entre el sacerdote y la convertida Barny, integrándose en el relato un cierto toque de comedia, al comprobar el espectador la creciente atracción de Morin ante el público femenino. Incluso una atractiva mujer mundana, se acercará hasta él con declaradas intenciones de seducirle, resistiendo el religioso todas ellas.

Dentro del contexto de desdramatización que preside esta magnífica película, en donde las emociones parecen surgir en cada uno de sus encuadres, uno destacaría las sensaciones que se transmiten en cada uno de los instantes desarrollados en la escalera interior que sirve de acceso al despacho del párroco. Un espacio desvencijado y casi ruinoso, que es iluminado acentuando esa decrepitud por Decae, como ejerciendo de paso previo a esa sucesión de encuentros entre los dos protagonistas, punteados por una cada vez más decreciente presencia de los comentarios en off de una cada vez más absorta Barny. Todo ello, dentro de un conjunto tan destacado en la precisión del trazado de los diferentes personajes que puebla la ficción –incluso aquellos que tienen una presencia secundaria-, en la fisicidad de sus imágenes, o en la desoladora sensación que se transmite en los últimos instantes del metraje. Sos los que describirán el último encuentro entre la joven viuda y el sacerdote. Tras un tiempo sin contacto, ella ha recibido el aviso de que Morin deja la parroquia y quiere despedirse. Como es lógico, acudirá hasta el que hasta entonces fuera su despacho, en medio del azote del viento que se percibe con las ventanas abiertas. Aquel recinto en el que desarrollaron tantos encuentros se encuentra casi desolado en la ausencia de todos sus austeros enseres. Papeles ruedan por el suelo. No acierta a encontrar a Morin una vez llega allí. Lo hará finalmente, viendo como prepara sus escasas pertenencias, vistiendo una austera túnica y sandalias sin calcetines. Se marcha a cubrir el servicio religioso a una serie de aldeas descristianizadas. Por su parte Barny se encuentra casi en vísperas de retornar a Paris. Es, por ello, su último encuentro. Y pese a la sobriedad con el que es descrito este, Melville da vida a uno de los más estremecedores fragmentos de su carrera. Son unos minutos en donde la apariencia de las palabras esconde sentimientos muy profundos. Sentimientos que ninguno de ellos se atreve a señalar, pero que ambos tienen asentado de manera muy profunda en el interior de su alma. Ese deseo del encuentro “en el otro mundo” supone, sin duda, una de las conclusiones más desoladoras. Una de las negaciones más escalofriantes del amor terrenal, jamás expresadas en la pantalla. Es, sin duda, una dolorosa conclusión, para una película que habla en voz baja de sentimientos, convenciones y renuncias. Una obra magnífica, poco conocida, pero que podemos situar entre las cimas del cine de Jean-Pierre Melville.

Calificación: 4

BOB LE FLAMBEUR (1956, Jean-Pierre Melville) [Bob el jugador]

BOB LE FLAMBEUR (1956, Jean-Pierre Melville) [Bob el jugador]

A la hora de efectuar cualquier análisis en torno a BOB LE FLAMBEUR (1956), conviene establecer que nos encontramos ante el cuarto de sus largometrajes, teniendo como hecho constatable que el director francés ya había logrado uno de los más brillantes debuts del cine francés de postguerra con la magnífica LE SILENCE DE LA MER (1949). Una obra delicada y sensible que revelaba un talento como realizador que, cierto es reconocerlo, manifestaron de manera desigual sus títulos inmediatamente posteriores. Así pues, es a partir del título que comentamos, cuando a ciencia cierta puede decirse que Melville dio rienda suelta a su singular poética, donde de manera ya precisa delimitó un campo de actuación temático que, con muy pocas excepciones, se vendría reiterando durante el resto de su filmografía, dentro de un corpus que permitió a su artífice ser considera con justicia, uno de los cineastas más personales de su tiempo, ubicandole un lugar de privilegio junto a nombres especialmente significativos –unos más reconocidos, otros menos, la elección es indudablemente muy personal-, como Bresson, Becker, Guitry o, en menor medida, Clouzot, Clement…

 

Nombres algunos de cuyos exponentes procuraron un caldo de cultivo de especial vitalidad en ese cine francés previo a la nouvelle vague, inclinándose en no pocas de sus vertientes por una adaptación tardía y muy personal del cine noir norteamericano, que en este periodo de mediada la década de los cincuenta, produjera referentes tan magníficos como TOUCHEZ PAS AU GRISBI (1954, Jacques Becker), DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (Rififí, 1955. Jules Dassin) o el extraordinario y algo posterior PICKPOCKET (1959, Robert Bresson). Es precisamente retomando la presencia argumental del novelista Auguste Le Breton, que había ejercido como guionista del célebre y exitoso film de Jules Dassin, cuando Melville –que firmó la película con este único apellido- decide plasmar la que será su primera historia policiaca, dentro de unos ambientes que, más o menos evolucionados según el paso del tiempo, irá reiterando en su obra posterior. Con BOB LE FLAMBEUR mostrará por vez primera ambientes urbanos nocturnos y decadentes, una cierta elegancia y ética en un mundo en teoría inclinado al delito, en la fuerza de la amistad, el contrapunto de la traición, la presencia de un personaje central taciturno y carismático, o en el propio discurrir de un destino que, generalmente, para sus protagonistas, estará marcado por la sublimación –en muchas ocasiones de manera trágica- de aquellos elementos que han conformado la ética de sus comportamientos.

 

En esta ocasión Melville retrata la figura de Bob Montagné (espléndido Roger Duchesne), un hombre ya entrado en la madurez, pero que al mismo tiempo conserva una inmarchitable charme. Aunque en el pasado protagonizó hechos delictivos, purgó ya suficientemente por ellos, conservando a su paso un aura de respeto tanto por parte de las gentes que viven la noche parisina de Montmatre, como incluso viejos amigos de la policía. Dentro de este contexto humano e incluso vitalista, Bob goza de un respeto que en el fondo no puede ocultar la sensación que el propio protagonista mantiene de haberse convertido en un ser sin esencia. Pese a su enfervorizada pasión por el juego –que en pocas ocasiones le acompaña en los resultados-, su vida se ha convertido en una auténtica sucesión de vaciedades. Más que vivir, cualquier día para él supone la recreación de un rito capitalizado por la rutina y delimitado por los bares, clubs y garitos de Montmatre. En un momento determinado, Bob conocerá a una joven muchacha, a la que recogerá en su casa para evitar que se integre en la práctica de la prostitución. Quizá sea simplemente un gesto revelador de la búsqueda de esa juventud definitivamente  perdida por nuestro protagonista, y es probable también que todos estos matices, sean los que lleven a su mente la posibilidad de realizar un atraco a las complejas instalaciones del Casino de Deauville. Será algo que sobrellevará inicialmente con su fiel amigo Roger (excelente André Garet), captando la necesaria presencia de un equipo amplio y competente, que será financiado por un extraño personaje –un antiguo comandante (Howard Vernon)-. A partir de dicha circunstancia, a primera instancia crecerá la inquietud existencial de nuestro protagonista. Tras tantos años ajenos a prácticas delictivas, se siente realizado al poner en práctica un arriesgado plan con botín multimillonario, aunque sin embargo muy pronto se registrarán filtraciones, centradas en las inoportunas confidencias que se han tenido con dos mujeres. Una de ellas es la que acogió el propio Bob, que en un alarde de honestidad le contará al propio destinatario, mientras que la segunda irá directamente a la policía, ya que es la ambiciosa esposa de un timorato croupier con pasado delictivo, que ha ayudado al equipo dirigido por Bob. Al final, y pese a los chivatazos producidos, el golpe se realizará tal y como estaba previsto. Sin embargo, una inesperada circunstancia modificará por completo el objetivo del plan.

 

Desde sus primeros instantes, se puede apreciar en BOB LE FLAMBEUR la intrínseca personalidad y el grado de estilización formal esgrimido por su realizador en esta película que combina lo arriesgado de sus formas visuales, con la autenticidad de sus personajes. Es algo que podemos comprobar ya en esos fascinantes y al mismo tiempo sencillos minutos iniciales, mostrando ese vehículo que desciende de las pendientes de Montmatre, mientras la cámara de Melville y Henri Decae nos logra introducir en ese casi evanescente paso del final de la noche al inicio de un nuevo día. Se trata quizá de un detalle en apariencia poco importante, pero que mucho tendría que recordar para lograr evocar otra película que logre transmitir de manera más física esa auténtica “captura” del tiempo manifestada en apenas esos instantes. Sin embargo, el film de Melville es mucho más. Como anteriormente señalaba, su discurrir nos lleva a un contexto que bien pudiera estar dominado por el delito, pero en el que impera una ética y una camaradería absoluta. Será casi un sentimiento sin mácula, con la sola excepción del deplorable Marc (Gèrard Buhr), un explotador de las mujeres que desde el primer momento merece el desprecio por parte de Bob, y que aunque desee vengarse de él dando el chivatazo del golpe en Deauville, finalmente será abatido a tiros –en una secuencia breve y rotunda- por parte del joven Paolo (Daniel Cauchy), uno de los fieles de Bob, además de responder también al uso que Marc pretendía realizar sobre su chica.

 

Más allá de este sucinto recorrido argumental, la grandeza del film de Melville reside en esos pequeños detalles, en esos regueros de verdad que el protagonista va dejando a su paso, en ese elegante pero al mismo tiempo desvencijado piso que le sirve como residencia, revelador de un pasado más esplendoroso que ese presente lleno de incertidumbre en el que desarrolla su existencia. Está también en esa vieja máquina tragaperras que tiene ubicada en un armario, en la espléndida banda sonora insertada –obra de Eddie Barclay y Jo Boyer-, en ese insólito ensayo del atraco, realizado en un campo y recreando en el suelo un plano de las instalaciones, en la sincera amistad existente entre Bob y el comisario Ledru (Guy Decomble), o en las palabras cariñosas de apoyo que le brinda la ya madura dueña del club quien, agradecida por que Bob en el pasado le prestara dinero para abrir el negocio, está dispuesta a ofrecerle la cantidad que este necesite. Sin embargo, todos estos atenuantes o muestras de fidelidad o admiración, aunque sinceras, en modo alguno podrán influir en aquello que está inscrito de manera solemne en el alma de nuestro protagonista y manifestado en su huída hacia delante, al ser consciente de que la rutina de su vida es la prueba más palpable de la necesidad  casi patológica que tiene de abandonarla, aunque esta decisión alcance finalmente una vertiente trágica. En definitiva, este Bob no supone más que la primera muestra de la galería de personajes característicos del cine de Melville, taciturnos, con una gran vida interior camuflada de aparente escepticismo existencial y que, día tras día, encuentran cada vez más irrespirable su existencia cotidiana –por más que en ella se encuentre frecuentemente incorporada la actividad delictiva-.

 

En esta ocasión Melville no se atrevió a llegar tan lejos en esa búsqueda del pathos, permitiendo al protagonista, inadvertidamente, insertarse en una inmensamente afortunada sesión en diferentes juegos del casino, que le reportarán una extraordinaria fortuna, mientras las personas apalabradas se encontraban a punto de ofrecer el asalto preparado. Será este un bloque narrativo magnífico que, en definitiva, quedará como un necesario homenaje a ese caballero anacrónico y señorial, amigo de todos y enemigo de la ruindad, quien llegará a ser detenido, pero al que junto a su amigo Roger quizá el futuro les brinde la tranquilidad de vivir cómodamente sus últimos años de existencia. Será este un final irónico e incluso cómplice, alejado de los sacrificios envueltos en el manto sagrado de la amistad y la lealtad, que más adelante poblaría el cine del francés. Un cierto margen de optimismo afrontará los últimos instantes de BOB LE FLAMBEUR, tan solo matizados por ese plano final con el coche desierto pilotado por Paolo –caído por los disparos de la policía-, ubicado ante el amanecer junto a la arena de la playa. El recuerdo, la ausencia del amigo y la oportunidad del veterano, concluirán esta fascinante propuesta, en la que libertad formal está ligada al escrute de los rostros de los actores, en un relato que habla de amistad y sinceridad, mostrando un cariño verdadero por sus personajes, y una mordiente narrativa expresada en la planificación y desarrollo de sus secuencias, facilitando esa apuesta por la libertad del individuo que, a fín de cuentas, se erige como objetivo último del film. El film de Melville mostraba ya a un hombre de cine maduro, a un hombre que sabía de lo que hablaba y además lo plasmaba con unas personalísimas formas. En sus obras inmediatamente posteriores ese equilibrio se perdería ocasionalmente, pero bien es cierto que a partir de esta película supo a ciencia cierta cual sería el rumbo cinematográfico de su manera de transmitir la vida, tamizado de imágenes teñidas de amistad y lealtad.

 

Calificación: 4

UN FLIC (1972, Jean-Pierre Melville) Crónica negra

UN FLIC (1972, Jean-Pierre Melville) Crónica negra

UN FLIC (Crónica negra, 1972) arrastra el sambenito de suponer un molesto corpúsculo en la filmografía de Jean-Pierre Melville. Título incluso denostado por admiradores del cine del francés, tiene además en su contra el hecho de suponer el involuntario testamento de su realizador. Parece en este último aspecto, que dentro del terreno de los cineastas de relieve, además de poder sobrellevar una obra de interés, pudieran asumir poderes sobrenaturales para adivinar cuando llegaba el fin de su obra artística, y encima no admitiendo en sus películas una irregularidad que sí asumen el resto de los mortales en cualquiera de sus manifestaciones. Dicho esto, y con el ánimo de disentir de manera razonable de este enunciado, lo cierto es que la última película de Melville mantiene a mi modo de ver dos rasgos que no solo impiden que nos encontremos ante un título plenamente logrado. Por un lado hay momentos en donde la propia formulación de UN FLIC adquiere la sensación de deja vu, en la que se reiteran sin especial inspiración una serie de formulismos habituales en el cine del francés. De otra –y este es para mi su principal defecto-, no se puede obviar que nos encontramos con un título que mantiene demasiados elementos de guión que se encuentran mal ensartados y dosificados, especialmente en su tercio inicial, donde un cierto confusionismo domina la narración. Sin embargo, y aún reconociendo de antemano estos inconvenientes, no voy con ello a renunciar al placer que proporciona esta nueva –y última- apuesta de Melville para encontrarse con un mundo propio, un estilo inconfundible, una propuesta en la que parece que el mero interés narrativo y argumental carece de importancia y, en definitiva, nos encontramos ante un casi ritual reencuentro con esa manera de entender la vida que definió hasta entonces el cine de su artífice.

 

En una zona costera francesa dominada por tonalidades lívidas y bajo el dominio de una molesta lluvia, cuatro atracadores asaltan un banco, logrando escapar del acoso policial aunque uno de ellos resulte herido en el atraco. El cerebro del mismo es Simon (Richard Crenna), dueño de un night club de tinte nostálgico, cuya amante es la joven Cathy (Catherine Deneuve). Esta al mismo tiempo mantiene una relación con el comisario Edouard Coleman (Alain Delon), quien se encargará de sobrellevar la investigación del caso, a la que se sumará poco después un reincidente asalto por parte de los hombres de Simon, a un cargamento de droga que se trasporta en pleno viaje de tren. La interacción de ambos personajes será a fin de cuentas el elemento de mayor interés argumental de una película que renuncia abiertamente el soporte habitual del guión, para adentrarse de manera manifiesta en la expresión visual de un estado existencial en el que la apuesta por la abstracción cinematográfica adquiere una importancia notable. Es probable que en dicha vertiente se insertara ese aparente descuido argumental que proporciona la película de manera constante, dejando muchos elementos al servicio de la elipsis narrativa o el propio sobreentendido que marcan esas miradas de unos intérpretes aparentemente hieráticos, pero que a través de sus máscaras –especialmente en el caso de Alain Delon-, saben transmitir un pathos bajo el que se esconde la amistad, la semejanza que define trayectorias vitales aparentemente enfrentadas en los dos polos de la ley, o la latente rivalidad existente entre los dos hombres que aman a una misma mujer. Ese elemento femenino que en todo momento oscila en su devenir entre ambos filos de la navaja, y que en un momento dado no dudará en asesinar a ese cómplice del asalto, al ver en su propia existencia un peligro potencial de cara a descubrirse los culpables del robo.

 

Así pues, entre un conjunto dominado por la lívida iluminación revestida de tintes azulados –especialmente magnífica en los exteriores de la secuencia de apertura-,ofrecida por Walter Wottitz –en la que no resulta difícil observar ecos del cine de Tati-, nos encontramos ante una película quizá defectuosa en la manera con la que se hace progresar un guión que aparece reducido a una mínima expresión. En su lugar dejarán detalles, impresiones y elementos, que van desde la certera descripción de ese desahuciado empleado de banca que se ve forzado a aceptar intervenir en un atraco para poder asegurar su incierto futuro, los lacónicos comentarios de ese compañero herido quien señala lívido en el coche “una hora más de viaje y me va a quedar menos sangre que a un pollo”, o los instintos sádicos de Coleman, encubiertos bajo sus aparentes modos civilizados, que confluirán en los momentos finales, en los que su aparente triunfo sobre el caso concluirá finalmente con una derrota moral, en una de las conclusiones más severas y pesimistas del cine de Melville.

 

Resulta evidente por otra parte, que a la hora de la destacar el cómputo de cualidades de UN FLIC, hagamos mención a la larga secuencia que describe el robo de Simon de las maletas que contienen un cargamento de droga, y que alcanzará tras introducirse en el interior de un tren en marcha, merced a la utilización de un helicóptero. Prolongando con ello el asalto que se desarrollaba con admirable tensión en la inmediatamente precedente –y superior- LE CERCLE ROUGE (Círculo rojo, 1970), e intentando abstraernos de algún momento en el que las maquetas tienen un excesivo protagonismo, lo cierto es que nos encontramos con una magnífica set pièce que sorprendentemente abandona cualquier tentación de espectacularidad, para erigirse en un episodio dominado por una admirable tensión, precisión y fisicidad, carente prácticamente de diálogos, y caracterizado por presentar la operación casi en tiempo real.

 

Serán todos ellos elementos de un estilo forjado en el seno de una andadura cinematográfica no demasiado amplia pero si definida de una impronta personal y absolutamente desesperanzada en su expresión física. Un universo personal revestido de honestidad en la exteriorización de los comportamientos que definen una ética, y que en UN FLIC quizá no alcanzaran una absoluta coherencia, pero que sí definen un relato tan reconocible como, en buena medida, plausible. Lo único que cabe lamentar es que su artífice no pudiera asomarse de nuevo a esta privilegiada ventana de transmisión de una manera tan coherente e inconfundible de entender la existencia.

 

Calificación: 3

L’AÎNÉ DES FERCHAUX (1963, Jean-Pierre Melville) El guardaespaldas

L’AÎNÉ DES FERCHAUX (1963, Jean-Pierre Melville) El guardaespaldas

Fascinante e imperfecta por momentos, presente quizá como una “hermana pobre” en la filmografía de su artífice, poco conocida incluso entre los seguidores de su cine, emerge sin embargo L’AÎNÉ DES FERCHAUX (El guardaespaldas, 1963) como una de las películas más singulares entre la no muy copiosa obra del francés Jean-Pierre Melville. Singular en la medida que abandona algunos de los elementos más comunes a su cine, -la integración dentro del polar francés-, mientras que por otro lado su esencia quizá le permita emerger como una de las propuestas más sinceras y profundas de su realizador. Al mismo tiempo, su elemento formal le permite por vez primera a Melville adoptar por vez primera el color, integrando a través de dicha vertiente sus imágenes y su espíritu, con el contexto de esa nouvelle vague de la que el director fue entronizado como uno de sus padres espirituales.

 

L’AÎNÉ… se inicia con la descripción de un combate de boxeo que servirá para marcar el futuro de Michael Maudet (Jean-Paul Belmondo). Su narración en off iniciará una especie de confesión con el espectador, confesando que la derrota por puntos en esa lucha –que se desarrollará durante los títulos de crédito-, llevará a la frustración del protagonista consigo mismo, abandonando casi toda esperanza de vida, e incluso con ello a su compañera sentimental –Lina (Malvina Silberberg)- a la cual no dudará incluso en dejarla engañada a su suerte y sin dinero en un café. La situación de vacío existencial forzará a Maudet a buscar un trabajo, y para ello contactará con un anuncio publicado en un periódico, que le acercará a la figura del veterano banquero Dieudonné Ferchaux (Charles Vanel). La cámara de Melville ya nos lo ha mostrado previamente en pleno consejo de administración, relevando la impronta de un carácter impetuoso y a prueba de bomba, aunque tenga que verse apercibido de una investigación fiscal, cercando un escándalo de su juventud, que le llevó a cometer un triple asesinato. La inminencia de la labor judicial, hará intuir en el viejo tiburón de las finanzas la necesidad de abandonar el suelo francés, para lo cual buscará la colaboración de un secretario - ayuda de cámara. Será la necesidad de ambos personajes, la que realmente provoque el auténtico eje vector de una película que aúna el alcance existencial, el valor de la amistad, la abstracción y la demostrada fascinación por la personalidad y cultura norteamericana. Todos estos rasgos, se encuentran perfectamente catalogados y resultan inherentes a la sensibilidad cinematográfica del gran realizador francés, pero es indudable que en el título que nos ocupa, estos se plantean con extraña belleza, llegando incluso a desconcertar al espectador. Desde la propia configuración de sus instantes iniciales –desarrollados en un estadio de boxeo que adquiere rasgos casi irreales merced a la manera con la que es iluminado-, poco a poco la película irá rompiendo cualquier previsión inicial, hasta centrarnos en un relato de carácter psicológico en donde dos hombres que no son de fiar, poco a poco irán confiando uno en otro quizá por necesidad, quizá por mutua admiración, quizá por que se necesitan, quizá por que el veterano Ferchaux quiere ver en Maudet la proyección de sí mismo de joven, o probablemente por un deseo de prepararlo para ser su heredero. Por su parte, el fracasado boxeador encontrará en el viejo financiero huido, quizá un modelo de aprendizaje moral, una oportunidad para salir adelante o, simplemente, alguien con quien establecer un duelo de dominación psicológica.

 

Será esa confluencia de confianza y desconfianza, de confidencia y ayuda mutua, de una amistad que quizá solo quede realmente como un eje de dependencia, la que servirá para que ambos personajes se trasladen hasta New York, tras lo cual viajarán hasta el sur de los Estados Unidos, siendo seguidos por agentes del FBI –que llegarán a contactar con Michael-, ya que están esperando que se concrete la operación de extradición del veterano banquero –que por otro lado se ha enterado, casi sin inmutarse, del suicidio de su hermano cuando recibía una orden de detención; Melville simplemente ofrece una breve secuencia que adelanta al espectador la muerte de este-. Será entonces, cuando de nuevo la intuición del espectador se verá alterada, ya que durante un amplio fragmento, L’AÎNÉ… se convierte en una lacerante road movie que nos permitirá recorrer diferentes territorios y ciudades de los Estados Unidos, siempre punteados por la bellísima sintonía musical de George Delerue. En este trayecto los dos protagonistas irán conversando y confesando recovecos de su personalidad, dejándose entrever quizá no una amistad sincera, aunque sí en ellas esté presente un conocimiento profundo entre ambos. La ocasional presencia de una joven muchacha que Michel recoge en autostop –interpretada por una jovencísima Stefania Sandrelli-, no servirá más que enmarcar el grado de dependencia de nuestros protagonistas, y evidenciar el deseo de ambos por ocupar el rol de mando. La astuta acción de la muchacha –que intentará llevarse el dinero de Ferchaux-, será visto por este con complacencia, ya que con ello volverá a tener a Michel junto a él.

 

Finalmente, el viejo banquero y Michel recalarán en un extraño parque dotado de una vegetación muy frondosa, en New Orleans. Allí se instalarán en una pequeña casa, al objeto de permanecer prácticamente ocultos en una selva. Una estancia prudencial, que poco a poco minará la salud del viejo banquero, aunque no ceje en sus intentos para desestabilizar la vida de su país, en base a la privilegiada información que posee. Sin embargo, la realidad de la situación se limita a la vida conjunta que irán sobrellevando Ferchaux y Maudet, el primero deseando que su “delfin” se encuentre siempre a su lado, mientras el antiguo boxeador desea tener un margen de libertad que el decadente hombre de finanzas –realmente minado en su salud- intenta que considere en quedarse con él. Una de esas noches, Michel visita New Orleans, introduciéndose en uno de sus clubs, donde una muchacha desarrolla como actuación una danza insinuante. Maudet quedará prendado, llegando a iniciar una relación sentimental con ella. A partir de esa nueva situación, el fracasado boxeador acaricia abiertamente la intención de robar a Ferchaux el dinero que este posee escondido en la cama, cosa que finalmente hará, sin poder oponerse su propietario, que lamentará sobre todo el hecho de que lo ha dejado solo, cuando se encuentra realmente enfermo y decrépito –posee una enfermera y una mujer para la limpieza-. Michael acudirá de nuevo junto a esa cantante francesa que ha hecho renacer en él un sentimiento de expiación, reconociendo el egoísmo y la absoluta frialdad que hasta entonces ha regido su vida,

 

Aquella noche, el dueño del bar al que acude habitualmente Maudet y un extraño personaje –de ascendencia wellesiana-, deciden recalar en la cabaña en la que se encuentra escondido el viejo con la intención de matarlo y robarle el botín que este conserva. Allí verán que no se encuentran esos billetes, y aunque la vida del viejo financiero esté en peligro, este se defenderá con fuerza. En plena refriega, volverá Michael con el maletín del dinero, integrándose en la pelea, y logrando hacer huir a los delincuentes, aunque ello no pueda evitar la muerte de Ferchaux, quien en su último suspiro intentará convertir a su rebelde colaborador el testigo de su continuidad, aunque también en ello el fracasado boxeador le niegue tal derecho.

 

Aunque en su conjunto se puedan detectar algunas pequeñas debilidades –centradas sobre todo en una ocasional fascinación por filmar diversos parajes estadounidenses, o la presencia de fugaces personajes femeninos que solo se encuentran insertados como recursos de guión para asegurar la progresión de la historia, lo cierto es que L´AÎNÉ… es un film que pronto llega a prender en el espectador. Lo hace, como señalaba al principio, por la propia originalidad de sus planteamientos, sus imprevistos giros, la fuerza de su prestancia visual, la modernidad y el grado de abstracción de sus imágenes, o la sinceridad y fuerza de su homenaje a diversos elementos de la cultura norteamericana –mucho más logrados aquí que en la previa DEUX HOMME DANS MANHATTAN (1959)-. Sin embargo, lo que mantiene la llama encendida en todo momento en la película, el elemento que llega a conmover, por más que sus propios protagonistas se nieguen a ello, es la confluencia de ese viejo tiburón de las finanzas y el joven fracasado de la vida. Ese último de los Ferchaux que alude el título de la novela de George Simenon que dio pie a la película, amoral, duro, y sin escrúpulos, que de pronto, quizá atisbando el irreductible final de sus tiempos, verá en la figura de Maudet, quizá al continuador de una manera de entender la existencia representada en él mismo. Es a partir del encuentro de ambos cuando se forjará una mutua relación de recelos y desconfianzas, pero bañadas de miradas, de complicidades ocultas, marcando unos lazos que en un momento dado dejarán entrever su nuance homosexual –el instante en que el viejo alude a Michael que parecen viejos amantes mientras este se encuentra con el torso desnudo-. Indudablemente, Melville logra plasmar en la extraña huída hacia delante, sin destino, sin futuro, una de las relaciones viriles más singulares del cine moderno. Con la complicidad de unos admirables Charles Vanel y Jean-Paul Belmondo, se logra expresar la materialización de una amistad recelada por los propios receptores de la misma. Una “extraña pareja” que –aunque pueda parecer una frivolidad mencionarlo-, se adelanta a los Félix y Oscar de THE ODD PEOPLE (La extraña pareja, 1968. Gene Saks) y también a la extraña relación de descendencia que marcada al José María Pou y David Selvas de AMIC / AMAT (1999, Ventura Pons). Podría establecerse quizá por ello que nos encontramos con un título precursor de esta vertiente. Sin embargo, lo que realmente trasciende es la fascinación, la sinceridad, lo conmovedor que en definitiva resulta ese final en el que Maudet se niega dolorosamente a ser el heredero de una persona a la que ha acudido por simple interés, pero que aunque se niegue a aceptarlo, le ha mostrado un sendero de lucha, entrega y, sobre todo, un sentido a su existencia. Ese impulso es el que le motiva, aún a pesar suyo, a recordar en sus sueños a aquella amante a la que engañó y dejó abandonada, a que intente rehacer su vida con la cantante francesa que trabaja en un garito de New Orleans, o a que finalmente regrese –portando el dinero que se había llevado-, con ese viejo león herido de muerte.

 

Probablemente pocos coincidan a la hora de situar L’AÎNÉ DES FERCHAUX como uno de los mejores títulos de Jean-Pierre Melville. Me encuentro en ese reducido círculo. Pocas veces como en esta ocasión, el francés alcanzó de manera más rotunda integrar su obra en un contexto determinado del cine europeo, ser fiel a sus constantes, y al mismo tiempo abrir nuevos senderos en su cine. Pero es que, por encima de todo ello, logró conmovernos con la humanidad de sus duros, recelosos y, finalmente amigos, protagonistas.

 

Calificación: 4

LE DOULOS (1962, Jean-Pierre Melville) El confidente

LE DOULOS (1962, Jean-Pierre Melville) El confidente

Desde sus primeros fotogramas, LE DOULOS (El confidente, 1962. Jean-Pierre Melville) transmite a la pantalla la sensación compartida por el espectador de ser una muestra realmente destacada de uno de los periodos más florecientes de la historia del cine francés. En la asombrosa secuencia de apertura –un largísimo travelling lateral que recorre la andadura de Maurice Faugel (Serge Reggiani) por subterráneos parisinos, matizado en un momento dado al encuadrar unas claraboyas que dejan entrever la luz de la calle-, admirablemente punteada con la sintonía de Paul Misraki, y contando con la irresistible fuerza de la fotografía en blanco y negro de Nicolas Hayer, el espectador se dispone a asistir a una auténtica sinfonía de fatalismo y aceptación. Toda una odisea existencial, que puede definirse como una expresión rotunda, inexorable, madura, serena y ritual, del mundo expresivo, visual y temático, del que sería considerado uno de los cineastas más apasionantes y singulares del cine francés de la década de los sesenta. Cierto es que en la trayectoria previa de Melville se puede considerar un título excelente como LE SILENCE DE LA MER (1949) –que además supuso su sorprendente debut como realizador-, y que los vericuetos del cine policial ya los había experimentado de manera magnífica en BOB LE FLAMBEUR (1956), y pocos años antes había coqueteado con sus homenajes al cine negro norteamericano en la complaciente DEUX HOMMES DANS MANHATTAN (1959). Es más, aún en el resto de su filmografía previa –incluso en productos tan impersonales y acartonados como LES ENFANTS TERRIBLES (1950)-, se observaba en el cine de Melville una inclinación fatalista, mostrada tanto a nivel temático como en su propia impronta narrativa. De todos modos, y aún sin olvidar estos referentes, LE DOULOS supone un punto de partida admirable, riguroso, austero y sentido, de una manera de entender el hecho cinematográfico que iría sucediéndose en los títulos que se produjeron con posterioridad en el cine de su autor. No resulta difícil, en este sentido, reconocer referentes temáticos, iconográficos y éticos, mostrados en títulos posteriores como LE SAMOURAI (El silencio de un hombre, 1967), LE CERCLE ROUGE (Círculo rojo, 1970), o incluso el injustamente menospreciado UN FLIC (Crónica negra, 1972) –por citar ejemplos que tengo en la memoria-, que con la perspectiva que ofrece el paso del tiempo, parecen resultar una evolución lógica en los modos expresivos y la propia concepción de la convivencia humana, a través de las cuales Melville creara todo su mundo existencial cinematográfico.

 

Como antes señalaba, el momento de la realización de LE DOULOS coincide con el florecimiento de la nouvelle vague o el cercano estreno de la maravillosa LE TROU (La evasión, 1960. Jacques Becker) –de la que Melville siempre confesó ser un ferviente admirador-. Es decir, que nos encontramos con un contexto lleno de riqueza, en el que nuestro cineasta sabe introducir su propuesta. Lo cierto es que lo logró aportando en la misma su acusada personalidad, en esta historia de lealtades aparentemente traicionadas, de sentimientos escondidos, y de ritualidades fatalistas asumidas con serenidad, rodeadas de símbolos orientales, de espejos que trasladan la dualidad de sus personajes, y provisto de una iconografía heredada del cine noir norteamericano, dominada por su artificio e incluso su estilización y que, sorprendentemente, adquiere una extraordinaria vitalidad en la pantalla. Era, sin lugar a duda, la consolidación definitiva de los códigos del polar francés, una vez tomado el debido relevo, de la considerable tradición del cine policíaco galo, retomada de la obra del ya citado Becker o de Clouzot, Dassin con DU RIFIFI CHEZ LES HOMMES (Rififi, 1955) e incluso diversos de los realizadores que fueron cuestionados de manera especialmente destructiva por los posteriores artífices de la nueva ola francesa. La película se inicia con el encuentro del citado Faugel –sabremos que acaba de salir de la cárcel tras cumplir una condena de cuatro años-, con un viejo marchante de objetos robados que se brinda a ofrecerle su ayuda. En sus manifestaciones se observa una cierta conmiseración con el ya ex recluso, como si este fuera un recuerdo del pasado. Inesperadamente, Faugel lo mata y huye con las joyas y el dinero, enterrándolos al lado de una farola junto con el arma objeto del crimen. Este al mismo tiempo ha organizado un robo en el que se presta a ayudarle el joven Silien (un descomunal Jean-Paul Belmondo, en uno de los mejores trabajos de su carrera), quien se brinda a ello para permitirle huir de más golpes delictivos. Por su parte, este desea excluirlo de cualquier implicación con el atraco que va a efectuar a la mansión de un matrimonio adinerado que se encuentra ausente. El atraco finalmente resultará fallido, e incluso el joven delincuente que le ayudaba morirá por los disparos del inspector Salignari, quien caerá finalmente abatido por los disparos del ex presidiario. Este sin embargo estará a punto de caer en una emboscada, de la cual es salvado por el socorro que le brinda un desconocido. Ayudado finalmente por unos compañeros, Faugel solo verá la hora de vengarse del joven Silien, quien se supone ha sido quien lo ha delatado. La película mostrará igualmente las investigaciones policiales en torno a la autoría de la muerte de Salignari, intentando lograr la colaboración del oscuro Silien, que al mismo tiempo está siendo objeto de la persecución de Faugel, después de que este sea detenido por la policía, e incluso encarcelado. Mientras tanto, el personaje encarnado por Belmondo seguirá su extraña andadura criminal, que posibilitará incluso asesinar e incluso encubrir de forma paralela a Nuteccio, un gangster dueño de un club, que organizó el atraco cuyas joyas fueron robadas por Faugel. Todo parece indicar que en la persona de este se fragua una escalada criminal de siniestro alcance, aunque finalmente nada sea como parece, y pese a que la verdad sea ya un elemento que imposibilite fraguar lo que el destino ha marcado de manera indefectible para los protagonistas de la historia.

 

En LE DOULOS no importa la conclusión de su andadura. Importan la atmósfera, la sensación de asistir a una función en la que las cartas se encuentran ya marcadas. Esa sensación de irrealidad está potenciada por Melville de numerosas maneras. Lo ofrece en diversas de las incidencias planteadas, que rozan el límite de lo inverosímil, en el artificioso giro que en los minutos finales provoca la verdadera faz de los acontecimientos vividos, y la percepción errónea que tenían tanto sus personajes como el propio espectador, en el increíble atrezzo que se luce durante toda la película –gabardinas, sombreros..- que parece comprado de cualquier producción hollywoodiense de un par de décadas atrás, o en los artificios y estilizaciones visuales que el realizador introduce en todo momento. Cualquiera diría que todos enunciados nos podrían inducir a pensar en un ejercicio manierista y estéril. Evidentemente, no es el caso, ya que nos encontramos ante un título apasionante de principio a fin –personalmente solo me sobra ese giro en la percepción de Silien, centrando fundamentalmente mi objeción en ser un elemento que a mi juicio rompe el tempo equilibrado que se registra en el conjunto de la película-, donde el espectador queda hechizado ante una función irreal y física al mismo tiempo, en el que esos ambientes urbanos lívidos y oscuros parecen casi respirarse, y en el que sus personajes intentan desarrollar sus vidas intentando aplicar una ética que la propia existencia les está poniendo a prueba constantemente. Es entre miradas –las que ofrece con tanta agudeza como complicidad ese superintendente Clain encarnado maravillosamente por Jean Desailly; las de terror que expresa el unos momentos antes desafiante Nutecchio al comprobar que va a morir por los disparos de Silien-, entre silencios y sonidos de ambiente, entre lealtades que se saben no van a fallar –la que ofrece Jean a Faugel en todo momento-, y también entre ambigüedades y ambivalencias –las que manifiesta Silien al actuar de forma brutal contra Theresse, mostrando en su semblante el lado más oscuro del ser humano-, se desarrolla una película que discurre como un mandamiento inescrutable. Un relato riguroso e incluso hipnótico, en el que Melville llega a introducir elementos que denotan ese relativo desprecio por la narración tradicional. Detalles como esa serie de cuatro planos medios consecutivos enmarcados sobre el coche de la policía cuando acude a la búsqueda de Silien, encuadrados con un forillo evidente, y denotando una cierta ascendencia hitchcockiana, o esa sucesión de llamadas obligadas del propio joven, acuciado por la policía para intentar localizar a Faugel en algún club nocturno, que son resueltas mediante una sucesión casi ritual de cortinillas. Cualquier matiz de la película tiene algo de ritual del samurai. En todo momento sabemos que los personajes se van a someter  a un sacrificio casi buscado de antemano. Lo que importa no es la solución, es el recorrido, la ascesis vivida a partir de la experiencia. Es a partir de ahí, más allá de sus espléndidas elecciones formales –ese final que roza lo inverosímil en su plasmación, pero que alcanza un paroxismo de belleza e incluso emoción cinematográfica, y en el que la muerte y la lealtad, el destino y la lucha contra él adquieren una fuerza irresistible-, de sus licencias cinematográficas, de la arriesgada apuesta que planteó en su momento, cuando LE DOULOS queda como una puerta abierta que el propio Melville no dudó en penetrar con sus siguientes películas y resultando, por supuesto, uno de los títulos más valiosos del cine francés de inicios de los sesenta.

 

Calificación: 4

LES ENFANTS TERRIBLES (1950, Jean-Pierre Melville) [Los niños terribles]

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En numerosas ocasiones el resultado de una película ha sobrepasado con mucho la posible implicación del realizador. Un ejemplo de este enunciado podría ser el título que nos ocupa –LES ENFANTS TERRIBLES (1950, Jean-Pierre Melville). Y es que aunque Melville ya había efectuado su debut como realizador pocos años antes con la excelente LE SILENCE DE LA MER (1949), es evidente que en esta ocasión que se sintió muy imbuido por el mundo literario y estético del francés Jean Cocteau, hasta el punto que podría decirse que Cocteau es quien realmente sobrelleva esta historia ampulosa, cargada de retórica, de atracción homosexual, de intentos incestuosos, y que, ciertamente, resulta en nuestros días tediosa y pueril. Puede que en el momento de su realización alcanzara el hilo del escándalo, pero creo que muy poco después, las enormes debilidades del film simplemente le ofrecen el rango de desaforada arqueología del cine francés.

LES ENFANTS TERRIBLES se inicia con una pelea de nieve entre colegiales, en la que Paul (Edouard Dermithe) resulta herido y recibe los cuidados de su hermana Elizabeth (Nicole Stéphane). En un momento determinado, y coincidiendo con la recuperación de Paul, se adentran en el mundo de los dos hermanos -que han variado de morada hasta una gran mansión-, una joven llamada Agathe (Renée Cosima), de lejano parecido con el muchacho por el que Paul sentía una cierta fascinación –y que lanzó a este los bloques de nieve-, que provocará el interés del muchacho. Por otra parte, se manifestará el recelo por parte de su hermana al comprobar que Paul ha encontrado una mujer en quien fijarse. Hasta el punto llegará la extraña reacción, que Elizabeth interferirá y manipulará la relación que de forma muy sutil se ha ido estableciendo entre su hermano y la joven. La situación se irá agravando y alcanzará tintes de tragedia cuando la ruptura de los dos tímidos amantes sea inapelable.

Invadida en todo momento por una retórica narración en off del propio Jean Cocteau, lo cierto es que LES ENFANTS TERRIBLES invita en buena medida a la carcajada. Acentuada en una teatralidad grandilocuente que no logran encubrir algunos movimientos de cámara de la realización de Melville, no cuesta demasiado imaginarse esta obra teatral original, originando un inofensivo escándalo en las mentes burguesas de la época de su estreno escénico. En la pantalla se conservan intactas todas sus enormes debilidades, acentuadas además por una enervante y crispada interpretación  de Nicole Stephane, a la que acompañará Edouard Dermithe, con un físico característico del hombre joven en Cocteau –era uno de sus ahijados-; belleza gélida, rubio, atormentado, etc...

Todo en LES ENFANTS TERRIBLES tiene aroma a naftalina y trasnochado, con elementos concretos que de tanta ingenuidad no pueden por menos que generar la desconfianza del espectador; la forma con la que Elizabeth logra engañar a los dos amantes y romper con su tímida relación.

Realmente si hubiera que destacar algunos valores en la película de Melville – Cocteau, habría que acudir a determinados hallazgos escenográficos, que tendrán su máximo exponente en la falsa habitación que Paul se ha creado en unas enormes dependencias de la mansión, para mantenerse aislado de todos. Mas allá de esa imaginería en ocasiones sugestiva, LES ENFANTS TERRIBLES no es más que la prueba de lo caduco que queda en nuestros días el “mundo expresivo” de Jean Cocteau, que quizá fuera en el pasado un intocable de la cultura francesa, pero a otros se nos antoja un artista de parciales logros, y con una aportación cinematográfica realmente, cuanto menos, discutible. El título que nos ocupa es buena prueba de ello, con la complicidad de un Jean-Pierre Melville que no supo o no quiso desmarcarse de un lastre del que se adueñan sus fotogramas de principio a fin.

Calificación: 1’5