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CINEMA DE PERRA GORDA

Michael Powell

ONE OUR AIRCRAFT IS MISSING (1942, Michael Powell & Emeric Pressburger)

ONE OUR AIRCRAFT IS MISSING (1942, Michael Powell & Emeric Pressburger)

Tras el rodaje de la estupenda 49th PARALLEL (Los invasores, 1940. Michael Powell), el tándem ‘The Archers’, formado por Michael Powell y Emeric Pressburger prosiguió en el sendero de la denuncia del nazismo, no solo desde el prisma de un país amenazado, pero nunca ocupado como fue Inglaterra, sino fundamentalmente consolidando su personalísima concepción de la expresión cinematográfica. ONE OUR AIRCRAFT IS MISSING (1942, Powell & Pressburger) es otra de las muestras que avalan esa singularidad que se adueñó del que entonces era la pareja de cineastas más singulares del país. La película en realidad se centra argumentalmente en la azarosa historia de los seis tripulantes del vuelo inglés ‘B for Bertie’, quienes lograron escapar de un aterrizaje forzoso en la invadida Holanda, logrando con la ayuda de componente de la resistencia de dicho país –ya asolado por los nazis-, retornar a tierras británicas menos de un día después de su misión. Resulta fácil de afirmar que el cine antinazi produjo decenas de títulos magníficos, y no pocos de superior calidad al que comentamos, pero tampoco cabe dudar que este se erige como una propuesta personalísima, que deja de lado ese concepto de amenaza hitleriana –aunque siempre se encuentre presente de manera latente-. En su oposición,  opta ante todo por un relato singular en el que importa el detalle, adquiriendo un aire de cronista verista, en donde incluso se encuentra presente cierto soterrado sentido del humor, y en el que observaremos por un lado la constante voluntad de experimentación que sería una de las armas de nuestros cineastas, su perfecto dominio de las secuencias de interiores –de donde extraerán en no pocas ocasiones el máximo rendimiento a su diseño escénico-. También su suspense tendrá un inusual contrapunto con la insólita y casi total ausencia de música –tan solo rota en uno de los momentos más memorables del film; la entonación del himno holandés cuando abandona la iglesia un oficial nazi en plena ceremonia religiosa-.

Esa voluntad de innovación se pondrá ya de manifiesto en los instantes iniciales del relato –en donde veremos en sus créditos nombres posteriormente tan prestigiosos como David Lean como responsable del preciso montaje, o Ronald Neame como operador de fotografía-. Ello se percibe ya en esa secuencia de apertura, en la que contemplamos como un avión de las fuerzas británicas se estrella contra una torre eléctrica. La inusual situación nos hace intuir que sus ocupantes han fallecido, pero la película se erige en un original y desdramatizado flashback, que ocupa la totalidad del film, y en el que se nos narra la aventura de sus seis ocupantes –que serán mostrados en pleno vuelo, insertando en ello los nombres de sus intérpretes; un nuevo toque innovador por parte de sus cineastas-. Muy pronto descubriremos que, tras cumplir con su función de bombardeo, el avión ha sido tocado por las fuerzas alemanas instadas para ello en tierra, teniendo su tripulación que abandonar el mismo en paracaídas –y en ese fragmento que no volveremos a contemplar, el over narrativo marcará la destrucción del avión que hemos contemplado en los instantes iniciales-. A partir de ese momento, cinco de los seis integrantes del comando británico logran reunirse, quedando fuera de su encuentro el joven Bob Ashley (Emrys Jones), en la vida normal un futbolista. El quinteto, que se ha ubicado en un árbol tras enterrar los paracaídas, será localizado por un trio de pequeños, que pronto revelarán sus señales como pertenecientes a familias resistentes contra el nazismo.

De alguna manera, la originalidad del film de Powell y Pressburger proviene del hecho de dejar de lado cualquier tentación por la dramatización, optando por el contrario por un encuentro entre estos ingleses obligados por las circunstancias a tener que refugiarse en tierras hostiles, entre las que pronto descubrirán la presencia de un fuerte contingente de resistencia, comandando curiosamente por un colectivo de mujeres que encabeza la maestra de la localidad (Pamela Brown). En su primer encuentro con los británicos les obligará a mostrarles pruebas de su auténtica nacionalidad, estableciéndose un extraño juego de comedia que tendrá su prolongación en instantes dotados de tanta inventiva cinematográfica como el montaje que muestra el hambre de esos cinco oficiales, al ofrecer un montaje en el que devoran la comida que se les ha ofrecido por parte de los holandeses. Con un extraño sentido de la cotidianeidad, ‘The Archers’ no dejarán de ratificar su capacidad para el detalle, como la manera con la que implícitamente sus habitantes rinden culto a su reina –escondiendo su retrato de manera muy ingeniosa-, o la táctica con la que se advierte a una de ellas en plena iglesia como se muestra parte de un paracaídas que tiene escondida en una de sus faldas. Todo ello, dentro de un tono de crónica, sino amable, si caracterizada por lo cotidiano. Por un sentido de la camaradería que, aunque se encuentre revestido de seriedad y riesgo, nunca sobrepasará un contexto de noble unión de intereses.

Unido a ello, y antes lo señalaba, ONE OUR AIRCRAFT IS MISSING resalta en la magnífica utilización que el tándem de cineastas brinda en la potenciación de las secuencias desarrolladas en interiores. Quizá su ejemplo más admirable resida en la luminosidad y belleza que esgrime el episodio desarrollado en el oficio religioso, cuando los planos generales otorguen al mismo un aura que, años después, se reitera aún con mayor contundencia, en la no menos interesante A CANTERBURY TALE (1944). Pero esa misma capacidad para extraer el máximo partido de las secuencias de interiores, esta vez en sentido opuesto, tendrá lugar en el fragmento final, donde nuestros oficiales ingleses consumarán la huida a través de diferentes pasadizos y oquedades establecidos por los holandeses, en un luego laberíntico que brinda a la película otro de sus fragmentos más conseguidos. Junto a estas disquisiciones técnicas, la película no olvida el trazo humano de sus personajes. Aspectos como recuperar al perdido Bob cuando lo contemplan jugando en un partido de fútbol. Ver disfrazado de mujer en pleno oficio religioso a uno de los oficiales (Hugh Williams). La elegancia y señorío que demuestra el oficial de más elevada edad… Todo ello está revestido de un extraño sentido de la humanidad y la camaradería, que no impide que la película pierda en ningún momento su rasgo de crónica austera de un episodio, en el que por último viviremos un elemento de suspense a la hora de burlar la vigilancia nazi, cuando nuestros protagonistas sobrepasen un puente móvil que les llevará a las costas de su país. Pero todo ello es mostrado con un extraño sentido de la inmediatez, huyendo de estereotipos, muy a ras de tierra, como lo supondrá la nueva inserción de los títulos de crédito finales –con similares características que los del inicio-, finalizado una película provista de notable interés, y en la que solo se podrían oponer ciertos instantes en donde el ritmo baja levemente de tono. Son pequeños inconvenientes en una propuesta que no solo mantiene vigente su interés, y que se revela en no pocos momentos novedosa incluso hoy día, sino que fundamentalmente ratifica el interés –específicamente fílmico- que ya entonces ofrecía el cine de sus dos realizadores.

Calificación: 3

PEEPING TOM (1960, Michael Powell) El fotógrafo del pánico

PEEPING TOM (1960, Michael Powell) El fotógrafo del pánico

No se ha señalado con la suficiente contundencia, que PEEPING TOM (El fotógrafo del pánico, 1960. Michael Powell) es una película fruto de su tiempo. En sus imágenes, se percibe ironía en torno a la producción media del cine inglés de aquellos años. Se encierra en su seno una supuesta trama, que la relaciona con el valioso -aunque entonces no demasiado bien considerado- cine policíaco del país, con exponentes muy cercanos rodados por Basil Dearden. En algunos de sus planos –la presencia del protagonista en la oscuridad del interior del estudio, donde efectuará uno de sus crímenes-, uno siente muy de cerca el hálito del mundo visual emanado por el gran Terence Fisher en sus más célebres realizaciones para Hammer Films. Es evidente por otro lado, que la película no oculta insertarse en la plasmación de la Inglaterra urbana del momento, aliándose con las nuevas corrientes realistas. Indaga en los senderos del drama psicológico, uno de los magisterios nunca entonces reconocido de la cinematografía del país. E incluso se atreve a integrarse con determinadas corrientes del cine de terror, paralelas a las de la Hammer, presentes en aquellos años. En concreto, las imágenes progenérico, insertas casi en su totalidad en cámara subjetiva, no dejan de suponer una actualización del universo de Jack el destripador, que en aquel tiempo había tenido una sórdida revisitación cinematográfica, por medio de JACK THE RIPPER (1959, Monty Berman & Robert S. Baker).

Referencias todas ellas, que se incardinan de manera admirable, en el seno de una película única, revulsiva y despreciada hasta límites insospechados –habría que remontarse al impacto que más de un cuarto de siglo atrás, ofreció FREAKS (La parada de los monstruos, 1932. Tod Browning)-. Si en aquel caso, dentro de la sociedad norteamericana de la Gran Depresión, aterrorizó y perturbó la presencia de una película que humanizaba, aunque sin sensiblería, una serie de seres humanos deformes, casi treinta años después, la Inglaterra bienpensante, se escandalizaba ante una obra inclasificable, que exploraba en el convulso mundo interior de la psique humana. Prolongando la estela de la igualmente excepcional PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) –una obra monumental que cambió el desarrollo del cine-, y preludiando otra obra maestra –esta aún precisa de su necesaria reivindicación-, como es NIGHT MUST FALL (1964, Karel Reisz) –con la que comparte su voluntaria ausencia de intriga-, nos encontramos ante una obra maestra de incansables sugerencias. Una propuesta que puede ser disfrutada y analizada de múltiples maneras, con la que Michael Powell echó el resto, tras abandonar su fructífera colaboración con Emeric Pressburger, y que prácticamente le saldó con el hundimiento de su trayectoria posterior –que le llevó a filmar algunos títulos en Australia-. Una película que fue despreciada como detritus sensacionalista –tal y como venían sucediendo con las ya citadas producciones de la Hammer, pero sin el éxito comercial que acompañó estas-, hasta que a finales de los setenta, fue restaurada y recuperada por el entusiasta Martin Scorsese, iniciándose el merecido culto en torno a la misma. Recuerdo el desconcierto que a los adolescentes del momento, nos proporcionó poder contemplarla como una de las primeras cintas elegidas por Chicho Ibáñez Serrador, dentro de su mítico espacio televisivo “Mis terrores favoritos”, a finales de 1981.

Y es que pese a ser, con lógica aplastante, una de las cumbres del cine de terror de todos los tiempos, inserta además dentro de un ámbito espacio temporal que generó algunas de las mejores muestras del género, lo cierto es que, como antes señalaba, nos encontramos con una propuesta incómoda y perturbadora. Inclasificable como aparecen sus primeros instantes, a partir de ese perturbador primerísimo plano de un ojo que se abre. Es el de Mark Lewis (un memorable Karlheinz Böhm). La secuencia pregenérico, dominada casi en su totalidad en plano subjetivo, describirá la filmación de Lewis en su pequeña cámara de 16 mm, y mostrándonos su encuentro con una prostituta, que posibilitará el primero de sus crímenes, cuando en teoría se dispone a hacer el amor con ella.

Primer mazazo, en una obra pródiga en ellos. Es más, parece que la intención y la cámara de Powell –ayudado por la punzante base argumental del guionista Leo Marks-, se presta a no dejar títere con cabeza, en esa sociedad en apariencia abierta al progreso, pero en el fondo imbuida de una casi ancestral sarta de prejuicios, que la han ido definiendo década tras década. La entraña de PEEPING TOM –título que obedece a la denominación del vouyerismo-, se centra en la figura terrible y al mismo tiempo compasiva, que brinda la figura de Mark, de quien Powell y su afortunado intérprete –en su momento se barajó la posibilidad de contar con Laurence Harvey en dicho rol-, brinda una mirada ambivalente. Una oscilación en ese cómputo de humanización, en el fondo de un ser sobrevenido una víctima, a partir de las terribles prácticas que su padre –encarnado en su visión en películas caseras, por el propio Michael Powell-, centró en él cuando era niño, destinado a exteriorizar un comportamiento monstruoso, anidado en su propia psique. Se trata de un joven introvertido y agraciado, que compagina sus tareas profesionales como foquista en un estudio, con su deambular amateur con su pequeña cámara, empeñado en filmar reacciones tortuosas del comportamiento humano- También realiza fotografías eróticas de mujeres, producto prohibido para caballeros burgueses –como podremos comprobar en la emblemática secuencia que se describe en el kiosko donde Lewis realiza, dentro de un cuarto oculto, dichas imágenes en teoría veladas. Sería otra mirada transgresora, ironizando en torno a esa sociedad hipócrita que considera pecaminosa cualquier expresión sexual, pero que no duda en vivirla de manera oculta, como algo oscuro. O que consume un cine dominado por las convenciones –la visión que se ofrece de la película rodada en estudio, es demoledora-.

En medio de ese contexto, Lewis vivirá de manera tormentos, algo que para cualquier otro mortal sería objeto de felicidad; enamorarse de una joven. Será de una de sus inquilinas, que vive en la planta de entrada –él reside en el ático, lugar habitual en la iconografía del cine de terror-. Se trata de la encantadora Helen Stephens (Anna Massey). Una chica sensible, que contrariará la atribulada mente de un joven acostumbrado a deambular entre jóvenes de vida licenciosa. En el fondo, esa llamada a la normalidad –significativo el detalle de la aparición inicial de Helen portando un crucifijo-, no dejará de suponer una singular actualización del enfrentamiento de los estereotipados conceptos de Bien y Mal, heredado de la figura de Dracula y Van Helsing. Sin embargo, Powell sabe horadar en todo momento dicha división, imbricando el devenir de esa obra de tanta entraña visual, a la hora de transgredir todos los estereotipos por los cuales orilla su base argumental, hasta el punto de proponer un resultado único, que culminará con una casi inevitable catarsis y sacrificio, descrito por alguien que ha asumido que jamás podrá acceder a la normalidad de la sociedad en que vive.

En una obra de tal riesgo y calibre. Tan transgresora, y al mismo tiempo tan delicada en sus instantes íntimos, que serían casi interminables los elementos a destacar. Al final uno tiene que optar por aquellos que realmente le han impactado o llamado la atención. Como la manera con la que se ridiculiza el proceso de realización de una típica película inglesa de la época. La saturación de su cromatismo en un Eastmancolor que prolonga la querencia de Powell –también con Pressburger- por la utilización pictórica de su iluminación propuesta por Otto Heller. La singularidad que reviste la banda sonora creada por Brian Easdale, en la que uno intuye se quiso apostar por las partituras compuestas para piano, familiares en el cine silente. En la anuencia de dichas características, uno puede percibir episodios visualmente tan atrevidos y sugerentes, como el que describe la primera sesión de fotos “prohibidas” realizada por Lewis, en donde una de sus modelos se muestra en la pantalla, delante de un fondo dominado por estridentes papeles dorados.

Powell articula una planificación percutante que envuelve los giros de sus personajes, especialmente las variaciones del estado de ánimo de Lewis, en una función dominada por el horror y la tristeza al mismo tiempo. En la andadura de un ser atormentado por su pasado –perturbadores los pasajes de películas caseras que definen la infancia del protagonista, encarnado por Columbia, el propio hijo de Powell, dominadas por una atmósfera malsana, que tendrá su punto más repulsivo, en aquella que describe la despedida del niño del cadáver de su madre-. Y en ese relato dominado entre diferentes niveles de “normalidad” y “perversión”, emergerá la figura, atormentada y enigmática, de la madre de Helen (maravillosa Maxine Audley), una mujer invidente que ahoga su frustración en el alcohol, y que desde su aislado mundo, intuirá, escuchará –percibe todos sus pasos y su modo de andar, cuando lo escucha en el piso superior-, e incluso olfateará el aura inquietante que rodea a Lewis. Llegará a propiciar un encuentro con él en la propia y oscura sala de proyección que este alberga, en uno de los episodios más inquietantes y memorables de la película, donde de alguna manera le confesará reconocerlo como uno de los suyos. Otra excluida, quien sin embargo no puede, en su condición de invidente, saber a ciencia cierta cual es la circunstancia que le atormenta, al no tener acceso al contenido de esas imágenes, en las que cree saber se encuentra la clave del drama que vive el muchacho, y ella percibe con claridad.

PEEPING TOM es una obra asombrosa, que no solo se adelantó a su tiempo, sino que incluso en nuestros días emerge como un islote. Que se arriesga hasta límites insospechados, como describir un asesinato –el de la extra que encarna Moira Shearer-, en la conclusión de un insospechado número musical. Que en un momento dado –en esa sesión inicial de fotografía nudie, Mark se sentirá fascinado por esa joven modelo que aparece con un labio deforme –otra excluida de la sociedad, por la que sentirá una extraña y momentánea atracción-. Que en esa salida que mantendrá con Helen, dejará entrever su casi imposibilidad de mantener una relación normal, sin portar en su hombro su eterna cámara. Que alberga imágenes imborrables, como esos planos en los que la invidente se encuentra frente a las inquietantes filmaciones de Lewis en la pantalla. O los desplazamientos de este en el interior, oculto y carente de personal, del estudio, con unas imágenes que parecen una versión actualizada de las andanzas de Dracula en el film de Fisher.

Atrevida, inmersa hasta la entraña, en una historia tan desagradable como dolorosa, provista de una conclusión, que deslumbra a partes iguales por su expresión visual, y la carga de necesario sacrificio que realiza Mark, PEEPING TOM es una cima del cine. Un punto y aparte en la producción del “cine dentro del cine”. Una mirada transgresora en lo que de vouyeur alberga el proceso de creación cinematográfica. Lo plasmará de manera arriesgada, un cineasta que no dudó en enfangarse en las cloacas de la sociedad de su tiempo. Sufrió el rechazo, vio hundida el devenir de una obra ya considerable. Pero en ello, dejó la huella indeleble, de una de las obras más imperecederas y transgresoras de la historia del cine británico.

Calificación: 5

LUNA DE MIEL (1958, Michael Powell) Luna de miel

LUNA DE MIEL (1958, Michael Powell) Luna de miel

Hacía bastante tiempo que tenía ganar de contemplar LUNA DE MIEL (1959), la película que el británico Michael Powell rodó en nuestro país, en coproducción con Cesareo González, y con el protagonismo del bailarín Antonio. Un proyecto en el que se contó con el guión del polifacético Luís Escobar –una de las escasas figuras que desde su abierta homosexualidad, pudo disfrutar de su actividad artística, incluso con personalidades extranjeras, en pleno contexto franquista-. Esa confluencia de exotismo, la mirada que podía ofrecer a un país lleno de contrastes, y dominado por un régimen autoritario, que en aquel entonces no había abierto su veda a la influencia turística. Cierto es que Powell –con o sin su compañero Emeric Pressburger-, siempre prefirieron en su cine exteriorizarse a través de dinámicas de atrevimiento artístico, en la confluencia de una singular demostración del Film d’Art que ya había brindado muestras clásicas, como THE RED SHOWES (Las zapatillas, rojas, 1948) o THE HOFFMAN TALES (Los cuentos de Hoffman, 1951).  Sin embargo, cualquier mediano conocedor de la obra de ambos, descubrirá el inequívoco compromiso antitotalitario que brindarán numerosos de sus títulos, algunos de los cuales se rodaron en plena II Guerra Mundial.

Cierto es que el título que nos ocupa, siempre ha parecido suponer una auténtica “patata caliente” a la hora de situarlo en la filmografía de Powell. El historiador Ian Christie apenas le dedica unas líneas, no muy estimulantes, en su interesante estudio sobre los dos cineastas. Y hasta cierto punto es comprensible ese desapego, a un título que en España se podría confundir con facilidad como una muestra más de ese cine folklórico que se adueñó de nuestras pantallas durante décadas, y en Inglaterra no se estrenó hasta 1962, eliminando metraje, sobre todo en algunos de los ballets, que suponen en esencia la conclusión de la débil pero no desdeñable andadura dramática del largometraje. Y es que, de entrada, LUNA DE MIEL narra los primeros pasos y la relativa consolidación de un matrimonio falto de alma. Es el formado por el granjero australiano Kit Kelly (el estólido Anthony Steel), recién unido con Anna (Ludmila Tchérina), que muy pronto descubriremos es una bailarina de prestigio, que ha tenido que retirarse de su vocación para vivir su futuro junto a Kit. Casi desde el primer momento, intuiremos que algo no funciona bien en una pareja dominada por la convención, sobre todo por la atonía de un marido ¡que bebe Pepsi Cola!, incapaz de ofrecer a su esposa, la pasión que esta reclama en su interior –y que la Tchérina sabe plasmar en su interpretación-. Es algo que se intuirá en un principio, a través de ese recorrido por diferentes lugares de la España rural, que a través de la cámara de Powell, en sus brillantes y en esta ocasión terrosos colores, nos transmiten un trasfondo de bellos y telúricos pasajes, pero en la que no se desaprovecha la oportunidad para mostrar el retraso de unos habitantes, que con habilidad muestra estáticos ante la presencia de la cámara, dentro de un enfoque casi documental. No será la única ocasión en la que Powell ofrecerá detalles más o menos críticos con esa España franquista. En la primera secuencia de baile en la que participa Antonio, en una casa de campo con patio, veremos al fondo discurrir un “moderno” camión, en contraste con la estampa pintoresca que estamos contemplando. En el instante en el que la cámara en pantalla ancha, encuadra a la izquierda la entrada al estudio de Antonio, veremos en el vértice opuesto un rótulo con el yugo de la falange, anunciando delante de un solar unas próximas viviendas de protección oficial. Más adelante, dentro de un gran plano general de la Gran Vía madrileña, veremos en segundo término como se cruza un cura con una antigua sotana. Finalmente, en una afirmación irónica de Kit ante una presencia de Antonio, exclamará “¡Este es un país libre!”. El que Powell estuviera fascinado por la personalidad española –lo que le ocasionó problemas en esta producción, ya que no pudo contar con colaboradores que deseaba, como Joan Miró-, además de permitirnos la presencia de un cameo de Edgar Neville en un almuerzo de sociedad, demuestra que el cineasta inglés no se encontraba ajeno a la realidad social del país que visitaba y rastreaba.

En cualquier caso, no son estas las intenciones de los responsables de la película, que a primera instancia se centra en uno de los diversos esfuerzos realizados desde España para promocionar la figura del bailarín Antonio, tan notable profesional de la danza como nefasto actor. En la película pronto se establecerá como oponente sensual y apasionado, a la atonía que en todo momento desprende Kit, provocando asimismo la fascinación de Anna, con la que comparten sobre todo la querencia por el baile y la danza. Será un elemento que muy pronto provocará la animadversión del esposo, abandonando ambos Madrid, y visitando el cuadro de El Greco, “El entierro del Conde de Orgáz”. Ante la sobrecogedora pintura, el matrimonio meditará, en una posición mística que no dudo Powell asumió de los Cary Grant y Deborah Kerr en AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957) de Leo McCarey. Será el inicio de una determinada inflexión, que se prolongará con esa breve, hermosa e impactante visita a la Mezquita de Córdoba, en la que el propio Powell aparecerá como guía. Será a partir de ese momento, cuando la premisa argumental quedará en un segundo término. En su oposición, viviremos de forma creciente ese extraño triángulo, en el que Anna y Antonio se verán unidos por la fuerza artística de la danza, mientras que el esposo de la primera será incapaz de asumir la sensibilidad y pasión que embarga a la antigua bailarina.

Será el terreno abonado en el que nuestro director echará el resto, en tres grandes ballets que, en realidad, son la justificación de la película, y que deberían situarse por derecho propio entre lo más hermoso jamás legado por el cineasta. El primero de ellos se filmará en la Alhambra de Granada, describiendo con deslumbrante sensibilidad el acercamiento y la sensualidad que se establecerá entre los dos bailarines, con una planificación y coreografía exquisita, elevando la fuerza de unos sentimientos que Powell transmite de manera única. Será el inicio de un crescendo, que se prolongará con las dos fantasías musicales que se sucederán, siempre bordeando el límite de lo surreal. En la frontera del fantastique, con el uso de una escenografía y una iluminación en ocasiones sobrecogedora, jugando con las perspectivas de unos decorados deliberadamente irreales, en primer lugar centrado en la fabulosa recreación del ballet de “El Amor Brujo” de Falla, en donde destacará la presencia como desencarnado del veterano Léonide Massine. Toda una sinfonía de pasión, creatividad y conjunción artística, en la que no se sabrá que admirar más, y que concluirá con el instante más admirable del relato. Al acabar la recreación, una turbada Anna tirará emocionada sus flores a Antonio, quien se las devolverá, recogiendo las flores su marido. De nuevo la cámara volverá al rostro de la protagonista, fundiendo con la evocación de la pasión entre ambos que manifiesta la imagen fundida de las fuentes de la Alhambra.

La turbación que anida en el interior de Anna, derivará la película hasta su vertiente más extrema. Los esposos dejarán Granada y viajarán hacia una ficticia e irreal Teruel, donde se insertará otro pasmoso ballet filmado, con música de Mikis Theodorakis, en el que se escenificará la leyenda de los “Amantes de Teruel”. Para ello, se mostrarán referencias a anteriores instantes de la célebre BLACK NARCISSUS (Narciso negro, 1947. Powell y Pressburger) –ese siniestro precipicio que aparece como catarsis de la protagonista-, al tiempo que la escenificación de alcance medieval retome un aura pictórica heredada del cuadro de El Greco antes visitado. Lástima de esa apresurada conclusión que impide resolver el conflicto planteado entre un matrimonio que seguirá pareciéndonos escasamente convincente. Y lástima también del servilismo final en tono de comedia en torno al imposible Antonio, rompiendo la intensidad que se ha alcanzado minutos antes. En cualquier caso, son elementos objetables a una película que merece mucha mejor prensa de la que tiene –estimo que en su mayor parte por desconocimiento o por haber contemplado su metraje amputado-, y que ni de lejos podemos situar en un lugar oscuro de la filmografía de un cineasta grande –con o sin su eterno compañero Emeric Presburger-. Esos rótulos de despedida en apariencia amables, esconden una intensa experiencia no solo de la singularidad española –tópicos incluidos- sino una mirada quizá no todo lo honda que cabría proponer, en torno a la crisis de un matrimonio sin alma, sin obviar en su imagen, no solo la fuerza expresiva de sus formas cinematográficas, sino oportunos apuntes en torno al retraso y falta de libertades, de esa sociedad que sotto vocce, era descrita.

Calificación: 3

THE PHANTOM LIGHT (1935, Michael Powell)

THE PHANTOM LIGHT (1935, Michael Powell)

Se suele señalar THE PHANTOM LIGHT (1935) como uno de los títulos que forjaron el aprendizaje como realizador del británico Michael Powell. Exponentes que a nuestros días emergen con sus limitaciones, imperfectos, desequilibrados, pero que albergan en ellos ciertas cualidades que acompañarían el devenir de su obra posterior. En esta ocasión Powell iría centrándose en su delectación por los parajes rurales y marítimos, entrenándose en ese aspecto telúrico que sería uno de los rasgos más valiosos de la misma. Para ello, asumiría la adaptación de la obra teatral de Joan Roy Byford, adoptando una muestra más de esa mixtura de misterio y comedia, que podrían ejemplificar referentes como THE OLD DARK HOUSE (El caserón de las sombras) –llevada al cine en 1932 por James Whale-. La base argumental nos traslada a una extraña y pequeña localidad costera de Gales, a donde se trasladará un experto farero –Sam Higgins (Gordon Harker)- para sustituir al previsiblemente asesinado anterior responsable de la instalación. En realidad, los lugareños creen en las leyendas que murmuran y propagan, de que en torno a dicho faro se suceden hechos fantasmales, proyectandose luces irreales que han provocado incluso naufragios en las costas. Escéptico a dichas habladurías, Sam será llevado en barca hasta el imponente recinto, donde trabará relación con su brusco pero fiel ayudante, pechando con el comportamiento esquizoide de uno de los hermanos del farero desaparecido. Todo ello compondrá un inquietante panorama que llegará a contagiar a nuestro protagonista, imbuyéndole de un temor hasta entonces ausente en él. Al faro acudirán de noche un hombre y una mujer con los que se encontró en el hostal de la localidad, que previamente le habían pedido visitarlo de manera infructuosa. Estos provocarán sus sospechas, pero en última instancia se erigirán como sus aliados cuando la situación se complique en su primera velada en su nueva función, ya que ambos serán un oficial de marina –Jim Pearce (Ian Hunter)- y una pizpireta agente de Scotland Yard –Alice Bright (Binnie Hale)-, con quienes luchará contra lo que de verdad esconde la sobrenatural trama; la actuación de un grupo de saboteadores comandada por la compañía aseguradora.

No cabe duda que lo mejor de THE PHANTOM… reside en sus primeros minutos. Desde la aparición casi fantasmal de un ser que emerge con el brazo en alto en señal de auxilio, surgiendo desde una de las puertas del faro –todo ello mostrado sobreimpresionando sus títulos de crédito-, en dicho episodio inicial encontramos lo mejor que hasta entonces brindaba el cine de Powell. La fisicidad quedará demostrada en los planos iniciales del discurrir de un tren por escarpados barrancos. Será el trayecto que realizará el protagonista hasta trasladarse a una localidad que parece detenida en el tiempo. Ese encuentro con una mujer ya veterana que habla con idioma gaélico y no domina el inglés, o los instante que inciden en la fisicidad del paisaje rural, en el que la impronta del mar, la labor de sus pescadores y las inmediaciones, ofrecen un marco que adquiere esos rasgos que Powell adoptaría en obras posteriores de manera más equilibrada. En cualquier caso, ya es bastante para un relato de poco más de setenta minutos de duración, que justo es destacar pierde buena parte de su interés cuando su argumento se inclina hacia el predominio de unos diálogos chuscos y unos personajes estereotipados y carentes de la más mínima entidad. En ese sentido, hay que consignar las escasas pretensiones que ofrece una propuesta que se sobrelleva mejor cuando se apoya en cierta vertiente humorística –el personaje de la servidora del hostal-, las secuencias en las que se muestra ante Alice al hermano del asesinado –denominado por arrebatos de locura- atado en un camastro del faro-, o en los diálogos socarrones establecidos entre el nuevo responsable del faro y su rústico ayudante. Son elementos que ayudan a hacer llevadero un relato en el que se detectan esos servilismos teatrales, que de alguna manera se contradicen con la fuerza física que emanan de sus mejores momentos. Así pues, nos interesará menos los rasgos de extraño vodevil emanados de las aventuras y sinsabores vividos por los protagonistas en el interior del enorme faro, que la poderosa imaginería exterior que emana del mismo, la ya señalada fisicidad de los avatares de las lanchas y barcos que lo rodean aquella noche, las ocasiones en las que Powell se atreve con una planificación entrecortada –como en la secuencia en la que el buque está a punto de encallar, animado por la falsa iluminación y el sabotaje provocado en el faro-. Serán todos ellos aspectos que sin resultar en exceso destacables, emergen con facilidad de una base teatral que –como sucedió a tantas y tantas otras propuesta de su época- aparecen hoy totalmente envejecidas. Tampoco era cuestión de pedir peras a un olmo, en un film pequeño y casi familiar que adquiere casi ocho décadas después de su realización un interés suplementario, más allá de los escasos atractivos de su material de base, al detectarse en su resultado esos elementos de personalidad que, justo es reconocerlo, el propio Powell sabría transmitir con mucha mayor contundencia pocos años después, incluso antes de su asociación con Emeric Pressburger, formando juntos el atractivo dúo The Archers. En definitiva, que había en él madera de un interesantísimo y, sobre todo, personal hombre de cine que, de alguna manera, nos compensa con las limitaciones y servilismos existentes en el discurrir de la propuesta que albergará en sus manos.

Calificación: 2

THE EDGE OF THE WORLD (1937, Michael Powell)

THE EDGE OF THE WORLD (1937, Michael Powell)

Suele afirmarse, y a tenor de su resultado no sin fundamento, que THE EDGE OF THE WORLD (1937) es la primera manifestación, más o menos evidente, más o menos lograda, de la personalidad cinematográfica de Michael Powell. Unos rasgos estos que tendrían su plasmación más adecuada a partir de la década siguiente, en títulos que combinaban un cierto realismo mágico, un notable alcance telúrico, un cierto desprecio a las convenciones narrativas más o menos habituales, y una cierta ligazón con rincones, leyendas y lugares pintorescos de Gran Bretaña. En este sentido, justo es reconocer que la película que nos ocupa apuesta por un rasgo que convendría tener en cuenta; deviene un referente que induce a pensar que esta manera de concebir el hecho cinematográfico -aunque más adelante tuviera una manifestación más rotunda y depurada junto a Emeric Pressburger, formando la conocida productora The Archers y firmando numerosas película juntos-, en realidad tuvo como principal apuesta en la manera de entender el hecho cinematográfico mantenida por Powell.

 

THE EDGE… se inicia con la llegada de un barco comandado por Andrew Gray (Niall MacGinnis) que traslada a una pareja de visitantes hasta la hipotética isla de Hirta –en realidad se filmó en la de Foula-, en el límite de la costa escocesa. La llegada al inhabitado lugar está revestida de extraños augurios. La agreste orografía del entorno va acompañado por el incesante sonido del mar, su entorno está deshabitado y las envejecidas casas se ofrecen como mudos testigos de un pasado activo, la visión de la cima de unas montañas escocesas, propicia un sombrío tinte de leyenda a la visita… El semblante de Andrew se torna taciturno al volver a ver el túmulo funerario del patriarca Peter Manson, y sobre él se superpondrán los rostros de sus viejos convecinos en una mirada mitad mágica, mitad evocadora del un pasado tan entrañable como revestido de dureza en la isla. La historia retrocederá unos cuantos años, hasta un periodo en que los habitantes de Hirta lograban convivir en plena armonía. Entre ellos, destacará la relación que se manifiesta entre las familias de los Manson y los Gray. Ambos representan posiciones opuestas a la hora de entender el futuro de sus existencias. Mientras que por parte de los segundos se abre una mirada hacia el progreso y el abandono de la isla, los Manson –encabezadas por el patriarca Peter (John Laurie)- se muestran más ligados a la tierra, descartando abandonarla. Será esta una circunstancia que repercutirá en la relación que mantiene el joven Andrew con Ruth, la hija de Peter, ya que su novio apuesta por abandonar la isla, cosa que el padre de esta no acepta. Finalmente este abandonará el árido entorno, sin saber que ha dejado a Ruth embarazada. Esta circunstancia particular, en realidad no será más que una muestra de la decadencia que vive un colectivo acostumbrado a la dureza, pero que no puede abstraerse de su forma de entender la vida. Será algo que manifestarán síntomas trágicos como la muerte accidental de Robbie, el hijo de Manson, o la progresiva inhabilitación de las tierras que cultivan los habitantes de la isla… llevándolos a todos ellos a una huída casi obligada del lugar donde desarrollaron sus existencias.

 

Puede decirse que en THE EDGE… se dan cita dos películas que no siempre confluyen con la debida coherencia en el resultado final. Por un lado tendríamos el desarrollo de una línea argumental más o menos esquemática, que en realidad interesa poco y de la que con el paso de los años, en realidad solo nos puede atraer  por su carácter etnográfico o en la dureza de los rostros de sus moradores. Mucho más sin duda que en la escasa entidad de sus rasgos psicológicos, al que la certera labor de su cuadro de actores no llega a configurar como tales personajes. A ello cabría unir esa constante sensación de asistir a una historia que discurre a trallazos, descuidada en sus matices y apresurada en su resolución –ni siquiera la historia vuelve a tiempo presente en sus compases finales-.

 

Sin embargo, ello no nos debería llevar a omitir el caudal de aciertos de un conjunto que, por momentos, nos remite al cine de Flaherty e incluso en su montaje a Einsenstein, y en el que esa mirada etnográfica está mostrada con enorme efectividad. THE EDGE… resalta por el enorme protagonismo e impronta telúrica que alcanzan esos montes escarpados, los acantilados o el incesante sonido del mar, hasta erigirse como el auténtico protagonista del film. Y con ello, debemos destacar numerosas elecciones formales extendidas al conjunto de sus secuencias. Sobreimpresiones, un montaje acusado, e incluso el abierto desprecio por los raccords, son elementos que contribuyen a delimitar el conjunto con una personalidad innegable y un aporte de fascinación realmente notable. Algo que, unido a la propia modernidad formal del conjunto, nos remite al hecho casi innegable de tener que admitir que esta película se erige como referente indudable para títulos posteriores tan aparentemente dispares como STROMBOLI (1950, Roberto Rossellini) o RYAN’S DAUGHTER (La hija de Ryan, 1970. David Lean). Es por ello, que pese a sus irregularidades, momentos como la llegada de los visitantes a la isla, la secuencia de la escalada que costará la vida al joven Robbie o la secuencia del funeral de este, puedan definirse como auténticamente modélicas y de lo más valioso jamás filmado por Powell, con o sin Pressburger.

 

Calificación: 2’5

THE SPY IN BLACK (1939, Michael Powell) El espía negro

THE SPY IN BLACK (1939, Michael Powell) El espía negro

Un aspecto poco tratado en la andadura del británico Michael Powell, lo ofrece la propia amplitud y longevidad de su obra. Y es que nos encontramos ante una aportación cinematográfica que se inicia como realizador a inicios del sonoro, prolongada durante casi medio siglo, y totalizando más de medio centenar de películas –firmadas en solitario o con su eterno socio Emeric Pressburger-. Resulta quizá un tanto atrevido señalarlo, pero es quizá a principios de la década de los cuarenta, cuando la intuición visual de Powell alcance su adecuada plasmación cinematográfica, logrando en dicha década el periodo más homogéneo de su filmografía, aunque esta lograra títulos míticos en los años cincuenta –quizá los que se han venido rodeando de una aureola mítica a mi juicio un tanto discutible-, e incluso a principios de los sesenta, con la mítica PEEPING TOM (El fotógrafo del pánico, 1960).

Para acentuar en esa aseveración de la concreción del talento de Powell, me tendría que referir a los dos títulos más pretéritos que he podido ver de su andadura. De uno de ellos, tengo un eco lejanísimo. Se trata de THE LION HAS WINGS (1939), visionada en un furtivo pase televisivo, y que recuerdo se caracterizaba por su extrema pesadez. El paso de los años me ha permitido acceder al título que le sucede en su filmografía –THE SPY IN BLACK (El espía negro, 1939)-, que para la pequeña historia del cine británico supuso el primer encuentro del posterior tandem denominado The Archers, ya que en esta ocasión Pressburger participó como guionista del film. En todo caso, podemos señalar que pese a sus ocasionales destellos, el film que nos ocupa no deja de suponer más que una discreta película, en la que afortunadamente hay que resaltar su corta duración, caracterizada por una constante serie de giros en función de su propuestas como cine de espionaje y suspense ambientada en los pormenores de la I Guerra Mundial. Una película que se inicia con fuerza, se pierde en su primera mitad en un entorno algo moroso, y que finalmente alcanza un cierto cenit en su parte final, hasta alcanzar en su conclusión un aliento trágico, no por apresurado menos eficaz, describiendo en su seno una pequeña reflexión ante la relatividad de la lucha y la heroicidad.

El capitán Hardt (Conrad Weidt), es un oficial del ejército alemán que participa en la lucha contra los ingleses en la I Guerra Mundial, tras la operación que los británicos han realizado, logrando que los abastecimientos alimenticios a los berlineses se vean mermados considerablemente. Por ello accede a una misión de boicot hasta el norte de Escocia, donde se encontrará con una espía alemana infiltrada por medio de un oficial inglés. Se trata de Anne Burnett (June Duprez), sustituyendo inicialmente a la inicial espía alemana, la cual ha sido raptada por elementos del contraespionaje británico. Ello posibilitará un juego de espías espiados que, preciso es reconocerlo, y pese a la brevedad del metraje de la función, no adquiere en ningún momento la suficiente fuerza en la narración. En este sentido, hay que decir que THE SPY IN BLACK se despega bastante poco del perfil habitual que del cine británico ha llegado hasta nosotros –bastante representativo por otra parte del look de la productora de Korda-. Ese cierto apergaminamiento se hace extensivo en la narración, pese a que en ella convivan destellos y elementos que, a fin de cuentas, son lo más atractivo de la función. Detalles como la forma que se tiene de plasmar la llegada de los personajes a la casa en donde reside la maestra / espía –encuadrándo sus pies desde el interior de una ventana inferior sobre la que se asienta un gato-, o el gesto que Hardt describe cuando encuentra allí esa mantequilla que tanto ha echado de menos en Alemania, describe a un realizador inventivo, que busca cuando puede incorporar rasgos novedosos a nivel visual, y que tiene un poderoso aliado en la presencia del gran Conrad Weidt, que en su caracterización final como sacerdote, me recordó el aire siniestro y bizarro de Bela Lugosi.

En medio de esta constante y un tanto plúmbea sucesión de giros argumentales, lo cierto es que la película encuentra su camino a partir de la huída de Hardt al barco inglés, poblado de pasajeros y con prisioneros alemanes. Este logra hacerse con el mando de la tribulación, hasta encontrar el trágico destino de ser bombardeado por un submarino de su propio ejército, antes de que el mismo sea aniquilado –con una pasmosa naturalidad-, por el patrullero británico. Hardt logrará poner a salvo la tripulación, pero él se quedará como única víctima. Era su único camino tras su decepción amorosa con la que creía aliada –y que en realidad actuaba en colaboración con su esposo-, y al poder comprobar como los de su propio ejército han actuado contra él. Quizá menos de ochenta minutos era una duración demasiado corta para una historia que precisaba más metraje de cara a profundizar en una trama argumental que funciona a trallazos. Una circunstancia que incluso permite detectar un notable desaprovechamiento de ese aire telúrico que pronto sería uno de los elementos más característico del cine de Powell y Pressburger. Sin embargo, y junto a su general tono de discreción, THE SPY… debe verse fundamentalmente como un boceto para la aplicación de una andadura posterior que muy pronto situaría al insólito equipo formado por ambos realizadores, en lugar de cabecera del cine inglés de la década de los cuarenta.

Calificación: 2

49th PARALLEL (1941, Michael Powell) Los invasores

49th PARALLEL (1941, Michael Powell) Los invasores

Al igual que sucediera en el cine norteamericano, muy pronto la cinematografía británica se incorporó a la producción de películas de propaganda anti-nazi, dentro de un esfuerzo colectivo para hacer llegar a las masas las bondades de las libertades democráticas y los declarados peligros del nazismo. Dentro del conjunto de títulos englobados en esta tendencia –en la que reconozco no encontrarme como un especial conocedor-, creo que no es difícil destacar 49th PARALLEL (Los invasores, 1941. Michael Powell), como uno de sus exponentes más valiosos. Lo es fundamentalmente por dos razones; su estricto interés cinematográfico –más allá de que en el conjunto de la película se detecten una serie de irregularidades- y por su carácter de parábola sobre la verdadera imposibilidad –no deja de ser una mirada finalmente bastante optimista- de que el fascismo totalitario logre penetrar en una democracia ya instaurada. Al mismo tiempo, la película de Powell destaca por la originalidad de plantear su argumento desde el punto de vista de los propios soldados nazis, y no como generalmente suele suceder, de la resistencia al mismo.

49th PARALLEL se inicia con unos bellísimos planos aéreos de las montañas y territorios naturales canadienses. Realzada por una magnífica fotografía del posteriormente célebre Freddie Young y el fondo sonoro de Ralph Vaughan Williams, ya hemos tenido la demostración en los propios títulos de crédito, de ser esta una apuesta colectiva especial en la que todos sus participantes lo hicieron a conciencia como una defensa de la democracia. La película está firmada únicamente por Michael Powell –aún no se había formado The Archers, mientras que Emeric Pressburger parte como el principal responsable de la historia y el guión. Ya en los mencionados planos de apertura, destaca en la película un rasgo que a la postre se rebelará como uno de los más valiosos de la misma; esa mirada antropológica a entornos y etnias que nos llevará a ciertos ecos del cine de Flaherty. Se trata de una apuesta que brinda motivos tan hermosos –y creíbles-, como las imágenes de las tribus originarias, o el discurrir de los indios en una ciudad sirviendo como reclamo turístico.

En ese contexto rural canadiense se desarrolla el desembarco de un comando formado por seis nazis que encabeza el teniente Hirth (Eric Portman). Todos ellos han sido destacados de entre la tripulación de un submarino alemán, que poco después logrará ser abatido por las fuerzas aéreas canadienses. A este pequeño contingente se le plantea de inmediato la posibilidad de erigirse como abanderados en la propagación del nazismo en una de las zonas del planeta más destacadas por la convivencia democrática: Canadá. En su huída hacia delante asaltarán en primer lugar la vivienda de un cazador (Finlay Currie) que ha recibido la visita de un joven colega –Johnnie (Lawrence Olivier)-. Precisamente cuando el segundo conoce la noticia de la invasión alemana en Polonia –ha permanecido un año aislado del mundo dedicándose a la caza-, sufrirán el asedio del comando, registrándose tensas situaciones entre ellos, hasta abandonar los nazis el mismo dejando a Johnnie a las puertas de la muerte.

El comando ametrallará indiscriminadamente a los nativos de la zona, incautando y pilotando un avión con el que emprenderán el vuelo, no sin antes haber tenido alguna baja. El aparato tendrá que realizar un aterrizaje forzoso en pleno vuelo, estrellándose en un lago, falleciendo otro de los componentes del comando, hasta que llegan a una comunidad de Hoteritas. Allí serán recibidos con el carácter acogedor que define a sus componentes, hasta que la soflama que realiza Hirth ante ellos, obligará al líder de la comunidad –Peter (Antón Walbrook)-  a que se alejen de ellos. Pero poco antes de iniciar la marcha, uno de los componentes del mismo –Vogel (Nial MacGinnis)-, que siempre había demostrado un alcance más crítico sobre su propia pertenencia al nazismo, será condenado y ejecutado por las tres personas que finalmente quedarán del comando.

Ambos llegarán a la ciudad y se vestirán con ropas habituales, hasta ser localizados en un acto con gran afluencia de público, donde capturarán a uno de ellos. Los dos miembros restantes huirán por parajes naturales, hasta encontrar a un intelectual –Philipp (Lesley Howard)-, quien bajo su aparente frágil carácter muy pronto argumentará su lucha contra el poder totalitario. Ello le llevará a ser reducido, aunque paradójicamente la situación llevará a que el aparentemente débil Philipp logre contraatacar a los dos nazis. Finalmente quedará Hirth, quién huirá en el vagón de un trén, encontrándose en el mismo con un soldado de extraña y abierta personalidad –Andy (Raymond Massey)-, con quién pronto se enfrentará al revelar su condición alemana, siendo finalmente vencido en su intención de alcanzar la frontera con Estados Unidos, gracias a una curiosa argucia legal que le devolverá a Canadá.

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Creo que seis décadas después de su realización, lo que ha hecho envejecer ligeramente 49th PARALLEL, es precisamente su abierta condición de parábola que registra un conjunto estructurado –de forma bastante inteligente, todo hay que decirlo-, en diversos episodios que conforman otros tantos planteamientos. Algunos de ellos –a mi juicio, los dos finales-, se caracterizan por un cierto tono discursivo que desmerecen del metraje previo, pero ni que decir tiene que la manera con la que se engarzan estas subtramas es en algunas ocasiones brillantísima –y pienso en ese vuelo que permite abandonar de forma impecable el marco del fragmento inicial-. De igual modo, el retrato psicológico que se realiza de sus diversos personajes es algo desigual –no incide demasiado en ellos la extensión de su presencia en pantalla-, aunque tiene a  mi juicio su exponente más logrado en el soldado Vogle, del que el Nial MacGuinnis –el inolvidable satanista de THE NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur)- realiza un trabajo espléndido. Quizá incidiera en ello un especial interés por parte de Powell y Pressburger, al intentar reflejar en él esE importante sector de soldados nazis en el fondo no afectos con las consignas hitlerianas, pero a los que quizá una debilidad de carácter casi les obligó a verse forzados a formar parte del régimen alemán.

En todo caso, si algo permanece vigente en esta película, es la de una interesante realización cinematográfica, en la que destacan esas constantes búsquedas formales del cine de Powell, que quizá en esta ocasión se integran mejor en el conjunto del film que en otros ejemplos posteriores. Más allá de la intensidad con la que es narrada la aventura física –y posterior accidente- de los nazis con el avión que interceptan, se pueden destacar varios excelentes momentos en una película ciertamente generosa en ellos. Por ejemplo, citar el magnífico travelling lateral, lleno de intensidad, en el que se muestra el avance del personaje que interpreta Leslie Howard mientras realiza la cuenta atrás de las balas que quedan en la pistola del nazi al que persiguen, la expresividad con la que se muestra la extrañeza de los nazis al llegar a la gran ciudad, en la que se desenvuelven como auténticos extraños, la magnífica situación -casi hitchcochiana- que se desarrolla entre una multitud que asiste perpleja al anuncio de que entre ellos se encuentran los tres nazis supervivientes. Pero previamente se han ofrecido los dos mejores momentos de la película. Uno de ellos es la frialdad que registra el ficticio y repentino proceso que se registra contra Vogel, que culminará con su ejecución en pleno y sombrío amanecer campestre y, por encima de todos ellos, el que para mi supone el momento más logrado de la función. Se trata de aquel en el que el propio Vogel entrega a Johnnie el rosario que este ha pedido malherido. Lo hará a escondidas de sus compañeros, y para intentar convencerse de su propia fidelidad el Reich, también a solas dibujará seguidamente una esvástica en una pared. Una forma magnífica de describir la dubitativa psicología de un personaje.

Calificación: 3

THEY’RE A WEIRD MOB (1966. Michael Powell)

THEY’RE A WEIRD MOB (1966. Michael Powell)

Aunque he de reconocer que no me cuento entre su creciente número de fervorosos, cierto es que se puede calificar el cine de Michael Powell de todo menos de poco personal. Una singularidad que se manifiesta especialmente en la vertiente visual de sus películas –nunca olvidemos la aportación de Emeric Pressburger- en la mayor parte de su trayectoria-. Ese arrojo, tratamiento del color y en ocasiones casi fantasmagórica composición y tratamiento de la imagen es el que ha permitido que su obra logre un gran prestigio. Personalmente creo que quizá esa indudable cualidad y ese rasgo de “rareza”, no estuvo siempre acompañada de propuestas dramáticas dignas de esta inquietud. Esto le sucedió incluso a otros directores más valiosos como Max Ophuls –por citar un nombre que igualmente se caracterizó por su personalidad-, pero creo que en el caso de Powell tuvo un peso mucho más evidente del que se reconoce.

Buena parte de este enunciado lo podemos comprobar en la que fue una de sus últimas realizaciones –ya firmadas en solitario-. Se trata de THEY’RE A WEIRD MOB (1966), una extraña comedia rodada en Australia y cuya historia narra elementos como la integración de la inmigración, la extrañeza de vivir en una tierra ajena a los orígenes de la persona, y por otra parte describiendo una mirada irónica a los usos y costumbres de una sociedad urbana –la de Sidney-, completamente abocada al modo de vida occidental. Todo ello pese a estar ubicada geográficamente en el otro extremo del mundo –y este detalle se muestra irónicamente por Powell al encuadrar la ciudad totalmente vuelta del revés-.

Allí llegará Nino Culotta (Walter Chiari) procedente de su Italia natal, ayudado por su primo –que ha dejado sin pagar a los que formaban parte de una revista allí editada-. Nino se verá prácticamente sin dinero y tendrá que ponerse a trabajar como albañil, profesión en la que logrará establecerse y ser apreciado por sus compañeros. Llegará incluso a vivir en la casa de un matrimonio amigo, mientras solapada y sinceramente intenta relacionarse con la hija del dueño del edificio en donde se enclavaba la sede de la revista –Kay Kelly (Clare Dunne)-, que se ha quedado sin cobrar por prestar sus instalaciones. Poco a poco, el italiano irá integrándose en las costumbres de su nuevo entorno –son destacados los “tropezones” verbales en los que incide inicialmente-, y finalmente logrará formalizar la relación, comprometiéndose en matrimonio, logrando hacer más femenina la hasta entonces fría personalidad de Kay, y llegando a comprar un terreno para edificar en él la vivienda en la que se desarrolle el futuro de su vida.

En sus primeros minutos, con la presencia de una irónica voz en off, la recurrencia narrativa al zoom, el luminoso cromatismo que brinda la fotografía del “hammeriano” Arthur Grant y, fundamentalmente, la imagen que transmiten los usos y modos, nos remiten forzosamente a esta comedia sixties y pop que tan generalizada estaba en el cine británico. Pero poco después, y ya cuando se plantean las desventuras laborales de Nino, la propia configuración de las secuencias nos trasladan al universo de Jacques Tatí y su personaje de Hulot. Pero es que en la película se introducen diferentes elementos, como pueden ser la presencia y el recelo que provoca la presencia de la emigración en los ciudadanos locales –el viejo australiano borracho que en la barcaza desacredita a los italianos- y varios más que quizá no se armonizan en el conjunto de un relato en el que coexisten secuencias, instantes y detalles realmente brillantes, pero que a mi juicio quedan dispersos –se llegan a esbozar algunos curiosos instantes en ralenti (la lucha de Nino en sus primeros pasos como albañil) o el sueño distorsionado que este tiene- en un conjunto agradable, divertido en ocasiones, entrañables las menos. En cualquier caso, una vez más el talento visual de Powell se pierde en cierta forma al servir un material bastante inconexo –la historia, centrada en los devaneos profesionales de Nino, repentinamente se dedica a otras vertientes y pierde densidad-. Pese a todos estos reparos, se trata de una singularidad dentro de la comedia de aquellos años, con suficientes elementos para ser tenida en cuanta, sobre todo por ser una de las obras menos conocidas de su realizador.

Calificación: 2’5