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CINEMA DE PERRA GORDA

Monta Bell

LIGHTS OF OLD BROADWAY (1925, Monta Bell) Las luces de Broadway

LIGHTS OF OLD BROADWAY (1925, Monta Bell) Las luces de Broadway

Dentro de la lenta pero necesaria arqueología a practicar en torno al redescubrimiento del periodo silente, más allá de la triste realidad de constatar la desaparición de buena parte de dicha producción, y del hecho probado que el interés sobre este inolvidable periodo, actualmente se limita a unas escasas docenas de títulos, son cuatro los largometrajes que he podido visionar hasta el momento, de entre la veintena que conforman la filmografía del norteamericano Monta Bell (1891 – 1958) iniciada a mediados de la década de los años 20, y culminada dos décadas después. LIGHTS OF OLD BROADWAY (Las luces de Broadway, 1925) supone el séptimo de sus títulos, y pese a su general desconocimiento alberga a mi juicio considerables elementos de interés.

La película se inicia cuando en el interior de un barco que se dirige hasta Nueva York se produce la adopción de dos huérfanas bebés hermanas pequeñas, en el seno de sendas familias contrapuestas. Una de ellas será acogida en la adinerada familia de Rhonde, mientras que la otra formará parte de los O’Tandy, un humilde colectivo de irlandeses. Ambos residirán en ese Nueva York que comienza a consolidarse como gran ciudad, ejemplificando con ello los contrastes de una nueva sociedad, en la que la fuerza de su inmigración y una nueva burguesía sea representada en el devenir de estas dos hermanas gemelas, a las que el destino ligará sin que ellas conozcan la relación que las une -un elemento que lamentablemente se desaprovecha en la película-. Pasarán varios años desde que se produzca esta situación inicial, y la acción se divide en la vida acomodada de la joven Anne (al igual que su hermana gemela, encarnada por Marion Davis), en el contraste con la modestia y la vulgaridad que caracterizaré el entorno de su hermana Laly, que convive junto a sus padres adoptivos al borde de la miseria en un extrarradio newyorkino, casualmente propiedad de Lambert de Rhonde (Frank Currier), el padre adoptivo de Anne, también caracterizado en sus orígenes irlandeses. Debido a esta carencia de medios, Laly decidirá incorporarse como cantante y corista en el poco recomendable teatro de Tony Pastor. Hasta allí recalará un día el joven Dirk (Conrad Nagel), hermanastro de Anne, quedando impresionado de inmediato por Laly -en ningún momento la película dejará entrever la perversa posibilidad que ello se deba a lo que le podría recordar a su hermanastra-.

A partir de ese momento LIGHTS OF OLF BROADWAY no se erige, como su título podría indicar, en una crónica en torno a los primeros pasos de uno de los emporios teatrales del mundo. Por el contrario, y adelantándose a brillantes muestras descritas ya bien entrada la década de los años 30 -pienso sobre todo en la estupenda y vitalista LITTLE OLD NEW YORK (El despertar de una ciudad, 1940. Henry King)- optará por describir los orígenes tanto de Nueva York como del conjunto de grandes ciudades de los Estados Unido. Para ello, Monta Bell utilizará los estilemas contrapuestos del melodrama, la comedia -centrada esta en la adscripción de un humor muy irlandés-, la crónica de costumbres, y cierta querencia por relatos ‘cualunquistas’ -con referencias que podrían ir desde el Charles Chaplin de THE KID (El chico, 1921), hasta recorrer un subgénero que tendría un notable ejemplo en la inmediatamente precedente LITTLE ANNIE ROONEY (La pequeña Anita, 1925. William Beaudine)-. Lo cierto y verdad es que nos encontramos ante una producción de William Randolph Hearst -distribuido por Metro Goldwyn Mayer-, al servicio de su protegida Marion Davies, a la que se proporcionarán los dos roles protagonistas, aunque el relato incida de manera muy especial en el desarrollo de la ordinaria, aunque honesta, Lily.

A partir de estas premisas, LIGHTS OF OLD BROADWAY atesora en su andadura ciertos agujeros -entre ellos, el señalado desaprovechamiento de la propia circunstancia de las dos hermanas separadas que desconocen su parentesco-, pero ello no evita que en su conjunto nos encontremos ante un fresco dominado por el vitalismo, en un argumento que aunará la presencia episódica de un Teddy Roosevelt niño, o los propios inventos de Thomas A. Edison, que confluirán en la película en el ensayo de las calles de Nueva York del primer experimento con luz eléctrica, que sustituirá de la noche a la mañana al gas en la misma, y ejercerá como elemento de rápida mutación económica. Esta circunstancia permitirá de manera inesperada traer la riqueza a la humilde familia O’Tandy y estará a punto de llevar a la ruina al banco que dirige el patriarca de los hasta entonces adinerados de Rhonde. Para ello, Bell articulará una puesta en escena dominada por la ligereza y el dinamismo y, en no pocos de sus mejores momentos, por esa visión optimista del modo de vida de los irlandeses -no olvidemos que las dos familias protagonistas atesoran raíces en dicho país-.

Es por ello que, pese a esos ciertos desequilibrios ya señalados, la película destaque en ese joie de vivre al que ayudará una planificación dominada por un predominio de planos fijos -estos solo se abandonarán en sus episodios más corales- descritos por un oportuno dinamismo en su montaje. Con ello, la película ondeará desde su plasma melodramático; el romance de Dirk con Lily, al que Conrad Nagel proporciona una notable sensibilidad, y en el que la Davis despliega su torrente de vitalismo -no exento de ciertos excesos histriónicos-. Un aura esta, en la que observaremos ciertas referencias a ‘Romeo y Julieta’ en el enfrentamiento de las dos familias en litigio, y en la que no faltarán apuntes de tinte realista -esa lenta panorámica que describirá el mísero entorno de barracones donde malvive la familia de Lily-, en el que se insertarán episodios que combinan al mismo tiempo la dureza y una cierta querencia por el slapstick -la batalla campal que se brinda entre los irlandeses contra el sector que comanda Lambert de Rhonde.

Cercana en no pocos de sus momentos con el espíritu del folletín, lo cierto es que lo mejor de LIGHTS OF OLD BROADWAY reside en esta oportuna mezcla de elementos y situaciones, que permite que pasemos de largo sus convenciones para atender y disfrutar de ese torrente de vitalidad que despliegan sus imágenes. Los continuos desplantes de Laly -impagable ese gag cuando atiza en la cabeza a uno de los tripulantes del carro que han ido a desahuciarlos, o la divertida sucesión de incidentes previa en su visita a la fiesta de los de Rhonde, donde se mostrará incapaz de adoptar los finos modales de la burguesía que le rodea en el festejo-, el buen corazón del que hará gala simulando que no quiere a Dirk cuando escucha el diálogo que su hermana mantiene con él, al señalarle que se ha quedado sin futuro… O las divertidas peleas que protagonizarán Shamus O’Tandy (estupendo Charles McHugh), ese viejo, humilde y orgulloso cascarrabias irlandés, contra el atildado Lambert, que tendrán su catarsis en los minutos finales donde tras un auténtico combate decidirán hacer las paces.

Esa capacidad en la película de articular una mirada capaz de trasladarnos al contexto de una gran ciudad aún por construir, es la que proporciona su más alto grado de interés a un título tan olvidado como atractivo, en el que destaca la presencia de dos secuencias en las que se experimentó con acierto con un primitivo Technicolor. La primera describirá una actuación de Lily en el teatro de variedades donde trabaja, en el momento en que Dirk la conoce.

Mayor interés revestirá la segunda experiencia con este primitivo cromatismo, ya que se efectuará en el episodio más memorable de la película, como lo supondrá el ya señalado ensayo con la iluminación eléctrica. Un bloque en el que confluirán todas las subtramas de la película -incluido un intento de atentado contra Lambert que Lily intentará abortar-. Sin embargo, allí encontraremos los esfuerzos de Dirk por esta nueva forma de iluminación, el anhelo de Edison, y el miedo del ya citado Lambert, consciente de que un avance de la electricidad supondrá su ruina en su apuesta por el gas, como así sucederá. Será en la confluencia de todos estos sentimientos e intereses, donde se articularán los instantes más hermosos de LIGHTS OF OLD BROADWAY. Tras el oscurecimiento de la calle atestada de público, y los momentos de tensión en los que Lily ofrecerá un ganchillo de su pelo para que la turbina funciones, la luz eléctrica se hará realidad -adornada por el impactante, primitivo y ya señalado Technicolor-, ante el asombro de los presentes. Y entre ellos, por encima de los protagonistas, destacará la capacidad de Bell con la pintura de caracteres, al mostrar la conmoción de dos de sus humildes habitantes. Por un lado el anciano encargado hasta entonces de encender y apagar las farolas, quien verá de repente su oficio como parte del pasado, y de otro esa anciana -maravilloso primer plano sobre su rostro- que instantes antes del milagroso avance del progreso, señalaba que había merecido la vida aunque solo fuera para contemplar ese momento.

Calificación: 3

DOWNSTAIRS (1932, Monta Bell) Los de arriba

DOWNSTAIRS (1932, Monta Bell) Los de arriba

No resulta, ni de lejos, habitual, encontrar en el cine americano de los años 30, una propuesta que centre su mirada en la oposición entre siervos y amos. Es más, parecía ser un axioma, entender que sortear dicha convención cinematográfica, era algo que ni de lejos podía plasmarse en la pantalla. Es decir, que estaba perfectamente asumido el rol de cada personaje, en aquellas películas descritas en ambientes suntuosos, en las cuales el papel del criado, resultada tan paternalista como inamovible. Es por ello, que más allá de sus intrínsecas cualidades, DOWNSTAIRS (Los de arriba, 1932), suponga una insólita reflexión en torno al papel de la servidumbre, en el que sería el antepenúltimo largometraje de Monta Bell. Pero dentro del capítulo de singularidades de esta producción, no es esta la única, ya que nos encontramos ante la traslación cinematográfica de una historia del actor John Gilbert, también protagonista de la misma, reelaborada como guion, a través del tándem formado por Lenore Coffee y Melville Baker. Y se trata de un título -tan solo participaría en tres títulos más, antes de su prematuro fallecimiento-, que desmonta con evidencia, la falacia intencionadamente extendida, de que su registro sonoro era inadecuado para los nuevos tiempos cinematográficos. No solo eso, sino que en su rol del astuto y desclasado Karl Schneider, Gilbert demuestra una innegable charm’, que preludia no pocos de los estilemas que harían célebre, tiempo después, a Cary Grant. Y para colmo de rarezas, en DOWNSTAIRS, encontramos la presencia de Hedda Hopper, la principal ‘comadre’ de Hollywood, en una de sus frecuentes y episódicas apariciones cinematográficas, encarnando a una aristócrata, ‘victima’ previa de las tretas del galanteo de Schneider.

La película se inicia en los jardines de una mansión austriaca, donde se celebra la boda del jefe de los criados de la familia von Burgen. El sirviente es el siempre leal Albert (excelente Paul Lukas), comprometido en nupcias con la joven y hermosa Anne (Virginia Bruce), doncella de la dueña de la mansión. En la brillante secuencia de apertura, comprobaremos la aparente hospitalidad de los dueños, así como la incomodidad de Albert, a la hora de emerger, siquiera sea en un día tan especial, de su condición de sumiso mayordomo jefe. Dicha circunstancia llegará al extremo de abandonar a su esposa en el lecho nupcial, al observar que se ha producido un incidente con uno de los camareros -en el que, por otra parte, estamos seguros se inspiró Blake Edwards, para el memorable rol que encarnó Steve Franken en THE PARTY (El guateque, 1968)-. Será al mismo tiempo la oportunidad para que el recién llegado Schneider, empiece a hacer de las suyas. Este se ha introducido en la mansión, atendiendo la llamada de un nuevo chófer, dejando desde el primer momento en evidencia, tanto su seguridad como su arrogancia y capacidad de seducción, que quedará demostrada en encontrarse de manera efímera, con la que fue su antigua jefa, otra aristócrata adinerada. También trabará contacto con Anne, iniciándose una extraña relación, que pondrá en tela de juicio al nuevo matrimonio entre ambos, basado en el respeto y la convivencia, pero en modo alguno en la pasión que, en un momento determinado, proporcionará el recién llegado, utilizando las armas de la seducción y la rebeldía, al confinamiento que inicialmente debería conferirle su condición social. Sin embargo, dentro de dicha calificación, el seductor chofer protagonista, albergará en su interior el germen de la rebelión, al ser hijo ilegítimo de un grande de España, que su madre tuvo que guardar en secreto toda su vida.

Así pues, bajo su ropaje de comedia sofisticada de alcoba, DOWNSTAIRS esconde una mirada revestida de complejidad, en torno al universo de esos servidores, que han decidido ofrecer lo mejor de sus vidas, a unos amos a los que no solo sirven con total fidelidad, sino que incluso ayudarán a tapar sus debilidades. A este respecto, la película plasmará un ejemplo fundamental, en la figura del fiel Albert quien, en un momento dado de la película, no dudará en confesar ese contrato moral de absoluta sumisión a sus jefes, a los que no dudará en ayudar con absoluta lealtad, cuando el arrogante Schneider se muestre chulesco con la baronesa -de la que conoce la existencia del amante con el que mantiene relaciones-. Poco a poco, el film de Bell se irá imbricando en ese magna de relaciones entrecruzadas, formadas todas ellas por la ingerencia y la capacidad de ese chofer recién llegado, para alterar la normalidad del entorno femenino por el que discurre. Conocedor de su capacidad para enfrentarse a la rutina y las aparentes buenas formas, en las que se introduce con aparente sumisión.

Para ello, el cineasta dejará un poco de lado, las audaces e inventivas maneras que caracterizaron su periodo silente, optando por el contrario por la oposición de caracteres. Sin embargo, no se ausentarán en la película notables e inventivos detalles. Lo proporcionará el juego de variadas cortinillas a lo largo de la película. O la disposición de los actores dentro del encuadre, en plena incardinación con la configuración de su escenografía. O el gusto por el detalle, que tendrá un valioso exponente, en esa diadema nupcial, custodiada con un protector de cristal, que aparecerá casi como leitmotiv de la película, y que marcará el instante quizá más percutante del conjunto, cuando Anne caiga seducida por Karl. Una prenda de esta caerá sobre la diadema, tapándola por completo. Sin embargo, el interés que plantea DOWNSTAIRS, con ser valioso, no se ciñe en la injerencia en torno al recién creado matrimonio por parte del chofer recién incorporado. También este se intentará atraer el interés de una madura cocinera, desde bien pequeña servidora en la mansión, que alberga en su pierna el fruto de sus ahorros, y a quien Schneider irá seduciendo, con la vana promesa de adquirir en Viena un restaurante, que le haga albergar riqueza e independencia, y abandonando su casi esclavizada dependencia con los dueños de la mansión.

Es cierto que quizá en su conclusión, la película no llega a apurar ese climax que se intuye por momentos -esa pelea en la bodega, entre Albert y Karl-. Sin embargo, no cabe duda que la misma se cierra con un giro disolvente, comprobando como las armas del seductor protagonista, siempre tendrán acomodo en nuevas y futuras clientas, deseosas de encontrar en él, aquello que se encuentra ausente en sus conservadoras y acaudaladas vidas.

Calificación: 3

UPSTAGE (1926, Monta Bell) Entre bastidores

UPSTAGE (1926, Monta Bell) Entre bastidores

El paso de los años, con lo que ello supone de recuperación de la historiografía fílmica, está sucediendo con bastante lentitud, a la hora de ir revisando el conjunto de la filmografía de Monta Bell -20 largometrajes-, a quien se cita en cualquier antología del periodo silente, pero de quien apenas se puede acceder a sus películas. UPSTAGE (Entre bastidores, 1926) es el tercero de los títulos suyos que he tenido ocasión de contemplar y ya, de entrada, me parece una pequeña maravilla. Un prodigio de delicadeza cinematográfica, que logra superar a base de sensibilidad cinematográfica, los estereotipos de partida, con las que partía esta historia creada por Walter DeLeon, y transformada en guion por Lorna Moon. En realidad, nos encontramos con una plasmación del universo del vaudeville. De los altibajos que plantea la vivencia en el mundo en el espectáculo, en los que el arribismo y la vanidad, lamentablemente acompañará cualquier trayectoria en dicho ámbito. En realidad, el devenir argumental de UPSTAGE, no deja de recorrer todos los estereotipos que el tiempo ha dejado, en torno a las visiones cinematográficas del universo teatral. La llegada de una joven que busca el triunfo profesional, y que casualmente se ve abocada al mundo del espectáculo, logrando inesperadamente la fama y, junto a ella, no asumiendo la suficiente lucidez, para saber de donde procede la misma. En torno al personaje principal -Dolly Haven (Norma Shearer)-, se sucederán una serie de personajes más o menos secundarios, destacando entre ellos el joven y emprendedor bailarín Tommy (Oscar Shaw), que será quien de manera inadvertida, vislumbrará sus posibles cualidades, y entre quienes se extenderá una estrecha relación, interrumpida cuando las ínfulas de Dolly fuercen la separación artística de la pareja.

El film de Bell está poblado de agentes, estrellas que necesitan un estímulo, figurantes, atracciones de vaudeville… Nada novedoso a ojos de nuestros días. Pero lo que hace grande esta película -de poco más de sesenta minutos de duración-, reside tanto en el admirable dominio de los resortes cinematográficos de que hace gala su realizador, como en la sensibilidad que despliega en el tratamiento de sus personajes. Todo ello,  a través de una admirable dirección de actores, y una constante inventiva visual y gusto por el detalle, permitiendo que nos encontremos ante un conjunto, en el que la verdad cinematográfica sea su santo y seña -en mi caso particular, se hace más evidente, al contemplar una copia no en demasiado buen estado, que carece del más mínimo acompañamiento musical-.

UPSTAGE se inicia desde el exterior de la estación newyorkina de Pensylvania -las secuencias de exteriores de la película, adquieren todas ellas una asombrosa vivacidad y transmiten ese bullicio urbano de los ‘felices años 20’, con enorme pertinencia, ante el uso de atrevidos travellings que discurrirán entre los viandantes. En su interior, una nerviosa Dolly hojea en un puesto de prensa, una revista de espectáculos, quedando fascinada con el mundo frívolo que sus páginas proponen. Cuando esta ha comprado un periódico para encontrar trabajo, se marcha, viendo la primera muestra de la querencia por el detalle de Monta Bell; una monja que estaba junto a la protagonista, no podrá reprimir pegar un vistazo a la misma publicación. Será una prueba más de la fascinación que el mundo del espectáculo, generaba en aquella bulliciosa sociedad, incluso en personas en apariencia tan alejadas de aquellos ámbitos mundanos. Tras encontrar un muy modesto apartamento -la casera esconde un enorme agujero que ha detectado en la sábana-, la protagonista acudirá al anuncio que busca una secretaria, en el despacho del representante artístico Sam Davis (Tenen Holtz). Será el inesperado acercamiento a un mundo fascinante, lleno de bullicio, que ya percibiremos en esos breves instantes de encuentro, donde de manera inesperada, serán intuidas las posibilidades de Dolly, por parte de Tommy, ese joven bailarín lleno de talento y carisma.

A partir de ese momento, con tanto dinamismo como sensibilidad, UPSTAGE deviene un relato entrañable, creíble e incluso emotivo, en el que los sentimientos se solaparán, una vez la ambición de Dolly se ponga en primer plano, a la hora de ascender en una carrera en el mundo del espectáculo, sin atender a la lucidez de su fiel compañero, conocedor de sus posibilidades, y también de sus limitaciones como artista. La película atesora una sorprendente movilidad tras la cámara, no solo en las ya señaladas secuencias de exteriores, sino también en esos atrevidos y deslumbrantes zooms de acercamiento, que servirán para acentuar el dramatismo de aquellas situaciones límite que se producirán en la parte final del relato. O en la dramática manera con la que describe la caída de la pequeña -hija de los lanzadores de cuchillo-, tomando como base el siniestro e imperturbable semblante de una marioneta, que es la que ha ejercido como elemento de fascinación de la niña. Todo ello en un deslumbrante episodio, en el que no se sabe que admirar más, si la audacia en la planificación, con esos ominosos picados que preludian el trágico accidente, o el dramatismo que en sus padres producirá el conocimiento del mismo en plena actuación, culminando con el ofrecimiento de Dolly, para culminar dicho número, sin que el público note la ausencia de la receptora del lanzamiento. Una vez más, ficción y realidad se darán de la mano. El espectáculo no se podrá detener. Es más, antes de culminar el número, Molly se desmayará, siendo auxiliada por Johnny, y pudiendo finalmente ambos exteriorizar el amor que siempre han sentido, tras el escenario, teniendo como fondo las coristas, en cuyo grupo esta iba a participar.

Ayudado por unos subtítulos que no tienen desperdicio -obra de Joe Farnham, autor de los inolvidables textos de THE CROWD (… Y el mundo marcha, 1928. King Vidor)-, y por encima de esas audacias visuales, que aún siguen sorprendiendo más de nueve décadas después de su realización, si algo me resulta inolvidable en esta extraordinaria película, es su apuesta por la delicadeza. Algo que se manifiesta, sobre todo, en la extraordinaria química planteada entre una admirable Norma Shearer, y el no menos magnífico y apenas frecuentado para el cine Oscar Shaw. Todo ello se expresa en la delicadeza de sus miradas, de sus gestos. En ese detalle reiterado por parte de la joven, de atusar la corbata del muchacho. Por ello, cuando se interponga entre ambos la bailarina que este ha contratado cuando Molly ha abandonado el tándem, en un inesperado encuentro, esta última volverá a reiterar ese gesto cariñoso. Sin embargo, el brazo largo de la rival, se interpondrá en el fotograma, estirando de nuevo la corbata.

Y es que, en buena medida, con UPSTAGE, asistimos a un curioso precedente de la relativamente cercana, y también magnífica, SHOW PEOPLE (Espejismos, 1928. King Vidor), simplemente variando el foco del mundo del espectáculo escénico en el título que comentamos, como el del entorno cinematográfico plasmado en el de Vidor. Y de entre el cúmulo de grandes momentos y sugerencias que plantea esta tan espléndida como casi desconocida película, no dudaría en destacar un pasaje, revestido de ternura y erotismo al mismo tiempo. Momentos antes del debut de la pareja, Molly comprueba el desastre de maquillaje que cubre su cara. Tommy acudirá a ayudarle, acertando al embellecer su rostro con un fino maquillaje. Con sus dedos, estando ambos en primer plano, irá completando el carmín de los labios de la muchacha, mientras ella no dejará de reiterar ese atusamiento de su corbata, que ha caracterizado la relación de ambos desde el primer momento.

Calificación: 4

LADY OF THE NIGHT (Monta Bell, 1925) La dama de la noche

LADY OF THE NIGHT (Monta Bell, 1925) La dama de la noche

Prácticamente ignorado, incluso por los pocos aficionados encaminados en el rastreo y el deleite del periodo silente, lo cierto es que la figura del realizador, productor, guionista, intérprete… Monta Bell (1891 – 1958) apenas es reseñada por haber sido el artífice de uno de los primeros éxitos norteamericanos de la actriz Greta Garbo –TORRENT (El torrente, 1926). Sin embargo, apenas se reseña nada sobre una filmografía extendida en una veintena de títulos que se cerró en 1945 –tras una docena de años sin haber filmado-. Es por ello que de entrada se ha de recibir con alborozo la posibilidad de contemplar LADY OF THE NIGHT (La dama de la noche, 1925) cuarta de sus películas. Pero más lo supone admitir que –al menos a través de esta producción de la Metro-, el cine de Monta Bell parece tener los visos de erigir a un fino estilista, capaz sobre todo de penetrar en la sensibilidad de unos personajes en los que los sentimientos aparecen tan intensos como delicados, tan firmes como, en última instancia prestos al sacrificio.

Ya desde sus primeros instantes, podemos detectar la contundencia y fuerza visual de LADY OF THE NIGHT. En unos pocos planos contemplaremos la andadura paralela de dos muchachas de similar edad, pero opuesta extracción social. Una es la humilde Molly Helmer, hija de un preso y de extracción lindante con la miseria. La otra es Florence Banning, la hija del juez que de manera paradójica ha condenado al padre de Molly. Con un enorme sentido de la síntesis y una magnífica composición de los escasos planos que definen este inicio, la acción nos traslada a dieciocho años después. Las dos protagonistas han crecido. Así, mientras Florence sale de una academia exclusiva de señoritas, Molly –ambos personajes encarnados por una admirable Norma Shearer- lo hará de un  orfanato de mujeres. En el caso de Molly, esta vivirá uno de los instantes más memorables del film; en su discurrir contemplará el paso de un cortejo fúnebre, mirándose ante el cristal del carro que porta el ataúd –toda una manera de definir un ser al que la sociedad no ha legado el más mínimo asidero-. Así pues, mientras Florence vive una vida acomodada, la atención de Monta Bell se centrará de manera especial en Molly, que trabaja en un club nocturno, siendo el centro de la mirada durante años del entrañable “Chunky” Dunn (George K. Arthur), aunque en realidad para ella este no suponga más que una amistad muy especial –no hay más que ver el aspecto de este para darse cuenta de la imposibilidad de una relación amorosa entre ambos-. Hasta dicho lugar de diversión llegará un día el joven y apuesto David Page (un Malcolm McGregor revestido de una especial frescura y soltura ante la cámara, y que al parecer fue descubierto por Rex Ingram), quien ayudará a “Chunky” en una refriega, llamando desde el primer momento la atención de nuestra protagonista. La inocencia y el alcance emprendedor del joven, pronto calará en Molly, quien lo invitará a una cena, provocando los resignados recelos de su siempre oculto enamorado. En dicha cena este comentará que ha ideado una maquina destinada a poder abrir las cajas de caudales, recomendándole nuestra protagonista que haga buen uso de la misma, obviando por completo cualquier tentación negativa. Dicho consejo llevará a Page ante el juez Banning –quien finalmente asumirá la adquisición del invento-, y el destino lo acercará hasta Florence, con quien pronto iniciará una relación sentimental, en la que no se sabrá realmente cuanto hay de sinceridad como de deslumbramiento en un mundo que David hasta entonces no había vivido. Por su parte, Molly asumirá con dolor esa deriva en las intenciones del joven, mientras que “Chunky” siempre quedará como personaje puente, esperando en todo momento la decisión final de esta –sabe que no puede competir ante el atractivo y la sincera nobleza de Page-.

Si algo cabe destacar en LADY OF THE NIGHT, estriba fundamentalmente en la capacidad que pone en práctica Monta Bell, a la hora de describir las sensaciones agridulces que, en torno a la posibilidad de ser felices en el amor, se entrecruzarán, llegando a sentir en carne propia esa dolorosa sensación del sentimiento no correspondido. No era algo muy habitual en el cine de la época, encontrarnos con un melodrama que además queda descrito con un tono delicado y jamás escorado hacia un dramatismo exacerbado, en el que sus cuatro roles principales, asumen desde sus diferencias esa similar circunstancia en sus vidas. Será la presencia de David la catalizadora del dolor contenido en todos ellos. Lo proporcionará un joven inocente, que a su través va dejando una por él inconsciente estela, ya que su propia nobleza interior y inocente atractivo exterior, provocarán esa sensación de amor en dos personas contrapuestas, hacia las cuales él mismo sentirá percepciones divergentes, aunque en el fondo de sí no sepa definir la realidad de estas –quizá se trate de un joven aún poseído de un poco reconocido grado de inmadurez emocional-. En medio de ese catalizador, nuestro director articula la película con un tono ligero que en muchos instantes se torna delicado, cuidando los detalles, sirviéndose de los primeros planos de unos actores admirablemente dirigidos, o de una ligereza de tono que en modo alguno limita su alcance.

Todo en la película está descrito en voz callada, basándose en miradas, en gestos y detalles, como ese cariñoso retoque de la parte del flequillo de David que Molly exterioriza como señal de cariño, ese plano memorable en el que “Chunky” detiene con su mano el pequeño haz de luz que se desprende de un agujero en la vivienda de Molly, ejerciendo como metáfora de la imposibilidad de acceder a su eterna enamorada. O pinceladas, en definitiva, revestidas de un extremo grado de pudor, como ese beso que a escondidas en pleno baile se ofrecen David y Florence, y que es reprimido cuando la luz vuelve a ser conectada, describiendo con ello el puritanismo innato de una joven criada en una buena familia, en la que Page ha caído con tanta buena fe como hechizo. LADY OF THE NIGHT alcanza en sus minutos finales un alto grado de lirismo, desde la inesperada aparición de Molly en el taller de David, que se encuentra allí con Florence. La primera simulará el encuentro, y esperará a la joven de alta sociedad, introduciéndose en su coche –el chofer se encuentra dormido-, y esperando a Florence, donde ambas se confesarán en la dolorosa coincidencia en su amor hacia el muchacho.

Como quiera que pese a adentrarse en un terreno melodramático, Monta Bell logra en todo momento un aura ligera en su metraje, es por lo que la conclusión del film, en la que realmente ninguno de sus personajes logrará alcanzar la proyección de su felicidad, esa introducción de un cierto rasgo humorístico en la relación consolidada entre la antigua huérfana de baja extracción social y “Chunky”, permitirá al espectador que la sensación colectiva de amor no correspondido que pueden albergar los cuatro protagonistas del remato, quede mitigada de una manera creíble.

Admirable en la progresión dramática articulada en una duración que apenas sobrepasa la hora, delicada en sus detalles, y por momentos conmovedora en las acciones de sus personajes –la visita de Molly al apartamento de David, mientras el montaje alterno nos relaciona a este en el baile con Florence, ratificando el dolor que ella siente en su ausencia-, LADY OF THE NIGHT supone no solo en sí mismo un magnífico melodrama, sino que nos debe permitir seguir en el sendero a la hora de revisitar la filmografía de un cineasta tan ignorado, como previsiblemente apasionante.

Calificación: 3’5