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CINEMA DE PERRA GORDA

LADY OF THE NIGHT (Monta Bell, 1925) La dama de la noche

LADY OF THE NIGHT (Monta Bell, 1925) La dama de la noche

Prácticamente ignorado, incluso por los pocos aficionados encaminados en el rastreo y el deleite del periodo silente, lo cierto es que la figura del realizador, productor, guionista, intérprete… Monta Bell (1891 – 1958) apenas es reseñada por haber sido el artífice de uno de los primeros éxitos norteamericanos de la actriz Greta Garbo –TORRENT (El torrente, 1926). Sin embargo, apenas se reseña nada sobre una filmografía extendida en una veintena de títulos que se cerró en 1945 –tras una docena de años sin haber filmado-. Es por ello que de entrada se ha de recibir con alborozo la posibilidad de contemplar LADY OF THE NIGHT (La dama de la noche, 1925) cuarta de sus películas. Pero más lo supone admitir que –al menos a través de esta producción de la Metro-, el cine de Monta Bell parece tener los visos de erigir a un fino estilista, capaz sobre todo de penetrar en la sensibilidad de unos personajes en los que los sentimientos aparecen tan intensos como delicados, tan firmes como, en última instancia prestos al sacrificio.

Ya desde sus primeros instantes, podemos detectar la contundencia y fuerza visual de LADY OF THE NIGHT. En unos pocos planos contemplaremos la andadura paralela de dos muchachas de similar edad, pero opuesta extracción social. Una es la humilde Molly Helmer, hija de un preso y de extracción lindante con la miseria. La otra es Florence Banning, la hija del juez que de manera paradójica ha condenado al padre de Molly. Con un enorme sentido de la síntesis y una magnífica composición de los escasos planos que definen este inicio, la acción nos traslada a dieciocho años después. Las dos protagonistas han crecido. Así, mientras Florence sale de una academia exclusiva de señoritas, Molly –ambos personajes encarnados por una admirable Norma Shearer- lo hará de un  orfanato de mujeres. En el caso de Molly, esta vivirá uno de los instantes más memorables del film; en su discurrir contemplará el paso de un cortejo fúnebre, mirándose ante el cristal del carro que porta el ataúd –toda una manera de definir un ser al que la sociedad no ha legado el más mínimo asidero-. Así pues, mientras Florence vive una vida acomodada, la atención de Monta Bell se centrará de manera especial en Molly, que trabaja en un club nocturno, siendo el centro de la mirada durante años del entrañable “Chunky” Dunn (George K. Arthur), aunque en realidad para ella este no suponga más que una amistad muy especial –no hay más que ver el aspecto de este para darse cuenta de la imposibilidad de una relación amorosa entre ambos-. Hasta dicho lugar de diversión llegará un día el joven y apuesto David Page (un Malcolm McGregor revestido de una especial frescura y soltura ante la cámara, y que al parecer fue descubierto por Rex Ingram), quien ayudará a “Chunky” en una refriega, llamando desde el primer momento la atención de nuestra protagonista. La inocencia y el alcance emprendedor del joven, pronto calará en Molly, quien lo invitará a una cena, provocando los resignados recelos de su siempre oculto enamorado. En dicha cena este comentará que ha ideado una maquina destinada a poder abrir las cajas de caudales, recomendándole nuestra protagonista que haga buen uso de la misma, obviando por completo cualquier tentación negativa. Dicho consejo llevará a Page ante el juez Banning –quien finalmente asumirá la adquisición del invento-, y el destino lo acercará hasta Florence, con quien pronto iniciará una relación sentimental, en la que no se sabrá realmente cuanto hay de sinceridad como de deslumbramiento en un mundo que David hasta entonces no había vivido. Por su parte, Molly asumirá con dolor esa deriva en las intenciones del joven, mientras que “Chunky” siempre quedará como personaje puente, esperando en todo momento la decisión final de esta –sabe que no puede competir ante el atractivo y la sincera nobleza de Page-.

Si algo cabe destacar en LADY OF THE NIGHT, estriba fundamentalmente en la capacidad que pone en práctica Monta Bell, a la hora de describir las sensaciones agridulces que, en torno a la posibilidad de ser felices en el amor, se entrecruzarán, llegando a sentir en carne propia esa dolorosa sensación del sentimiento no correspondido. No era algo muy habitual en el cine de la época, encontrarnos con un melodrama que además queda descrito con un tono delicado y jamás escorado hacia un dramatismo exacerbado, en el que sus cuatro roles principales, asumen desde sus diferencias esa similar circunstancia en sus vidas. Será la presencia de David la catalizadora del dolor contenido en todos ellos. Lo proporcionará un joven inocente, que a su través va dejando una por él inconsciente estela, ya que su propia nobleza interior y inocente atractivo exterior, provocarán esa sensación de amor en dos personas contrapuestas, hacia las cuales él mismo sentirá percepciones divergentes, aunque en el fondo de sí no sepa definir la realidad de estas –quizá se trate de un joven aún poseído de un poco reconocido grado de inmadurez emocional-. En medio de ese catalizador, nuestro director articula la película con un tono ligero que en muchos instantes se torna delicado, cuidando los detalles, sirviéndose de los primeros planos de unos actores admirablemente dirigidos, o de una ligereza de tono que en modo alguno limita su alcance.

Todo en la película está descrito en voz callada, basándose en miradas, en gestos y detalles, como ese cariñoso retoque de la parte del flequillo de David que Molly exterioriza como señal de cariño, ese plano memorable en el que “Chunky” detiene con su mano el pequeño haz de luz que se desprende de un agujero en la vivienda de Molly, ejerciendo como metáfora de la imposibilidad de acceder a su eterna enamorada. O pinceladas, en definitiva, revestidas de un extremo grado de pudor, como ese beso que a escondidas en pleno baile se ofrecen David y Florence, y que es reprimido cuando la luz vuelve a ser conectada, describiendo con ello el puritanismo innato de una joven criada en una buena familia, en la que Page ha caído con tanta buena fe como hechizo. LADY OF THE NIGHT alcanza en sus minutos finales un alto grado de lirismo, desde la inesperada aparición de Molly en el taller de David, que se encuentra allí con Florence. La primera simulará el encuentro, y esperará a la joven de alta sociedad, introduciéndose en su coche –el chofer se encuentra dormido-, y esperando a Florence, donde ambas se confesarán en la dolorosa coincidencia en su amor hacia el muchacho.

Como quiera que pese a adentrarse en un terreno melodramático, Monta Bell logra en todo momento un aura ligera en su metraje, es por lo que la conclusión del film, en la que realmente ninguno de sus personajes logrará alcanzar la proyección de su felicidad, esa introducción de un cierto rasgo humorístico en la relación consolidada entre la antigua huérfana de baja extracción social y “Chunky”, permitirá al espectador que la sensación colectiva de amor no correspondido que pueden albergar los cuatro protagonistas del remato, quede mitigada de una manera creíble.

Admirable en la progresión dramática articulada en una duración que apenas sobrepasa la hora, delicada en sus detalles, y por momentos conmovedora en las acciones de sus personajes –la visita de Molly al apartamento de David, mientras el montaje alterno nos relaciona a este en el baile con Florence, ratificando el dolor que ella siente en su ausencia-, LADY OF THE NIGHT supone no solo en sí mismo un magnífico melodrama, sino que nos debe permitir seguir en el sendero a la hora de revisitar la filmografía de un cineasta tan ignorado, como previsiblemente apasionante.

Calificación: 3’5

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