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CINEMA DE PERRA GORDA

Robert D. Webb

GUNS OF THE TIMBERLAND (1960, Robert D. Webb) [Los taladores]

GUNS OF THE TIMBERLAND (1960, Robert D. Webb) [Los taladores]

GUNS OF THE TIMBERLAND (1960) es una de las últimas de entre las nueve producciones que albergó un ya decadente Alan Ladd, dentro de su firma Jaguar Productions. Fueron en su mayor parte producciones escoradas a unas determinadas vertientes ya casi terminales del cine de género -westerns, thrillers, melodramas- en donde una estrella con temprana y evidente decrepitud física intentó reanudar los viejos fulgores que le hicieron estrella no muchos años atrás. No puede decirse que los títulos emanados de su firma resultaran carentes de interés -más de uno de ellos atesora notables cualidades-, pero sí es cierto que se observa en ellos un aura de tiempo pasado, quizá imbuida de manera especial en ese rostro abotargado que expresaba el propio Ladd, al tiempo que buena parte de estos se caracterizaran por cierta blandura y una clara apuesta por imbuirlos de una determinada atmósfera familiar.

Estos dos rasgos finales predominan, y mucho, en esta propuesta de la poco frecuentada vertiente de western de madereros, en la que de manera insólita se cuela una vaga mirada ecologista, que curiosamente, había tenido quizá su primera muestra con la interesante y olvidada WIND ACROSS THE EVERGLADES (1958, Nicholas Ray). El film de Webb -en tantas ocasiones ligado, sin grandes entusiasmos, al inicial periodo CinemaScope de la 20th Century Fox- se inicia con la prescindible estampa del grupo de madereros cantando y llegando en tren hasta la localidad en donde albergan un permiso gubernamental de nueve semanas, para ejercer sus tareas como taladores de la frondosidad de un bosque, que aparece como la joya de la corona de sus habitantes. El colectivo de leñadores está encabezado por la pareja de socios que forman Jim Hadley (Ladd) y Monty Walker (Gilbert Roland). Casi de inmediato -en la propia recepción por parte del veterano jefe de estación- percibirán una hostilidad por parte de sus habitantes, lo que no impedirá que en tiempo y forma inicien sus tareas. Sin embargo, entre el colectivo que secundará este rechazo se encontrará la joven y vigorosa Laura Riley (Jeanne Crain), responsable de un rancho, al que le ha acercado a Jim el muy joven Bert Harvey (el melifluo cantante Frankie Avalon, en su debut ante la pantalla) quien, sin embargo, no podrá esconder la atracción que siente por el recién llegado -y que el propio Hadley comparte-.

A partir de la normalización de la tala los vecinos se unirán, al objeto de responder a sus acciones, encargándose Clay Bell (Lylle Bettger) eterno galanteador de Laura de provocar una explosión en el camino por el que los madereros han de conducir sus árboles. Todo sucederá después de una pelea producida en el pueblo, cuando los hombres de la localidad se enfrenten a los leñadores en el momento en que estos deseaban acudir a un baile sabatino. A partir de ese momento, no solo las hostilidades se harán más abiertas entre ambos bandos, sino que se empezarán a producir las tensiones entre los taladores y, especialmente, entre los dos socios protagonistas, puesto que Jim desea continuar con su tarea utilizando el camino del rancho de Laura, pero siempre contando con el preceptivo permiso gubernamental. Todo ello irá conduciendo a una espiral de violencia ante la que la sensatez irá aparejada con la tragedia.

Antes lo señalaba, el principal lastre que presenta GUNS OF THE TIMBERLAND reside en su nada oculta blandura. Desde ese recurso a las canciones -en especial a la esperada interpretada por Avalon-, aúna cierta tendencia a huir de una mayor fuerza dramática. Esa inclinación por ofrecer un producto de clara ascendencia familiar -en no pocos momentos uno tiene la impresión de que nos podríamos encontrar ante una producción Disney de la época-. Todo ello limita un conjunto que, pese a todo, alberga ciertas cualidades. Una de ellas es, de manera ostensible, la fuerza paisajística que brinda la iluminación en color de John Seitz, a la cual el uso de la pantalla ancha le proporciona un considerable empaque, en la que destacarán de manera singular todos aquellos pasajes que describirán las talas boscosas, caracterizadas además por una notable fisicidad. Webb demuestra una cierta fluidez en la narración de esta adaptación de la novela de Louis L’Amour, y todo ello contribuirá a que, de manera especial, en su tercio final, su metraje adquiera esa decidida fuerza dramática que aparece renuente en el resto del metraje previo.

En especial, considero que la película parece encenderse en el click de su interés, a partir de la excelente secuencia en la que Laura lleva a Jim a un pueblo abandonado y fantasmal ubicado a varias millas de distancia, que llegó precisamente a sufrir esa asombrosa decadencia a partir de la lejana actuación de taladores en sus inmediaciones que rompieron su ecosistema habitual. Será un episodio de considerable intensidad, que culminará al mismo tiempo con el hasta entonces reprimido estallido emocional entre la pareja, que la cámara describirá con una metafórica elipsis. A partir de ese momento, GUNS OF THE TIMBERLAND prende la antorcha de su pertinencia dramática, articulando una escalada de violencia que tendrá dos puntos álgidos en la explosión provocada por Monty, que producirá heridas a Bert -lo que posibilitará la definitiva toma de conciencia de Jim- y el definitivo enfrentamiento de este y Monty -embarcado en una deriva autodestructiva-, quien provocará un peligroso incendio en el bosque que articulará una catarsis en el relato, no por previsible menos efectiva en su plasmación visual -sobre todo en las secuencias que describirán dicho incendio-. Será el momento de la inmolación y la redención postrera del socio y amigo de Jim y, sobre todo, la decidida toma de conciencia de un protagonista que renunciará a proseguir con su encargo, al comprender la actitud de unos vecinos que velan por su porvenir. Es cierto que se echan de menos más matices en ese enfrentamiento de mentalidades -en buena parte del metraje se observará a estos últimos de manera harto esquemática-. Pero si más no, es cierto que poco a poco se irán contemplando más claroscuros en un argumento que inicialmente se caracterizará por su simpleza y que, al mismo tiempo, culminará -¡Ay!- con una nueva llamada al cine familiar, tan prescindible ya en esos tiempos de transformación para Hollywood.

Calificación: 2

THE PROUD ONES (Robert D. Webb, 1956) Tierra de violencia

THE PROUD ONES (Robert D. Webb, 1956) Tierra de violencia

Según van transcurriendo los años se va acrecentando en mi estimación personal la consideración de Darryl F. Zanuck como el más valioso tycoon que contó el periodo dorado de Hollywood. Hay algo en sus producciones y en la misma manera de concebir el hecho fílmico que me atrae de una manera muy especial, siendo tan solo necesario un repaso a la galería de cineastas que trabajaron bajo su nómina, para entender su valiosa aportación a uno de los mejores momentos del cine norteamericano. Sin embargo, esa alta consideración, no debe impedirnos olvidar algunos de los lunares que lastraron la producción de la 20th Century Fox en la década de los cincuenta. Una de ellas, sería la implantación del CinemaScope antes como un elemento industrial que como aportación artística –por más que algunos años después sí que lograra incorporar sus posibilidades al lenguaje cinematográfico-, introduciendo una prescindible apuesta por los “colosales” de tan astuta concepción comercial como escaso calado artístico. Junto a ello, no podemos olvidar que en dichos estudios se colaban las siempre menguadas aportaciones de realizadores muy allegados, generalmente estultos en sus resultados, que podrían ejercer como distinguidos representantes de esa cierta pesadez que, en ocasiones, lastraba el cine de la Fox.

 

Pues bien, uno de dichos ejemplos –el otro podría representarlo el mortecino Henry Koster-, lo brinda el norteamericano Robert D. Webb. Hombre para todo en el estudio, su gris funcionalidad estuvo al servicio de discretas aportaciones al cine de género –western, aventuras-, en las que se utilizaban a las estrellas en activo en el mismo, bien fueran estas juveniles –el caso de Robert Wagner o Jeffrey Hunter- o más veteranas. Nada tiene de cuestionable una fórmula que existe desde que el cine es cine, lo único a objetar viene dado en la medida de constatar la escasa competencia que Webb puso en práctica en títulos que, de haber estado firmados por otras personalidades más valiosas, sin duda hubieran ganado en atractivo, aún desarrollándose a partir de idéntico punto de partida. Dentro de estos parámetros, el ejemplo que brinda THE PROUD ONES (Tierra de violencia, 1956) puede ser paradigmático de este enunciado, por más que su resultado emerja –pese a sus límites- en unos márgenes superiores a los que habitualmente demostraba su firmante.

 

Ejemplo pertinente de esa producción masiva del cine del Oeste que se expresó en todos los estudios en la década de los cincuenta, podríamos decir que THE PROUD... supone uno de tantos y tantos títulos coyunturales, realizados con un determinado grado de oficio, y que combinaban en su confección una serie de ingredientes más o menos habituales en el público de la época, muchos de ellos familiares en el western. Es decir, en la película encontramos la oposición y el conflicto que plantea la llegada de un determinado grado de progreso en el Oeste, el determinismo del pasado, la posibilidad de una determinada segunda oportunidad vital, o incluso un cierto grado de enfrentamiento generacional, tamizado en esta ocasión por la necesitad casi existencial de relevo que manifiesta el ya envejecido sheriff Cass Silver (Robert Ryan) hacia el joven, en principio altanero pero poco a poco sensible Thad Anderson (Jeffrey Hunter), hijo de un pistolero a quien Silver eliminó en el pasado en defensa propia. Elementos en suma que se entremezclan con pertinencia pero no demasiada inspiración, dentro de un relato más o menos correcto pero por lo general carente de vida propia, en el que sus incidencias se producen casi por acumulación y en ocasiones sin sentido de la progresión –la afección ocular que repentinamente se ceba en Cass-, y que se desarrolla con personajes más o menos arquetípicos y previsibles. En cualquier caso, no es menos cierto que en esa extraña relación que se mantiene entre el veterano sheriff y el observador Anderson, además de permitir una singular química en el contraste de la espléndida labor de Ryan y la extraña personalidad interpretativa que definía al entonces en alza Hunter –en aquellos tiempos se estrenaba THE SEARCHERS (Centauros del desierto, 1956. John Ford)-, se brinda con acierto esa complicidad actor joven – actor veterano tan productiva en el cine norteamericano, al tiempo que ejerce como eficaz fórmula comercial y de promoción. Todo ello se producía en secuencias en las que se observa este inicial recelo del muchacho, su posterior desengaño, el intento fallido de asesinar el agente de la ley en medio de una práctica de ambos, su progresivo cariño hacia Cass –en el que se intuye un reconocimiento asumido a la decepción que ha adquirido sobre de la figura de su padre-. Será a mi modo de ver el mayor elemento de interés en una película que aún demuestra una adscripción un tanto primaria del formato panorámico, pero en la que no dejan de detectarse momentos bien rodados –la emboscada nocturna que sufre Silver por parte de los dos esbirros del poco honorable Barrett (Robert Middleton), alzando el vuelo de manera notable en los minutos finales con la secuencia de una nueva emboscada sufrida por los dos protagonistas en un granero a manos de nuevo de los pistoleros de Barrett, y en la que Cass sufrirá un agudo ataque de su ceguera momentánea-. Serán unos minutos coronados con la definitiva asunción de la responsabilidad de Anderson, en quien finalmente el veterano agente podrá delegar como responsable del orden, para finalmente marcharse de una localidad en la que se siente incómodo al vivir en carne propia los egoístas comportamientos de sus fuerza vivas.

 

Ni que decir tiene que nos encontramos ante planteamientos de sobra conocidos en el género, pero al mismo tiempo podemos atender a la presencia del jugoso personaje secundario del ayudante de sheriff que encarna con su habitual sabiduría el veterano Walter Brennan –sus miradas y el control que en todo momento tiene de la situación que le rodea, están revestidos de complicidad-, mientras que por su parte Virginia Mayo compone el personaje de la amante del hastiado representante de la ley, en exceso episódico y carente de hondura en su plasmación. Lo dicho, cine de consumo, nada memorable, pero al mismo tiempo tan eficaz como discreto en sus planteamientos.

 

Calificación: 2

LOVE ME TENDER (1956, Robert D. Webb) Ámame tiérnamente

LOVE ME TENDER (1956, Robert D. Webb) Ámame tiérnamente

Sin lugar a dudas, una de las mayores lacras que todo aficionado al cine de la segunda mitad de los cincuenta y primeros sesenta tenía que asumir, era de una forma u otra soportar la presencia de Elvis Presley como actor –al menos, eso se aseguraba-. Y no se trata de sus comedias musicales en las que las recetas ya estaban hechas. Quizá habría que sortear las –pequeñas pero estimables- cualidades de aquellos primeros títulos en los que la presencia de Presley como intérprete al menos se buscó tuviera una cierta integración con el cine de la época, incidiendo además de su capacidad de rebelde finalmente inocuo. Como quiera que tampoco es cuestión de destacar en demasía ese argumento que esgrimimos los contrarios a Presley incluso en su faceta de cantante, nos centraremos en los rasgos que –atendiendo a este enunciado- ofrece LOVE ME TENDER (1956, Robert D. Webb) –en España AMAME TIÉRNAMENTE-.

La película se inicia en los últimos instantes de la Guerra Civil norteamericana. Sin saber de ese final, los hermanos Reno roban la valija que contenía la paga a los soldados y se disponen a repartir el botín y reintegrarse a la vida diaria tras perder en su lucha y varios años implicados en esta guerra. El cabecilla del grupo es Vance (Richard Egan) que ansía llegar a su casa para lograr finalmente casarse con la que ha sido su novia –Cathy (Debra Pager)-. Sin embargo a su llegada muy pronto comprobará como todos lo han dado como muestro, hasta llegar a la evidencia de que Cathy se ha casado con Clint (Elvis Presley), el hermano menor de Vance, al tener la certeza escrita de que este había fallecido.

La situación de convivencia se revelará tensa para los tres personajes implicados, logrando Vance la suficiente lucidez para anunciar su huída de allí. En cualquier caso ese deseo no se podrá concluir puesto que llegan representantes del nuevo gobierno reclamando el dinero que robaron. Los hnos. Reno serán detenidos y llevados esposados en tren para intentar lograr recuperar ese dinero, y cuando Vance se muestra receptivo ante la oferta que le ofrece el agente Siringo (Robert Middleton), estos son rescatados en pleno viaje en tren por parte de los antiguos compañeros de andanzas de Vance.

A partir de ahí se iniciará un recorrido “de fuegos cruzados”, en el que incluso se integrará en calidad de marido celoso e influenciable el joven Clint. Por un lado se marcará la lucha de Vance y sus hermanos por entregar el botín a Siringo, Clint cree haber sido engañado al hacer caso de las intencionadas bravatas que le han ido planteando los antiguos compañeros de su hermano. En cualquier caso el enfrentamiento está asegurado, y con tintes trágicos en la figura de Clint, que finalmente aún reconocerá su error, y con cuya muerte servirá para que Vance y Cathy puedan retomar una relación que viene de tiempo atrás.



En cualquier caso, hay que decir que ÁMAME TIÉRNAMENTE no es más que una mezcolanza entre el western y el melodrama sureño, que si hay que definirla de alguna manera es por su apergaminado trazado. Un recorrido lleno de convenciones del género, mucho mejor utilizadas en otras muestras del mismo y en el que hay que constatar lamentablemente el desaprovechamiento que se ofrece a la figura del desarraigado –especialmente representado en el personaje de Vance-, un elemento que en títulos clásicos del género suponía la entrada de la evocación –recordemos el Ethan Edwards de CENTAUROS DEL DESIERTO (The Searchers, 1956. John Ford)-.

Si que es cierto que LOVE ME TENDER alcanza una cierta temperatura narrativa durante el episodio en que los hermanos son capturados –tras la fiesta benéfica- y llevados esposados en el tren, donde Vance escucha la interesante propuesta de Siringo. Una idea que prende en la mente de este, pero que queda frustrada por el intempestivo rescate que viven a cargos de sus antiguos compañeros de lucha bélica. Esos minutos y la singularidad de encontrar un film en blanco y negro encuadrado en Cinemascope, son elementos que configuran las mayores virtudes de un título ciertamente escaso en alicientes.

Y es que unido al despliegue frío de tópicos y lugares comunes, hay que destacar el desaprovechamiento de presencias como la de Debra Pager –nunca su presencia en pantalla tuvo menor sensualidad-. Pero no hay que darle más vueltas a la película; su único interés estaba centrado en ofrecer su puesta de largo como intérprete, al tiempo que lograr que su meliflua Love Me Tender se convirtiera en una de las canciones más populares de la segunda mitad de los cincuenta. Ciertamente lo consiguieron, pero no lograron lo mismo al intentar que Presley al menos lograra un trabajo esforzado. Nada de eso; comprobar sus torpes expresiones de furia en la parte final y cuando se siente marido celoso, provocan la hilaridad. Pero al mismo tiempo Presley nos atormenta con la presencia de cuatro canciones –al menos fueron menos de lo que luego sería habitual-, eso sí, integradas en la película de dos en dos, con una increíble integración en el periodo histórico en que se desarrolla la película y, lo que es más risible, en una de ellas se contonea y provoca los gritos histéricos de sus fans ¡¡¡en pleno Siglo XIX!!!

Elvis Presley era ya un mito –prefabricado, eso si-. Y la película no podía culminar fácilmente con la muerte de su personaje. Es por ello que cuando su familia se marcha de su tumba, sonarán de nuevo los compases de Love Me Tender, mientras en el lado derecho del encuadres se sobreimpresionará la imagen del “mito” en plena labor cantarina. Sin duda, una conclusión casi autoparódica para una película que se filmó para lo que todos sabemos, y con mediocre resultado.

Calificación: 1