THE PROUD ONES (Robert D. Webb, 1956) Tierra de violencia
Según van transcurriendo los años se va acrecentando en mi estimación personal la consideración de Darryl F. Zanuck como el más valioso tycoon que contó el periodo dorado de Hollywood. Hay algo en sus producciones y en la misma manera de concebir el hecho fílmico que me atrae de una manera muy especial, siendo tan solo necesario un repaso a la galería de cineastas que trabajaron bajo su nómina, para entender su valiosa aportación a uno de los mejores momentos del cine norteamericano. Sin embargo, esa alta consideración, no debe impedirnos olvidar algunos de los lunares que lastraron la producción de la 20th Century Fox en la década de los cincuenta. Una de ellas, sería la implantación del CinemaScope antes como un elemento industrial que como aportación artística –por más que algunos años después sí que lograra incorporar sus posibilidades al lenguaje cinematográfico-, introduciendo una prescindible apuesta por los “colosales” de tan astuta concepción comercial como escaso calado artístico. Junto a ello, no podemos olvidar que en dichos estudios se colaban las siempre menguadas aportaciones de realizadores muy allegados, generalmente estultos en sus resultados, que podrían ejercer como distinguidos representantes de esa cierta pesadez que, en ocasiones, lastraba el cine de la Fox.
Pues bien, uno de dichos ejemplos –el otro podría representarlo el mortecino Henry Koster-, lo brinda el norteamericano Robert D. Webb. Hombre para todo en el estudio, su gris funcionalidad estuvo al servicio de discretas aportaciones al cine de género –western, aventuras-, en las que se utilizaban a las estrellas en activo en el mismo, bien fueran estas juveniles –el caso de Robert Wagner o Jeffrey Hunter- o más veteranas. Nada tiene de cuestionable una fórmula que existe desde que el cine es cine, lo único a objetar viene dado en la medida de constatar la escasa competencia que Webb puso en práctica en títulos que, de haber estado firmados por otras personalidades más valiosas, sin duda hubieran ganado en atractivo, aún desarrollándose a partir de idéntico punto de partida. Dentro de estos parámetros, el ejemplo que brinda THE PROUD ONES (Tierra de violencia, 1956) puede ser paradigmático de este enunciado, por más que su resultado emerja –pese a sus límites- en unos márgenes superiores a los que habitualmente demostraba su firmante.
Ejemplo pertinente de esa producción masiva del cine del Oeste que se expresó en todos los estudios en la década de los cincuenta, podríamos decir que THE PROUD... supone uno de tantos y tantos títulos coyunturales, realizados con un determinado grado de oficio, y que combinaban en su confección una serie de ingredientes más o menos habituales en el público de la época, muchos de ellos familiares en el western. Es decir, en la película encontramos la oposición y el conflicto que plantea la llegada de un determinado grado de progreso en el Oeste, el determinismo del pasado, la posibilidad de una determinada segunda oportunidad vital, o incluso un cierto grado de enfrentamiento generacional, tamizado en esta ocasión por la necesitad casi existencial de relevo que manifiesta el ya envejecido sheriff Cass Silver (Robert Ryan) hacia el joven, en principio altanero pero poco a poco sensible Thad Anderson (Jeffrey Hunter), hijo de un pistolero a quien Silver eliminó en el pasado en defensa propia. Elementos en suma que se entremezclan con pertinencia pero no demasiada inspiración, dentro de un relato más o menos correcto pero por lo general carente de vida propia, en el que sus incidencias se producen casi por acumulación y en ocasiones sin sentido de la progresión –la afección ocular que repentinamente se ceba en Cass-, y que se desarrolla con personajes más o menos arquetípicos y previsibles. En cualquier caso, no es menos cierto que en esa extraña relación que se mantiene entre el veterano sheriff y el observador Anderson, además de permitir una singular química en el contraste de la espléndida labor de Ryan y la extraña personalidad interpretativa que definía al entonces en alza Hunter –en aquellos tiempos se estrenaba THE SEARCHERS (Centauros del desierto, 1956. John Ford)-, se brinda con acierto esa complicidad actor joven – actor veterano tan productiva en el cine norteamericano, al tiempo que ejerce como eficaz fórmula comercial y de promoción. Todo ello se producía en secuencias en las que se observa este inicial recelo del muchacho, su posterior desengaño, el intento fallido de asesinar el agente de la ley en medio de una práctica de ambos, su progresivo cariño hacia Cass –en el que se intuye un reconocimiento asumido a la decepción que ha adquirido sobre de la figura de su padre-. Será a mi modo de ver el mayor elemento de interés en una película que aún demuestra una adscripción un tanto primaria del formato panorámico, pero en la que no dejan de detectarse momentos bien rodados –la emboscada nocturna que sufre Silver por parte de los dos esbirros del poco honorable Barrett (Robert Middleton), alzando el vuelo de manera notable en los minutos finales con la secuencia de una nueva emboscada sufrida por los dos protagonistas en un granero a manos de nuevo de los pistoleros de Barrett, y en la que Cass sufrirá un agudo ataque de su ceguera momentánea-. Serán unos minutos coronados con la definitiva asunción de la responsabilidad de Anderson, en quien finalmente el veterano agente podrá delegar como responsable del orden, para finalmente marcharse de una localidad en la que se siente incómodo al vivir en carne propia los egoístas comportamientos de sus fuerza vivas.
Ni que decir tiene que nos encontramos ante planteamientos de sobra conocidos en el género, pero al mismo tiempo podemos atender a la presencia del jugoso personaje secundario del ayudante de sheriff que encarna con su habitual sabiduría el veterano Walter Brennan –sus miradas y el control que en todo momento tiene de la situación que le rodea, están revestidos de complicidad-, mientras que por su parte Virginia Mayo compone el personaje de la amante del hastiado representante de la ley, en exceso episódico y carente de hondura en su plasmación. Lo dicho, cine de consumo, nada memorable, pero al mismo tiempo tan eficaz como discreto en sus planteamientos.
Calificación: 2
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