Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Robert Z. Leonard

THE SECRET HEART (1946, Robert Z. Leonard) Desconfianza

THE SECRET HEART (1946, Robert Z. Leonard) Desconfianza

Desde bien joven, las producciones de Metro Goldwyn Mayer suponían el estudio que me provocaba mayor desapego como espectador cinematográfico. Su inclinación a la ampulosidad e incluso su abierta querencia con el kitsch me empujaban a dicha reiterada reserva. Ni que decir tiene que el paso de los años ha atemperado la misma, e incluso me ha permitido apreciar desde otra mirada el aporte de algunos de los artesanos más característicos del ‘estudio de las estrellas-. Uno de ellos fue el muy prolífico Robert Z. Leonard, quien inició su extensa andadura en plena entraña del periodo silente, y de quien en el oreo parcial de títulos suyos me ha permitido alguna que otra sorpresa. Pues bien, a ellas he de añadir la atractiva THE SECRET HEART (Desconfianza, 1946) que se suma a la corriente freudiana tan popular en aquellos años del cine de Hollywood, y que de manera particular no tengo la menor duda surgió a partir del muy cercano éxito de la producción Warner MILDRED PIERCE (Alma en suplicio, 1945), una de las más brillantes películas de Michael Curtiz. Con una mayor querencia por la sobriedad y la contención -hay momentos en los que uno echa de menos un mayor grado de pasión en sus imágenes-, no dejamos de percibir el grado de implicación de los componentes en el equipo técnico y artístico a la hora de llevar a buen puerto su resultado.

Tras su alistamiento al finalizar la contienda, el joven Chasey M. Addams (Robert Sterling) regresa a su hogar familiar, que dirige su madrastra Lee Addams (Claudette Colbert). Pronto apreciaremos en su regreso la extraña personalidad de su hermana Penny (June Allison) y encontraremos a Lee, la verdadera protagonista de la película, acudiendo a una sesión de psicoanálisis -lo que nos permitirá contemplar en un breve papel de psiquiatra al veterano Lionel Barrymore-. Allí, a instancia de este, revelará el pasado que le ha llevado a una compleja situación con Penny, desde antes incluso que contrajera matrimonio con Larry Addams (Richard Derr). En un fragmento que destaca por su envidiable fluidez, conoceremos que incluso antes de casarse con él, Lee era pretendida por el mejor amigo de su marido -Chris Matthews (Walter Pidgeon)-, quien la ha recogido en un crucero antes de llevarla ante su futuro marido -Larry Addams (Richard Derr)-. Pese al deseo de Chris -y el secreto amor que le profesa la protagonista- esta cumplirá con su compromiso para casarse con Larry, quien posee los dos hijos de un anterior matrimonio. Persona sensible y de vocación musical, contagiará a Penny su pasión por el piano, que en mala hora se puede sobreponer a su profesión en el mundo de las finanzas. Cada vez más hundido de su escasa adaptación profesional y su frustración musical, tan solo podrá derivar se sentimiento con Penny, con la que compartirá la práctica del piano, mientras Lee mantendrá su fidelidad a su esposo, pero desahogará la frustración de su matrimonio con su estrecha amistad con Chris.

La situación se irá agravando, hasta que en un momento determinado se detecte un desfalco económico en las firmas que dirige Larry, que finalmente le llevarán al suicidio y, muy poco después, a la tarea hercúlea por parte de su viuda de atender a sus hijastros, al tiempo que revertir paulatinamente el dinero defraudado por su esposo. Ese compromiso personal le hará alejarse durante diez años de Chris, hasta que el destino le lleve de nuevo a él por medio de Chasey, a quien va a proporcionar un trabajo. Lo peor no será ese reencuentro, sino que Penny, totalmente dominada por un trauma personal en torno a su padre, y que durante estos años se ha convertido en un ser huidizo, verá en Matthews alguien del que se enamorará.

Antes lo señalaba, prosiguiendo en exitosos senderos marcados muy poco antes en el tiempo, Robert Z. Leonard articula un melodrama psicoanalítico en el que cabe oponer una quizá delibrada ausencia de énfasis, pero que, por el contrario, aparece impecablemente dosificado a partir de la idea extendida en el conjunto de sus imágenes, ligando la casi obsesiva presencia de música de piano como el leiv motiv que logra imbricarse como elegante metáfora del trastorno que ligará el trágico pasado del esposo de la protagonista, así como el trauma que sobrelleva Penny, su hija menor, ya convertida en una crecida joven. A partir de dichas premisas, Leonard articula un buen producto, con un inicio ejemplar -el regreso de Chasey- que muy pronto nos introduce en su entorno familiar y el conflicto que en él plantea Penny. Muy pronto, la visualización del pasado que permite el flashback introducido por Lee permite que el relato prende de manera definitiva en el espectador, con una casi ejemplar dosificación de los elementos dramáticos, hasta trasladarnos de nuevo a la actualidad y, con ello, al tan deseado pero al mismo tiempo temido, retorno de Chris al entorno de la viuda.

Utilizando con pertinencia los elementos de producción propios del estudio, el director utiliza con brillantez el espacio escénico -el impecable tándem formado por Cedric Gibbons y Edward Carfagno-, tanto en aquellas secuencias de interiores -las viviendas de la familia Addams, la residencia de Chris- como en las de exteriores, con especial mención a la fuerza que desprende el despeñadero costero en el que focaliza el clímax del relato. A partir de dichas elecciones formales, la planificación resultará tremendamente eficaz, aunque justo es reconocer que se echen de menos esos crescendos propios del estudio, como si Leonard hubiera optado por discurrir en voz baja, y del mismo modo se ausenten pinceladas de crítica social -la reacción de los vecinos al retorno a la granja, varios años después-. Ello no proporciona al conjunto ni mayor o menor fuerza, pero lo cierto es que sí le brinda una cierta singularidad, a la que ayudará de manera notable un muy conjuntado cast, en el que destaca la formidable química que desprende la pareja formada por Claudette Colbert y Walter Pidgeon. Sin embargo, no se puede omitir la frescura que imprime el joven Robert Sterling al rol del hijastro de la protagonista, y apreciar el esfuerzo de June Allison para encarnar un rol quizá demasiado complejo, en el que casi de un plano a otro tenemos la sensación de estar ante una niña o una mujer hecha y derecha.

Y en un drama de estas características, sorprende certificar el hecho de que algunos de sus mejores momentos albergan el marchamo de la comedia. Es algo que mostrarán los instantes en la fiesta de reencuentro de Chris en la granja con Lee y sus hijastros, y se introduzca música moderna que haga bailar de manera desinhibida a los dos viejos amigos, en unos instantes que son puro vaudeville, hasta que la mirada contrariada de Penny rompa de inmediato con el tono screewall de dichos instantes. Y poco después, el mismo Walter Pidgeon nos brindará una magnífica secuencia de comedia clásica, en la mejor tradición de Cary Grant, cuando acuda a unos grandes almacenes a comprar esa negligé que Lee deseó una década atrás.

Sin embargo, la querencia entre dramática y psicoanalítica de la película tendrá su muestra más destacada en el momento en que Penny contemple, en los minutos finales del relato, a Chris y Lee abrazados desde el exterior de la granja, cayendo de repente al sueño la bisutería que el primero le regalara poco antes, y en una breve secuencia destacada -al contrario del resto de la película- por la ausencia de esa música que anuncia la ruptura de ese supuesto romance que ella se ha fraguado sin fundamento con Matthews. En todo caso, y bajo mi punto de vista, el mejor momento de esta interesante THE SECRET HEART se encuentra en un primer plano sostenido con reencuadro sobre el rostro de una maravillosa Claudette Colbert, cuando habla por vez primera vez por teléfono con Chris tras esos diez años de ausencia. La sensibilidad de la actriz perfectamente compenetrada con el tempo que Leonard proporciona a la gradación de la secuencia, unido a la perfección de los diálogos, proporciona a esos instantes de una magnífica y original fuerza romántica.

Calificación: 3

STRANGE INTERLUDE (1932, Robert Z. Leonard)

STRANGE INTERLUDE (1932, Robert Z. Leonard)

Pocos años antes de recibir uno de los más incomprensibles y pintorescos Oscars al mejor director otorgados en el periodo clásico de Holywood –por THE GREAT ZIEGFRELD (El gran Ziegfreld, 1936)-, Robert Z. Leonard filmaba en 1932 uno de sus numerosos walkies, al amparo de la Metro Goldwyn Mayer, estudio en el desarrolló su carrera durante muchos años, convirtiéndose en uno de sus directores más serviles. Asumió nada menos que la traslación cinematográfica de una obra de gran duración y notable éxito previo en Broadway, titulada STRANGE INTERLUDE (Extraño intervalo, 1932). De entrada, justo es reconocer que aquí y allá, en las pulcras y polvorientas imágenes de la película, se puede encontrar algo del desasosiego y mundo existencial emanada de la literatura de O’Neill. Sin embargo, esa percepción aparece muy de tarde en tarde, ahogado en una propuesta apelmazada por su férrea dependencia teatral.

La película ofrece la triste andadura vital de Nina (Norma Shearer), una joven que ha enviudado de Gordon en plena juventud, sintiéndose sola y al amparo de su posesivo padre, que en el fondo nunca vio con buenos ojos dicho matrimonio. A dicha desaparición se le sumará la del citado progenitor, no percibiendo la muchacha el incesante cortejo marcado por el extraño e intrigante Charlie (Ralph Morgan). El encuentro de Nina con dos doctores, posibilitará el inicio de una relación con el joven e idealista Sam Evans (Alexander Kirkland), con el que finalmente se casará. Lo que predisponía a una relación sincera llena de vitalismo, pronto se tornará una elección sombría, al conocer de parte de la madre de su esposo (la excelente May Robson), la existencia de un familiar encerrado en la casa de su suegra por locura –y sin que su hijo tenga noticias de ello-, rogándole que no tenga descendencia, con riesgo de que los pequeños hereden esa supuesta plaga familiar. Sin embargo, la anciana quedará en la duda de si será conveniente esa drástica decisión, dejando a su nuera en la libertad de elegir. La noticia será todo un mazazo para Nina, aunque finalmente, de acuerdo con el amigo y compañero de su esposo –Ned Darrell (Clark Gable)-, decidan entre ambos evitar la infelicidad de este, dejando la deseada descendencia, sin que Sam conozca el auténtico origen en la gestación del pequeño Gordon –así llamado en recuerdo de su primer esposo-, ausentándose Ned de la vida de la pareja, aunque en él y en ella anide el germen de un amor que no se atreven a expresar y anunciar, por el temor de hacer daño a Sam, un hombre amable pero sin personalidad, que a partir de entonces sin embargo logrará enderezar su vida profesional y la riqueza de la familia. No por ello la relación con su esposa se consolidará. Ni siquiera la llegada y el crecimiento del pequeño, consolidará una familia basada en las apariencias, y en la que su esposa nunca dejará de añorar a Ned, aunque solo lo vea en ocasiones, y aunque el propio niño desprecie al que en realidad es su padre, al observar que entre su madre y él hay una clara complicidad.

Más allá de la excesiva dependencia a la rigidez de los comienzos del sonoro, hay un elemento que proporciona a la película una extraña y molesta sensación, aunque en el momento de su estreno quizá se ofreciera como una novedad –un poco lo que sucedería bastantes años después con LADY IN THE LAKE (La dama del lago, 1947. Robert Montgomery), con su obsesiva presencia de la narración desde el punto de vista del protagonista. En esta ocasión, la supuesta innovación residió en trasladar a la pantalla, los breves pero constantes apartes que relataban el estado de ánimo y las observaciones interiores de sus personajes. Es algo que pronto devendrá molestísimo, acentuando y, por tanto, diluyendo por completo esa aura transgresora y pesimista que procedía de la obra que le sirviera de base. Así pues, lo que inicialmente se planteaba como una mirada devastadora en torno a la opresión social de la época, centrada en su protagonista, aparece en las manos de la Metro y su servil y poco inspirado Leonard, en un melodrama que nació anticuado en el momento de su estreno –nada más hay que comparar esta película con ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933. John M. Stahl), con la que comparte no pocos elementos de contacto-, y a la cual el paso de los años no ha hecho que acentuar esa antipática condición. Se trata de una argucia que en un momento dado puede resultar atractiva, pero que en su uso reiterado proporciona una serie de molestísimas interrupciones en las interpretaciones de los actores, hasta el punto de aparecer su discurrir narrativo como una torpe prolongación sonora de las técnicas interpretativas silentes –en no pocas ocasiones esos comentarios – reflexiones, parecen suplir la presencia de un subtítulo. Es algo que permite que la Shearer ofrezca un por momentos risible recital de mohines, pero que sobre todo permite la presencia de uno de los personajes más detestables del cine americano de su tiempo. Me refiero a ese maduro Charlie, un personaje dominado por la sombra de su madre, y que en todo momento se interfiere en la vida de Nina, intentando lograr de ella su favor, utilizando para ello no pocos recursos encaminados a manipularla. La mezquindad del mismo, ese oscuro perfil psicológico cercano al Complejo de Edipo, y la lamentable performance de Ralph Morgan, posibilitan la hostilidad que provoca aquellos momentos que aparece en el estático encuadre delimitado por Leonard. Créanme que son muchos. Demasiados.

En medio de una cómoda y previsible sucesión de secuencias, que se engarzan con rutinarios fundidos encadenados, en ocasiones la película parece despertarse, y alcanzar esa altura emocional que, por desgracia, aparece en muy contados momentos. Uno de ellos, quizá en el pasaje más vibrante del conjunto, se da cita en ese contrapicado que muestra a Nina junto a la que señala son los hombres de su vida –Sam, Ned y Charlie-. El encuadre funde a varios años después, en el cumpleaños de un Gordon ya convertido en mozalbete. Sobre el plano de la tarta con varias velas, la cámara encuadrará a una ya madura y canosa protagonista que, esta vez sí, relatará en su voz interior, el apercibimiento de convertirse en una mujer cercana a la vejez y, con ello, decir adiós a la aventura que pueda ofrecer su vida. Es quizá el ejemplo más logrado de efectividad en la recurrencia a un recurso escénico que, por desgracia, cansa y distancia por su abuso. Unamos a ello el posterior encuentro de Ned y su hijo, en donde un enfado inicial del muchacho, dará en un momento dado a un instante de especial sintonía entre padre e hijo, describiendo un destello de sentimiento de unión natural entre dos personas a las que les separa el manto de los convencionalismos y el resentimiento –el recelo de Gordon contra el que considera un rival de su supuesto padre-. Sinceramente, en muchas más ocasiones de las deseables, se tiene la sensación de que Leonard y la Metro, nos escamotean casi en todo momento, ese frustrante drama que se encuentra en la esencia de esa atormentada e infeliz Nina, y que apenas aflora en esta película caduca y olvidable, de la que el propio O’Neil renegó en el momento de su estreno.

Calificación: 1

PRIDE AND PREJUDICE (1940, Robert Z. Leonard) Más fuerte que el orgullo

PRIDE AND PREJUDICE (1940, Robert Z. Leonard) Más fuerte que el orgullo

Si hace no pocos años alguien me hubiera incluso forzado a contemplar una película auspiciada por la Metro Goldwyn Mayer, que estuviera firmada además por Robert Z. Leonard, he de confesar que ello hubiera significado para mi poco menos que un motivo de tortura. Jamás podría pensar que de semejante conjunción pudiera salir ningún título más o menos reseñable, cuando de la misma surgieron exponentes cuyo olvido sería el destino más piadoso, salvo para aquellos seguidores del kitsch más desaforado. Sin embargo, también en el mundo del cine, cualquier conjetura más o menos revestida de lógica, por una serie de factores, podría contrariar cualquier consideración previa, y eso es algo que, por fortuna, sucede en esta PRIDE AND PREJUDICE (Más fuerte que el orgullo, 1940) la primera adaptación que el cine asumió de la obra de Jane Austen, tan conocida y revisitada por las pantallas en las dos últimas décadas. En concreto, señalar que el film que comentamos se encuentra muy por encima de la reciente revisitación ofrecida por Joe Wright en 2005 me parecería un tópico perezoso. Pero no puedo negar que supone un grato motivo de sorpresa encontrarme con un proyecto al que el habitual diseño de producción de la Metro, se añade ante todo una agilidad narrativa desusada dentro del contexto en que la misma se inserta. No voy a ocultar a estas alturas, que la filmografía de Leonard esconde algunos títulos de interés -insertos sobre todo dentro del cine noir-. Sin embargo, no puedo dejar de sorprenderme ante la frescura, la delicadeza incluso, que esconde la narración de un relato que –de antemano- se prestaba ante los peores excesos propios del estudio de donde emanaba. Para remitirnos a un contexto más o menos comparable, no habría más que recurrir al referente de la posterior LITTLE WOMEN (Mujercitas, 1949. Mervyn LeRoy), y darnos cuenta de esa ligereza, agilidad, capacidad de incardinación de drama y comedia, crítica clasista y, sobre todo, una valiosa y pudorosa aura romántica que a mi modo de ver, brinda a su resultado sus mejores cartas de naturaleza.

Adaptando la conocida novela de la Austen, PRIDE AND PREJUDICE nos describe el universo vivido por la prolífica familia Bennet, compuesta por un veterano matrimonio y sus cinco hijas, teniendo alguna de ellas que casarse para que el presunto esposo de la primera afortunada pueda heredar unas propiedades que han quedado marcadas, a partir de una mirada en la que la figura de la mujer queda relegada. Por ello, la madre de ambas no cejará en el intento de unir en matrimonio a alguna de sus hijas, aunque en ese intento casi desesperado no tenga en cuenta ni los sentimientos de sus muchachas ni, lo que es peor, la mera adecuación de los hombres elegidos para estas. Dentro de dicho contexto en el que cualquier opinión de las jóvenes queda por completo velada, entre las cinco hermanas brillará la personalidad existente en Elizabeth Bennet (Greer Garson), caracterizada por su agudeza y madurez. La llegada a la zona rural de Mr. Bingley (Bruce Lester) y, sobre todo, Mr. Darcy (Laurence Olivier), soliviantarán el interés de las familias de condición media, a la hora de encontrar jóvenes casaderos, con dote, atractivos y de ascendencia aristocrática. En ese nuevo contexto, el primer e involuntario encuentro que se producirá entre Elizabeth y Darcy a partir de un diálogo inoportuno desarrollado en un baile, provocará entre ambos una corriente de mutua animadversión. Será el inicio de una relación en la que sus verdaderos pensamientos se verán obstruidos por sus diferencias de clase, en la que la altanería impedirá que fluya como debiera un sentimiento que ambos, en lo más recóndito de sus seres, reconocen anida en su interior.

Será este, sin duda, el principal elemento de inflexión dentro de un relato que Leonard conduce con un admirable sentido de ligereza, en el que emerge un sentimiento de vivacidad, y en donde todos aquellos aspectos consustanciales a una mentalidad estrecha, puritana, que relegaba la figura y el sentimiento de la mujer a un término casi impronunciable, se encontraba a punto de modificar sus esquemas, dentro del ámbito de aquella Inglaterra victoriana, en donde el contraste de su mundo rural y el urbano representado por su capital, se revelaba cada vez más evidente. Junto a él, PRIDE AND PREJUDICE se erigirá en un relato de impecable agilidad en un diseño de producción que devendrá creíble y nunca pesado y ampuloso dentro de los cánones habituales en este tipo de adaptaciones literarias. En muchos momentos, cuesta asumir que nos encontramos ante un título surgido de un estudio tan condicionado en este aspecto como la Metro, pero lo cierto es que sus imágenes aparecen ligeras, dominadas por un sentido del ritmo notable, y una progresión en la que la ligereza y la ausencia de tremendismos, poco a poco sirven como soporte al verdadero eje dramático de la misma; la evolución de esos diversos acercamientos y rechazos vividos por los jóvenes protagonistas. En su alrededor contemplaremos como una de las hermanas de Elizabeth se unirá e incluso huirá hasta Londres acompañada por un galán de oscura catadura –que Darcy por respeto no se atreverá a revelar-, observaremos el desprecio que el contexto rural de la familia protagonista mostrará ante ellos –que se encuentran casi dispuestos a la ruina de sus pertenencias-, o incluso viviremos el contacto de Elizabeth con la tía de Darcy, Lady Catherine (la siempre eminente Edna May Oliver) en pleno Londres. En realidad, estos episodios y situaciones, con ser atractivos y estar revestidos en todo momento con un acertado sentido de la adaptación literaria de época, rodean los mejores momentos de una película que sabe donde se encuentra su auténtico epicentro emocional. Será algo que se vislumbrará en los encuentros vividos por la pareja que se ama desde el primer momento, pero a la que las diferencias de clase y el orgullo intelectual –e incluso la timidez-, impedirá llevar adelante una relación que siempre han intuido. Sea por la delicadeza que Leonard imprime a dichos encuentros, por la química que se desprende de ambos intérpretes, por la ausencia de tremendismos con las que sus encuentros y desencuentros se ofrecen, o por la confluencia de todos estos factores, lo cierto es que PRIDE AND PREJUDICE eleva en alto grado su interés cuando su foco de atención se centra en los encuentros de sus dos protagonistas. Quizá por ello, estos en la película no se extienden en exceso, logrando con ello que cuando ambos aparecen compartiendo el plano, adquieran una extraña tonalidad y un romanticismo creíble, sincero y nunca sublimado por cualquier atisbo de convencionalismo –incluso la manera con la que se resuelve el encuentro final entre ambos, aparece más escorado hacia la comedia, mediante la intercesión de la veterana Lady Catherine-. Llegados a este punto, y aunque ya lo he señalado de pasada, no puedo dejar de reconocer la brillantez ofrecida por la pareja protagonista. Reconozco de antemano mi aversión hacia Greer Garson, a quien siempre he considerado una de las intérpretes más molestas de su tiempo. Sin embargo, en esta ocasión aparece con una desusada frescura. Por su parte, Laurence Olivier ofrece un auténtico alarde de matización, en un aspecto inusual en aquellos años de su carrera, quedando quizá este como uno de los trabajos más valiosos de aquel periodo de su extensa aportación a la pantalla.

Pese a esta valoración fresca y positiva de su conjunto, hay un elemento que me impide considerarlo más allá de un título interesante y, por momentos, magnífico –que ya es decir, por otra parte-. Me refiero a la excesiva dependencia de los diálogos, especialmente en las secuencias corales. Hay un exceso de verborrea que, si bien permite destacar esas secuencias “a dos” vividas entre Elizabeth y Darcy, lastran de alguna manera todos aquellos momentos caracterizados por disponer de numerosos personajes en el encuadre ¿Sería un elemento justificatorio a la hora de comprender el amplio equipo que elaboró su base dramática, y en el que formaba parte el escritor Aldous Huxley? Es probable que así fuera, pero lo cierto es que en no pocos momentos, esa tendencia a la locuacidad constante de sus roles secundarios, impiden que PRIDE AND PREJUDICE se eleve en su, con todo, notable alcance, hasta llegar a ese logro que a punto se encuentra de rozar en algún momento, y que se deja entrever en esas sensibles secuencias vividas por dos seres a los que su diferente condición no podrá finalmente impedir que entre ellos aflore la autenticidad de sus sentimientos.

Calificación: 3

THE BRIBE (1949, Robert Z. Leonard) Soborno

THE BRIBE (1949, Robert Z. Leonard) Soborno

Ateniéndome a lógicos y justificados prejuicios, cualquier título que viniera avalado por Robert Z. Leonard (1889 – 1968) como realizador no podría provocarme más que las mayores reservas. Perfecto ejemplo de hombre servil a las tendencias más temibles del cine de la Metro Goldwyn Mayer, es bastante común encontrarse en su filmografía con algunos de los exponentes más decididamente kitschs del estudio del león. Sin embargo, la circunstancia de ser un título ligado al drama policiaco y la presencia de un espectacular reparto, me decidió a contemplar -con esa sempiterna intuición que suelo poner en práctica- THE BRIBE (Soborno, 1949). Por fortuna, las premisas que forjaban su atractivo no me fallaron, encontrándome con un producto atractivo, en el que quizá si que podríamos hablar de una asimilación un tanto artificial de los postulados del cine “noir” que ponían en práctica el resto de los estudios –R.K.O., Fox, Warner, Columbia, Universal e incluso Paramount- con mayor autenticidad. En cualquier caso, hay en el film de Leonard una cualidad que es la que permite  finalmente encontrar un resultado bastante atractivo; su equilibrio.

 

Nos encontramos un la isla de Carlotta, ubicada en la zona costera de América Central. La acción se inicia de forma atractiva en medio de una tormenta que es contemplada por el protagonista del film. Se trata de Rigby (Robert Taylor), un agente que ha sido enviado hasta allí por la policía norteamericana, para investigar unos robos de motores de aviación que son robados y vendidos como estraperlo. Todo este proceso nos será servido por medio de un flash-back que permitirá delimitar ese grado de tensión que muestran con fuerza sus instantes iniciales. Será el momento de presentar el conjunto de personajes con los que se irá encontrando el protagonista, empezando por el elegante Carwood (Vincent Price), con quien se encontrará en pleno vuelo hacia su objetivo, hasta llegar a la bellísima Elizabeth Hintten (Ava Gardner), casada con Tug (John Hodiak), el lúbrico Bealer (Charles Laughton). Todos ellos conformarán una galería que bien podría haber salido de cualquier film de la Warner realizado por Jean Negulesco, e incluso intercambiando a Laughton por Peter Lorre y Sidney Greenstreet, o a Taylor por Bogart o Mitchum. Nos encontramos ante un marco exótico que ha sido utilizado en tantos y tantos exponentes de género, una relación triangular, la presencia de una segunda oportunidad para dos seres que se han encontrado de manera fortuita –Rigby y Elizabeth-, la presencia de una amistad fiel –la del joven conductor de barco Emilio Gómez hacia el policía-, o la difícil frontera que existe entre el respeto a la ley. Como antes señalaba, no hay nada nuevo bajo el sol en este guión de Marguerite Roberts, basado en una historia corta de Frederick Nebel. Podríamos con facilidad encontrar ecos de tantos y tantos referentes realizados muy poco tiempo antes y de superior entidad –empezando por los que detectamos sobre el mayestático y muy reciente OUT OF THE PAST (Retorno al pasado, 1947. Jacques Tourneur)-, e incluso se puede detectar en la película una cierta asimilación formulista de aspectos explorados en otros ejemplos con más riesgo –toda una serie de elementos iconográficos como sombras, ventanas, etc-. Pero aún partiendo de esas premisas, lo cierto es que THE BRIBE posee la rara cualidad de alcanzar un extraño equilibrio entre lo que se cuenta y como se cuenta. Poco a poco, la película de Leonard consigue interesar al espectador en una trama que, como antes señalaba, podría recordarnos títulos de Jean Negulesco u otros realizadores, logrando acertar en la tipología de personajes dispersos a lo largo del metraje. Es algo que tendrá su manifestación en la extraña química que ofrece la pareja protagonista –Taylor y Gardner-, mientras que en sus roles secundarios, con la excepción del siempre opaco John Hodiak, todos ellos responden a una iconografía no por reiterada en tantos y tantos títulos de aquel periodo, menos eficaz en esta ocasión. Y hay un aspecto más que en esta ocasión otorga un especial carácter a THE BRIBE. Con ello me estoy refiriendo a la presencia de esa voz en off que, tanto en el relato del flash-back que integra el tercio inicial del relato, como posteriormente en la prolongación del mismo en el resto de la película, actúa con una contundencia notable, sirviendo como interesante soporte psicológico a las impresiones del protagonista, sin que su recurso suponga –antes al contrario- un recurso fácil para orillar la fuerza narrativa del conjunto.

 

Y es en este aspecto concreto, donde a mi modo de ver el film de Leonard alcanza una de sus mayores virtudes, con una cámara que sabe extraer un notable partido de las situaciones más interesantes del relato, sabiendo al mismo tiempo insertar elementos más o menos previsibles –actuaciones de la Gardner, integración de un contexto exótico y folklorista-, planteadas con tanta convicción como sentido de la oportunidad. Es por ello, por lo que no puedo estar de acuerdo con la calificación de “mediocre” que de esta película formulaban los especialistas Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon, ya que por encima de todo hay que destacar ese insólito equilibrio que podemos destacar en la espesura de sus secuencias de interiores, en el interés que ofrecen los giros del relato, o en la fuerza que adquieren algunas secuencias, como la de la desaparición –y previsible muerte del joven Emilio tras el ataque de un tiburón en él que se interfiere para salvar a Rigby en plena costa-, o la del asesinato de Tug de manos de Carwood –momento en el que se explicitará el lado perverso del personaje- y cuya dramaturgia no estará lejana del expresionismo que años después manifestaría Orson Welles en TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957). Sin embargo, hay dos aspectos que me gustaría destacar de manera muy especial en estas líneas. Una de ellas es la aguda gradación del personaje encarnado por Charles Laughton, quien a lo largo del metraje irá evolucionando desde su inicial aspecto repulsivo, hasta alcanzar finalmente una cierta humanización de su comportamiento –que incluso en el plano final revestirá un cierto tinte humorístico-. El otro, es obvio señalarlo, lo supone la brillante manera que la película tiene de plasmar el episodio final, ofreciendo un originalísimo y efectivo climax con la persecución de Rigby a Carwood, desplegándose la misma en primer lugar por el escenario de la multitudinaria fiesta de la isla Carlotta, cerrando el episodio el internado de ambos dentro de un espectacular disparo de fuegos artificiales. Un colofón realmente brillante, para una película que sabe atesorar una serie de cualidades inmanentes en otras propuestas del género quizá más oscuras e inquietantes, pero que en cambio ofrece esa notoria ausencia de altibajos, que deviene a fin de cuentas como su máximo exponente de interés, lo que no es poco por otra parte.

 

Calificación: 3