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CINEMA DE PERRA GORDA

Sidney Hayers

VIOLENT MOMENT (1959, Sidney Hayers)

VIOLENT MOMENT (1959, Sidney Hayers)

La necesaria -y aún incompleta- recuperación y vindicación de un cine inglés de género, por lo general definido en los postulados de la serie B, ha permitido por ejemplo poner en valor las cualidades de los primeros títulos del británico Sidney Hayers. Todo ello, hasta que mediados los sesenta se deslizara por una pendiente de mediocridad, incluso televisiva, que definió su larga andadura como realizador. Fruto de esos primeros pasos se encuentran el ya mítico film de terror NIGHT OF THE EAGLE (1962) y ciertos atractivos exponentes policiacos, de los que me gustaría destacar uno magnífico, característico por su limitación de medios y de producción, como es el ignoto THE WHITE TRAP (1959), rodada inmediatamente después que el título que nos ocupa. Al igual que este último, VIOLENT MOMENT (1959), además de suponer el debut de Hayers, conecta bastante tanto con su segunda película, como en las premisas narrativas y crispadas que definieron sus valiosos exponentes posteriores -PAYROLL (Cada minuto cuenta, 1961)-, aunque en este caso, y aún con todos sus más que estimables valores, puede decirse que nos encontramos con un modesto apunte. Y es que nos encontramos ante una película que dentro de sus muy limitados rasgos de producción -duración de poco más de una hora, apenas tres escenarios-, brinda una serie de sugerencias y atractivos, con todo no siempre suficientemente aprovechados, aunque su conjunto resulte, en definitiva, moderadamente atractivo.

Con unos títulos de crédito que subrayan la base argumental del novelista Edgar Wallace -un busto de su figura entre sombras los presidirán-, y que de alguna manera condicionan y no para bien los instantes finales del relato, VIOLENT MOMENT revela muy pronto sus cartas. El plano de apertura nos muestra un muñeco balanceador -en el fondo es la entraña de la película-, introduciéndonos en una austera tienda de juguetes, ya que nos encontramos en un contexto de postrimerías de la segunda guerra mundial -el detalle de los bonos de guerra-. Será el instante de presentación de su protagonista. Se trata de Douglas Baines (estupendo Lyndon Brook, en su capacidad de mostrar vulnerabilidad y mundo interior en su personaje), quien compra dicho juguete para su hijo de dos años, mientras sobrelleva en su existencia esconderse de policías y agentes, dada su condición de desertor. Pese a dicha prevención -que comprobaremos en sus primeros minutos-, se dirige al mísero apartamento en que reside su amante -Daisy (Jane Hylton)-, para entregar dicho juguete. Una vez allí, esta le confesará que ha dejado al niño en adopción a una familia, recibiendo a cambio veinte libras. La ira del joven irá creciendo al negarse esta a revelarle la dirección de los nuevos responsables del pequeño, lo que concluirá en una violenta pelea que culminará con su estrangulamiento. Será el inicio del calvario personal de un hombre que, en realidad, solo busca el amor de su hijo. Huirá del vetusto edificio de apartamento y casi de inmediato se iniciará la prosaica investigación judicial que, contra lo que cabría prever, no dará con el culpable, que se ha escondido en la oficina de un oscuro taller mecánico, donde había encontrado el calor de su propietario. Pasan unas semanas y ante la ausencia de la investigación, el caso se archiva.

Transcurren cinco años y, de manera inesperada, vemos a Douglas convertido al alguien integrado en la vida burguesa. Ocultando su pasado -un poco como el Jean Valjean de ‘Los miserables’ de Víctor Hugo- fue progresando en aquel humilde taller de Bert Glennon (Rupert Davies), y estableciendo una nueva vida, hasta el punto de encontrarse enamorado de su secretaria -Janet Greenaway (Jill Browne)-. El contexto próspero y plácido que se respira invita a declararse ante ella y establecer una cercana boda. Así lo hará, aunque en su interior -y ocasionalmente. expresándolo- quedará la huella de ese hijo ausente, conservando pese al pasado del tiempo el juguete que quiso regalarle un lustro atrás. En el momento de pedirle matrimonio, confesará a Janet dicha circunstancia del pasado -que ella ya había detectado- más no el homicidio accidental de la que fuera su amante. Todo parece que puede quedar definitivamente enterrado en su ayer, aunque unas arbitrarias circunstancias del destino le retrotraerán, de manera irremediable, al hecho más traumático de su pasado.

Partiendo de una historia de Roy Wickers, configurado en guion de la mano de Peter Barnes, asumiendo la historia el regusto de los finales sorprendentes por parte de Wallace, a quien se invoca sin partir directamente de un relato suyo. Lo cierto es que lo más prescindible, lo más artificioso de la película, proviene precisamente de un recorrido argumental que presenta no pocos agujeros y trampas argumentales ¿Hay quien se crea que el protagonista se pueda esconder de las autoridades metiéndose en la oficina de un taller, donde parece no salir nunca? Sería, sin embargo, muy injusto, condenar por ello esta apreciable y modesta producción. Y es que podemos destacar en ella no pocos elementos. Uno de ellos, la importancia que cobra ese muñeco balanceante que se erige como auténtica metáfora -la importancia que tiene el mismo en los impactantes instantes en que el protagonista estrangula a Daisy, en un segmento dominado por su crudeza, que al parecer tuvo encontronazos con la censura inglesa de la época-. La propia definición de esta joven sin escrúpulos, nos acerca a auténticas arpías como aquella Ann Savage que era -igualmente- estrangulada en DETOUR (1945, Edgar G. Ulmer) ¿Casualidad o referencia?

Más allá de estos dos rasgos concretos, VIOLENT MOMENT resalta desde el primer momento por el dinamismo de su realización. Ayudado por el fondo sonoro de Stanley Black y la física fotografía en b/n de Phil Gindrod, y alentado también el propio Hayers por su aportación como montador se brinda un relato en el destaca de manera poderosa el uso de los primeros planos o la importancia que se otorga en el mismo a los espejos, esencialmente para proyectar en ellos los ecos del traumático pasado del protagonista. La película se inserta en esa galería de retratos de hombres atormentados, que en esta ocasión deja muy de lado el crimen involuntario para centrarse en esa carga emocional que cargará durante su progreso posterior, representada en ese juguete del que parece incapaz de desprenderse. A partir de esas premisas, y por encima de la presencia de elementos artificiosos -el viaje de la prometida a casa de su madre, la extraña presencia del robo, que articulará involuntariamente el desenlace-, el film de Hayers, dentro de su asumida modestia, no deja de plantear una mirada en torno a la evolución de la sociedad inglesa tras la traumática contienda bélica. Para ello, su director acertará al describir esos ambientes contrastados, destacando la miseria y gelidez emocional que describen tanto interiores como exteriores de sus primeros minutos, incluyendo en ello la mirada sobre personajes despreciables, como el huraño propietario del edificio de apartamentos. Esa capacidad descriptiva se extiende en la manera de expresar la prosaica investigación policial.

Y ya en ese brusco e inesperado giro temporal, nos adentramos en otro modelo de sociedad, donde el protagonista se sentirá incómodo ante la huella de su pasado. Y será en dicho ámbito burgués donde encontraremos algunos de los mejores momentos de la propuesta. No solo en las angulaciones y en la crispada puesta en escena dispuestas para expresar el desasosiego que le atormenta. Es algo que incluso se ratificará en esas secuencias exteriores donde se le verá relacionado con ecos de niños, destacando a mi modo de ver ese amplio plano general en semi picado, donde contemplamos a un apesadumbrado protagonista, totalmente solo, en medio de un pequeño campo de juego de colegio, desierto, en el que quizá sea el mejor momento de la película.

Calificación: 2’5

THIS IS MY STREET (1964, Sidney Hayers)

THIS IS MY STREET (1964, Sidney Hayers)

¿Cómo es posible que alguien que en las décadas de los 80 y 90 participara en algunas de las series televisivas más convencionales -también más populares- de su tiempo, albergara en los primeros pasos de su filmografía, una serie de títulos tan magníficos? Pues sí. En cierto modo, ese fue el caso de un John Lee Thompson -este en cambio, más prolongado en sus tareas como director de cine-. Pero fue, sobre todo, el caso del británico Sidney Hayers (1921-2000), quien, en sus primeros títulos, brindó exponentes tan magníficos como THE WHITE TRAP (1959), PAYROLL (Cada minuto cuenta, 1961) o la mítica NIGHT OF THE EAGLE (1962). Pues buen, en esta ilustre terma confluye el gusto del entonces inspirado cineasta por lo bizarro, por una puesta en escena crispada y por proporcionar un cine directo, fresco, que asimilaba buena parte de las corrientes que brindaba el cine inglés de su momento, incluyendo en ellas una saludable veta psicológica e incluso crítica en torno a los claroscuros de la sociedad de su tiempo. De todo ello se beneficia también THIS IS MY STREET (1964), que podría sumarse sin desdoro ninguno a la trilogía antes señalada, completando con ello un cuarteto de enorme nivel que, dentro de una mirada global, bastarían para que la figura de Hayers mereciera al menos una pequeña evocación, dentro de la pléyade de realizadores que debutaron en Inglaterra a finales de los cincuenta. Tras esta película, su andadura cinematográfica se hundió con rapidez en las aguas de la mediocridad, insertándose en el ámbito televisivo. En todo caso, la presencia de los cuatro exponentes antes citados -ignorados durante décadas-, deberían -reitero- proporciona una pequeña mirada en torno al que durante unos años se erigió en un director valiente, preciso en el trazado psicológico y vibrante en sus formas expresivas.

Casi desde el primer momento, THIS IS MY STREET -que parte de un guion de Bill Macllwraith, a partir de la novela del mismo título de Nan Maynard- nos brinda su condición de mixtura entre los relatos que forjaron los tan valiosos Kitchen Sink -melodramas de la ‘escuela del fregadero’-, y la corriente que se encontraba a punto de abrirse en los contornos del Swinging London. En medio de ambos contextos se encuentra la relativa coralidad en la que se expresan las subtramas que expresan una película volátil, que acierta a bandear entre lo sardónico, lo trágico, lo intimista, lo fatalista y lo esperanzador. Todo ello, dentro de una extraña y siempre atractiva ronde de sentimientos, en la que se desprende en última instancia una mirada acre en torno a la propia sociedad británica de aquel tiempo.

Desde el primer momento, ayudado por la húmeda y realista iluminación en blanco y negro que le brinda Alan Hume, y por el siempre oportuno fondo musical compuesto por Eric Rogers, nos introducimos al contexto de una calle de ámbito obrero definida en el Jubilee Place del Battersea londinense. Será el ámbito en el que nos introduciremos dentro de los dos ámbitos centrales en los que se desarrolla el relato. El principal de ellos se centra en torno a la aún joven Margery Graham (una espléndida June Ritchie). Casada con el hosco y simplón Sid (Mike Pratt) y madre de una niña, viven ambos en la sencilla vivienda que dirige la madre de esta -Lili (magnífica Avice Landone, acertando en todo momento al intentar mostrarse comprensiva en torno al duro contexto que le rodea)-. En el apartamento colindante se encuentra hospedado el tan despreciable como irresistible Harry Kind (rotundo Ian Hendry). Este no deja de aprovecharse del apenas oculto hastío que Margery siente hacia su marido, no dejando en su ocasión de acercarse a ella, casi como su supusiera una pieza más en su previsible rosario de conquistas.

Por otro lado, casi como una subtrama complementaria, nos encontramos con la joven Maureen (Phillipa Gail), hija de un matrimonio desestructurado -la visión que se ofrece del casi inexistente matrimonio es desoladora-. Pese a ser pretendida por el joven y desgarbado Charlie -un jovencísimo John Hurt-, no cejará en su empeño en buscarse un amante de alta extracción social, al objeto de poder emerger del contexto desgradado en el que subsiste. Para ello, seducirá a Mark (Robert Bruce) un acomodado dentista casado y de vida rutinaria, a quien muy pronto encaramelará con el acicate de una nueva aventura, y quien pronto tendrá que aceptar los constantes vaivenes de carácter de una muchacha caprichosa y exhibicionista.

Ambas vertientes irán sucediéndose ante la pantalla con un atractivo sentido de la progresión y, a su través, permitiéndonos contemplar los usos y costumbres de una sociedad como la londinense, así como describir esa fauna humana de escasa formación y menores alicientes que emana del marco central. Sin lugar a duda, el gran acierto de THIS IS MY STREET reside por un lado en su adscripción, que siempre acierta a dirigir su mirada en el lugar adecuado, elaborando con ello un valioso y complementario tapiz de acciones y situaciones, para lo cual adquirirá un especial protagonismo el magnífico montaje de Roger Cherrill. Pero también, y de manera esencial, la capacidad albergada por Hayers de situar la cámara en el lugar adecuado, buscando siempre acercarse de manera oportuna a sus personajes o, incluso hacer un intenso seguimiento de sus situaciones más destacadas.

Con todo ello, y como señalábamos anteriormente, la película devendrá triste, patética, temerosa, melancólica e incluso divertida casi de un plano o una situación a otra, conformando un mosaico elaborado con una precisión y una capacidad de penetración en los claroscuros del comportamiento humano, que en sus mejores momentos elevarán el nivel del relato hasta la excelencia. Entre ello, lógicamente, destacará el proceso en el que Harry logrará vencer la permanente resistencia de Margery, a partir de la magnífica secuencia en la que ambos buscan de manera afanosa a la hija de la segunda en un solar repleto de chatarra, que casi parece preludiar momentos similares de la inmediatamente posterior BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965). Ello nos brindará una secuencia posterior en la que la muchacha desnudará sus sentimientos ante este junto al río, hasta que, poco a poco Harry se vaya alejando de ella, a partir del momento en que regresa a la casa la hermana de la protagonista -Jinny (Anette Andre)-, evidenciando no solo su falta de escrúpulos sino, ante todo, la sensación de que todas sus conquistas se centran en un simple y animal deseo de saciar su masculinidad. Pero THIS IS MY STREET no se limitará al desarrollo de este triangulo central -en el que solo resulta escasamente creíble el hecho de que en un momento dado nuestra protagonista se uniera a un hombre tan gris como Sid-. Comprobaremos el acoso que esta vivirá en el establecimiento en que trabaja, por parte del maduro y seboso dueño del mismo, asistiremos al proceso en el que Harry modifique su vulgar club de streptease en un recinto en teoría más atrayente -para los gustos de la época- y, en todo momento, la película acertará a transmitir un alto grado de sinceridad de los usos, costumbres y comportamientos de toda su galería de personajes. Con ello conformará un ágil y preciso retablo que contribuye, junto a siempre excelente sentido del ritmo, al recurso de unas transiciones entre sus diferentes secuencias y episodios, y a lograr en todos y cada uno de ellos el tempo adecuado, plasmando una radiografía en la que la autenticidad y el contraste dramático se encuentra delimitada con precisión en todo momento. En este aspecto, y junto a destellos que aparecen casi como ráfagas -la tentación de la casquivana Maureen de acudir a la cita que le brinda un misterioso caballero encarnado por el habitual actor de comedia Patrick Carguill, de la que huirá despavorida al ser presumiblemente objeto de acoso-, la recurrencia a la elipsis permitirá dos de los mejores momentos de la película. El primero la elegancia, rotundidad y conmiseración con la que se plasmará el accidente sufrido por Mark y la mencionada Maureen, que marcará el futuro inmediato de esta. Por otro, la delicadeza con la que se describirá el intento de suicido de la protagonista, superada por los constante desprecios y el alejamiento que le practica Harry, y del que finalmente emergerá ¿quizá? una mujer nueva o, probablemente, alguien resignado a la mediocridad de su existencia.

THIS IS MY STREET es una película tan magnífica como desconocida, que avala el interés que revistieron los primeros años como director de Hayers. Que debería ser mencionada al citar una mirada colectiva sobre los dramas psicológicos rodados en el cine inglés de su tiempo. Y que ratifica de nuevo, por si a alguien le quedara duda, que en aquella producción aún se muestran ocultos un enorme caudal de exponentes prestos a ser mostrados con remarcable interés a la luz de nuestro tiempo.

Calificación: 3’5

PAYROLL (1961, Sidney Hayers) Cada minuto cuenta

PAYROLL (1961, Sidney Hayers) Cada minuto cuenta

A pesar de asumir que me queda bastante por visionar de la amplia producción del policial desarrollado en un periodo crucial para el cine británico, no dudo en considerar PAYROLL (Cada minuto cuenta, 1961. Sidney Hayers), como una de las muestras más destacadas de dicha corriente. En cierto modo, no es de extrañar, ya que el muy pronto debilitado Sidney Hayers, se encontraba en un periodo de extraordinaria febrilidad creativa. Un ámbito, quizá contagiado por la brillantez con la que se expresaba en aquellos años la producción inglesa, que le permitió el rodaje de sendas cimas del género –la casi ignota THE WHITE TRAP (1959)- y del british terrorNIGHT OF THE EAGLE (1962)-. PAYROLL no llega a alcanzar la altura de los referentes señalados, lo que no le impide resultar una película magnífica, dura, áspera y nihilista, en la que no se sabe que admirar más, si la narración de un golpe perpetrado por una banda de atracadores, o la disgregación de la misma, en buena parte provocada por la acción paralela de dos mujeres implicadas de manera subsidiaria en un atraco que devendrá en tragedia.

Personalmente considero que solo hay un elemento que limita en algunos momentos el alcance del film de Hayers. Me refiero a lo molesta y escasamente integrada banda sonora de Reg Owen que, si bien en algunos momentos se inserta en la vertiente percutante de sus imágenes, fracasa por completo cuando el relato se inserta en derroteros dramáticos e incluso existenciales. Basada en una novela de Derek Bickerton, PAYROLL narra a primera instancia la intención del joven y arrogante Johnny Mellors (un espléndido Michael Craig, en el que quizá resulte el mejor rol de su aún poco reconocida trayectoria), de provocar un golpe para robar cien mil libras de una factoría. Para ello reclutará un reducido grupo de colaboradores, y procurará la ayuda de uno de los empleados de la firma, el apocado Dennis Pearson (William Lucas). Este aparece como un hombre fracasado en su vida diaria, recibiendo constantes reproches de su esposa, la deseable Katie (Françoise Prévost). De manera inesperada, Mellors y sus ayudantes se toparán con la aplicación de nuevas medidas de seguridad en el transporte de las nóminas, por lo que pedirá a Pearson que les facilite la copia de los planos. De forma paralela iremos descubriendo la arrogancia de Mellors y su ascendencia con las mujeres, dado el uso que hace de su apostura. Finalmente el asalto se desarrollará, no sin tensión y un resultado desastroso, muriendo el conductor del furgón –Harry Parker (William Dexter)- y resultando gravemente herido uno de los componentes de la banda –Bert (Barry Keagan)-. A partir de estos contratiempos, el resto de asaltantes proseguirá el plan urdido, pero en ellos reinará el desconcierto, incluso en el siempre frío Johnny. De forma sorprendente, y actuando la policia casi como testigos ajenos, será la viuda del chofer muerto –Jackie Parker (Billie Whitelaw)-, la que iniciará una constante acción de acoso hacia Pearson, del que adivina la complicidad con los asaltantes, mientras que su esposa intentará unirse a la huída de Mellors, sublimando con ello la mediocridad de su futuro existencial.

Sorprende contemplar en PAYROLL una mirada revestida de tanta crueldad a la hora de la descripción de su galería de personajes., Al contrario que podía parecer en propuestas como las firmadas por Jules Dassin –de las que esta película asume ciertas referencias-, los delincuentes no aparecen revestidos de ningún aura romántica. Su cabeza, es un joven descreído y desprovisto de dignidad, que choca constantemente con sus colaboradores, en medio de una anuencia en la se ausenta el menor atisbo de ética –la actitud de este con el herido del grupo-. Pero ese nihilismo se refleja igualmente en los seres que pueblan el “otro lado” de esa Inglaterra provinciana que se muestra como si se tratara en una obra del Free Cinema, no ocultándose la humedad de los exteriores industriales –la persecución de Jackie a Katie, en la que el espectador siente la intensidad de la lluvia-, o incluso la presencia de una central nuclear. Una vez más, la cámara situada dentro de un vehículo será casi el símbolo que nos permitirá recorrer esos parajes urbanos, siendo testigos del seguimiento de la banda del protagonista, centrada en el asalto de la nómina. Como antes señalaba, Hayers logra acentuar el perfil psicológico del conjunto de personajes, empezando por la extraña relación que aparece en el matrimonio Pearson, donde una esposa exuberante e insatisfecha, no encuentra en su marido esa deseada complementariedad. Incluso la perfecta madre de familia que es Jackie, demuestra ante su esposo una personalidad que supera la bonhomía de este.

Muy pronto unos y otros se encontrarán, teniendo su punto de inflexión en el admirable fragmento que describirá el asalto del furgón, planificado y montado con una asombrosa precisión, y que concluirá con tintes trágicos. La presencia inesperada de un desencajado Pearson, iniciará un tercio final dominado por resentimientos y elementos oscuros. Los inesperados apuntes trágicos irán mermando, con tintes sombríos, en donde todos aquellos relacionados con el robo, exteriorizarán lo peor de sí mismos. Por un lado Johnny hará extensiva su frialdad, iniciando una espiral de violencia que le llevará a desembarazarse de sus compañeros –en una escalofriante secuencia desarrollada en las arenas movedizas de un pantano-. Por su parte, se establecerá un juego de raíz sexual entre Johnny y Katie a la hora de huir juntos –este ha tenido que acogerla, imbuido de una atracción por ella, al tiempo que para evitar males mayores-, estableciéndose entre ambos una extraña relación de dependencia y recelo al mismo tiempo.

Describa en tonos lívidos a través de la luminosa y húmeda al mismo tiempo, iluminación en blanco y negro ofrecida por Ernest Steward, PAYROLL aparece casi como la descripción de un conjunto de escorpiones. Una mirada revestida de desesperanza, descrita en el contexto de esa Inglaterra que tan bien reflejó el Free Cinema, propuesta por un director que en un determinado contexto temporal estuvo muy cercano a la grandes, brindando en este caso una película comparable a otros exponentes tan celebrados como BLIND DATE (La clave del enigma, 1959) o THE CRIMINAL (El criminal, 1960) de Joseph Losey. Una propuesta que finaliza casi escapando a la mínima lógica de cualquier convencionalismo, de manera tan percutante como primitiva, en la que ese sentimiento de impotencia presente en el interior de la viuda Jackie, logre culminar una venganza, filmada tan a ras de tierra –mejor dicho a mar, en este caso-, cerrando una propuesta rodada con un asombroso sentido de la inmediatez, que se mantiene con absoluta vigencia, sobrepasado ampliamente el medio siglo de distancia desde que fuera filmada. Un grupo de intérpretes que viven sus personajes con un admirable sentido de lo físico, un director que por momentos se inserta de lleno en el ámbito de lo documental –incluyendo algunos oportunos zooms, que siguen el discurrir del recorrido por carretera de los vehículos, antes del asalto-, y una soltura narrativa, sirviendo como marco para un relato de fracasados, sin el marchamo romántico que le habían proporcionado tantas y tantas muestras de similares características. Solo por ello, por esa mirada desesperanzada hasta extremos inauditos, PAYROLL merece un lugar de referencia del cine policial rodado en Inglaterra, y exteriorizado en otras cinematografías europeas.

Calificación: 3’5

THE WHITE TRAP (1959, Sidney Hayers)

THE WHITE TRAP (1959, Sidney Hayers)

Cada día tengo más claro que el grueso del cine británico –en especial el enmarcado entre las décadas de los cuarenta y sesenta-, supone la posibilidad de adentrarse en una monumental y supuesta videoteca. En ella podemos encontrarnos con decenas y decenas de notables e incluso admirables exponentes, buena parte de los cuales se encuentran carentes del menos conocimiento del espectador e incluso el comentarista, sepultados en muchas ocasiones por los convencionalismos heredados en su repercusión en el momento de su estreno, y la imposibilidad de ser visionados durante décadas. Es por ello que los últimos años están permitiendo la revalorización de numerosos títulos que en su momento pasaron desapercibidos, prolongando con ello un proceso iniciado con el cine USA de género décadas atrás. Así pues, esta es la ocasión que nos permite acceder a THE WHITE TRAP (1959), una producción de bajo presupuesto, de menos de una hora de duración, segundo título dirigido por Sidney Hayers, que de buenas a primeras me parece una de las cimas del cine policíaco británico. No olvido las aportaciones en aquellos años de un creciente Joseph Losey y tantas otras muestras de una vertiente genérica que alcanzó un especial predicamento en el cine inglés desde entrada la década de los cincuenta. Sin embargo, en pocas ocasiones como en la presente, se ha tenido ocasión de contemplar un relato tan desnudo, tan denso en la austeridad de su trazado. Tan lacónico y al mismo tiempo carente de intención alguna de incardinarse en esa vertiente discursiva que sí pondría en práctica el mencionado Losey, en títulos por otra parte tan brillantes como BLIND DATE (La clave del enigma, 1959) o THE CRIMINAL (El criminal, 1960).

Para todos aquellos que hace algunos años tuvimos oportunidad de admirar la hasta entonces muy poco comentada THE NIGHT AND THE EAGLE (1962), podríamos señalar que fue quizá un logro de Sidney Hayers, que pilló a este posteriormente realizador televisivo en un insólito momento de especial inspiración. Sin embargo, contemplar el que sería su segundo film -que sería exhibido en USA en la pequeña pantalla-, viene a ratificar el buen momento de un cineasta que inició su carrera con unas capacidades fílmicas que solo me aparecen frustradas en CIRCUS OF HORRORS (1960), que por otra parte no carece de fervorosos. THE WHITE TRAP se inicia de manera física, mostrando la huida del joven Peter Langley (un poderoso Lee Paterson), quien emerge en la campiña inglesa de una laguna, siendo perseguido por gran cantidad de agentes británicos. Muy pronto descubriremos que Langley ha protagonizado otra de sus numerosas fugas, ya que se encuentra encarcelado por una condena por contrabando. Algo que asegura no haber cometido, y el espectador comparte en sus enunciados, ya que si algo queda claro desde el primer momento, es la seguridad que transmite el personaje, erigiéndose por encima de todos aquellos que le rodean en uno u otro momento.

Y es que, conviene señalarlo ya, el film de Hayers aparece como una extraña mixtura, que por momentos nos remite el Robert Bresson de UN CONDAMNÉ À MORT S’EST ÉCHAPPÉ OU LE VENT SOUFFLE OÛL IL VEUT (Un condenado a muerte se ha escapado, 1956), pasando por los ecos que nos podría trasladar de extrañas muestras que en aquellos años se estaban rodando en el “cinema bis” norteamericano, en especial las dirigidas por Irving Lerner -MURDER BY CONTRACT (1958) y CITY OF FEAR (1959). Unamos a ello que las propias imágenes e incluso la configuración de su protagonista -esa aparente altanería que en el fondo es una demostración de la autoafirmación de su personalidad-, lo podría emparentar sin dificultades con los Angry Young Men que estaban protagonizando los principales exponentes fílmicos del Free Cinema. En la conjunción de dichas características, THE WHITE TRAP deviene una fascinante propuesta en el cine policíaco, que destaca por la hondura de sus perfiles, introducidos paradójicamente con un casi escalofriante sentido de lo inmediato, y haciendo que por comparación, la apuesta ideológica propuesta por Losey en los títulos antes citados, aparezca casi discursiva. Es sin duda una de las grandes virtudes de este admirable relato que pese a no alcanzar la hora de duración, y a poseer un asombroso sentido interno del ritmo, esgrime tal densidad en su desarrollo, que a su conclusión ofrece la sensación de asistir a un largometraje provisto de extraordinaria complejidad. Y todo obedece a la asombrosa inspiración desplegada por su director, quien supo al mismo tiempo extraer lo mejor de sí mismo, de un conjunto en líneas generales poco conocido –presumiblemente escorado a la serie B del cine británico-, pero que se revela de enorme eficacia. Lo admirable del film de Hayers, reside en la precisión que sus imágenes adquieren en el seguimiento del recorrido personal del joven protagonista. Son numerosos los detalles que con apenas una simple pincelada, una mirada o un gesto, saben complementar el perfil más adecuado de la situación vivida, o exteriorizar el elemento psicológico inherente en dicha secuencia. Hay muchos ejemplos al respecto, pero citaré uno que me llamó la atención. Me refiero a la manera con la que se expresa la opresión del protagonista, tras concluir la secuencia inicial de su captura. Se muestran en un plano sus botas antes de ser encuadrado, y recibir la visita de un sacerdote amigo suyo.

A la largo de este escueto metraje, la película ofrece numerosos instantes característicos de dicha corriente. Episodios breves pero contundentes como el casual encuentro con un clavo en el banco donde es sentado esposado, que permitirá Langley escapar una vez más de la policía. El previo encuentro con el director de la prisión –que mostrará su frustración por la actitud desconcertante de este dentro de un recinto caracterizado por su carácter abierto-, la breve visita de su esposa, que nos permitirá comprobar su delicado estado de salud y la dependencia que mantiene con su marido. Lo cierto es que todos y cada uno de los pequeños episodios de THE WHITE TRAP, aportan y proponen información suplementaria, logrando en su conjunto forjar un relato provisto de inusual densidad, sin abusar ni en la presencia de diálogos –que siempre son escuetos, pero dotados de una enorme eficacia-, ni en la extensión de unas situaciones que se tratan con tanta concisión como pertinencia. En realidad, el discurrir del relato tiene su principal foco de interés en las dependencias de un hospital, en donde se encuentra interna la esposa de Langley –Joan (Felicity Young)-, a punto de dar a luz, y con el temor de que dicha circunstancia le cueste la vida, tal y como sucedió con su madre al nacer ella. El protagonista contará con un amigo exterior –al que llamará- para que le ayude a escapar de su casa, realizando este un truco de fingimiento ante un agente que vigila la vivienda, acercándose finalmente a ese recinto hospitalario, esa “trampa blanca” a la que alude el título, que es mostrada con una iluminación lívida que acentúa un cierto tono blanquecino, caracterizada por impersonales pasillos que son mostrados, como el resto del film, sin intención alguna de subrayar o remarcar nada. Todo discurre en su metraje con un extraño sentido de la causalidad. La que mantiene el veterano inspector Walters (Michael Goodliffe), quien no ocultará una cierta admiración hacia Langley –que muy pronto descubriremos fue un auténtico héroe en la II Guerra Mundial, quedando en nuestros días como un auténtico desplazado en una sociedad que intuimos no está hecha para hombres como él, amantes del riesgo-, y al mismo tiempo mantiene un cierto enfrentamiento con el sargento Morrison (Conrad Phillips), de opuesta personalidad a él, y que quizá por ello ha logrado un rápido ascenso en la profesión que molesta a Walters.

Todo adquiere en el acontecer del film de Hayers una extraña concatenación. Como lo tendrá el encuentro del fugado con la enfermera Ann Fisher (Yvette Wyatt), quien poco a poco descubrirá y comprenderá la auténtica personalidad del protagonista, admirando su valor al venir al hospital a visitar a su esposa, y conmoviéndose de manera paulatina por la rectitud de su carácter. Ella le permitirá acceder a contemplar a su esposa instantes antes de su muerte tras dar a luz, en una secuencia de estremecedora intensidad, que precederá a la lucha mantenida por los agentes, quienes finalmente lo reducirán. Las miradas entre Langley y la enfermera tendrán un hondo significado, como lo tendrá el encuentro de este con un niño en el hall del hospital, mientras que Ann contemplará a ese pequeño que su padre no ha podido ni siquiera admirar. Bien pudiera establecerse una nueva relación entre ambos, que apenas queda insinuada, mientras que para Walters, la captura del que podría establecerse como su rival –aunque secretamente cuente con su solidaridad-, le haga sentirse “asqueado”. Demoledora y al mismo tiempo esperanzadora conclusión, para este desconocido THE WHITE TRAP, que al tiempo que no dudo en situar entre las muestras más valiosas del género en Gran Bretaña, me hace tener alerta en el seguimiento de los primeros pasos cinematográficos de Sidney Hayers.

Calificación: 4

NIGHT OF THE EAGLE (1962, Sidney Hayers)

NIGHT OF THE EAGLE (1962, Sidney Hayers)

Según voy acercándome a ciertos títulos que forjaron la producción del cine fantástico y de terror británicos de las postrimerías de los años cincuenta e inicios de los sesenta, se acrecienta mi impresión del impacto que provocó en una vertiente del género, la obra maestra realizada en tierras inglesas por Jacques Tourneur, THE NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957). A pesar de no resultar ser una producción de elevado presupuesto, el arrojo de su propuesta, la singularidad de su atmósfera, la actualización que planteaba de un tema como el satanismo –poco tratado hasta entonces en la pantalla-, con respecto a las producciones de Val Lewton, unido a esa confrontación entre el atavismo y el momento presente o la atmósfera descrita con un destacado papel otorgado a la iluminación en blanco y negro, fueron sobrados elementos a mi juicio que permitieron seguir un sendero de enorme riqueza para el fantastique inglés. Sin estar enclavados en las mismas coordenadas, estoy convencido que sin la existencia –y el impacto- previo del film de Tourneur, hubiera sido más compleja la existencia de otras cimas del género como THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton) o THE HAUNTING (1963, Robert Wise) –rodada en tierras inglesas-, expresadas en sus características en unos derroteros divergentes –e igualmente valiosos- a los predominantes emanados por las producciones de Hammer Films.  Si a ello unimos la creciente importancia que en aquel contexto cinematográfico fue logrando el cine de perfil psicológico de Joseph Losey, podemos entender la existencia de títulos como NIGHT OF THE EAGLE (1962) –jamás estrenada comercialmente en España- inesperada y valiosa gema del género, sin duda obra máxima del previamente competente montador que fue Sidney Hayers, que un par de años antes ya había probado sus armas en el género con un título a mi juicio bien poco destacable, aunque no deje de tener sus seguidores –CIRCUS OF HORRORS (1960)-, y cuya andadura posterior se dirigió a la televisión, aunque en pantalla grande ofreciera títulos tan olvidables como THE SOUTHERN STAR (La estrella del sur, 1969).

 

En cualquier caso, y pese a emerger de un realizador bien poco distinguido, siempre he pensado que el cine fantástico era el marco genérico que podía permitir que cineastas de poco lustre aupados por un momentáneo grado de inspiración y rodeados de un equipo competente, lograran títulos que han pasado a las antologías –me sería muy fácil citar algunos de ellos-. Pues bien, a mi modo de ver este es uno de los ejemplos más rotundos de este enunciado, ya que ni ante la previsión más optimista, se podía prever el logro de una propuesta tan brillante como la que nos ocupa, aunque la presencia en el cuadro técnico de dos guionistas como Charles Beaumont y, sobre todo, Richard Matheson –quien en una entrevista que le realizó Pat McGuilligan no llegó ni a citar este trabajo-, tomando como base la novela de Fritz Leiber Jr., lograron una de las aportaciones más valiosas que el cine ha legado en torno al mundo de la brujería y el satanismo tratado desde una vertiente más o menos fantastique –en una relación que personalmente incluiría HAXÄN (La brujería a través de los tiempos, 1922. Benjamín Christensen), THE SEVENTH VICTIM (1943, Mark Robson), el citado THE NIGHT OF THE DEMON, la casi desconocida EYE OF THE DEVIL (1966, John Lee Thompson), o la posterior THE DEVIL RIDES OUT (1968), por cierto contando asimismo con la prestación como guionista del citado Matheson, unido por única vez con el gran Terence Fisher-.

 

La referencia antes citada con la obra maestra de Tourneur no es gratuíta al analizar NIGHT OF THE EAGLE, y es algo que percibiremos desde sus primeros fotogramas, cuando la llegada de un vehículo –el progreso- a una pequeña universidad ubicada en una campiña inglesa, muy pronto nos acercará a ese símbolo misterioso del águila de piedra que preside el centro, e instantes después  describirá la figura de un joven y emprendedor profesor de sociología –Norman Taylor (brillante Peter Wyngarde, cuya tipología física por momentos remite a un más joven Peter Cushing, y en otros al Jonathan Harker del DRÁCULA fisheriano ¿Causalidad o elección premeditada?-, que en esos momentos explica a sus alumnos el origen de lo que él considera supercherías y supersticiones que han ido ensuciando el progreso de la humanidad. Como si fuera un sucesor del Dana Andrews de THE NIGHT OF THE DEMON se trata de un escéptico que solo confía en el progreso de la ciencia, siendo incapaz de asumir la posibilidad de la existencia de otras fuerzas ajenas a la naturaleza –y en este sentido, será muy explícita la cita que inserta en la pizarra “yo no soy creyente”-. Taylor es un hombre de claro porvenir, a quienes todo su contexto académico da por hecho que va a ser ascendido a una cátedra. Casado con una mujer joven y hermosa –Tansy (Janet Blair)-, quizá no advierta que entre sus compañeros solo es objeto de envidias y recelos, y que de estos ha sido protegido hasta entonces por la acción directa de su esposa... quien no ha dudado para ello en utilizar las armas de la brujería. Es ejemplar a este respecto la manera con la que Hayers sabe mostrar ese microcosmos hipócrita y clasista que rodea el marco universitario, cuando su profesorado y esposas se reúnen un una fiesta convocada por los Taylor. Será este el inicio del apercibimiento por parte de Norman de que su esposa esconde algo inquietante. El nerviosismo de esta a la hora de buscar un elemento –que luego resultará un amuleto maléfico que alguien ha escondido-, será el punto de partida para que el escéptico profesor descubra las práctica realizadas por su esposa, obligándole a quemar los artilugios que esta tenía desplegada por toda la casa, a partir de que dos años antes el matrimonio viajara hasta Jamaica, donde Tansy descubrió el poder de la misma. Como si se tratara de la exacerbación de un drama doméstico –de nuevo nos insertamos en ese terreno psicológico cercano al cine de Losey-, pronto la película adquirirá un sesgo más cercano al cine de terror cuando, de forma involuntaria, se queme una foto del propio Peter, desplegándose con ello una auténtica “Caja de Pandora” en las desdichas de este, y recordándonos de nuevo esas runas que el referenciado film de Tourneur provocarían la muerte del último que las portara. A partir de ese momento, el universo plácido y ascendente de Taylor se vendrá abajo y, sin salir de su asombro, lo más importante de todo es que su seguridad y escepticismo se verán socavados hasta extremos impensables apenas pocos días antes.

 

Son muchos los rasgos que hacen de NIGHT OF THE EAGLE una excelente muestra del cine de terror británico –en aquellos años el más importante del mundo-. Uno de ellos es la extraordinaria lógica y cotidianeidad con las que es descrita el descubrimiento de la presencia de prácticas de brujería en un hogar moderno y confortable, otro es la escalofriante lógica del relato, que sin apenas tregua sabe discurrir por una espiral de inicial inquietud, hasta ir escalando los peldaños del horror más absoluto con un crescendo cinematográfico que alcanza unos minutos finales paroxísticos, sin renunciar a momentos tan inquietantes como el descenso del protagonista hasta un panteón familiar, en la desesperada búsqueda de su esposa, quien no ha dudado en sacrificarse y morir para con ello lograr salvar la vida de ese esposo al que tanto quiere. Sí que hay algo, de todos modos, que separa el título que comentamos del referente tourneriano. Y es que si bien en la magistral obra protagonizada por Dana Andrews en todo momento el realizador francés apostaba por la ambivalencia ante la existencia o no de lo sobrenatural, el film de Hayers “cree” abiertamente no solo en la existencia de dichos métodos, sino en la efectividad de los mismos.

 

Pero lo que de verdad llega a subyugar en esta película, es la creciente tensión interna que va desplegando un relato apacible en sus primeros fotogramas, pero que casi de manera instantánea logra introducir elementos que dejan entrever la inquietud –representada por esas águilas y estatuas de piedra que emergerán como constantes y mudos elementos de amenaza-. A partir de dicha estructura, el film de Hayers no deja un solo minuto de tregua al espectador, dotado de un ritmo modulado con rara perfección, su planificación se centrará en un notable aprovechamiento de los primeros planos de los actores, por lo general situando a estos teniendo como fondo elementos de producción y escenografía que sirvan para completar el sentido de cada escena planteada. Unas escenas que, en progresión creciente, irán insertando al protagonista en la vivencia de una experiencia terrorífica que sobrepasará cualquiera de sus hipótesis, hasta sufrir una aterradora persecución de la humanizada águila que hasta el momento presidía en forma de piedra el instituto, o incluso descubrir que en esas tareas de brujería se encontraba otra persona también practicante de la misma –no en sentido protector, como la esposa de Taylor-, sino en su vertiente totalmente negativa. Todo ello, conformará un conjunto magnífico, en el que no se atisba prácticamente ninguna fisura, aunque encontremos en la secuencia de la persecución exterior y nocturna del profesor por parte de esa aterradora águila, ecos de la secuencia similar que culminaría el citado THE INNOCENTS de Clayton –el encuentro final en el jardín entre la institutriz y el niño que encarnaba Martín Stephens-.

 

La pura y simple justicia, estimo que de una vez por todas debería situar NIGHT OF THE EAGLE –jamás estrenada comercialmente en nuestro país-, en el lugar que merece; el de  suponer una de las grandes obras del cine de terror británico de inicios de los sesenta, además de una de las propuestas más valiosas que el cine ha legado sobre la temática de la brujería. El hecho de venir firmada por un nombre poco distinguido, o las influencia detectadas y antes señaladas, en modo alguno nos impide reconocer que asistimos ante un resultado magnífico y, como tal, el film de Hayers debe ser ubicado en el lugar que le corresponde.

 

Calificación: 4