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CINEMA DE PERRA GORDA

Tod Browning

A 6 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXVII) DIRECTED BY... Tod Browning

A 6 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXVII) DIRECTED BY... Tod Browning

Tod Browning, maestro de lo bizarro, de pie, en el centro de la imagen, junto al reparto más insólito -y entrañable- de la Historia del Cine, el de la excepcional FREAKS (La parada de los monstruos, 1932)

 

TOD BROWNING... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(6 títulos comentados)

WEST OF ZANZIBAR (1928, Tod Browning) Los pantanos de Zanzíbar

WEST OF ZANZIBAR (1928, Tod Browning) Los pantanos de Zanzíbar

1928 es un año crucial para la Historia del Cine. En su discurrir se encuentra y percibe una asombrosa madurez de un lenguaje propio, que ya intuía la prematura y quizá inoportuna llegada del sonoro. Un adelanto técnico que truncó la necesaria serenidad visual, que en su defecto se truncó en un obsesivo predominio del lenguaje hablado, por medio de aquellas temibles talkies. Pero no adelantemos acontecimientos, ya que nos encontramos en un limitado ámbito, sobre el que florecieron un admirable ramillete de obras maestras, que avalaron ese estado de gracia que albergaba el arte cinematográfico. A mi modo de ver, Tod Browning albergó un año antes la que quizá siga siendo su más valiosa obra silente -THE SHOW (El palacio de las maravillas, 1927)-, y en 1928 se encuentra su mítico título perdido, sobre el que se especula tanto, hasta el punto de intuir que pesa sobre él más la leyenda de lo inalcanzable, que la previsible valía de su resultado. Me refiero a LONDON AFTER MIDNIGHT (La casa del horror), de la que firmó un remake sonoro con la irregular, pero nada desdeñable MARK OF THE VAMPIRE (La marca del vampiro, 1935). Ese mismo 1928, rodaría WEST OF ZANZIBAR (Los pantanos de Zanzíbar), penúltima de sus colaboraciones con el actor Lon Chaney, y que viene a erigirse como quizá de manera inconsciente, como un auténtico resumen de lo que hasta entonces había definido el estilo temático y fílmico del cineasta, centrado de manera especial en su colaboración con un intérprete tan magnífico como personalísimo en sus performances en la pantalla. Partamos de la premisa de la errónea adscripción de Browning como especialista del cine de terror, antes habría que situarlo como uno de los grandes practicantes del drama bizarro. En realidad, sus películas por lo general orillan por completo cualquier atisbo sobrenatural, plasmando por el contrario dramas desgarrados, a partir de cuyo tratamiento de la imagen y desaforada adscripción dramática, asumen esa sensación abigarrada, excesiva y casi pesadillesca que, a fin de cuentas, fue la que ha permitido que su cine permanezca vigente hasta nuestros días. A partir de esa base, preciso es reconocer que en WEST OF ZANZIBAR se da cita una especie de mirada recopilatoria en torno a ese mundo reiterado por Browning título tras título. A saber. De entrada, permite a Chaney recrear uno de sus personajes torturados. Ese mago Phroso -nombre que será recuperado por Browning en su posterior y magistral FREAKS (La parada de los monstruos, 1932)-, enamorado de manera tierna de su amada esposa, a quien utiliza en un truco que simula recuperarla de la muerte. Sin embargo, ella ama secretamente a Crane (Lionel Barrymore), aunque no se atreve a revelar al mago sus auténticos sentimientos. Una vez este descubre el engaño se peleará con su rival en el amor, quedando paralítico en una pelea, y huyendo los dos amantes. Son estos unos primeros minutos magistrales, llenos de fuerza expresiva, que concluirán con uno de los instantes más hermosos de la película; aquel en que el ya paralítico Phroso contempla a su amada muerta ante el altar de una iglesia, teniendo al lado una niña, que considera fruto de su nueva relación -ya que ha transcurrido margen de tiempo desde que ella lo abandonara-.

Podría pensarse a tenor de lo descrito, que nos encontramos ante una obra admirable. No es así; lo que contemplaremos posteriormente nunca llegará a este nivel. Ello sin embargo no impide reconocer la valía de esta película, que de manera elíptica nos traslada a varios años después, cuando el torturado protagonista se traslade hasta Zanzíbar, al objeto de llevar a cabo su venganza contra Crane, a quien culpa de la muerte de su amada. Ello permitirá a su realizador, trasladarnos a un entorno oscuro, asfixiante e inquietante. A pesar de ser secuencias rodadas en estudio, el espectador siente en carne propia esa asfixia de un mundo atrasado y grotesco, dominado por las crueles supersticiones de los indígenas, en donde todo el mundo se siente vigilado -ese indígena que en todo momento otea el interior de la cabaña de nuestro protagonista-, y en el que nuestro protagonista recibe el apelativo de “Piernas muertas”, desplegando su coreográfico y al mismo tiempo patético sentido del movimiento -permitiendo por otro lado las habilidades de Chaney-. Este no cejará en su empeño a la hora de vengarse de Crane, buscando para ello a la joven y ya crecida Maizie (Mary Nolan), a la que ha recogido tras encontrarse en un burdel. Sin embargo, una inesperada sorpresa romperá sus planes. En el instante en que esta sea presentada ante su rival, él le señalará carcajeándose que en realidad es hija de Phroso. Es el momento en que para él, el odio y el afán de venganza se vislumbrará inútil, apareciendo el recuerdo del ser a quien amó, cuyo fruto tiene delante de sí mismo. Ello no evitará la muerte de su rival, pero sí aparecer la conciencia de lo inútil de su comportamiento. Sin embargo, todo parece ya tarde. Las supersticiones de los lugareños apelan a la muerte de la muchacha, que ha visto por otro lado en el fiel ayudante de Phroso -Doc (Werner Baxter)-, un inesperado encuentro con una nueva forma de vida, carente de sordidez y, sobre todo, un encuentro con el amor.

A partir de ese momento, aflorará en el vengativo mago, la necesidad de una catarsis que busque una redención personal, que pase necesariamente por su sacrificio, no sin posibilitar todos sus esfuerzos para que esa hija hasta entonces lejana a su mundo, pueda ser salvada del sacrificio. Una vez más, el cine de Browning no se medirá a través de la pertinencia de sus argumentos. Y sí, por el contrario, con la intensidad con la que se entregaba a unos desaforados dramas, que en sus mejores momentos dejaban entrever la escuela adquirida en el cine de Griffith. WEST OF ZANZIBAR es una muestra evidente de ese mundo intenso, desgarrado y personal, que articuló buena parte de lo mejor de su cine.

Calificación: 3

THE UNHOLY THREE (1925, Tod Browning) El trío fantástico

THE UNHOLY THREE (1925, Tod Browning) El trío fantástico

Rodada al amparo de una recién creada Metro Goldwyn Mayer, en la que Irving Thalberg logró recuperar la figura de un Tod Browning que no encontraba ni en su mejor momento profesional -su relación con la Universal se había roto- ni personal -su adicción con el alcoholismo era notoria-, lo cierto es que THE UNHOLY THREE (El trío fantástico, 1925), nos devuelve parte de las características que dotaron de personalidad y garra a su obra. Es más, no encontramos grandes diferencias con buena parte de los títulos previos que forjaron su fama en la mencionada Universal, y ejerciendo de alguna manera esta película como puente hacia logros posteriores -aunque en su momento no se consideraran como tales-. Me refiero, por supuesto, a la posterior aparición de la excepcional FREAKS (La parada de los monstruos, 1932), su obra cumbre, que sigo considerando la mejor y más arriesgada película jamás rodada en dicha década. En esta ocasión, Browning incide –quizá con más querencia por el melodrama-, por ese aspecto bizarro de su cine, y también por la inclinación en la descripción de seres marginales, por lo general descritos a través del mundo del circo y las atracciones feriales.

Con una estructura circular en la que su secuencia final nos devolverá a la de apertura -descrita en una barraca de feria-, en ella el espectador pronto conocerá a los personajes que protagonizarán la ficción. Estos serán Echo (una excelente composición de Lon Chaney, revestida de ambivalencia y humanidad), un ventrílocuo enamorado desde el primer momento de Rosie (Mae Busch), otra de las personas que se encuentran en dichas instalaciones festivas. Allí también están el irascible Tweedledee (Matt Moore) -que años después formaría parte del cast de la citada FREAKS-, un enano con cuerpo de niño, o el rudo y forzudo gigantón Hercules (Victor McLaglen). A instancias del carismático Echo, y sin que Rosie perciba malignidad en sus intenciones, se unirá junto a los dos compañeros de funciones, abriendo una pajarería en la que este se vestirá de anciana, ejerciendo las funciones de dueña del recinto, y sin que la joven sepa en modo alguno en la insólita dualidad del personaje, que aprovechando sus dotes con la imitación de voces, puedan vender pájaros que simulan emitir sonidos. Gracias a dichas triquiñuelas conseguirán pingües beneficios, en un comercio en el que contarán como dependiente, además de con Rosie, con el joven Hector (Matt Moore). Será este último con el que irá acercándose de manera progresiva la muchacha, con la consiguiente desesperación del ventrílocuo. Todo ello discurrirá de manera paralela con los crecientes golpes del trío de delincuentes, que en un momento determinado se escaparán de la mano a Echo, puesto que tanto Hercules como, sobre todo, Tweedledee, irán a la captura de unas joyas de las que dispone un cliente al que ha visitado junto a este. En dicho asalto se producirá el asesinato de este distinguido componente de la sociedad, crimen que la policía investigará, y que les acercará hasta la pajarería. Será el momento de inculpar del asesinato al ingenuo Hector, intentando lograr con ello librarlo del alcance de Rosie. Todo ello no serán más elementos que provocarán el estallido emocional del relato. De un lado Hector será sometido a un juicio implacable en el que no puede encontrar pruebas que avalen su inocencia, mientras que los sicarios de Echo se marcharán hasta una cabaña, llevando allí un gorila que se encontraba en el establecimiento.

No cabe duda que cuando Browning asume la realización de THE UNHOLY THREE –que por cierto vivió un remake sonoro de la mano de Jack Conway, con Chaney repitiendo el mismo rol, en el que constituyó su último papel fílmico, antes de su prematura muerte-, había depurado en gran medida ese elemento bizarro de su cine. es algo que se plasmará en esta ocasión, en ese en principio siniestro rol, matizado poco a poco por esos elementos sentimentales que irán marcando la evolución de ese Echo, que comenzará y finalizará la película con una lúcida proclama, en la que se encierra en el fondo su concepción existencial. Aunado por su convincente encarnación de esa falsa anciana que llegará a engañar a la propia Rosie, lo cierto es que la película logrará modular esa descripción de personajes casi al límite, en la que el siniestro Tweedledee se erigirá como su vértice más visible. Ya en la propia secuencia de apertura, comprobaremos en su enfrentamiento con los visitantes del barracón, como exteriorizará su lado violento cuando unos pequeños se burlan de él. El alcance siniestro de Tweedledee tendrá no pocas manifestaciones; la malsana ironía que desempeña cuando simulando ser un bebé juega con las joyas que los agentes buscan, o su don de gentes a la hora de programar actos delictivos. Actos en los que se encierra el lado oscuro del ser humano, y que tendrán una expresión casi escalofriante en la secuencia en la que el gorila que mantienen encerrado los delincuentes, se rebele de la celda en que se encuentras confinado, asestando su golpe mortal contra el enano y el propio Hercules.

Sin embargo, la atención de Browning se centra en el proceso que se sigue contra Hector, al que acudirá Echo una vez se ha escapado de la “madriguera” en la que se encontraba junto a los dos delincuentes –y, por ello, se libre del final de ambos-. En un formidable bloque narrativo, caracterizado por la fuerza de un montaje en el que primará la fuerza de los primeros planos, el acusado no encontrará –ni su abogado defensor- indicios que prueben una culpabilidad a la que se ve abocado. El ventrílocuo –al que antes Rosie ha prometido amor, si logra que lo declaren en libertad-, intentará introducir sus habilidades forzando a que el acusado hable solo moviendo la boca –mucho antes, Browning introducirá una ingeniosa manera de destacar en la pantalla los supuestos comentarios de los pájaros del comercio, a modo de viñetas rotuladas en el fotograma-. Sin embargo, viendo que sus argucias no facilitarán dicha circunstancia, finalmente e in extremis, cuando se disponía a deliberar el jurado, estallará su confesión de que él no fue el autor del crimen.

La elipsis cerrará el relato. A Browning no le interesa el seguimiento criminal de su resolución. Sus intereses van por otro lado. Será el momento en el que de forma indirecta, Echo buscará su redención… por amor. En una conclusión quizá menos dura y cruel que en otros de sus títulos precedentes, pero sin duda más delicada y bella, simulará no corresponder al sentimiento que en teoría ella le manifiesta por su acción, prefiriendo que dedique el futuro sentimental de su vida a quien realmente tiene en su corazón. Ello permitirá ese final, existencial y al mismo tiempo lúcido, en el que nuestro ventrílocuo es mostrado en la misma atracción de feria que al principio, reiterando esa proclama de su definición personal, a la hora de vender al público una publicación que señala cuenta cosas de su vida. THE UNHOLY THREE quizá no acentúe esa querencia de Browning por lo bizarro, pero es indudable que afila sus armas como melodrama sólidamente construido, y es precisamente en el equilibrio logrado entre ambas vertientes, y en la fiereza con la que se insertan episodios dotados de especial tensión dramática, en contraposición con otros en los que domina la esencia de los sentimientos, donde se encuentra a mi modo de ver lo mejor de esta atractiva obra de un gran realizador, que se encontraba presto a filmar sus más grandes obras, y también a mostrar en su filmografía posterior esos desequilibrios que siempre caracterizaron la misma.

Calificación: 3

THE SHOW (1927, Tod Browning) El palacio de las maravillas

THE SHOW (1927, Tod Browning) El palacio de las maravillas

No es la primera vez en la que he manifestado -junto a los numerosos elementos que hicieron de Tod Browning uno de los primeros y más representativos exponentes de un cine basado en la oscuridad de los comportamientos del alma humana, o como auténtico buceador de ese mundo bizarro que se esconde en cualquier marco que insertara sus acciones-, esa sensación que mantengo en ocasiones de vislumbrar en su obra, más que la de un gran director, la de un extraordinario muñidor de secuencias que se mantienen en la retina que, por el contrario, no siempre se mantienen lo suficientemente ligadas al conjunto de su cine, en especial el de esa amplia y pródiga producción que tuvo su expresión en la década de los años veinte. Un dilatado corpus en que, unido a sus innegables cualidades, el hecho de que contara en ellos como protagonista al mítico Lon Chaney, propició que su valoración en ocasiones se ubicara más allá de cualquier elemento de cuestión. Como se podrá deducir en estas líneas, disiento de aquellos ditirambos entusiastas –a partir de aquellos títulos insertos en aquel periodo que he podido contemplar-, lo cual me permitirá quizá que reconocer mi admiración casi rendida hacia THE SHOW (El palacio de las maravillas, 1927) adquiera un mayor valor. Es más, no dudo en considerar esta película la mejor de la casi veintena de títulos de Browning que he podido contemplar hasta la fecha, con la sola excepción de la mítica –y en esta ocasión el calificativo es absolutamente merecido- FREAKS (La parada de los monstruos, 1932), clásico cuya única presencia, permitiría que el nombre de Browning ocupara un lugar de excepción en la historia del cine de la década de los años treinta.

¿Qué es lo que, bajo mi punto de vista, permite que THE SHOW adquiera un grado de valía bastante superior a la obra precedente del cineasta? Respondería con facilidad, señalando que en ella se vislumbra un atisbo de madurez, una progresión en su estilización narrativa, que se enriquece a los aspectos ya marcados en la andadura previa de su obra. Es decir, en sus imágenes –sobre todo en su tramo inicial-, encontramos ese mundo temático, visual e incluso bizarro, que Browning había constituido como elemento vector de su modo de entender el hecho fílmico. Sin embargo, en esta ocasión asistimos a un relato más elaborado, provisto de un superior grado de densidad y, ante todo, incorporando en su seno una extraña dosis de estilización formal, a la que cabría unir una creciente querencia por una pureza melodramática, que quizá emparente más que nunca a Browning con su maestro Griffith. Cuando el realizador de THE UNKNOWN (Garras humanas, 1927) nos había demostrado sobradamente esa capacidad innata –y quizá solo compartida por realizadores como Erich Von Stroheim-, para transmitir esa vertiente oscura, animal y dominada por instintos visuales en los que se esconde esa sexualidad reprimida como motor de comportamientos en apariencia irracionales, de un mundo que revela más podredumbre que la que aparece bajo la faz de su cotidianeidad, es cuando con THE SHOW logra sublimar un sustrato temático reiterado en numerosas –quizá excesivas- ocasiones. En su lugar plantea una ficción que avanza de manera vertiginosa en esa visión sombría de la existencia, introduciendo en la misma además una apuesta por el amor como elemento sublimador, digno de las ficciones filmadas en aquellos años por nombres como Murnau o Borzage.

La película se inicia en una localidad rural de Hungría, asistiendo a la venta de unas reses de ganado por parte del propietario de unos pastos. Será una venta cerrada con satisfacción a partes iguales, contemplada por un ser de dudosa catadura, del que muy pronto intuiremos desea apropiarse del dinero de la transacción. La acción se traslada a una sala del Budapest de principio de siglo, dominada por el encanto y la capacidad de seducción que sobre sus atracciones sobrelleva el joven Cock Robin (John Gilbert). Capaz de subyugar a los espectadores que se dejan embaucar por las atracciones que ofrece el recorrido por las instalaciones de dicho recinto, su atractivo personal le hará ser merecedor de fama por su carácter mujeriego, rozando con ello una personalidad impía que no duda en aprovecharse de la debilidad de las mujeres a las que corteja, entre las que se encuentra la ingenua Lena (Gertrude Short), precisamente hija del vendedor de ganado que hemos conocido al iniciarse la película. Pero al mismo tiempo, Ronin coquetea descaradamente con la joven e insinuante danzarina que interpreta en el show el personaje de Salomé (Renée Adorée), en donde interpreta el personaje del bautista. La extraña y sensual relación que entre ambos se establece, adquiere los vértices de un peligroso triángulo, al ser esta la amante del dueño del establecimiento –The Greek (un joven Lionel Barrymore)-, un ser malvado y sin escrúpulos que organizará el crimen del ganadero, prolongando su irrenunciable inclinación por senderos perversos al proyectar una venganza en contra de Robin al advertir la relación que le une a la danzarina.

En realidad, la base argumental de THE SHOW no deja de tomar como base una serie de convenciones habituales dentro del folletín más desaforado. Sin ser estas desdeñables –puesto que se encuentran en las mismas una serie de matices de considerable calado-, lo cierto es que lo que permite considerar la excelencia de su resultado fílmico, es precisamente la intensidad, el grado de riesgo, la garra y, en última instancia, el lirismo, que Tod Browning pone en práctica en el que quizá pueda ser considerado mejor film de su periodo silente –una opinión que solo dejo en el aire en la medida de no haber accedido a diversos de los títulos que forman su pródiga producción en aquel periodo, aunque cierto es que sí he contemplado los más reconocidos del mismo-. Desde el primer momento, el cineasta despliega esa capacidad para insertar al espectador en el contexto de unas ambientaciones sombrías, que en sus primeros fotogramas se brindarán rurales, para casi de inmediato llevarnos a un Budapest que bien podrían ser los bajos fondos de cualquier ciudad norteamericana que tanto caracterizaron sus títulos mudos de años precedentes. Browning muy pronto mostrará una especial facultad a la hora de incardinar en el extenso y memorable episodio que nos muestra la actuación inicial de su protagonista masculino –al que John Gilbert proporciona de una excelente ambivalencia, mezcla de cinismo y vulnerabilidad, en el que sin duda se erige como uno de los trabajos más brillantes de su carrera-, subyugando a un público entregado con las diferentes falsas deformidades que se encuentran expuestas en ese recinto en el que sus asistentes desean ser sorprendidos y. quizá por encima de todo, sublimados en la mediocridad de sus existencias cotidianas. Serán instantes que parecen preludiar la posterior y rotunda apuesta de FREAKS, y que culminará con esa magnífica recreación de la representación de “Salomé”; un fragmento excelente que funciona a varios niveles. En uno de ellos se revela tan convincente como cualquiera de las ficciones emanadas de los títulos filmados por un Cecil B. De Mille, asistiendo además a la singularidad de descubrir todos los trucos que esconden dicha representación. Pero de la misma manera, esa capacidad de mostrar perfiles contrapuestos, no nos evitará contemplar las actitudes admiradas de las féminas que asisten al espectáculo –que conocen la fama de mujeriego de Robin-, o incluso la lucidez del responsable al admitir el tirón que este tiene con el público. Pero la propia representación de Robin convertido en Juan el Bautista, adquirirá una animalidad sexual en los gestos y actitudes que recibirá por parte de la encargada de representar a Salomé, que muy pronto revelará sus celos por el interés que su partenaire masculino demuestra hacia la inocente Lena –un interés solo centrado en las posibilidades económicas que le puede proporcionar beneficiarse de los negocios que mantenía el asesinado padre de esta-.

A partir de este conjunto de elementos, Tod Browning se distancia de manera mucho más clara que en ocasiones de lo puramente bizarro, huye de forma casi total de cualquier inclinación con el fantástico –solo en ese tercio inicial la mostración de la sala de atracciones ofrece ciertos matices en dicho sentido- y, en su defecto, se inserta a pecho descubierto en las aguas inicialmente cenagosas pero finalmente limpias de un melodrama intenso, en el que las actitudes más repulsivas e incluso criminales –las demostradas por The Greek, la dureza inicial esgrimida por un protagonista sin escrúpulos, que no duda en exigir de Lena que le pague la cena-, van modulándose hasta adquirir una catarsis que es plasmada en la pantalla por el gran realizador con una homogeneidad y grado de inspiración que, personalmente, solo he apreciado superar en su obra en la eternamente señalada FREAKS. Hay en THE SHOW un regusto por el detalle malsano, las miradas de los intérpretes se encuentran utilizadas con una fuerza expresiva admirable, como lo son la utilización de esas escenografías desarrolladas en casi su totalidad en interiores recargados y dominados por una sensación opresiva, a los que la presencia de cierta imaginería religiosa –ese crucifijo que emerge tras una puerta-, quizá quiera patentizar esa posibilidad de sublimar un mundo degradado en el que, tal y como es planteado por el cineasta, en esta ocasión, sí se atreverá a apostar por la esperanza en la pureza de los sentimientos. Y para ello, nuestro protagonista masculino vivirá sin pretenderlo el ejemplo que le manifiesta mientras se encuentra escondido en el altillo de la casa de la danzarina, la serenidad envuelta en desesperación, de ese viejo ciego que aparece como vecino de la vivienda, y que solo desea antes de morir contemplar a ese hijo al que cree se encuentra luchando en el frente, pero que en realidad se encuentra  a punto de morir ahorcado. No nos importará en ese caso tener que asumir esa extraña casualidad que ofrece su argumento. Lo que sí nos conmoverá -sobre todo, a Robin-, es descubrir que ese viejo invidente en realidad es el padre de la danzarina que nos había parecido frívola, y que no duda en inventarse falsas cartas para esconder la realidad de la situación del que es su hermano.

Será en el involuntario descubrimiento de dicha circunstancia, cuando ese joven hasta entonces desprovisto del más mínimo sentimiento noble, vea derrumbada esa muralla de ruindad, cayendo rendido ante la pureza y entrega brindada por la muchacha. Reconozco, llegados a este punto, que puede hasta resultar sorprendente contemplar una secuencia así filmada por unos de los cineastas más relevantes que el séptimo arte brindó a la hora de hacernos partícipes de nuestras bajezas como seres humanas. Pero así es el arte de la pantalla, y uno no puede más que conmoverse ante una de las escenas de reconocimiento de la pureza del amor absoluto más hermosas jamás brindadas por las postrimerías del cine mudo. Maravillosa conclusión ante una película que en sus poco más setenta minutos manifiesta una impecable progresión dramática, que valoriza hasta extremos inmaculados el gusto por el detalle y, que, justo es reconocerlo, abrió nuevos caminos en la obra del cineasta, quizá no suficientemente explorados por Browning en la medida que la llegada del sonoro impidió que esa veta intimista tuviera una debida continuidad. Dejando en el aire dicha apreciación, lo cierto es que THE SHOW es una más de esa pródiga presencia de grandes títulos que, en los últimos pasos del cine silente, nos siguen demostrando la inutilidad que la industria de  Holywood promovió a la hora de implantar el sonoro en su producción. La historia está ahí y nadie puede cambiarla, pero el ejemplo que nos brinda la extraordinaria madurez mostrada por Browning –lo reitero, en mi opinión no siempre tan inspirado como se suele señalar-, es uno más dentro de una relación de amplio y gozoso calado.

Calificación: 4

THE WICKED DARLING (1919, Tod Browning) La rosa del arroyo

THE WICKED DARLING (1919, Tod Browning) La rosa del arroyo

Contemplar un título tan remoto en el tiempo como THE WICKED DARLING (La rosa del arroyo, 1919. Tod Browning), adquiere una doble cualidad. La primera aglutina el hecho de suponer una producción que durante muchos años se consideró perdida, hasta que se encontró una copia de la misma –con un notable grado de deterioro e incluso la ausencia de ciertas imágenes, que son representadas con fotos fijas- en la filmoteca holandesa. Por otro lado, huelga señalarlo, nos permite reconocer en ella la sencillez y también la eficacia que ya entonces mostraba el cine de Tod Browning, ofreciendo una enorme coherencia en la obra de quien siempre se ha tenido como uno de los grandes nombres del cine de terror. Una calificación cuando menos reductora, cuando más procedente sería definirlo como uno de los precursores en el dominio de los resortes del melodrama, a través de cuyos códigos pudo brindar una visión de la existencia sombría e incluso desgarrada, postrada en los confines de la desesperación. Será un contexto en el que también se insertará con una rotundidad más acusada- la obra de David Wark Griffith o la más menguada en producción pero igualmente influyente de Erich Von Stroheim. En muy pocos años, las primitivas muestras en las que heroínas y personajes maniqueos dominaban una producciones sencillas, destinadas a captar las emociones de un público ávido de vivir la magia de la pantalla, evolucionaron hasta muestras más complejas, destinadas sin pretenderlo al enriquecimiento de los resortes de un lenguaje cinematográfico, que aún no había manifestado su más alto grado de complejidad.

Dentro de dicho consejo, Browning muestra en THE WICKED… un modelo que iría reiterando con diversas variantes en años sucesivos, incorporando en ellos de manera progresiva matices que balancearían sus posteriores obras dentro del terreno de lo bizarro, faceta en la que logró erigirse como un consumado especialista. Haciendo el esfuerzo de obviar esa posterior y prolija producción –de la que quizá no haya podido acceder a todos los títulos que debiera-, lo cierto es que el título que comentamos mantiene, pese a la lógica simplicidad que puede conferirle una producción casi serial –la copia que se conserva no llega a alcanzar la hora de duración- filmada hace nueve décadas, un nada despreciable grado de interés. La misma se inicia con la metáfora de contemplar esa rosa que se deja caer en la orilla de la acera de un suburbio, a partir de la cual en apenas poco planos, Browning nos describirá dos mundos que muy pronto aparecerán entrelazados. Por un lado el representado por la joven Mary Stevens (Priscilla Dean, protagonista de un buen número de títulos de este periodo de la obra de Browning), componente de un pequeño gang de delincuentes que comanda su novio, Stoop Connors (Lon Chaney, en la primera colaboración con un director al que permanecería ligado en buena parte de sus roles más memorables) y en el que se encuentra también el dueño de un local de prestamos y compra de objetos –Fadem (Spottiswoode Aitken)-. Los tres se dedican a robos y actividades delictivas. Es su auténtico modo de vida, coordinando sus actividades dese una taberna en la que parecen haber establecido su cuartel general. Por otro lado, la acción nos mostrará el rechazo que ha recibido Kent Mortimer (Wellington A. Player) por parte de su hasta entonces prometida –Adele Hoyt (Gertrude Astor)-, al confesarle que se ha quedado arruinado. Esta le devolverá su anillo de compromiso y justificará su rechazo invocando el nombre de sus padres –que poco después solo mostrarán su preocupación al comprobar que no le ha devuelto también un collar de perlas que este le regaló en el pasado-. Cuando Adele abandone junto a sus padres el lujoso recinto donde ha permanecido, sus perlas caerán en la salida del mismo siendo estas recogidas de inmediato por Mary, huyendo de inmediato e introduciéndose en la lujosa vivienda de Kent –dentro de un giro argumental ciertamente poco convincente-. Allí se esconderá hasta que se encuentre con este, revelándole Kent en su primer trato con ella, que todo lo que contempla va a perderlo al día siguiente. Para la muchacha, hasta entonces ligada en todo momento a actividades delictivas, el encuentro y la sinceridad que le brinda el derrotado Mortimer, propiciarán el abandono del mundo que hasta entonces le rodeaba –incluso abandonando a Connors-, decidiendo trabajar como camarera en un modesto restaurante. Allí se reencontrará de manera inesperada con este, comprobando que vive de forma casi miserable, hospedado en la habitación de una vivienda en la que debe varias de sus mensualidades. Será el inicio de una sensible relación entre ambos, aunque ella jamás se atreva a reconocerle que robó aquel collar de perlas y también el anillo de compromiso que sustrajo en su visita furtiva a la que fue su mansión –y que venderá para pagar las mensualidades atrasadas, propiciando que sus hostiles caseros le brinden un trato más agradable-. Sucederá todo ello tras el enfrentamiento que protagonizará un celoso Connors al descubrir el nuevo destino de su compañera sentimental y, sobre todo, la relación que mantiene con Kent, a quien incluso herirá de un disparo en un brazo. Dicho episodio y la conciencia de Mary de que nunca podrá asumir el amor de Mortimer cuando este descubriera que fue la autora del robo de las joyas, lo separarán de él, retornando a ese mundo de delincuencia en el que estuvo inmersa en el pasado, aunque ya nada pueda ser igual para ella.

Envuelta en ese contexto de melodrama simple y al propio tiempo desaforado en sus momentos más intensos, THE WICKED DARLING supone una muestra primitiva de la caracterización que dicho género promovía en el seno de una cinematografía como la norteamericana, aún pendiente de una mayor complejidad, aunque demostrativa de eficacia dentro de los límites que su enunciado podía ofrecer. Dejando de lado esas ingenuidades inherentes a un medio y unas bases dramáticas aún carentes de la hondura que poco tiempo después emergería en el cine USA, lo cierto es que Browning se muestra diestro a la hora de describir ambientes sombríos y siniestros. Sabe desde el primer momento mostrar diferentes maneras de entender la ruindad humana, por más que aparezca con tintes más expresionistas en aquellos que rodean las clases más primitivas y ligadas con la delincuencia. Pero no es menos cierto que esa querencia tendrá una mayor efectividad, cuando esta se manifiesta en la representación de colectivos sociales –el cinismo que muestran Adele y sus padres; la intolerancia que describen los dueños de la vivienda donde se encuentra hospedado Kent ante los impagos de este-, alcanzando en dichos momentos un carácter revulsivo y casi transgresor. En su aspecto puramente visual, el film de Browning destacará en la expresividad con la que se utiliza el primer plano, de forma especial cuando estos se destinan a los rostros tan marcados como los de Connors, Fadem, o el muy primitivo y animal que describe al dueño de la taberna en donde estos preparan todos sus delitos, pero que junto a su brutalidad –los retratos que cuelgan en su taberna y su propia personalidad, nos permiten intuir que fue boxeador-, une una conciencia de lo que estima justo, que a fin de cuentas se revelará decisivo a la hora de evitar un final trágico en la emboscada que los dos delincuentes propician en Mortimer. Unamos a ello la capacidad con la que el realizador logra trasladar a la pantalla momentos bañados de melancolía –el plano fijo en el muelle del puerto junto al mar, donde Mary se encuentra dispuesta a suicidarse, el compartido en el que la joven recuerda la definición que Kent le había formulado sobre la pureza existente en su comportamiento-, detalles como la variación observada en el vestuario de nuestra protagonista, ratificando esa “purificación” que se trasladará a su personalidad, o la sordidez que muestra la secuencia que culminará con el intento de apuñalamiento del arruinado pero noble amante de Mary. Serán todos ellos, elementos que en su conjunto conformarán la relativa vigencia de un film modesto e incluso revestido de simplicidad, pero que a partir de dicha perspectiva, no solo mantiene su vigencia, sino que nos permite ratificar el prematuro atractivo del cine de Browning.

Calificación: 2’5

THE BLACKBIRD (1926, Tod Browning) Maldad encubierta

THE BLACKBIRD (1926, Tod Browning) Maldad encubierta

Aunque en determinados ambientes goza de una notable estima, no puedo compartir ese quizá desmedido aprecio existente en torno a BLACKBIRD (Maldad encubierta, 1926. Tod Browning), que se suele destacar entre las numerosas colaboraciones que en los años veinte mantuvieron el director Tod Browning y la gran estrella de lo “bizarro” que fue Lon Chaney. He tenido ocasión de contemplar hasta el momento cuatro de los diez títulos que formaron dicho tándem en la pantalla, y de ellos destacaría indudablemente la posterior THE UNKNOWN (Garras humanas, 1927), que sigue manteniéndose como una de las mejores obras de Browning.

Con ello no quiero afirmar que el resto de títulos en que participaron ambos carezcan de interés, pero creo que en su conjunto responden a un patrón de similares características. A saber; ambientación sórdida y a poder ser exótica, inicios atractivos, tono folletinesco, personajes y sentimientos muy exacerbados y labor de Chaney en personajes contrapuestos y, a poder ser, torturados.

A tales características responde, plano a plano, THE BLACKBIRD, que tiene uno de los inicios más memorables del cine de Browning. Tras presentar el entorno en que se desarrolla la historia –los barrios bajos del Londres de finales del siglo XIX-, nos ofrece una galería de rostros decrépitos y sufrientes que habitan en aquel entorno. Hombres y mujeres que son mostrados en primer plano, conformando una auténtica fauna humana que casi se puede interpretar como una opción moral por parte del realizador norteamericano. En esta ocasión prescindirá de entornos exóticos para centrarse en las personas, que en este caso son individuos de escasos recursos, seres azotados por la adversidad y toda una galería de rostros de lejana ascendencia dickensiana. Entre ellos convive el ladrón “Blackbird” (Chaney), que en realidad y para burlar el cerco policial posee una especie de hogar de beneficencia, comandado por su aparente “hermano bueno”. Este no es más que él mismo, adquiriendo físicamente la personalidad del benefactor llamado “The Bishop”, e interpretado lógicamente por el propio Chaney. Tras esta falsa apariencia, simulará sufrir una considerable malformación que le obligará a exhibir una ostentosa cojera.

Con el paso de los años, creo que la ingenuidad del planteamiento es la que, a mi juicio, limita las cualidades de esta película –esa poco creíble dualidad de personajes que en ningún momento advierten los que le rodean-. Pero estoy convencido que en su momento tal posibilidad surgió como sugerencia del propio Chaney, para permitirle una nueva demostración de sus inimitables cualidades histriónicas. En este caso se expresará en uno de sus dos personajes, bajo el que encarna un falso minusválido. Curiosamente, creo que resulta mucho más vigente su recreación del ladrón, que le permite describir un trabajo lleno de sutileza, y que se manifiesta especialmente en las secuencias desarrolladas en el salón. Allí contemplará admirado y posteriormente celoso a Fifi (Renée Adorée), a la que ha descubierto en una actuación. Sin embargo, esta queda prendada del elegante ladrón West End Bertie (Owen Moore). Contrariado por una fascinación no correspondida, Blackbird pondrá en práctica todas las artimañas posibles para hacer fracasar una relación que está a punto de llegar al matrimonio. Desde hacer llegar a la muchacha la condición de ladrón de su enamorado –este se rehabilitará posteriormente y devolverá todo lo que ha robado por amor a la joven-, hasta forzar la persecución de su rival amoroso por parte de la policía, pasando por crear falsos recelos a cada uno de los dos enamorados, haciendo uso de la falsa presencia del “hermano piadoso”. En este sentido, es curioso comprobar como Browning sorprende gratamente a la hora de plasmar el amor que se expresa entre Fifi y West End Bertie, mientras que por el contrario toda esta serie de argucias puestas en práctica por “Blackbird”, son excesivamente deudoras de los peores tics folletinescos.

Los últimos instantes de THE BLACKBIRD subliman sin embargo esa querencia folletinesca con tintes moralizantes, al sufrir el bandido en su cuerpo esas dolencias que siempre había fingido, y muriendo al ocultar el dolor que siente para que la policía no descubra en él al delincuente sin escrúpulos. Todo ello ante la mirada triste de su antigua amante, que ha descubierto casualmente la dualidad que se esconde en él. Una conclusión tan granguiñolesca como efectiva que, aunque permita una nueva exhibición de las facultades de Chaney, en buena medida describe las virtudes e ingenuidades de esta apreciable propuesta silente de Tod Browning.

Calificación: 2’5

OUTSIDE THE LAW (1921, Tod Browning) Fuera de la ley

OUTSIDE THE LAW (1921, Tod Browning) Fuera de la ley

Según uno se va acercando a la filmografía de Tod Browning, va apreciando en ella una indiscutible personalidad, un singular internamiento en el terreno de lo “bizarro” –que se manifiesta en esa exacerbada desmesura de lo melodramático- y también –y eso es algo que no se suele mencionar en exceso a la hora de valorar su trayectoria-, la manifiesta irregularidad de sus películas –incluso las más valiosas, con la excepción de esa genialidad llamada FREAKS (La parada de los monstruos, 1932) que vale por sí sola para asegurar una lugar en el olimpo del cine a su autor-. En ocasiones he tenido la impresión de que Browning era un director extraordinario a la hora de expresar sensaciones extremas, pero que se acomodaba de forma desigual al seguir un argumento de forma más o menos convencional. Esa circunstancia, y la teatralidad o insuficiencia de bastantes de los argumentos que rodó, me transmiten esa sensación.

Y algo de ello se produce –aunque se trate de una película incluida en el cine mudo al que aportó títulos brillantes, tanto entre los que he contemplado como en varios otros de los que solo puedo hablar por referencias- en OUTSIDE THE LAW (Fuera de la ley, 1921), un argumento del propio Browning que llevó de nuevo a la pantalla ya dentro del sonoro en 1930, y que hoy día queda como un ligeramente polvoriento argumento policíaco revestido de moralina, dentro de las producciones que en aquellos años filmó para la incipiente Universal. Se trata de una historia escorada hacia el folletín, en la que se entremezclan una ambientación exótica propia de un entorno oriental, y cuenta con la presencia de Lon Chaney en un doble papel –entre ellos el del malvado gangster Black Mike Sylva, que será vencido al finalizar la película-. Y todo ello al servicio de Priscilla Lane, una apática y escasamente carismática actriz para la que Browning dirigió varias películas de similares características.

Pero hablábamos de irregularidad en su cine, y ello conlleva también en este caso elementos bastante positivos, que tienen una clara manifestación en los fragmentos iniciales del film, en donde se describe con un considerable dinamismo el ambiente del barrio chino de San Francisco. Se ofrece en una considerable escenografía y su consustancial sentido de lo siniestro, incidiendo en esa vertiente ya entonces tan propia del cine de su autor, y que con el paso del tiempo sería uno de sus más importantes rasgos de estilo.

En este contexto se registrará la detención de Silent Madden (Ralph Lewis), el padre de Molly (la Lane), un hombre de turbio pasado recuperado para la vida honesta de la mano del viejo pensador de las tesis pacifistas de Confucio –Chang Lo (E. Alyn Warren)-, cuyo libro de pensamientos es lo primero que aparece en la película. La trampa ha sido tendida por el malvado Black Mike, que ha logrado que acusen falsamente a Madden de asesinato por medio del tiroteo que ha provocado deliberadamente. Resentida por la injusta encarcelación, su hija repudiará la actitud contemplativa del viejo pensador chino que compartía con su padre, y se encaminará a un robo de joyas ayudada por Dapper Bill (Wheeler Oakman), que al mismo tiempo ha sido aleccionado por Black.

No obstante, el joven se mostrará sincero ante Molly y le relatará el plan urdido, escondiéndose ambos tras ejecutar el robo para lograr que el gangster se delate en la búsqueda del botín. En este periodo ambos jóvenes sufrirán el acoso de la policía, pero de forma paralela su relación irá estrechándose hasta que puedan contraatacar al malvado que encarna Chaney cuando finalmente los encuentre y acuda a alcanzar el botín, logrando que los agentes del orden lo capturen y finalmente lograr la liberación del padre de la muchacha.

Todo ello se producirá, en líneas generales, atendiendo en sus mejores momentos a las enseñanzas e influencias técnicas heredadas de Griffith. Es por eso que la planificación es ajustada y está llena de ritmo, logrando ese fragmento inicial lleno de atractivo que logra atraer el interés del espectador. Cierto es que en su bloque central la película se estanca, precisamente en aquellos fragmentos en los que los dos jóvenes se encuentran recluidos en su apartamento. En los mismos, y aún lamentando el escaso atractivo demostrado por la protagonista en la pantalla, pese a todo se logra reflejar una cierta claustrofobia, sus sentimientos y diferentes formas de enfrentarse a la situación, introduciendo el personaje de un niño vecino que primero se encariñará con Dapper Hill, y posteriormente con Molly –en una excelente, divertida y dinámica secuencia melodramática-, logrando con su presencia “airear” unos instantes de peligrosa tendencia a la teatralidad.

Con la visita de Black Mike al apartamento para apoderarse de las joyas, OUTSIDE THE LAW recupera esa tensión que la había definido en sus minutos iniciales -además de evidenciar las malas condiciones de conservación de la película-, culminando de forma tan simple y moralista como llena de ritmo, una pequeña pero en ocasiones vibrante intriga policíaca de resabios folletinescos, lograda atmósfera y espléndida escenografía, en la que no faltan incluso ciertos planos descriptivos exteriores de San Francisco, insertados con gran frescura.

 

Calificación: 2’5