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CINEMA DE PERRA GORDA

THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (1927. Ernst Lubitsch) El príncipe estudiante

THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (1927. Ernst Lubitsch) El príncipe estudiante

¡Que genial, maravilloso y hermoso es ser príncipe y posteriormente rey! Así lo proclamarán expectantes un grupo de niños y otro de muchachas ante la foto del pequeño príncipe heredero Karl Heinrich (encarnado en su corta edad con pasmosa sensibilidad por Philippe De Lacy), en uno de los pasajes iniciales de esta película. Y así lo hará un viejo matrimonio al contemplar la caravana real cuando este se ha casado y ya ha asumido el rostro de Ramón Novarro. Podría decirse que THE STUDENT PRINCE IN OLD HEIDELBERG (El príncipe estudiante, 1927. Ernst Lubitsch) supone una de las primeras recurrencias del gran realizador alemán en el mundo de la opereta, que más adelante se haría familiar en su trayectoria sonora.

Sin embargo, no son estos los principales objetivos de esta ya –digámoslo ya- extraordinaria comedia romántica, aunque se base en una obra de época original de Wilhelm Meyer-Förster –In Old Heidelberg-. El título que nos ocupa puede situarse por derecho propio entre las cimas del cine de su autor, pero fundamentalmente me hace pensar –y es algo que antes he leído manifestar en diversos comentaristas-, en la maestría de Lubitsch en un tipo de cine que realmente no cultivó en exceso en su trayectoria posterior. Y es que si bien nadie puede dudar de la ironía, capacidad de la sátira, franqueza y atrevimiento sexual y talento narrativo que desplegó el alemán a lo largo de una trayectoria, creo que me atrevería a preferir el Lubitsch romántico, delicado y evocador que predominó en algunas de sus películas o en fragmentos de algunas de ellas, y que bajo mi punto de vista no se expresó con más frecuencia de la deseable. Es por eso que se disfruta con la perfecta combinación de elementos satíricos, de juego escénico, de utilización de escenarios y decorados y de maestría cinematográfica que despliega la que quizá sea su cima en el cine mudo. Pero, con todo, creo que no seré el único en afirmar que por encima de todo, THE STUDENT... muestra una delicada historia de amor y, fundamentalmente, la trayectoria de un personaje que aparentemente lo ha tenido todo en su vida, pero en el fondo le falta lo fundamental en cualquier ser humano para desarrollarse como tal; libertad de elegir y de amar.

Es evidente que de no mediar las enorme capacidades del director, la historia que se nos muestra no dejaría de ser una vuelta más de tuerca en torno a la infelicidad de los ricos y los poderosos y la felicidad de los súbditos. Pero afortunadamente, había un gran hombre de cine por en medio, y con él, con su sutileza y sensibilidad se muestra una hermosísima, agridulce y finalmente frustrada historia de amor, que transformará a las dos personas que la han vivido y, sobre todo, a ese joven sensible y retraído, que solo tuvo en su vida una pequeña oportunidad para salir de esa verja real tejida por las instituciones, el estado y la tradición.

THE STUDENT... tiene un cuarto de hora inicial realmente asombroso. En él se mostrará la maestría de Lubitsch para describir los personajes con muy pocos trazos. Apenas unos escasos planos excelentemente planificados y unos pocos subtítulos nos definen al rey Karl VII (Gustav von Seyffertitz). Por la ironía de sus súbitos se desprende que es un hombre frío y adusto, y así nos lo manifestará su actitud al recibir a su sobrino y heredero Karl Heinrich. En una secuencia magnífica –que parece prefigurar el encuentro de John Sims ante el cadáver su padre en THE CROWD (...Y el mundo marcha, 1928. King Vidor)-, descubriremos la férrea educación que este ha tenido y, sobre todo, la ausencia del cariño de una familia –fundamentalmente, un padre-. El niño es separado de su cuidadora y prácticamente recluido tras las rejas de palacio. En su interior no podrá desarrollarse como un pequeño normal y contemplará con nostalgia como otros niños se divierten. Solo tendrá un asidero de sensibilidad en la figura de su preceptor -Friedrich Jüttner (Jean Hersholtz)-. Este intentará ofrecerle, mas allá de la educación propia de sus futuras responsabilidades, ese cariño ausente en su entorno.

El príncipe será enviado –junto a su preceptor- a Heidelberg a efectuar sus estudios. Aquello será para nuestro protagonista el auténtico “paraíso perdido” en su vida. Allí podrá convivir con otros estudiantes, evadiendo el rígido protocolo y, por encima de todo, encontrará sin pretenderlo el amor de su vida, representado en Kathi (Norma Shearer). En ella encontrará ese hálito vital hasta ahora ausente en su juventud, viviendo con ella un apasionado y al mismo tiempo sencillo romance a ras de tierra. Pero por encima de sus sentimientos se hará presente la fuerza y severidad de los aparatos del estado, que obligarán al heredero a retornar a palacio al enfermar gravemente el rey. Con la esperanza de volver a reunirse con su preceptor y su amada, Kart Heinrich se marcha... pero de allí el retorno se aparecerá realmente casi imposible, máxime cuando su tío muere y él asume la corona. Pese a su nostalgia y desapego al cargo, atenderá la solicitud del primer ministro y llegará a firmar la convocatoria de su boda por intereses de estado. Pero ello no le impedirá volver, siquiera sea por una vez, y cuando realmente en el fondo sabe que aquello no podrá ser más que una despedida, a reunirse con aquel paraíso que vivió y con la persona que despertó en él un sentimiento ya jamás alcanzado en su vida.

THE STUDENT... afortunadamente, apuesta claramente por el Lubitsch romántico, delicado, sensible e incluso conmovedor. No por ello quiere decir que en sus secuencias se omita esa querencia sarcástica de su autor, que se hace visible ya en esos planos en los que la muchedumbre muestra ridículamente sus respetos al paso de la comitiva del rey Karl VII. A lo largo de su metraje se desplegarán numerosas muestras en esa línea, o la presencia de personajes y situaciones decididamente inclinadas hacia la comedia –ese mayordomo estirado que aparece en los momentos menos oportunos, la secuencia en la que la pareja protagonista pasea en una canoa que conduce un anciano personaje que casi es sobrellevado por el peso de los amantes a un lado, y que respetuosamente se pone de espaldas a los amantes para preservar su intimidad, o las constantes ironías que se ofrecen con los estamentos estatales y militares, que son constantemente ridiculizados en sus amaneramientos.

De igual modo, es patente en todo momento la maestría narrativa de Lubitsch, que se manifiesta en la excelente planificación, la dosificación de los movimientos de cámara –ese travelling de retroceso que muestra la decepción del ya proclamado rey cuando acude de nuevo a la taberna donde encontró a su amada y la contempla casi abandonada-, la destreza a la hora de desplegar sobreimpresiones –esa rueda del carruaje en el que Karl se marcha de su paraíso ya para siempre, que funde con la carroza en la que discurre el cortejo del monarca recién casado-, e incluso en la imaginativa utilización de los subtítulos –los amantes pronuncian el nombre de su oponente en los momentos pasionales y el subtítulo se agranda- ciertamente el film de Lubitsch en un todo un catálogo de admirables decisiones cinematográficas, que en cualquiera de sus aplicaciones no solo tienen una justificación, sino que en muchos de sus momentos se antojan incluso obligadas.

Pero con admirar esa personalidad visual y cinematográfica, creo que lo que más cala a la hora de contemplar THE STUDENT... es la capacidad para la melancolía y la evocación. Es en ese encuentro del heredero todavía niño con ese preceptor que será para él su auténtico padre –y que además prefigura en sus rasgos y aspecto, maravillosos secundarios posteriores en el cine de su autor encarnados por actores como Félix Bressart o Frank Morgan-; en el dramatismo que tiene la forzada despedida previa de su niñera o el romanticismo que desprenden los instantes vividos con Kathi en una pradera cuyas flores son mecidas por el viento, o en la propia secuencia en la que los dos se despiden para siempre, sabiéndose partícipes de una sensación y sentimiento que perdurará en sus vidas –un hermoso y doloroso precedente de la memorable conclusión de SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1960. Elia Kazan). Pero por encima de estos y algunos otros momentos, hay dos secuencias que podría incluirse sin duda alguna entre los mejores momentos legados por el cine silente. El primero de ellos será el que muestra –con un absoluto off narrativo-, la muerte del preceptor de Karl. Un rótulo señala que el ya proclamado rey ofreció públicamente sus sentimientos por la muerte de su predecesor, pero secretamente lloró otra muerte. La cámara nos muestra un cementerio rural por el que aparece una melancólica Kathi llevando un ramo de flores a la tumba, de la que pronto veremos es el desaparecido doctor, y cuya lápida –se muestra- ha sido ofrecida por su agradecido alumno. Previamente, y antes de su marcha, la fortuita llegada del Primer Ministro a Heidelberg, le mostrará al heredero la necesidad de que regrese a palacio debido al delicado estado de salud del rey. Pocas veces el cine ha mostrado de forma tan efectiva ese estado de desconcierto, en el que el mundo se le viene encima a una persona. Con un montaje perfecto y una planificación atrevida en plano medio de Karl junto al gobernante, sentimos en carne propia ese desamparo emocional y la casi obligatoriedad de renunciar a aquello que deseamos y nos puede hacer feliz.

Mucho se podría hablar de esta espléndida película, en la que creo que resultó muy acertada la elección de Ramón Novarro en el personaje protagonista. Su semblante delicado y pasivo –unido a una buscada inexpresividad de matiz keatoniano-, se ajustan muy bien al personaje. No puedo decir lo mismo de una Norma Shearer que ya empezaba a demostrar ser una auténtica muñeca kitsch y que supone uno de los escasísimos lunares de este film admirable. Esa pequeña sombra y la recurrencia a algunos –afortunadamente contados- instantes de carácter coral y deudores de la opereta –afortunadamente subvertidos con sentido de la ironía-, no pueden, ni de lejos, empañar un título que cabe situar, por merecimiento, entre las cumbres del cine mudo.

Calificación: 4’5

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