STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur) [Estrellas en mi corona]
Quizá el mayor placer que se puede sentir cuando puedes acceder a una película de un realizador que admiras y de la que solo has tenido referencias, prometedoras referencias cabría matizar, es comprobar como tus instintos ante la misma se hacen realidad y te dejas llevar ante la fuerza y la delicadeza de sus imágenes. Cuando su visionado parecía casi una quimera, he aquí que por fin poder disfrutar de STARS IN MY CROWN (1950, Jacques Tourneur) –inédita en España, como en buena parte de los países europeos, y emitida por vez primera por televisión con la traducción literal de ESTRELLAS EN MI CORONA- nos lleva a una de sus mejores obras y, en sí misma, una película bellísima, plácida y turbadora al mismo tiempo, que resulta absolutamente personal y de forma paralela ofrece notables singularidades en el conjunto de la obra tourneriana.
En algunas de sus no demasiado habituales declaraciones, Tourneur confesaba que al encontrarse con la historia y el proyecto de STARS... –original de una novela de Joe David Brown, quien manifestó al realizador que la película mejoró su original literario-, se quedó prendado del mismo, y prácticamente suplicó dirigirla, lo que motivó que finalmente pudiera cumplir su deseo con un salario bastante inferior al suyo habitual. Se trataba de un proyecto muy modesto que estaba destinado a un joven realizador, que podría entroncarse con una determinada serie B de la Metro Goldwyn Mayer, y que en esta misma temática brindaría títulos tan insólitos como INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown). La conjunción de un director tan delimitado en su trayectoria precedente por la estética de un estudio tan contrapuesto como la R.K.O. y la más lujosa de la M.G.M., pienso que se salda con una simbiosis de ambos looks visuales, registrándose quizá una mayor estilización dentro del modelo que el célebre y conservador estudio imponía en sus producciones, y contando además con la ventaja de la elección del blanco y negro.
No es de extrañar que la historia interesara al realizador francés, en la confluencia entre la ciencia y la fe que plantea y, por supuesto, en la posibilidad de mostrar otra mirada personal a un género poco reconocido en otros países –el denominado Americana-, pero que legó al cine algunos de sus títulos más memorables, de manos de algunos de sus nombres más valiosos, y que el propio Tourneur ya había abordado indirectamente con CANYON PASSAGE (Tierra generosa, 1946). Esa evocación del pasado del pueblo norteamericano, es la que permite surgir una variante genérica habitualmente escorada al western –su ubicación temporal lo acerca-, pero que incluso puede abordar historias no muy lejanas en el pasado, pero ubicadas en lugares de E.E.U.U., en los que parece que se ha detenido el tiempo –un ejemplo perfecto de ello sería la reciente BROKEBACK MOUNTAIN (2005, Ang Lee)-.
No es el caso de STARS..., que se desarrolla en la pequeña localidad sureña de Walesburg. La cámara describe un suave travelling de retroceso, mientras discurren los títulos de crédito, y encuadra una pequeña, modesta y reluciente iglesia de madera, de cuyo interior surgen los cánticos de sus feligreses –en especial el que da título a la película-. Muy pronto, la voz en off de John Kenyon –ya adulto- nos evoca un pasado de esta su pequeña ciudad cuando él era niño –y que en estas edades está encarnado admirablemente, como siempre, por el que quizá fue el niño prodigio más talentoso que jamás surgió en el cine de Hollywood; Dean Stockwell-. Un pasado que describe con sencillas evocaciones, que se ven reflejadas con unos pocos planos descriptivos, sencillos, reveladores y hermosos, en los que se define un lugar plácido y casi paradisíaco. Un rincón quizá surgido de un sueño divino y en el que con brevedad se plasmará el episodio de su llegada al mismo a la localidad, convirtiéndose en su personalidad más relevante; el pastor Grey -uno de los mejores trabajos de Joel McCrea, quien veneraba esta película-.
Y lo cierto es que episodios son los que definen la aparentemente sencilla estructura de esta maravillosa película, que en una aproximación puede resultar esencialmente descriptiva, pero en la que realmente todos sus elementos están medidos con extremada perfección revestida, no obstante, de simplicidad. Un ejemplo al vuelo; cuando el pequeño John bebe y se baña en el agua del pozo de la escuela, se detiene en cerrar las tablas que lo cubren y parece que resulte un detalle innecesario. Más adelante, comprobaremos que será el origen de las fiebres tifoideas que ejercerán como una de las situaciones más dramáticas de la cinta.
En este pequeño mosaico lleno de sensualidad, de aparente paz, de contacto con la naturaleza, de conflicto entre fe y ciencia, de contrapunto entre ética y moralismo, y que no evita plasmar esa cara ignominiosa de un pasado quizá demasiado idealizado –la presencia del ku-kus-klan en la apacible comunidad-, Tourneur suaviza las aristas de su inigualable visión del horror y el fantastique. En su lugar, brindará unas constantes pinceladas llenas de modulación y sensualidad, marcada por unos personajes que se conocen y respetan, en otras que buscan la aceptación como tales tanto a nivel personal –el joven Doctor Kalbert Harris (James Mitchell)-, como en su integración en su vocación –esa inicial confrontación entre el pastor y el nuevo doctor, que finalmente se disipará al entender ambos la necesidad de su presencia en el seno de la comunidad-. Una comunidad esta en la que incluso cuando algunos de sus miembros están a punto de linchar al viejo convecino negro –Famous (Juano Hernández)- y van cubiertos con la capucha racista, la cámara del realizador reconoce la verdadera identidad de sus “respetables” miembros, mientras el pastor los va mencionando dando lectura a un inexistente testamento del viejo hombre de color.
Ciertamente, es necesario contemplar varias veces STARS... para poder apreciar su grandeza. La grandeza de un retrato coral, de pequeñas historias, algunas de ellas quizá insustanciales, pero que en su conjunto conforman un todo en el que, casi por un destino divino, nada es casualidad. Y es que aunque los dos pequeños amigos reflexionen en un plano bellísimo sobre el carro lleno de heno y en marcha, que es lo que harían si por un día fueran Dios –eligiendo que siempre fuera verano; ambos mezclan en esa aparentemente ingenua afirmación su deseo de disfrute de la infancia y el propio carácter del pueblo que habitan-, lo cierto es que los fotogramas de esta película –que debe urgentemente ser reconsideraba una de las grandes obras del cine americano de finales de los cuarenta-, son uno de los mayores poemas visuales que legó un hombre que evidentemente amaba su país de adopción. Pero, al mismo tiempo, ello no evitó que a partir de su ascendencia europea, proyectara en su obra una mirada crítica, siempre a partir de su primacía como auténtico creador de formas.
Esa cualidad de artista verdadero, está evidentemente presente en esta película, si podemos hacer un esfuerzo por distanciarnos de unos personajes y situaciones realmente pregnantes en su reconocida sencillez. En ella está presente esa tendencia a la abstracción en su puesta en escena –el extraño aparato para ahuyentar los insectos que otorga un singular carácter a una simple conversación de sobremesa; la breve panorámica a partir del aparato desenebrador de hilos que se describe hasta el convalenciente John; el atrevido instante en que la maestra –Faith (Amanda Blake)- abraza a su prometido, el Dr. Daniel; su cabeza baja y ese gesto nos permite contemplar el sombrero del que este extrajo una aguja de adorno en el momento que la conoció-. Al mismo tiempo y, de forma pasmosa, Tourneur logra hacer estallar la pantalla con sentimientos absolutamente contrapuestos –unos cánticos de fondo hablando del mas allá nos avanzan que la enferma a la que va a visitar el pastor, en una escena plasmada con una enorme y sombría belleza con el tratamiento de la luz a unas sábanas tendidas en interiore, va a fallecer-; el asombroso montaje que sucede a la sanación de Faith contrapuesto con la virulencia de la cruz ardiendo que simboliza el ku-kus-klan; el contraste entre la placidez de la salida campestre del doctor y Faith, con el repentino apercibimiento de la muerte de su padre -culminada con la breve descripción del funeral, en el que se comprueba el afecto que los vecinos sentían por su viejo médico-.
STARS... es una gran película por todos estos y muchos otros factores. Uno de ellos, es comprobar como en un relato aparentemente alejado a sus inquietudes habituales, Jacques Tourneur fue uno de los más personales talentos que surgió en el séptimo arte. En el film se detecta su inequívoca utilización de la iluminación en interiores, el uso dramático de las sombras; la que proyecta la tía de John –Harriet (Ellen Drew)- cuando habla con su esposo el pastor ante el pequeño convaleciente, que de nuevo utiliza el tren como elemento amenazador –el ferrocarril que deja detrás la alegría y enfrenta al Dr. Daniel Kalbert Jr. con la muerte de su padre, tal y como ya había hecho previamente en EXPERIMENT PERILOUS (Noche en el alma, 1945) y BERLÍN EXPRESS (1948) y posteriormente reiteraría en NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957)- y que una vez más expresa la malsana atracción de lo maravilloso –la fascinación de John ante los trucos que le realiza el charlatán, planificada de idéntica manera que la secuencia del brujo satanista en la mencionada NIGHT OF THE DEMON-.
Detalles, sobrias descripciones e intensas sensaciones, que además de disfrutar de un título hermoso, que se emparenta con el OUR TOWN de Thorton Wilder –estupendamente llevado a la pantalla por el generalmente gris Sam Wood-, con toda la literatura existente en estas historias descriptivas tan genuinamente americanas, pero que al mismo tiempo nos ratifica en esa sensación de ser un fragmento –uno de los más privilegiados, al tiempo que de los menos conocidos-, de ese todo que conformó la filmografía –tan ocasionalmente irregular como generalmente admirable- de Jacques Tourneur.
Un título tan sencillo como excepcional, que puede que contenga la secuencia más hermosa del cine de su director –lo que equivale forzosamente a decir que es uno de los grandes momentos de la historia del cine-. Me refiero al breve instante en que la plegaria del pastor logra invocar el designio divino y prácticamente devuelve a la vida a Faith, a la cual su enamorado, el Dr. Kalvert, no puede ya ayudar con su ciencia. Justamente comparada con el cine de Dreyer, Tourneur logra hacernos sentir en ellos el flujo divino de forma contenida, modulada y conmovedora. Creyente como era y al mismo tiempo enormemente interesado por los descubrimientos y el aporte de la ciencia, en esta ocasión plasmó los instantes más intensos, racionales y al mismo tiempo sobrenaturales, no solo de esta gran película, sino quizá del conjunto de su obra.
Puede que a consecuencia de acometer esta película, el caché del realizador francés descendiera drásticamente y no pudo recuperarse de ello en varios años. Pero la intuición de un artista sensible le llevó a recrear en la pantalla una de las gemas de su filmografía, que en varias ocasiones el mismo destacó como su mejor obra, pero ante la que en sus imágenes nos hemos conmovido y sentido muy de cerca. Una pequeña obra maestra que debemos reivindicar con la fuerza que nos sea posible, hasta llevar a ubicar su cetro entre los más grandes títulos de su artífice y también del periodo cinematográfico en que la misma se inserta. Que así sea.
Calificación: 4’5
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Luis Tovar -