CAMILLE (1921, Ray C. Smallwood)
Mas allá de los grandes títulos que conformaron una galería irrepetible de películas, el cine mudo además de perfeccionar los perfiles y rasgos de un lenguaje específicamente cinematográfico, logró insertar corrientes estéticas y plásticas en su desarrollo artístico. Pero creo que sería injusto limitar este periodo fundamental para el desarrollo del séptimo arte a sus mejores exponentes, e ignorar la presencia compartida de numerosas películas de escasísimo interés destinadas únicamente para públicos poco exigentes que encontraban en el cine una oportunidad de entretenimiento. Junto a esta producción de carácter alimenticio, coexistió otra –afortunadamente de mucha menor significación-, que podríamos englobar como rarezas o de carácter pretencioso, cuyo único interés estaba centrado en la posibilidad de un film d’art basado sobre todo en una atractiva dirección artística.
Presumo que este es el caso de CAMILLE (1921, Ray C. Smallwood), que se cuenta entre las primeras adaptaciones que el cine acogió de la célebre novela romántica de Alejandro Dumas. En esta ocasión concurrían además como principales soportes el grupo formado por la actriz Nazimova, el guión de June Mathis y la dirección artística de Natacha Rambova. Se trataban todos ellos de personalidades extravagantes muy ligadas en sus actividades en el seno del Hollywood naciente, y era lógico que esta característica tuviera su justa presencia en la película. Y es que en sus imágenes, en primer lugar destaca de forma muy especial la presencia de unos decorados modernistas que finalmente se erigen como protagonistas de la película. Este rasgo se hará evidente en el diseño del teatro parisino con que se iniciará el film y, sobre todo, la residencia de Camilla (Alla Nazimova), definidos con círculos y líneas curvas, y posibilitando que a través de los ventanales se haga presente la incidencia de la meteorología –tan importante para la evolución del personaje-.
Pero lo cierto es que el interés de CAMILLE empieza y termina ahí. La labor que la Nazimova realiza de su personaje resulta del todo punto ridícula, contribuyendo a esta molesta sensación la exagerada peluca que porta, acompañada de una gestualización amanerada e inadecuada. Sin embargo, justo es decirlo, el joven Rudolph Valentino demuestra sensibilidad y naturalidad, en un contexto donde el esquematismo es evidente, como lo es la sumisión a la inadecuada protagonista y un relato que en su resultado cinematográfico hay que valorar como un auténtico –aunque estático- delirio estético. Una oportunidad al mismo tiempo de comprender el discutible talento de la misteriosa Nazimova y, quizá lo más interesante, apreciar los primeros pasos de un Rudolph Valentino al que quizá se debería reconsiderar en su auténtico talento tras la pantalla –la naturalidad y sencillez que desprende su encarnación de Armand resulta ciertamente encantadora-, dentro de una auténtica arqueología del cine silente.
Calificación: 1’5
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