NEVER LET GO (1960, John Guillermin) Hasta el último aliento
En diversas ocasiones he señalado la necesidad que hay de revisar y reconsiderar buena parte del cine popular que se realizó en el ámbito británico entre los años cuarenta y sesenta, más allá de los comúnmente establecidos hitos que se suelen reseñar sobre su andadura. Es decir, mas allá de la Hammer Films, el Free Cinema, los Estudios Ealing o la trayectoria de determinados realizadores prestigiados y representativos del país, lo cierto es que nos encontramos con títulos estimables y no pocas sorpresas, que en bastantes ocasiones casi obligan a esa revisitación. Personalmente he sido partícipe de algunas de ellas en calidad de espectador cinematográfico y, mas allá de haber podido descubrir algunos grandes títulos en líneas generales apenas reseñados, esta especial inclinación personal al cine inglés me ha permitido descubrir piezas del conjunto de una producción llena de interesantes muestras en los diferentes géneros clásicos –con la excepción del western, aunque algunos de ellos también hubo en la industria británica-. Estas películas trasladaban las inquietudes temáticas y visuales emanadas del cine USA, pero al mismo tiempo asumían elementos europeos y no dejaban de mostrar una visión de la realidad de su país. Pocas cosas han sido más injustas en la valoración del hecho cinematográfico, que ese desprecio que la crítica francesa demostró hacia las muestras que expresaba el país vecino –quien diría eso, viendo como evolucionó finalmente la producción de Truffaut y compañía con el paso del tiempo-.
Dentro de esta valoración conjunta, es indudable que uno de los géneros que mayor proyección tuvo en las pantallas británicas fue el policíaco, bajo cuyos rasgos se desplegó un gran número de títulos firmados por realizadores como Basil Dearden y tantos otros. Una tradición que se prolongó hasta bien entrados los años sesenta y en la que se incorporaron realizadores de la talla de Joseph Losey o incluso antes Jules Dassin, ofreciendo en su seno algunas de sus más valiosos exponentes. John Guillermin fue también partícipe de esta larga tendencia, dirigiendo algunos títulos que se podrían englobar entre la discreción y una serie de cualidades artesanales consustanciales a esta vertiente –relatos sombríos y con una inconfundible ambientación urbana desarrollada en entornos grises-. Uno de ellos es NEVER LET GO (Hasta el último aliento, 1960), que si es recordada en alguna referencia, indudablemente lo hace por la insólita composición dramática y brutal de Peter Sellers, que encarna a un mafioso que negocia con el robo y la venta de vehículos robados. No es nada nueva, por otra parte, esta inclinación interpretativa, puesto que por aquellos años incidió en esa vertiente dramática en sus dos colaboraciones con Stanley Kubrick –incluso en dos de sus tres papeles en DR. STRANGELOVE... sus caracteres se alejaban de la comedia-. De todas formas, no deja de ser chocante verlo encarnar a un estraperlista progresivamente iracundo al comprobar como sus productivas prácticas delictivas se vienen abajo merced a la intromisión del timorato empleado de una firma de cosméticos –John Cummings (Richard Todd)-.
Será realmente Cummings el protagonista de la película, que en sus líneas fundamentales, y más allá de sus rasgos policíacos de cine negro “a la inglesa” desplegados, se erige en la crónica límite de un hombre definido en la inseguridad de su trayectoria vital, apegado a una aparente comodidad con su mujer y sus dos hijos, pero que cuando se derrumba su elemento de progreso y proyección –le roban su coche en la entrada del edificio en donde trabaja-, no tendrá más alternativa psicológica que luchar y combatir el robo del que ha sido objeto –en el que además se vislumbra su única posibilidad de supervivencia laboral-, intentando con ello legitimarse como persona. Una interesante premisa que proporciona un cierto rasgo de originalidad y que permite destacar esta película de entre el conjunto de aportaciones policiacas de la época, aunque bien es cierto que elementos de estas características ya habían sido insertadas –con mucha mayor complejidad y gama de matices-, en títulos como BLINT DATE (La clave del enigma, 1959) o THE CRIMINAL (El criminal, 1960), ambas del ya citado Joseph Losey, en el segundo enunciado erigiéndose probablemente como el mejor exponente que el cine británico brindo al género policíaco en toda su historia.
A partir de ese robo en apariencia intrascendente, el film de Guillermin desarrolla un relato tenso, por momentos enfático, en otras sumamente eficaz en sus trazos psicológicos, caracterizado por una atmósfera turbia y descrita en un espléndido blanco y negro de indudable herencia noir –obra del prestigioso Christopher Challis, igualmente operador de la mencionada BLINT DATE-, y en la que funcionan bastante bien las descripciones físicas de los personajes, antes que una intriga finalmente de limitadas intenciones –se desarrolla en un espacio de tiempo bastante concreto y su resolución es ciertamente inocua-. Pero las imágenes de NEVER LET GO atienden sobre todo a las sensaciones y confrontaciones de sus protagonistas. Desde el cruel instante en que Meadows (Sellers) machaca la mano al joven delincuente que tiene a su servicio –Tommy (la naciente estrella rock inglesa Adam Faith)-, hasta la tensa secuencia en la que Cummings y su esposa se enfrentan ante el deseo de esta de que abandone su lucha para recuperar el coche, pasando por otros tan espléndidos como las secuencias que rodean la presencia y los ataques contra el modesto vendedor de prensa –Alfil (Mervyn Johns)- o, por supuesto, la cruel y física pelea que mantienen Cummings y Meadows, narrada y descrita con un sentido de la violencia que no recordaba desde BLOOD ON THE MOON (1948, Robert Wise). Todo ello, contribuye al atractivo de una pequeña película que destaca igualmente en su dirección de actores –el conjunto de su reparto resulta sumamente eficaz, y sorprendentemente Richard Todd responde con fuerza al encarnar a su inicialmente débil protagonista-, pero que es indudable que debe su existencia a un cúmulo de influencias que, eso es innegable, logran un resultado final realmente interesante. Es una prueba más de la eficacia de este cine realizado con tanta competencia artesanal como un logrado sentido de la atmósfera, que quizá en el momento de su estreno quedó en segundo término ante la presencia en su país de muestras mucho más atrevidas estética y temáticamente, pero que con el paso de los años revela el uso competente de fórmulas de probada eficacia, mostrando una solvencia hoy día lamentablemente escasa en el cine de nuestros días. Destacar, eso si, lo chirriante de la banda sonora compuesta por el posteriormente prestigiado John Barry, empeñada en introducir en todo momento variaciones jazzisticas a una historia que pedía un tratamiento musical más sutil y mesurado.
Calificación: 2’5
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