SANDS OF IWO JIMA (1949. Allan Dwan) Arenas sangrientas
Es bastante probable que contemplar en nuestros días un título de las características de SANDS OF IWO JIMA (Arenas sangrientas, 1949. Allan Dwan), pueda invitar a más de un aficionado a una mirada cómplice y teñida de condescendencia, al comprobar el despliegue de estereotipos del cine bélico que se extienden en su metraje. Pero al mismo tiempo –y creo que forma contundente-, el film de Dwan ofrece algunas de las páginas más brillantes del género, y destila en su aparente visión triunfalista, una nada solapada mirada amarga hacia unos seres a los que la vivencia de la guerra no hacen más que reflejar en algunos casos un fracaso existencial, y en otros una desesperada mirada hacia delante a la hora de intentar buscar un sentido a sus vidas. En su conjunto, evitando rozar en ningún momento cualquier atisbo discursivo, y al mismo tiempo eludiendo la tentación de ofrecer un discurso patriotero, la película es una destacada muestra que logra ofrecer un final ambiguo e impactante en su contraposición de elementos, tomando como base el célebre desembarco y la implantación de la bandera norteamericana en Iwo Jima, que será retomada seis décadas después en la muy cercana –y bajo mi punto de vista decepcionante- FLAGS OF OUR FATHERS (Banderas de nuestros padres, 2006. Clint Eastwood), en esta ocasión desmontando cualquier atisbo de mítica y revelando las verdaderas razones de un hecho manipulado y magnificado.
En esta ocasión, la evocación de este hecho no es más que la excusa para un clásico relato de aprendizaje bélico, que cierto es que en su primera media hora acusa una cierta rutina. Es un fragmento que servirá para la descripción inicial de los personajes que forman el comando que dirige el sargento Stryker -un espléndido John Wayne, que ya empezaba a demostrar en aquellos años su progresiva madurez como intérprete-. Este es un hombre de gran dureza, que lleva consigo la amargura de haber sido abandonado en un pasado más o menos cercano por su mujer, acompañada por su hijo pequeño. Caracterizado y conocido por el rigor de sus entrenamientos, asumirá la acción con los soldados que llegan para reemplazar uno de los comandos que luchan en Japón. La galería de personajes no puede decirse que difiera mucho de la de tantos y tantos productos bélicos, y en esta parte inicial las convenciones no dejan definir un conjunto lo suficientemente atractivo. Sin embargo, el mismo ya servirá para definir con trazos bastante ajustados al joven soldado Peter Conway (John Agar), cuya valía en combate gozará de la admiración de Stryker, aunque a partir de que este tenga un hijo, provocara los resentimientos propios de alguien que desea evolucionar como persona en un entorno muy diferente al representado por su progenitor. Y es que a partir de un repentino flechazo, Conway contraerá matrimonio con una joven, logrando de alguna manera encontrar una esperanza de continuidad en su vida.
A partir de ese fragmento inicial, aplicado en su desarrollo –y que incluso tiene un divertido momento de comedia, cuando Stryker enseña a uno de sus súbditos a manejar la bayoneta a partir del sonido de una popular melodía-, lo cierto es que SANDS OF IWO JIMA eleva su grado de interés con la asombrosa secuencia del desembarco y la dura resistencia al ataque japonés, logrando mostrar un auténtico infierno bélico, y alcanzando un grado de verismo y horror pocas veces igualado en el género. Es indudable que secuencias como estas, o las que proseguirán en el desarrollo de la película, supusieron una auténtica avanzadilla a la hora de mostrar otra realidad más cercana en la visión cinematográfica del relato bélico. Una tendencia que muy pronto retomarían realizadores como Samuel Fuller, y que tiene en los momentos más intensos del relato un referente realmente envidiable.
La intensidad de este amplio fragmento, tiene una relajación al mostrar los momentos de descanso que los soldados disfrutan en Hawai. No importa ya que la expresión del relato nos abandone. Dwan ha conseguido que el espectador se interese sinceramente por sus personajes, al haberlos convertido antes en auténticos seres humanos. En ellos ya nos importan las razones que justifican el comportamiento de Stryker, o la inmensa alegría que Conway mantiene cuando se entera que ha sido padre. Y es precisamente en la oposición que se establece entre ambos militares, la que permitirá que se ofrezcan momentos de gran impacto, como aquel en el que el segundo está a punto de morir por el impacto de una granada de mano que se escapa accidentalmente, al estar distraído leyendo una carta de su esposa, y que es salvado gracias a la ayuda de su superior. En muchos momentos se establece ese conflicto, en un magnífico manifestado por parte del joven súbdito, al despreciar el primero por representar en él la figura de su padre, y en su índole contraria, por vivir Stryker en el joven esa vivencia –casarse y tener un hijo-, que personalmente no es más que un amargo recuerdo. Para acentuar esa desesperanza, se inserta en la película una espléndida secuencia con el encuentro fortuito del protagonista con una joven en una cantina. Este se muestra especialmente hostil a sus requerimientos, aunque finalmente acceda a ir a su casa. Allí descubrirá que ella se encuentra en la misma situación –ha sido abandonada por su esposo junto a su pequeño hijo-. El delicado instante –además de proporcionar a la película un espléndido momento con el encuentro de Stryker del pequeño-, modificará la percepción que este mantenía hasta entonces, permitiéndole una perspectiva vital renovada.
A partir de ahí, todo se acelera cuando el comando de Stryker es designado para desembarcar en la isla de Iwo Jima. De nuevo se desplegará el enorme talento visual de Dwan a la hora de describir una visión realista e intensa de la ofensiva bélica, a partir de unas secuencias de enorme brillantez y al mismo tiempo gran austeridad de medios, donde los miedos, la inquietud, la destreza y el esfuerzo de los soldados, son palpados por el espectador de una forma muy directa. Todo ello llevará a una conclusión rotunda y sorprendente, pero no por ello menos lógica, dada la evolución del relato. Cuando prácticamente la misión ha sido lograda, una bala fortuíta acaba con la vida de un Stryker que se mostraba especialmente optimista. Sin llegar a ver nunca su cadáver, otro de los soldados da lectura a una carta que tenía preparada a su hijo ausente –de alguna manera, había intuido el final de su existencia-, en unos instantes de gran emotividad, que se sucederán al ya mítico momento de la implantación de la bandera norteamericana en la colina. Pero la sabiduría del relato permite que el acontecimiento quede en un segundo término y volvamos a la realidad de la contienda. Conway mira emocionado el cadáver de Stryker y decide hacerse cargo de la carta a su hijo. Los soldados se retiran para seguir con su misión, desapareciendo entre los humos del combate, mientras uno de los soldados señala: “la guerra no ha terminado”. Una conclusión espléndida, seca, dura y austera de un film que se caracteriza por discurrir por dicho sendero, y que muestra en su metraje un momento que merece figurar entre la antología de instantes más hermosos jamás interpretados por Wayne. Se trata de aquel que encuadra su rostro apesadumbrado en la oscuridad de la noche, marcando el sufrimiento al escuchar las súplicas de uno de sus soldados heridos, pero atendiendo a su puesto en el combate y evitando acudir a socorrerle para evitar que su comando sea reconocido por los japoneses. Para aquellos que siempre han menospreciado las capacidades de Wayne, les recomendaría que atendieran a ese plano sostenido que llega a provocar una auténtica incomodidad.
Calificación: 3
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