LE TEMPS QUI RESTE (2005, François Ozon) El tiempo que queda
Es curioso recordar las opiniones contrapuestas que se establecieron a la hora del estreno de la última película del director francés François Ozon. Al referirse a LE TEMPS QUI RESTE (El tiempo que queda, 2005), por un lado se situaron quienes apreciaron un paso adelante en la progresiva depuración y sinceridad demostrada por Ozon en su cine –confieso que he visto algunos títulos suyos y siempre me han parecido tan interesantes como revulsivos- ante determinados exponentes de la actual sociedad francesa. Sin embargo, no pocos han señalado que el título que nos ocupa, carece de la fuerza, la emotividad y la hondura necesaria para haber logrado mostrar en la pantalla de forma intensa, el drama que sufre su protagonista –Romain (Melvil Poupaud)-, cuando de la noche a la mañana descubre que padece un cáncer terminal que acabará con su vida en unos tres meses. Posiblemente ambas opiniones tengan su parte de razón, y me atrevería a concluir que es cierto que Ozon depura el elemento narrativo de sus películas, aunque al mismo tiempo en esta ha optado deliberadamente por una mirada fría y despojada de sentimentalismos al estilo hollywoodiense, que en el fondo responde perfectamente al pensamiento reflejado por su protagonista.
Hasta entonces, Romain ha vivido la vida con intensidad. Hombre atractivo y de prestigio como fotógrafo de moda, se ha caracterizado por una intensa experiencia sexual –es gay-, manteniendo como amante al joven Sasha. Es, sin duda, un ejemplo prototípico de un joven de éxito en la sociedad occidental, aunque ello le lleve a una casi nula relación con sus padres y un abierto enfrentamiento con su hermana. Resulta lógico pensar que ante la cercanía de su muerte intente modificar esas tendencias, aunque lo primero que decide es no comentar nada a sus padres y expulsar a su amante de su casa. Viajará y anunciará su próximo fin a su abuela (Jeanne Moreau), ya que ve en ella a otra persona cercana al fin de la existencia y al mismo tiempo ha desarrollado una vida libre desde la muerte de su marido. Por supuesto, Romain abandona su trabajo, y se encontrará con una camarera que le llegará a proponer la posibilidad de poder dejarla embarazada, ya que su marido es estéril. Tras dudarlo en numerosos momentos, y viendo que el proceso de su enfermedad se agrava, finalmente decide acceder a dicha petición, y dejar al futuro bebé como depositario de sus pertenencias. Queda ya muy poco tiempo, su aspecto está muy desmejorado, ha logrado acercarse hacia su hermana, aunque sin un encuentro directo… y ya solo queda la manera de llegar a cumplir su destino. Romain se marcha hasta una playa, y allí esperará inundado de sentimientos la llegada de la muerte, que se mostrará de forma tranquila y relajada.
Quiero pensar que esa aparente frialdad del título de Ozon obedece a una decisión muy meditada, y que finalmente se revela como acertada, aunque en los primeros minutos lo cierto es que descoloca las previsiones del espectador. No es habitual asistir a propuestas de estas características, en las que estén ausentes el sentimentalismo y la intensidad dramática. En el film que nos ocupa, por el contrario, en todo momento se ofrece un recorrido lineal y sencillo, que a modo de pinceladas nos va mostrando el proceso por el cual el protagonista –del que Melvil Poupaud ofrece un retrato que es todo un prodigio de matización-, intentará inicialmente huir de ese cercano fin descendiendo al sexo duro y al consumo de droga, aunque muy pronto optará por asumir la circunstancia e intentar al mismo tiempo dejar caminos despejados con aquellas personas que le importan y con las que quizá se ha mantenido excesivamente despegado o incluso en conflicto permanente, pero sin buscar en ello una autocomplacencia o provocando la compasión. En resumen; intentar redimirse de actitudes basadas en su carácter egoísta, pero al mismo tiempo sentirse coherente con su forma de entender la vida, y que, por ejemplo, le ha llevado a dejar de lado el uso de la quimioterapia, que le ofrecía una muy leve posibilidad de recuperación.
Todo este complejo mundo interior de Romain es plasmado con sencillez, quizá sí es cierto que con cierta frialdad, pero la verdad es que el conjunto resulta atractivo y honesto, que el relato se extiende de una forma en la que queda ausente cualquier sentimentalismo o elemento demagógico, y que cuando en contadas ocasiones vemos al protagonista llorar, se desprende una enorme sensación de autenticidad, precisamente por no haber abusado de dichos recursos –algo que sucede en la secuencia de despedida de su abuela, o cuando se despide igualmente de su padre, sin que este sepa lo terrible de sus circunstancias-.
Con un impecable uso del formato panorámico y una luminosa fotografía que incide en ese lado panteísta, LE TEMPS QUE RESTE aborda un tema importante: la posibilidad de prolongar la existencia ejerciendo como progenitor de alguien de que alguna manera perpetuará su permanencia en este mundo. Del mismo modo, las imágenes del film de Ozon nos retrotraen a recuerdos y vivencias de Romain niño, con el que simbólicamente se encontrará en el momento de su muerte. Una afinidad quizá aplicada de forma no demasiado convincente, y en la que muchos han querido ver el eco de SMULTRONSTÄLLET (Fresas salvajes, 1957) de Ingman Bergman. Más pertinente resulta el homenaje que se realiza en la secuencia final, que retoma la tan conocida de MORTE A VENEZIA (Muerte en Venecia, 1971. Luchino Visconti).
Pese a esa deliberada mengua de intensidad que quizá se echa de menos, y agradeciendo al mismo tiempo huir de aquellos excesos y demagogias en los que podía haber recaído, lo cierto es que LE TEMPS QUI REST se define finalmente como un título pequeño y sensible, en el que su honestidad y escueta duración, contribuyen a un deguste final realmente valioso, y que sin duda contribuirá al definitivo lanzamiento de su joven protagonista, como uno de los más prometedores galanes con que actualmente cuenta el cine francés.
Calificación: 3
2 comentarios
Arnaldo Medina -
Anónimo -