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CINEMA DE PERRA GORDA

SONS AND LOVERS (1960, Jack Cardiff) [Hijos y amantes]

SONS AND LOVERS (1960, Jack Cardiff) [Hijos y amantes]

Como ha sucedido en no pocas ocasiones en el terreno cinematográfico, muchas veces una circunstancia puntual –o la acumulación de estas-, la pereza generalizada  a la hora de intentar paliar cualquier injusticia, y la inexistencia del material de base necesario para apostar por una necesaria reconsideración, es el que ha permitido que el paso del tiempo haya olvidado la adaptación de la novela de D. H. Lawrence –a cargo de los expertos guionistas T. E. B. Clarke y Gavin Lambert-, que dio como fruto SONS AND LOVERS (1960), dirigida por el hasta entonces prestigioso director de fotografía, Jack Cardiff. No conviene olvidar que la película logró un enorme éxito en el momento de su estreno, alcanzando hasta ocho nominaciones a los Oscars y logrando finalmente el de mejor fotografía en blanco y negro, destinado a Freedie Francis. Con ello quiero hacer destacar el hecho de que no estamos hablando de un film “maldito”, sino fundamentalmente de una gran película a la que dos circunstancias concretas llevaron a su olvido durante el paso de los años. Me estoy refiriendo por un lado al hecho de que Cardiff no lograra en su trayectoria posterior como director, ningún título que ni de lejos se acercara a las cualidades demostradas en su debut, lo que desgraciadamente favoreció el olvido de esta espléndida película. En España, a dicho razonamiento habría que añadir otra contingencia. La franqueza con la que se describen relaciones de pareja, la sexualidad implícita en su relato, y el alcance crítico hacia un modo de vida basado en represiones y una religiosidad de carácter integrista, favoreció que la pacata pero coherente censura de la época jamás le permitiera que fuera estrenada en nuestro país.

 

Dos motivos concluyentes que finalmente lograron que SONS AND LOVERS jamás fuera reseñada en cualquier antología realizada sobre el cine británico, máxime además con el menguado aprecio que dicha cinematografía albergaba en la influyente crítica francesa. El caso es que la película, magnífica, con el paso de los años se mantiene con la vigencia del mismo momento de su estreno. SONS... emerge como un auténtico clásico, como una adaptación respetuosa y a la vez intensa de un referente literario que, muy probablemente, jamás hubiera podido surgir en épocas inmediatamente precedentes, y que es fruto de la simbiosis en la intuición del estupendo productor norteamericano Jerry Wald, dentro del contexto de una cinematografía como la inglesa, que en aquellos años estaba en plena efervescencia del “Free Cinema”, corriente de la cual pienso que se beneficia considerablemente su resultado.

 

La película se desarrolla en el entorno minero de Nottingham a inicios del siglo XX. Una de sus familias es la de los Morel, formada por el ya veterano matrimonio de Gertrude (Wendy Hiller) y Walter (Trevor Howard). Él es un veterano minero y su esposa tiene que convivir con un entorno que no le agrada, aunque dedique los mayores desvelos en cuidar a su hijo Paul (Dean Stockwell). Paul es un hombre lúcido y sensible, empeñado en vivir la vida con plenitud y sensibilidad, y ligado emocionalmente con la joven lugareña Miriam (Heather Sears). Dentro de un contexto dominado por la grisura del ambiente y el humo de las minas, los Morel vivirán la tragedia de la muerte en la misma del hijo más joven del matrimonio, lo cual agudizará el sempiterno enfrentamiento de sus padres, descritos en una relación en la que no existe el amor, aunque si la veteranía de una convivencia que conoce los recovecos de la personalidad de ambos. Paul estará a punto de viajar hasta Londres gracias al ofrecimiento de un mecenas que observa en sus dibujos cualidades artísticas, aunque una vez más, el afán de protecciones momarcado en la figura de su madre le impedirá dar ese paso adelante. En su lugar, aceptará el ofrecimiento previo para trabajar en una empresa de corsetería, lo que le llevará a conocer a la joven sufragista Clara Dawes (Mary Ure), una mujer separada que le brindará aquello que Miriam –siempre dominada por el puritanismo de su madre-, era incapaz de proporcionarle. Un apasionado sentimiento amoroso que finalmente se revelará baldío, ya que esta siempre mantendrá en su interior el recuerdo de un esposo que, aunque la maltrató en la vertiente física, se entregó a ella con totalidad. Frustrado en ambas relaciones, Paul finalmente sufrirá la muerte de su madre y, con ello, la imposibilidad de entregarse a otra mujer. Reconociendo que ella fue la mujer a la que pertenecía, decide asumir la plenitud vital sin potenciar relación amorosa alguna, aunque eso si, intentando aprehender en ese recorrido existencial las posibilidades que le brinda su sensible mirada a la vida.

Evidentemente, SONS AND LOVERS parte de un referente literario lleno de posibilidades. La sexualidad reprimida, el puritanismo, la descripción de los ambientes obreros británicos de principios de siglo, el contraste de personalidades y caracteres, es algo que la novela de Lawrence brinda de forma abierta, pero que justo es reconocer encuentra en la película, no solo un adecuado, sino que me atrevería a señalar que muy inspirado reflejo en la pantalla. Las imágenes del film de Cardiff –que siempre se  manifestó muy orgulloso del resultado de su debut en la realización-, logran en todo momento transmitir la densidad del referente literario. Su magnífica ambientación –que prefiguran a mi juicio bastantes de los aciertos de la posterior RYAN’S DAUGHTER (La hija de Ryan, 1970. David Lean)-, tiene una justa repercusión en su traslado en unas imágenes que tienen en la asombrosa fotografía en blanco y negro de Freedie Francis un aliado de excepción. Sin embargo, ello tiene su constante demostración en una puesta en escena inspirada, que logra a través del perfecto uso del Cinemascope, aunado al uso de lentes especiales que potencian la profundidad de campo, la perfecta definición del complejo engranaje psicológico de la propuesta, y en la densidad y capacidad de penetración que alberga el guión de Gavin Lambert y T. E. B. Clarke –años antes habitual en las comedias de la Ealing-. Todas y cada una de las secuencias del film de Cardiff destacan por la justeza en su planificación, en la utilización de los recursos expresivos de su lenguaje cinematográfico, en la disposición y evolución de los actores dentro del encuadre, en sus miradas, en la incorporación de la banda sonora –quizá, pese a sus excelencias, en algún momento pueda resultar algo redundante a la hora de subrayar elementos dramáticos- o incluso en su capacidad tanto descriptiva como de premonición de hechos que se van a producir a continuación. En este sentido, podemos destacar por ejemplo ese instante que rompe la placidez de las aguas del río en la conversación entre Paul y Miriam, y que nos vaticina la tragedia que se avecina en la mina, o en el atrevido primer plano sostenido sobre los ojos de Paul al poco de conocer a Clara, que más adelante tendrá su contraposición en otro gran primer plano de detalle en la mirada de Miriam, cuando esta intuye que otra mujer se ha introducido en la vida del joven a quien siempre ha amado.

 

En esa cualidad por lograr siempre la inflexión más adecuada, en la capacidad de síntesis, en el alcance novelesco, ritmo interno y profunda comprensión de la naturaleza, psicología y debilidad de sus personajes, es donde quizá estribe la máxima cualidad de una película que sabe penetrar con bisturí en la galería humana que plantea, que lo hace además con una descripción de ambientes tremendamente precisa, y al mismo tiempo dota de perdurabilidad a su resultado. Y es que, a fin de cuentas, el film de Cardiff se erige como un relato que aboga por la libertad y el individualismo en la experiencia humana, que se muestra atrevido a la hora de plantear diferentes tipos de relación, e incluso patologías quizá en pocas ocasiones planteadas en la pantalla con tanta sinceridad. En ese sentido, es por lo que incido en la oportunidad que podía proporcionar integrar el relato dentro del contexto de un cine inglés que ya había ofrecido varias de las obras mas conocidas del mencionado Free Cinema. Esa franqueza en la sexualidad –aunque en la película se muestre con tanta sutileza como apelando a un sentido elíptico-, era factible en el contexto de una cinematografía que ya había ofrecido títulos como LOOK BACK IN ANGER (Mirando hacia atrás con ira, 1958) –de donde se retoma la presencia de la estupenda Mary Ure- o ROOM AT THE TOP (Un lugar en la cumbre, 1959. Jack Clayton), y se encontraba a punto de estrenar la emblemática SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960. Karel Resiz) –con la que comparte diversos elementos, como la utilización de Francis como director de fotografía, o incluso la presencia episódica de esa vecina a la que Albert Finney disparaba con perdigones en la citada obra maestra de Reisz.

 

Es probable que a la injusta minusvaloración de SONS AND LOVERS, haya contribuido la dificultad que en ocasiones existe a la hora de apreciar las cualidades de una película de relieve, sin que ello tenga que estar necesariamente relacionado con proceder de la trayectoria de un director prestigioso. El paso de los años creo que ha permitido diluir dichos prejuicios, y valorar una película como esta, perfectamente delineada desde la mente de un productor que supo confiar los mejores talentos en su equipo, apreciándose que todos ellos se implicaron en el proyecto con entusiasmo. Por ello no cabe, en modo alguno, disminuir la brillantez del trabajo de Cardiff como mettreu en scene, y reconocer la valía de una película admirable, sin fisuras, que concluye además de un modo abrupto tras la confesión en primer plano de Paul Morel, revelando la esencia de esa decisión de disfrutar con su inherente sensibilidad la experiencia de la vida, ahora que la mujer de su vida, su madre, ha dejado este mundo. Admirable secuencia final protagonizada por un superlativo Dean Stockwell en el mejor momento de su andadura como actor joven, encabezando un reparto admirable en el que Wendy Hiller realiza una composición perfecta y medida, y Trevor Howard sabe situarse en un segundo plano, en el rol de ese padre bruto y hosco, que en determinados momentos aflora la auténtica humanidad de su personalidad. Un reparto admirable, hasta en los personajes de menos presencia en pantalla –ese atildado caballero que interpreta el recordado Ernest Thesiger- para una obra maestra del cine artesanal, dentro de una cinematografía inglesa, que por aquel entonces se encontraba en el mejor momento de inspiración de toda su historia, y del que esta película constituye un exponente de casi obligada revalorización.

 

Calificación: 4’5

4 comentarios

Feaito -

Cien por ciento de acuerdo, magnífica película.

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