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CINEMA DE PERRA GORDA

GOOD SAM (1947, Leo McCarey) El buen Sam

GOOD SAM (1947, Leo McCarey) El buen Sam

Convendría de entrada tomar partido. A pesar del –hasta cierto punto comprensible- fracaso que recibió en el momento de su estreno, considero GOOD SAM (El buen Sam, 1947) no solo como una de las grandes obras de su realizador sino, de manera muy especial, una de las comedias más atrevidas, singulares y al mismo tiempo representativas del cine norteamericano en la década de los cuarenta. El persistente ostracismo que su resultado ha venido recibiendo durante décadas –solo roto en ocasiones tan valientes como la reivindicación que Miguel Marías ofreció hace algunos años en el magnífico libro que dedicó a su director-, no es más que un ejemplo palpable de esa pereza crítica que tantas injusticias ha proporcionado al análisis del cine clásico, y que siempre ha tenido un aliado de primera en las escasas posibilidades existentes a la hora de poder acceder a la propia existencia de tantos y tantos títulos necesitados de una nueva y esclarecedora mirada. Afortunadamente, gracias a la labor y la apuesta de verdaderos apasionados por el séptimo arte, poder acceder a películas de esta talla nos permite, por un lado disfrutar de las propias excelencias del material visionado, y al mismo tiempo sentirnos orgullosos de sentir, vivir, emocionarnos y amar el arte de un entertainer –como a él le gustaba denominarse- de primera. Un hombre al cual la sencillez de su cine iba aparejada de una receta mágica que le permitía ser profundo y clarividente en la condición humana, llegar a penetrar con dolorosa hondura en el alma de sus personajes, y al mismo tiempo, dentro de esa desesperanza revestida de modales amables, confiar en el instinto humano, por más que sus perfiles se revelen incluso con destellos de sordidez. Es algo que su cine había demostrado sobradamente una vez había abandonado la excelencia del burlesco mudo, y se había erigido inesperadamente como piedra angular de la screewall comedy. Lo cierto es que será a partir de MAKE WAY FOR TOMORROW (1937), cuando una visión tan amable como desencantada de la existencia se impregnó de su cine. Al tiempo que con las carcajadas, con esa capacidad para ofrecer sinceridad pasmosa en su aparentemente sencilla planificación, con esa capacidad para mostrar un cine que transpiraba verdad y espontaneidad en sus mejores momentos, un grado de escepticismo fue penetrando en su cada vez más espaciada producción.

 

El éxito acompañó sus aparentemente serviles comedias melodramáticas de “curas y monjas”. Dos títulos como GOING MY WAY (Siguiendo mi camino, 1945) y THE BELLS OS ST. MARY’S (Las campanas de Santa María, 1945), dos maravillosas películas, delicadas, sensibles, divertidas y hondas, que rebuscaban en su ascendencia con el slapstick mudo, que jugaban con nobleza cinematográfica y humanística con las emociones y la verdad, y que al mismo tiempo llevaron a McCarey a apostar por una estructura narrativa discontinua basada en secuencias autónomas en las que dejaba de lado la aparente acumulación, que solo sería retomada en el cine norteamericano con la llegada del cine de Frank Tashlin y Jerry Lewis. Dentro de este perímetro cabe situar la presencia de GOOD SAM, una de las perlas en su momento despreciadas, largo tiempo olvidadas, y aún pendiente de su definitiva reivindicación, que queda para el disfrute de los auténticos seguidores de este verdadero humanista de la pantalla. Y lo que cuenta esta película –que tiene un arranque que engancha con el espectador prácticamente desde sus primeros segundos-, es la sencilla historia de Samuel A. Clayton (un supremo Gary Cooper), esposo y cabeza de una familia media norteamericana, casado con Lu (sensacional Anne Sheridan) y padre de dos hijos, que sobrellevará durante su existencia algo que aparentemente ennoblecería a todo ser humano; el hecho de ser una persona solidaria –esa palabra que está tan de moda en nuestros días, aunque quizá con más superficialidad en su planteamiento de lo que cabría desear-. Pero la agudeza del film de McCarey –que parte de una historia del propio director y John Klorer, y en la que actuó como guionista Ken Englund-, estriba en vislumbrar más allá de la aparente ejemplaridad de su comportamiento y, en líneas generales, comprobar como lo que bien pudiera ser un referente, en realidad no supone más que un lastre molesto y persistente para poder disfrutar moderadamente de la existencia. Profundo observador del comportamiento humano, McCarey una vez más apuesta por una vida sin ataduras, vislumbra la incomodidad de mostrarse persistente en el aparente ejemplarismo, y una vez más valora las contradicciones, virtudes y miserias de una condición humana imperfecta, capaz de mostrar lo mejor y lo peor de sí misma en apenas unos instantes, y cuando por medio se insertan circunstancias y situaciones que motivan la variación de nuestro comportamiento. Es lo que sucederá constantemente en el entorno de la familia Clayon, que en realidad no puede vivir un momento de descanso, dominado por la molesta presencia del ocioso hermano de Lu –un combatiente que muestra escaso interés por reintegrarse en la sociedad civil-, y al que interrumpen constantemente personajes aprovechados y vampirizadotes de la generosidad casi enfermiza de Sam. Anticipándose bastante a esa mirada clarividente sobre la falsa caridad tan reiterada en el cine de Buñuel, el aparentemente conformista Leo McCarey muestra una galería de seres con tal capacidad para diseccionar lo ruin de sus comportamientos, llevando a que la película resulte hasta incómoda de ver, en la medida que los situaciones planteadas, todos hemos podido vivirlas o protagonizarlas en una u otra medida. En ese sentido, cierto es que esa misma capacidad de penetración en modo alguno apuesta por el moralismo. McCarey nos viene a decir que los seres humanos somos así, con nuestras mezquindades y egoísmos, pero al mismo tiempo capaces de actos de nobleza. Quizá para algún espectador poco avezado, la conclusión de la película podría inducir a una mirada optimista. Sin embargo, no creo que sea el caso. La propia apuesta narrativa mostrada en su estructura formal discontinua, es la que nos permite valorar que su metraje podría haber variado unos minutos antes o después, y lo que en sus compases finales es una apuesta por la esperanza, podría haber finalizado con insólita sordidez.

 

Pero más allá del profundo alcance de su discurso, si realmente GOOD SAM es prácticamente una obra maestra, lo ofrece fundamentalmente por la serenidad y al propio tiempo complejidad que muestra su desarrollo. Esas secuencias casi en plano fijo, dosificando de forma muy suave el montaje, muestran a las claras esa capacidad del norteamericano para pasar de la risa a la emoción, para mostrar como un comportamiento egoísta y envalentonado puede dejar paso en apenas un instante a un sincero arrepentimiento. En pocos títulos de su obra, McCarey pudo darse a sí mismo con tanta sinceridad y hondura. Se nota que el material que barajaba le era muy grato, que conectaba con su visión de las cosas, y ello se demuestra en una película que discurre con placidez y paso firme, en la que se combina la herencia del slapstick –ese conductor impertinente que parece un heredero natural de Oliver Hardy, la manera que tiene de ofrecer secuencias alargadas hasta el límite de su efectividad cómica, que en ocasiones inciden en esa incomodidad de su plasmación-, y en la que el elemento melodramático insertado con tintes nobles, está aplicado con tanta perfección. Son muchos los matices que se pueden saborear en esa auténtica radiografía social que ofrece el gran cineasta en una película que al mismo tiempo, en su propia singularidad, queda como un auténtico referente de cómo discurrían los caminos de la comedia norteamericana de aquellos años. Ecos de Hawks –la presencia de Ann Sheridan, protagonista de I WAS A MALE WAR BRIDE (La novia era él, 1949)-, Preston Sturges –las secuencias de la borrachera de Cooper en el restaurante durante la navidad, tienen inequívocos ecos del Joel McCrea de SULLIVAN’S TRAVELS (Los viajes de Sullivan, 1941)-, e incluso de comedias domésticas estimables como MR. BLANDINGS BUILDS HIS DREAM HOUSE (Los Blanding tienen casa, 1948. Harry C. Potter) –que también abordaban el cambio de casa, sintomático de esa sociedad que tras la II Guerra Mundial, fue vislumbrando la luz del aparente progreso-, lo cierto es que en su aparente modestia de planteamiento, GOOD SAM debería ser insertada como un título clave en la comedia USA. Por singularidad, profundidad y capacidad de asimilar referentes cinematográficos de su época..

 

Muchos serían los momentos a destacar en su metraje, centrados fundamentalmente en esa manera de mirar las cosas con aparente distanciamiento –la secuencia en la que Cooper intenta ser galante con su esposa, que se está tronchando de risa, sin saber que tras él se encuentra ese matrimonio vecino tan molesto, al que por haberles dejado su coche se han metido en un auténtico berenjenal de incalculables consecuencias; la ridiculez con la que se muestra en los momentos finales ese anacrónico ejército de salvación-, pero me gustaría destacar el arrojo, la valentía y la contundencia de una larga secuencia, que podría calificarse como una de las set piéces más gloriosas del cine de su autor. Me estoy refiriendo a la larga –y por momentos dolorosa- situación que se plantea cuando el matrimonio Clayton regresa tras el baile de caridad. A la sensación de ridiculez que proporcionan sus disfraces –ella va vestida de adivina-, se unirá la conversación sincera que se establece entre ellos, que poco a poco irá elevándose de tono, criticando ella la presencia en su hogar de una joven de incierta andadura, y él sobre el hermano de esta –sin saber que los dos jóvenes se encuentran escuchándoles-, apareciendo ambos ante ellos con intención de marcharse. A la sensación incómoda de todos ellos, llegará la oportuna presencia del joven matrimonio al que Sam había ayudado poniendo en peligro sus propios ahorros, y que le devolverá lo prestado con una gratificación posterior. El joven confiesa venir un tanto bebido, iniciando un forzado baile que llevará a Lo –sensacional momento de la Sheridan- a reflexionar sobre lo que ha vivido. La secuencia concluirá con un largo fundido en negro sobre el rostro de la esposa de Sam, tras un momento que ha contribuido a forjar una determinada transformación en su personalidad, siempre crítica con el comportamiento de su marido. Una escena como esta, con sus constantes giros y su medida dosificación de la emoción, bastaría por sí sola para avalar la talla como realizador de McCarey, al tiempo que recordar ese plus que aportaba como auténtico humanista.

 

Admiro desde hace ya bastantes años la obra de McCarey, en la que se encuentran alojadas un buen lote de obras maestras, pero lo cierto es que este extraño y admirable GOOD SAM, me ha permitido incluir su figura entre ese reducido y heterogéneo conjunto de personalidades de la historia del cine con la que me hubiera gustado mantener una tarde de tertulia. En mi caso lo que en mi caso equivaldría a decir que se ha convertido en una de las figuras cinematográficas ya inexistentes que, en el fondo de mi corazón, puedo decir que quiero. Es el mejor halago que podría señalar en estos momentos

 

Calificación: 4’5

1 comentario

cristóbal -

No he visto esta película. Buena pinta. Apúntala en nuestra lista de schindler, Juan Carlos.