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CINEMA DE PERRA GORDA

GUILTY HANDS (1931, W. S. Van Dyke) Manos culpables

GUILTY HANDS (1931, W. S. Van Dyke) Manos culpables

Si alguien me pidiera un ejemplo de los males que trajo al cine la llegada del cine sonoro, sin duda hoy por hoy vendría a mi mente el referente de GUILTY HANDS (Manos culpables, 1931. W. S. Van Dyke). Impecable representante del estatismo y la rigidez que asumió buena parte del cine norteamericano con la incorporación de la palabra, con ello se abandonaron en gran medida los increíbles avances estéticos y plásticos que aportaron los últimos años del periodo silente. GUILTY HANDS representa, precisamente, la oposición a ese grado de madurez fílmica. Escueto de metraje pero rebosante de pesadez y periclitado tanto en su planteamiento como en su desarrollo cinematográfico. Y lo peor de todo, es que sus momentos de apertura de entrada tienen algún atractivo, ya que parecen proyectarse como sombras chinescas mientras escuchamos la tertulia que mantienen unos prohombres en un trayecto en tren. Hablan sobre la justificación del asesinato, la pena de muerte, o la existencia del crimen perfecto. Uno de los contertulios es el prestigioso y veterano fiscal Richard Grant (Lionel Barrymore), quien a su llegada al encuentro con su hija –Barbara (Madge Evans)-, descubre que esta se va a casar con uno de sus clientes. Se trata de Gordon Rich (Alan Mombray), conocido por su fortuna y su constante condición de impenitente mujeriego. El fiscal intentará por todos los medios que su hija renuncie a dicho matrimonio y, en su lugar, considere la relación que siempre ha mantenido con el joven Tommy (William Bakewell). La negativa de este a renunciar a dicho esponsal, provocará en Grant la ira de una amenaza de muerte hacia Rich que recibirá el interesado con aparente desapego, aunque poco a poco el temor haga mella en él. En ese tenso ambiente, el fiscal cumplirá con su amenaza, intentando dejar todos los indicios preparados para que aparezca como un suicidio. A primera instancia, todos los invitados de la mansión compartirán dicha primera impresión, asumiendo mientras llega la policía la investigación el propio Grant. Todo parece encajar para él como la evidencia de un crimen perfecto. Sin embargo, habrá algo que contradiga la intención de este de hacer simular el asesinato como un suicidio. Se trata de la insistencia de la joven Marjorie (Kay Francis) –amante del fallecido-, quien pocos instantes antes de su muerte había tenido una conversación con este. Decidida a probar su intuición de la existencia de un crimen, finalmente logrará encontrar los indicios necesarios para confirmar sus impresiones. Pero no contará con la astucia y capacidad persuasiva que Grant desplegará ante ella.

 

A tenor de lo comentado, podría inducirse que nos encontramos ante una interesante propuesta que pusiera en tela de juicio la frontera del asesinato y el crimen justificado –la acción del fiscal estaba únicamente destinada a preservar la felicidad de su hija, que en última instancia y de manera arbitraria confesará a su padre que finalmente no se hubiera casado con él ¡Y la boda se iba a celebrar al día siguiente!- Lamentablemente, GUILTY HANDS tiene plomo hasta por las alas. Todo en ella resulta polvoriento, y no importa que en ciertos momentos Van Dyke intente insuflar un mínimo de interés y agilidad a la inane propuesta argumental de Ballard Veiller con determinados movimientos de cámara. Es tan rotundo el estatismo de sus imágenes, tan nula la descripción de sus personajes –los dos vigilantes negros, insertados como pretendido contrapunto humorístico, el bondadoso pretendiente de pelo engominado, que muestra sus sentimientos sinceros a esa novia que simplemente lo tiene como un buen amigo, la villanía arquetípica del posterior asesinado-, resultan tan poco creíbles las incidencias que se desarrollan en su con todo escueto metraje –por ejemplo, con el muerto de cuerpo presente, los invitados vivirán un concierto de piano, la presencia de la policía no se produce hasta la mañana siguiente, la facilidad con la que todos aceptan la teoría del suicidio-, que el espectador tiene que asistir a un desfile de frases hechas y huecas, a monigotes que lucen trajes de principios de siglo, a incidencias sin sentido de la progresión, en las que solo se agradece finalmente constatar que se escore una visión más o menos justificatoria del asesinato o, por el contrario, se centre en consideraciones moralistas. A este respecto, tan solo el giro final parece despertarnos del letargo que hemos vivido en carne propia a lo largo de esos interminables setenta minutos, culminando la función con la mirada cómplice de Marjorie, que considera que finalmente el destino ha permitido hacer justicia, y al mismo tiempo cumplir la sentencia que el fallecido pronunció a su ejecutor cuando fue amenazado por él. Ojo por ojo, diente por diente. Da igual. Ya que GUILTY HANDS no deja de parecerme una de las propuestas más caducas y polvorientas emanadas por la Metro Goldwyn Mayer en los primeros años treinta.

 

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