LA PRIMA NOTTE DI QUIETE (1972, Valerio Zurlini) La primera noche de la quietud
Pocas veces en el cine italiano de los primeros años setenta, se puede encontrar un título que, de manera absolutamente entregada, traslade en sus imágenes un contexto de alienación y decadencia, de irremisible en definitiva, pérdida de todos los valores que hicieron grande el pasado de Italia. Es más, LA PRIMA NOTTE DI QUIETE (La primera noche de la quietud, 1972), penúltima de las realizaciones del italiano Valerio Zurlini, adopta en su propuesta dramática un permanente aroma mortuorio, que se representa e la actitud y la propia presencia de su protagonista. Este es Daniele Dominici (un entregado Alain Delon, más sensible que nunca), un profesor que acepta viajar hasta Rimini para ejercer como profesor sustituto ante la baja del titular de historia del arte. En realidad, a Daniele no le faltaba ejercer ninguna profesión, ya que es –al final de la película lo sabremos- un representante de una distinguida familia italiana. Sin embargo, Dominici ha preferido vivir a su aire, por su cuenta, intentando orillar esa seguridad económica y, al mismo tiempo, los servilismos de clase que hubiera tenido que asumir caso de haber seguido con sus padres. Pronto se integrará en su cometido profesional, logrando contrariar las directrices dictadas por el escasamente tolerante director del instituto, pero al mismo tiempo observando muy de cerca a una joven alumna, por la que desde el primer momento reconocerá sentirse fascinado. Se trata de Vanina Avati (Sonia Petrovna), una muchacha que alterna cierto grado de insolencia, con una sensibilidad que el nuevo profesor sabe detectar desde el primer momento. Junto a esta creciente pasión, la vida de Daniele se debate en juergas desarrolladas por un grupo de compañeros francamente poco recomendables, su obsesión por jugar a las cartas –en las que dilapida el dinero que gasta-, y los escasos momentos que comparte con su esposa, una ya madura Mónica (Lea Massari), con quien comparte la misma casa, pero a la que mantiene al margen de cualquier acercamiento que no sea el meramente amistoso.
Pero más allá del grado de interés que pueda proporcionar el seguimiento de la base argumental del film, lo realmente brillante –que en algunos momentos llega a resultar conmovedor-, es la manera con la que Zurlini nos describe el recorrido existencial de un hombre culto y sensible, que se muestra ajeno a los turbios festejos a los que lo invitan los amigos que ha conocido, y que se pasea casi de manera ritual por una calles de Rimini dominadas por una iluminación lívida, por la ausencia de vitalidad en sus calles, y por el fuerte contraste entre las viejas edificaciones y la fría modernidad planteada en edificios de nueva creación que parecen adquirir un aire fantasmal. Será un contexto no solo físico o telúrico, sino realmente opresivo, en el que nuestro protagonista no dudará en acentuar su pasión con esa muchacha que, al menos, ha aparecido en su vida como un auténtico espejismo existencial, que le proporcionará la ilusión de que su vida puede tener finalmente un sentido. Es por ello que Daniele llevará a Vanina a visitar un parque acuático en donde actúan delfines... y en el que nada más que están ellos dos como espectadores, en un recinto de desoladora soledad. También le entregará un ejemplar de obras literarias como Vanina vanini, y la llevará a contemplar bellas obras artísticas como la Madonna de Monterchi. En definitiva, el hastiado profesor intenta plantear en ella el elemento al que pueda entregar lo mejor de sí mismo, bien sea su propio bagaje cultural, bien sea finalmente su entrega absoluta consumando el acto sexual, en una cabaña, y ante una gran tormenta. Pero hay un problema. Vanina tiene novio y este, aunque se ha caracterizado por prodigar la infidelidad con ella, finalmente quiere que abandone la relación que se va consolidando con el profesor, hasta que por último la muchacha renuncie a sus deseos, confesándole que ha estado con él solo por dinero y también por miedo.
Más allá de su línea argumental, LA PRIMA NOTTE... destaca por lo abrupto de su montaje –en ocasiones demasiado crispado-, por permitir un retrato suficientemente distanciado de las modas, modos y mentalidades que se producían entre las jóvenes generaciones de aquellos primeros años setenta, que quedan finalmente tan caracterizados por ese contexto casi fantasmal que adquieren las numerosas secuencias de exteriores, que hablan de un pueblo abducido por la rutina, y ausente de toda vitalidad. Es fácil deducir por ello, que la presencia de Dominici insufle un cierto grado de humanidad, proporcionada paradójicamente por alguien que demuestra en todo momento no sentir apego alguno a la vida.
En la película se encuentra presente un personaje muy interesante. Se trata de Spider (un estupendo Giancarlo Gianini), a quien se adivina cierta latente homosexualidad y que se encuentra atraído hacia nuestro protagonista. De él descubrirá su pasado como autor de poemas, quedando seducido por el aura de lucidez y bonhomía que emana del profesor. Spider es un hombre sensible, y junto a Daniele viajará hasta una mansión en ruinas, en cuya visita este le comentará los recuerdos que le quedan de aquellas viejas paredes, revestidas de testimonios de un pasado transformado en esos momentos en absoluta decadencia.
Una decadencia que, de manera absolutamente voluntaria, asumirá este profesor que conduce un auto especialmente anacrónico, que desea alcanzar una oportunidad para poder ser feliz por una vez en su vida –junto a Vanina-, pero que en el fondo de su alma intuye de manera certera que le queda muy poco tiempo para estar en el mundo de los vivos. De hecho, en numerosas ocasiones su declamación de textos literarios, siempre le remitirán a la constatación de la cercanía del fin de su existencia.
Bajo mi punto de vista, el fin de Zurlini alcanza una alta temperatura emocional en las secuencias intimistas o “a dos”, mientras que en aquellos momentos de grupo, definidos por fiestas o incluso en las estúpidas iniciativas de los alumnos de clase –fragmentos sin embargo que tienen un notable alcance descriptivo de lo que en aquellos años era el paradigma de la modernidad implantada por la juventud, aspecto este extendido incluso hasta en el aspecto exterior de sus personajes-, pierda algo de su brillantez. No importa, tan solo hace falta filmar esos exteriores casi fantasmagóricos, esas calles desiertas y desprovistas de vida, para darnos cuenta que la vivencia que sufre Daniele Dominici, no es más que un ensayo general para la muerte. Esa muerte que en todo momento siente muy de cerca, a la que de alguna manera desafía, y a la que finalmente deseará tender un puente imposible con la presencia fascinante de Vanina. El desafío no podrá cumplirse, y tras la muerte de este hombre honesto y sensible, asistiremos a las honras fúnebres realizadas en la mansión de su familia. Allí contemplaremos un contexto opresivo de rostros arrugados y rituales, y muy pronto entenderemos la decisión del ya fallecido por huir de un mundo ocupado por auténticos muertos en vida. Al menos él, era un hombre vivo y libre que en su sensibilidad añoraba la muerte.
A pesar de ese montaje abrupto en la transición de secuencias, y de cierta insistencia en mostrar fiestas y situaciones muy definitorias del periodo en que el film fue rodado, lo cierto es que LA PRIMA NOTTE DI QUIETE es una interesante aportación de un Valerio Zurlini, que ya tan solo rodaría, cuatro años después, IL DESERTO DEI TARTARI (El desierto de los tártaros, 1976).
Calificación: 3
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