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CINEMA DE PERRA GORDA

SALT OF THE EARTH (1954, Herbert J. Biberman) La sal de la tierra

SALT OF THE EARTH (1954, Herbert J. Biberman) La sal de la tierra

No se puede decir que en la historia del cine abunden películas que trasciendan sus propias calidades, emergiendo por la singularidad de su propia configuración -quizá un ejemplo paradigmático sea el de FREAKS (La parada de los monstruos, 1932. Tod Browning)-. Llegado el caso, si hubiera que establecer un listado más o menos aproximativo de títulos que englobaran dicha insólita selección, no cabe duda que en un lugar de cabecera habría que destacar la existencia de SALT OF THE EARTH (La sal de la tierra, 1954. Herbert J. Biberman). Y habría que hacerlo, hasta el punto de que en ocasiones su azaroso y valiente proceso de gestación, supera en ocasiones al análisis de los logros –y también ciertas imperfecciones- que plantean sus imágenes. Lo cierto y verdad es que cualquier aproximación a su existencia, no puede entenderse sin evocar el hoy día casi incomprensible cúmulo de circunstancias que rodearon su gestación, hasta el punto de entender en su relato, las enormes dificultades que el mero hecho de la vivencia democrática, podía estar en entredicho en los Estados Unidos de una Norteamérica por completo envuelta bajo la historia anticomunista sembrada por el senador Joseph McCarthy pero, lo que es peor, secundada y respaldada por un sector influyente de la vida de aquel país. Hasta tal punto resulta apasionante –y doloroso- el calvario vivido por el realizador, que en el año 2000 se realizó una película evocando su figura en ONE OF THE HOLLYWOOD TEN (Punto de mira, 2000. Karl Francis).

Biberman fue uno de los conocidos “Diez de Hollywood” y el único –junto a Edward Dmytryk- que era director de cine. Poco se sabe de su andadura previa como realizador; apenas rodó cuatro títulos antes del que protagoniza estas líneas, hasta que decidió embarcarse en la que quizá fuera la aventura más compleja y apasionante de su vida, cuando tras haber sido incluso encarcelado, decidió enfrentarse a los grandes estudios, ofreciendo esa auténtica odisea de la huelga de un colectivo minero formado por mexicanos, que había sucedido en una localidad de New Mexico apenas un par de años antes de la gestación del film. Más de medio siglo después de su realización, puede resultar casi kafkiano pormenorizar el cúmulo de incidencias vividas, que se tradujeron en boicots sufridos en el proceso de producción, en donde intervinieron como productores los propios sindicatos que protagonizan la acción. De hecho, su protagonista masculino –Ramón Quintero-, será interpretado por Juan Chacón, en el periodo del rodaje presidente de la sección 890 del sindicato internacional de mineros que coprodujo la película. Sería largo enumerar las incidencias sufridas, que llegaron incluso a extenderse a la expulsión de su protagonista femenina –Rosaura Revueltas (Esperanza Quintero)- de territorio norteamericano. Hasta tal punto llegaron las restricciones, que se hubo de modificar incluso la localización de los lugares de rodaje –en algunas de sus secuencias de exteriores llegaron a tener acto de presencia las peleas a puñetazos-, e incluso los planos finales de la actriz se tuvieron que rodar en circunstancias extremas. Pero tras la filmación no terminaron las penalidades sufridas, ya que llegado el momento de distribución de su resultado, la exhibición sufrió un enconado boicot que relegó de modo absoluto el estreno de SALT OF THE EARTH en las pantallas estadounidenses, hasta tal punto que se trató del único título que sufrió dicha restricción. Una vergonzosa situación de la que no se pudo salir –pese al éxito que la película vivió en determinados países europeos, especialmente en Francia-, hasta que en 1965 pudo ser estrenada de forma minoritaria en su país de origen. Sería el inicio de un proceso que permitirá bastante tiempo después, la definitiva dignificación de ese testimonio fílmico que en el fondo transmite un aura de libertad en un contexto en el que la misma estaba amenazada de forma seria. Esta llegaría con la consideración por parte del American Film Institute, de ser uno de los cien títulos que dicha entidad alberga en su consideración de absoluta conservación.

Pese a todo este reconocimiento final, habría que contraponer las incidencias y nobles intenciones de SALT OF THE EARTH, con la valoración de sus resultados fílmicos. Llegados a este punto, cierto es que cabe recurrir a la afirmación formulada por Tavernier y Coursodon, al señalar que se trata de “una de las únicas obras no criticables de la historia del cine: su mayor mérito es el hecho mismo de su existencia”. Sin embargo, puede que dicha afirmación, de alguna forma nos induzca a mirar su existencia con cierta condescendencia, y ello bajo mi punto de vista marca un cierto grado de injusticia, en la medida que su resultado deviene notable y, por momento, magnífico. Es cierto que no nos encontramos ante una obra maestra, y que en su metraje se detectan ingenuidades y ciertas irregularidades –quizá la mayor parte de ellas procedentes de las dificultades de su rodaje-. Sin embargo, no creo que esas pequeñas limitaciones o cierta tendencia al simplismo, sea superior a la presentada por ciertos títulos de referencia del cine soviético en los años veinte –y con ello me refiero de modo muy especial a algunos célebres títulos firmados por Einsenstein, hoy día tan mitificados e intocables como en buena medida olvidados-. Comparado con dichos referentes –en cuya formulación plástica se remonta la película-, a mi modo de ver dos son los méritos que han permitido que la película perviva con notable fuerza en nuestros días. El primero de ellos es el propio intimismo que desprende su base argumental –llevada a cabo por otro blackisted; Michael Wilson-, trasladado a la pantalla con la fisicidad que presiden esas sencillas imágenes filmadas por Biberman, en el que la utilización de la voz en “off” de su protagonista femenina se revela de una especial pertinencia, y al que la dicción de Rosaura Revueltas ofrece tanta sinceridad como la que brinda su escalofriante interpretación –pocas veces en la pantalla se ha comprobado con tan intensidad la belleza de un rostro de mujer sin que en él se plasme cualquier atisbo de atractivo convencional-. La fuerza de su personaje, su serenidad, la capacidad para intuir acontecimientos que se encuentran a punto de llegar sin que el conjunto de mineros se aperciba de ellos o la valentía con la que intenta resolver la crisis que conlleva con su esposo, irán unidas a la sencillez que preside el desarrollo narrativo de la película. Nada en ella resulta altisonante, aunque cierto es que a la hora de describir el comportamiento de los personajes representativos de la oposición capitalista se incurra en ciertos maniqueísmos, o a la hora de plasmar los procedimientos sindicales, aunque vayan acompañados de un saludable alcance didáctico, a tantos años vista aparezcan revestidos de cierta ingenuidad.

Sin embargo,  reconociendo la valentía y la vigencia que plantea su alegato en torno a la fuerza de la colectividad, su permanencia como ejemplo de cine social y, aún por encima de todo ello, el alegato que propone en torno a la dignidad como elemento vector de la existencia humana, lo cierto es que existe en SALT OF THE EARTH una segunda vertiente argumental, que a mi modo de ver logra permanecer con mayor fuerza que el propio objetivo central del relato. Me refiero a ese alegato feminista que el film de Biberman y Wilson plantean, expresado tanto a nivel colectivo con esa decidida e ingeniosa actuación de las esposas de los mineros a los que se ha sometido a un auténtico callejón sin salida sindical en su decidida acción de huelga, relevándoles en su actuación como inesperadas piquetes. Ese elemento tendrá de nuevo un especial protagonismo en el personaje de Esperanza, quien poco a poco irá oponiéndose contra las maneras machistas y arcaicas que su abnegado pero rústico esposo plantea en la configuración de ambos como familia. Será algo que la película mostrará desde sus primeros instantes, logrando además en las secuencias desarrolladas en el interior del hogar donde desarrollan sus vidas –que no es propiedad de ellos, y del que estarán a punto de resultar desahuciados por parte de la empresa minera propietaria-, estén plasmadas con una planificación cercana a ese tipo de cine marcado en su oposición al maccarthismo, y que pusieron en practica en aquellos años cineastas como Joseph Losey, Cyril Endfield o incluso Edward Dmytryk –este último, antes de que su inane delación tras sufrir la cárcel, le hiciera sufrir el rechazo activo de sus compañeros de ideales poco tiempo antes, algo comprensible, aunque no lo fuera tanto despojarlo automáticamente de talento, sin detenerse a atisbar en él que lo mejor de su obra aún estaba por llegar-.

Por todo ello, conviene dejarse llevar por ese terrible relato que es SALT OF THE EARTH, planteándose su contemplación con la idea de asistir a una dolorosa fábula existencial, en la que la búsqueda de la dignidad, la igualdad y la comprensión como seres humanos, será planteada tanto a nivel laboral, como también dentro del seno de la propia clase obrera, modernizando en su seno los roles masculinos y femeninos. En la combinación de todos estos factores, en su insólita y azarosa gestación, y también en esa extraña sensación de felicidad compartida que ofrecen esos planos finales, se encuentra el auténtico valor de un film único e inclasificable, quizá ingenuo en algunos pasajes, pero que como pocos describe no solo la dramatización de un hecho real, sino que a través de sus imágenes llega a transmitir el dolor de la ausencia de libertad de toda una generación de intelectuales progresistas ligados a la cultura norteamericana a través del séptimo arte.

Calificación: 3’5

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