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CINEMA DE PERRA GORDA

STUDIO 54 (1998, Mark Christopher) 54

STUDIO 54 (1998, Mark Christopher) 54

No lo voy a ocultar; soy un auténtico fanático de la música disco. No me importa aquellos que la desprecien o la consideren música de segunda fila. Sin embargo, no quiere ello decir que cualquier título que centre buena parte de sus características provoque en mí en suficiente entusiasmo como para ensalzarlo por el simple hecho de que me regale el oído –nunca mejor dicho-. Es algo que me sucedió con la para muchos mítica SATURDAY NIGHT FEVER (Fiebre del sábado noche, 1977. John Badham) que, más allá de poseer una banda sonora antológica para todo amante de la música disco, y cierta credibilidad en su capacidad descriptiva de las minorías italianas en el New York de los setenta, en el fondo se erigía como relato moralista, previsible y narcisista, al entronizar la figura del hortera Tony Manero encarnado por John Travolta, quien sin embargo logró con dicho rol –coronado además con una marciana nominación al Oscar-, el inicio de una carrera que se ha prolongado –con baches-, hasta nuestros días.

Y señalo esto, porque al hablar de STUDIO 54 (54, 1998. Mark Christopher), uno se enfrenta en la tesitura de intentar defender de forma más o menos moderada un título que fue vapuleado en el momento de su estreno –recibió incluso dos nominaciones a los temibles premios Razzia-, aunque en la taquilla al menos cubrió su no demasiado elevado coste. Sin embargo, y pese a esa valoración negativa de la película, he de reconocer que STUDIO 54 me resulta un título que parte de la ventaja de no jugar con la baza del moralismo, sino simple y llanamente trazar una mirada, entre nostálgica y dura, de lo que supuso aquel fenómeno de masas auspiciado por el complejo, repelente y al mismo tiempo fascinante personaje de Steve Rubell, del que Mike Myers ofrece una inesperada creación, revelando en él las contradicciones de un hombre que sabía lo que se hacía. Que al mismo tiempo podía ser generoso y repugnante, y que logró levantar un imperio de lo lúdico, en un New York en la que hacía falta un auténtico templo en aquella convulsa sociedad urbana –dominada por un alto porcentaje de delincuencia- en la década de los setenta. En medio de dicho marco, se sitúa al personaje central e hilo conductor del fill, el joven Shane O’Shea (un Ryan Phillippe que encarna su personaje tal y como requería el guión). Un muchacho de belleza casi angelical que muy pronto captará la atención de Rubell, siempre tan exigente a la hora de ofrecer a esa distinguida clientela que se aglomera cada noche a la puerta de su discoteca, prometiendo en su interior placeres y situaciones casi ensoñadoras. A partir de dicho punto de partida, cierto es que el guión de STUDIO 54 no propone un especial grado de singularidad –más allá de la acogida que a Shane le brindan la pareja formada por Greg (Benkin Meyer) y Anita (Salma Hayek), ambos integrados en el personal de la enorme discoteca-. En realidad el entramado del film filmado por Christopher, que prácticamente abandonó la dirección para centrarse en las tareas de guionista, nos ofrece una mirada que combina lo complaciente con la dureza de una actividad nocturna en la que no faltarán el consumo de drogas, las actividades sexuales –incluso gays; se señala al respecto que los hermanios Weinstein cortaron las secuencias de este tipo que relacionaban al protagonista, y que en recientes pases han sido recuperadas-.

Sin embargo, hay en STUDIO 54 un logro, todo lo humilde que se quiera, de acertar transmitir al espectador ese estado de ánimo que se plasmaba en un lugar de encuentro al que acudían todo tipo de personalidades –desde Truman Capote hasta la Princesa Grace de Mónaco-, encandilados por la labor constante que ese demiurgo, negociante, estafador, pero al mismo tiempo fascinante, personaje de Rubell, supo ofrecer durante bastantes años a numerosos espectadores de un nivel adquisitivo alto. Cada noche su lujoso recinto parecía una representación, como la de aquella anciana octogenaria –con la que Shane se encontraría un día en la farmacia- que fallecerá en plena actuación –inicialmente triunfal- de Anita, provocando una extraña situación en la que se revelará la escasa sensibilidad que Rubell esgrimía a la hora de llevar a cabo su negocio. Deudor de un constante consumo de drogas y otros excesos, articulador de una doble contabilidad, el dueño de la discoteca finalmente será capturado por las fuerzas de la Ley, siendo condenado a año y medio de cárcel. Un espacio de tiempo quizá no demasiado amplio para una persona normal, pero si demasiado dilatado para un ser ya de por sí excesivo, que a su libertad se encontrará como la discoteca ya no es propiedad suya, pero al que se le permitirá una última noche de gloria, reuniéndose allí todos sus amigos e incluso algunos que dejaron de serlo. Y resultará bellísima la manera con la que desaparecerá de escena, para alguien que en todo momento procuró sorprender al espectador, a través de espectáculos en los que el kitsch predominaba, entre oropeles, brillos y situaciones que parecían de otro mundo.

STUDIO 54 alberga una subtrama que quizá no alcance las posibilidades con las que se plantea, como es el intento de relación entre Shane –al que finalmente veremos luciendo otro look que inducirá a demostrar que la experiencia en la discoteca le ha permitido madurar, tal y como rezará esa voz en off que acompañará el conjunto del relato- y Julie Black (Neve Campbell). Una muchacha a la que el protagonista ha venerado desde que la contemplara en revistas juveniles como una revelación como actriz, pero que en realidad no es más que la intérprete de un culebrón. Pese a estas limitaciones. Pese quizá a no haber aplicado un más alto grado de sordidez al conjunto –aunque sería interesante contemplar las secuencias que fueron amputadas en su momento y posteriormente han sido recuperadas-, he de reconocer que en no pocos momentos me dejo llevar por la moderada magia que esgrime STUDIO 54 –lo reconozco en ello contribuye su banda sonora, de la que se vendieron millones de copias-, e incluso en sus instantes finales me transmite una cierta sensación de melancolía. La presencia en los títulos de crédito finales de fotos de personalidades que en la realidad visitaron aquella mítica discoteca, servirán para trasladarnos una idea de la significación que aquel sueño del contradictorio Steve Rubell ofreció a miles de ciudadanos de su tiempo… sobre todo aquellos que se lo pudieron permitir.

Calificación: 2’5

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