BECKET (1964, Peter Glenville) Becket
BECKET (1964) pertenece a ese tipo de producciones que en el momento de su estreno gozaron de tanto predicamento en el público y relativo reconocimiento entre la Academia de Hollywood, como un general desprecio entre la crítica denominémosle “seria”. No es de extrañar dicha última característica, en la medida que se daba cita el encontrarnos ante una producción de carácter historicista, llevada a la pantalla por parte de uno de los muchos y denostados profesionales, del no menos denostado cine inglés. Pasadas algunas décadas, caídos los muros de la cahierista “Teoría de los Autores”, y puestos a mirar de una manera más sensata la riqueza de la cinematografía británica, es cuando han empezado a tenerse en cuenta las producciones llevadas a cabo por esa magnífica nómina de artesanos, que ofrecieron al cine inglés no pocos títulos de relieve. Este es uno de ellos, siendo como fue una superproducción de Hal Wallis para la Paramount, dentro de de la simbiosis que Hollywood dispuso en no pocas ocasiones con la cinematografía de las islas. Uno de tantos exponentes que han logrado sobrepasar la barrera del tiempo, erigiéndose sobre el mismo un auténtico estatus de culto, tal y como sucederán con muestras de similares características, aunque ambientadas en otros periodos históricos –un ejemplo que me viene a la cabeza es el de KHARTOUM (Kartum, 1966. Basil Dearden)-. En esta ocasión contemplamos un título caracterizado por un especial esmero a la hora de poner en práctica su diseño de producción, contrastándolo con el intimismo que ofrece tanto la obra teatral que le sirve de base, original del francés Jean Anouill –representada con éxito en los escenarios newyorkinos-, como el guión que dispuso Edward Anhalt a partir de la misma.
BECKET nos retrotrae al inicio de la segunda mitad del siglo XII, en una Inglaterra dominada por los normandos sobre los sajones, y en la que reina el caprichoso e irascible Enrique II (Peter O’Toole). Rodeado de una corte de aduladores e intentado ser dominado por la Iglesia, este se amparará en los consejos y la inseparable compañía del sajón Thomas Becket (Richard Burton). Una relación de amistad y dependencia, que poco a poco irá revelando unos complejos matices, que van del encuentro de una extrema agudeza e inteligencia por parte del monarca hacia Becket, y que en un momento dado irá descubriendo su raíz homosexual. Iniciada en un tono de comedia, en la que no faltará el enfrentamiento del rey con el poder fáctico que interpondrán los representantes de la Iglesia –renuentes a participar o financiar los proyectos de invasión de Enrique en terrenos franceses-. Desde los primeros instantes, a partir del flash-back que se iniciará tras el inicio en el que Enrique II se reúne ante la tumba de su estrecho amigo, dando pie al entramado central del film, el espectador percibirá e incluso gozará de la agudeza de los diálogos y, muy especialmente, de la inteligencia que define al personaje principal del film. Cada una de sus respuestas aparecen como sentencias, hasta el punto de que su fiel protector el monarca, no dudará en nombrarlo Canciller de Inglaterra –ante el mal disimulado malestar de la cúpula eclesial, representada por el paciente Arzobispo de Canterbury (Félix Aylmer) pero, sobre todo, el ambicioso obispo de Londres, Folliot (Donald Wolfit)-. Es así como el que hasta el momento ha sido su compañero de correrías –en unas secuencias que nos recuerdan al universo de Henry Fielding y, por consiguiente, la adaptación cinematográfica que de novela había realizado un año antes Tony Richardson con TOM JONES (1963)-, poco a poco nos iremos adentrando en un juego de presiones. De un lado las que provocará la Iglesia contra el poder absoluto del monarca, y de otra las que el propio Enrique brindará a su estrecho amigo, al que someterá a prueba al solicitar a una joven amante en cumplimiento de una promesa.
Poco a poco, el universo ingenioso y cercano a lo festivo con el que se inicia este notable film de Peter Glenville, irá adquiriendo una creciente severidad, acentuada a partir del nombramiento de Thomas Becket como Arzobispo de Canterbury, en detrimento del candidato natural Folliot. Lo que para el monarca se había establecido como una previsible jugada maestra para lograr el dominio del clero –en realidad Becket era diácono y para asumir el cargo tendrá que ser nombrado sacerdote de manera apresurada-, se tornará en un momento dado en un auténtico drama para el hombre brillante e ingenioso, diletante y al mismo tiempo reflexivo, en que se ha convertido el sajón investido de poder, a partir de ofrecerse a él la denuncia sobre la ingerencia de una actitud criminal contra un clérigo que ha sido asesinado por un noble civil al que no dudará en excomulgar, ya que el juicio sobre dicho sacerdote debiera haber recaído sobre los poderes religiosos. Esos dos anillos que Becket lucirá en su misma mano, se erigirán en un símbolo sobre la imposibilidad de conciliar los poderes de la tierra y los de Dios.
A partir de ese momento, y ayudado por la memorable interpretación de Burton –bastante por encima de la más exterior brindada por el siempre excesivo O’Toole- BECKET se va erigiendo en la crónica de una muerte anunciada, forjada en la rebelión del supuesto discípulo inteligente, contra ese maestro revestido de poder –y escasa sesera-, que en el fondo dominará unas extrañas relaciones en las que se irá adivinando un deseo caracterizado por lo que la propia madre de Enrique denominará “algo antinatural”. Ese deseo de dominio, acompañado por una secreta y nada oculta veneración, será el eje sobre el que pivotará este viaje por las entrañas del medievo inglés, en donde los recelos entre normándoos y sajones tendrán su exponente más significativo en la figura del joven Hermano John (David Weston). Se tratará de un fraile que en una primera instancia atacará a Becket acusándolo de traidor a sus orígenes, pero que en un momento determinado modificará por completo su actitud hacia él. Todo ello sucederá en una secuencia memorable, a mi juicio la más hermosa del relato, en la que el muchacho contemplará a escondidas la meditación hacia Dios de ese hombre que hasta entonces ha detestado, en busca de la nobleza y el auténtico camino de su comportamiento, quedando conmovido del mismo y besándole a continuación la mano al postrarse de rodillas ante él, iniciando un sendero de servidumbre hacia este. Una vocación que llegará hasta la muerte de ambos en el episodio sombrío y casi premonitorio celebrado en la Abadía de Westminster, en donde uno y otro esperarán casi sin otra salida la llegada de la muerte, aunque para el joven John esta intente llegar no sin antes poner de nuevo de manifiesto –de manera infructuosa-, su condición sajona, en contra de los invasores normandos.
Caracterizada por un impecable ritmo cinematográfico, un uso de la pantalla ancha elegante y depurado y adornado por unas excelentes interpretaciones, Peter Glenville –un director en su momento realmente anatemizado- teje con experta mano los mimbres en esta su segunda adaptación teatral de la mano del productor Hal Wallis –la anterior fue SUMMER AND SMOKE (Verano y humo, 1961) basada en Tennesse Williams-, dentro de un relato que sin dejar de caracterizarse por su excelente ambientación, no cede a la tentación de la espectacularidad, como si dentro del ámbito de una película se estableciera otra, más interesante y dotada de una excelente capacidad de descripción de personajes. Todo ello, quizá pretendiendo mostrar a su través, una nada solapada metáfora sobre las tentaciones del poder y la ambición a la hora de sobrellevar el mismo. Un ámbito en el que Thomas Becket en un momento determinado antepuso el sentido de la dignidad, asumiendo con ello y a través de una inteligencia superior a cuantos le rodeaban, que su lugar en el mismo no podía encontrarlo en el ámbito de aquella sociedad medieval, dominada por traiciones e intereses.
A nivel anecdótico, señalar que parte de los magníficos decorados de BECKET, fueron utilizados pco tiempo después del rodaje por Roger Corman, filmando en los mismos su no menos magnífica THE MASQUE OF THE RED DEATH (La máscara de la muerte roja, 1964), el primero de los dos títulos del ciclo Poe rodados en Inglaterra por el director de VON RICHTHOFEN AND BROWN (El barón rojo, 1971).
Calificación: 3
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