LA CASA DE MI PADRE (2008, Gorka Merchán)
Es probable que aún no se haya encontrado en nuestro cine esa película que pueda transmitir con la suficiente hondura la complejidad del terrorismo vasco. Las posturas encontradas entre los partidarios de la violencia y el asesinato por parte de ETA, los partidarios de una solución política de carácter independentista –aunque mirando hacia otro lado ante la práctica violenta-, y otro sector partidario del mantenimiento del País Vasco en el ámbito constitucional, es la base sobre la que durante décadas se ha vertido sangre inocente. Una base que en el conjunto de nuestro país siempre se ha visto con una racionalidad y unanimidad a la hora de condenar la violencia como elemento de confrontación, mientras que traspasadas las fronteras vascas dicha circunstancia adquiría otro semblante completamente opuesto, ante un porcentaje considerable de su población. Es por ello que títulos en su momento controvertido –y, a mi juicio, sesgados, como LA PELOTA VASCA: LA PIEL CONTRA LA PIEDRA (2003, Julio Medem), incidían en una relativa –y polémica- justificación de la raíz que ofrecía esa lucha basada en la violencia, partiendo de una supuesta opresión a la presunta raza vasca.
A partir de dichas premisas y aún partiendo de no pocas insuficiencias –que personalmente se dan cita a nivel dramático en cierto esquematismo que se adueña en el primer tercio de su metraje-, estimo que LA CASA DE MI PADRE (2008) –debut y único largometraje hasta el momento realizado por el donostiarra Gorka Merchán-, deviene en una apreciable dramatización, adaptada a los modos del melodrama, adentrándose dentro de unos límites más o menos razonables, en los diferentes matices y miradas en torno al susodicho conflicto vasco, por fortuna en los últimos años más mitigado. Cierto es que la película tuvo mejor acogida entre sectores más cercanos a una visión dialogada del conflicto, que entre aquellos insertos en una visión de abierta confrontación –que acusaron el relato de falseador de la realidad-. Valorando cualquier obra cinematográfica como la mirada personal de cuantos han hecho realidad el proyecto, entiendo que Merchán intenta al menos ofrecer una visión bastante amplia de los distintos modos de pensar que coexistieron y aún siguen presentes en la sociedad vasca, planteando un drama en el que se logra mostrar –puede que sin la necesaria hondura, pero al mismo tiempo con encomiable honestidad-, algunos de los elementos más candentes de dicho conflicto.
LA CASA DE MI PADRE se inicia con el regreso de Txomin Garay (notable Carmelo Gómez), un empresario que emigró del País Vasco amenazado. Ha regresado con su esposa Blanca (rotunda Emma Suárez), habiendo tenido en su estancia en Argentina a su única hija, Sara (Verónica Echegui). La realidad de su retorno está en la cercanía de la muerte de su hermano Koldo, con quien en este punto de inflexión ante su irremediable final, limará su nula relación durante años, que partiera de la enemistad fraguada por la condición de concejal abertzale del enfermo. En un momento determinado, a solas, y después de la fría recepción, Koldo pedirá a su hermano que tras su inminente desaparición se haga cargo de la educación de su hijo Gaizka (rudo y al mismo tiempo sensible Juan José Ballesta), intentando que lo separe del entorno de la kale borroka en la que el muchacho se encuentra introducido. Gaizka desde el primer momento se ha mostrado reacio hacia su tío, aunque será la práctica de ambos de la pelota vasca la que, a modo de competición, encuentre lazos de unión –que no afectivos- entre ambos. Por su parte, el joven irá acercándose de manera paulatina hasta Sara, aunque en todo momento las diferencias de percepción en torno al hecho vasco se encuentren presentes casi como un muro infranqueable. Será algo que encuentre un punto de inflexión con el asesinato de Germán (estupendo Álex Angulo), un columnista periodístico muy crítico con las prácticas violentas –expresado cinematográficamente en uno de los mejores instantes del film-.
Lo atractivo del film de Merchán, es que a partir de los mimbres antes señalados, construye una ficción en la que se intenta al menos orillar el fantasma del esquematismo. Cierto es que esa intención en algunos instantes se llega a tambalear, pero la adecuada ambientación, la intensidad en la labor de los actores, y esa creciente tensión que alcanza el metraje superado ese primer tramo quizá provisto de excesiva frialdad, permite en la película una extraña calidez, que podrá manifestarse, por ejemplo, en secuencias que de entrada coquetearían con el estereotipo –una de ellas podría ser la de la partida de pelota entre Carmelo Gómez y Juanjo Ballesta, donde esa rivalidad deportiva esconde tras ella la confrontación de dos miradas totalmente opuestas-. Así pues, utilizando las armas de un sobrio melodrama, LA CASA DE MI PADRE sin duda no será la película definitiva sobre el complejo conflicto vasco –dudo mucho que haya alguien que pueda plasmar en la pantalla una visión que exprese la dimensión de su dramática existencia-. Sin embargo, ello no nos impide reconocer en él un producto revestido de honestidad y en el que, ante todo, se prefigura no solo un determinado grado de densidad emocional, de estallidos, extendiendo un mosaico de visiones contrapuestas a través de la diversidad de sus personajes. Unos seres que en los momentos más intensos del film logran sobresalir de la condición de estereotipo para aparecer como reales, incluso cuando algunos de ellos no nos resulten cercanos en sus opiniones y vivencias.
Hay quien ha acusado a Gorka Merchán de no haberse mojado en LA CASA DE MI PADRE. En primer lugar, el cine no está “para mojarse”, sino ante todo para construir ficciones con el mejor resultado posible –otra cuestión es que tras ella se esconda un trasfondo o implicación sobre un determinado tema-. Sin embargo, no hace falta contemplar más que la rotunda secuencia final de la película, culminada con el plano sostenido del inmenso Ballesta, para ver que por encima del contrapuesto respeto a ideales, queda clara su postura de abierto rechazo a la inutilidad y crueldad de la violencia como elemento de presión ante cualquier demanda o lucha política. Honesta conclusión para lo que, en el fondo, siempre ha sido una de las grandes lacras de la condición humana, y que en suelo vasco –y, por onda extensiva, en todo nuestro país-, tuvo una traumática incidencia durante décadas.
Calificación: 2’5
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