CAROSELLO NAPOLITANO (1954, Ettore Giannini) Carrusel napolitano
Dentro de la riqueza del cine italiano de la década de los cincuenta y sesenta, se aprecia una especie de subgénero, en el que se podrían enclavar diversos títulos centrados en la descripción de la bulliciosa y extrovertida personalidad napolitana. Comedias y melodramas como L’ORO DI NAPOLI (El oro de Nápoles, 1954. Vittorio De Sica), NAPOLI MILIONARIA (Nápoles millonaria, 1950. Eduardo De Filippo) –una personalidad polifacética que durante su andadura artística dedicó muchos de sus esfuerzos a exaltar dicha vertiente, manifestados en otros exponentes cinematográficos-, o la propia MATRIMONIO ALL’ITALIANA (Matrimonio a la italiana, 1964, también firmada por De Sica), son ejemplos de la riqueza de dicha vertiente, al que habría que sumar con pertinencia esta extraña, desaforada y, al mismo tiempo, arrebatadora, CAROSELLO NAPOLETANO (Carrusel napolitano, 1954), segunda y última película del polifacético Ettore Giannini, nacido en Nápoles, quien adaptó para la pantalla la opera dramática del mismo nombre estrenada con gran éxito en 1950.
En el momento de la gestación de esta inusual y lujosa producción, galardonada en el Festival de Cannes de aquel año, el cine europeo vivía una especie de eclosión por el denominado Film d’Art. En 1948 Michael Powell y Emeric Pressburger habían obtenido un gran éxito con THE RED SHOES (Las zapatillas rojas), teniendo incluso descendencia en España con la muy posterior LUNA DE MIEL (1959, dirigida en solitario por Powell). Jean Renoir había dirigido ya LA CARROSE D’OR (La carroza de oro, 1952), e incluso Max Ophuls incidió en dichos postulados, cuando cerró su magnífica filmografía con LOLA MONTÉS (Lola Montes, 1955). Es decir, que sin ocupar una producción de numerosos exponentes, nos encontramos ante un auténtico subgénero que tuvo cierta ascendencia en esta década en la que prácticamente el denominado cine clásico iniciaba sus últimos coletazos, para dar paso a las nuevas olas europeas. Dentro de dichos parámetros, hay que reconocer la fuerza, el arrojo, la intensidad, la capacidad de riesgo y, en ocasiones, lo emocionante y conmovedora que resulta CAROSELLO NAPOLETANO, un auténtico canto de amor a la esencia de dicha ciudad, mostrado a través de un determinado recorrido histórico a algunos de los pasajes de su historia. Aspectos tamizados por una mirada siempre entrañable pero nunca complaciente, ante la cual el espectador queda literalmente embargado ante la irresistible sensibilidad emanada por un singular musical que incorpora canciones, elementos de ficción, otros de alcance histórico, aspectos costumbristas e incluso bailes autóctonos. Todo ello, articulado en una casi por momentos deslumbrante combinación de elementos dramáticos y musicales, que en todo momento se articulan en torno a la dicotomía -entendida esta a través de la confrontación- entre realidad y representación.
La película se inicia en los primeros años cincuenta. Una larga panorámica encuadra la bahía de Nápoles en un enorme plano general, y nos describe la grandeza y miseria –incluso ruina- que domina el gran enclave italiano, deteniéndose en el carro que sobrelleva la familia de Salvatore Esposito (un magnífico Paolo Stoppa, que en la función encarnará diversos personajes a modo de insólito enlace en este recorrido histórico cultural que desarrolla la función). Este comanda junto a su familia un carromato del que malvive exteriorizando su repertorio musical popular. De manera poética –en el más noble sentido de la palabra- las partituras vuelan en un golpe de viendo, desparramándose por la playa. Será el inicio de un recorrido discontinuo que se iniciará con la escenificación de una leyenda relativa a la invasión mora de la zona. A partir de ese momento, con un admirable sentido del ritmo y sin prácticamente altibajos, el espectador irá saboreando una sucesión de recreaciones históricas y estampas populares, a través de las cuales irá descubriendo la entraña del sentimiento napolitano. Todo ello, a través de la presencia de intérpretes tan reconocidos como la legendaria Tina Pica, un extraordinario gusto escenográfico, la irresistible fuerza pictórica marcada por la fotografía en color de Piero Portalupi, en cuya confluencia uno no deja de atisbar ciertas influencias del referente utilizado por Vincente Minnelli con AN AMERICAN IN PARIS (Un americano en Paris, 1951), huyendo de cualquier tendencia al convencionalismo hollywoodiense, y apostando por el contrario por una impronta marcada en destacar la ya señalada confrontación entre realidad y representación. Ello se plasmará con un considerable sentido de la progresión dramática, enmarcada en una singular película que no busca una dramatización más o menos al uso. Por el contrario, y dentro de ese tenue hilo evolutivo, incardina diversas disciplinas artísticas, que son plasmadas con tal precisión, que lo que en primera instancia no deja de ser un producto de enorme complejidad, deviene ligero, casi volátil, llegando a tener en ocasiones el espectador la sensación de que es incapaz de asimilar la considerable riqueza propuesta en sus imágenes.
Ello en última instancia deviene un auténtico festín para los sentidos, combinando sus imágenes el elemento tragicómico con inusual acierto, sin dejar de ofrecer algunas secuencias que por momentos llegan a resultar conmovedoras, en la confluencia de su vertiente dramática, la originalidad con las que nos son presentadas, y la irresistible fuerza que emana de su riqueza musical o articulación escenográfica. De entre la casi concatenada presencia de episodios y situaciones, en las que en ocasiones esa dicotomía ficción – realidad, inserta dentro de un contexto de deliberado y elaborado artificio, uno no puede dejar de destacar la delicadeza que reviste el largo y complejo episodio que narra el discurrir de Polichinela, a partir de su presencia como marioneta de un guignol, hasta convertirse en ser mortal, y fallecer en el intervalo de una representación, relevando su personaje en la figura de su hijo, y despareciendo de la historia ubicando su cadáver en un carruaje, pareciendo que está vivo, en plena noche. Alto octanaje describe la breve representación de la llegada del siglo XX a Nápoles, por medio de una deliberada reconstrucción de su volcán Vesubio a modo de forillo, por el que pasará inadvertidamente el hijo de Esposito. Sin embargo, y aunque resulta difícil quedarse con un solo fragmento en un conjunto dominado por tanta delicadeza, no puedo por menos que destacar el que protagoniza la bella y joven Sisina (Sophia Loren) enamorada de un cantante, al que perderá de manera trágica cuando este se aliste junto a sus dos compañeros en la I Guerra Mundial. La manera de plasmar la muerte del soldado en plena contienda resulta bellísima, como emocionante será la manera en la que sus dos compañeros le hagan saber a la cantante la terrible noticia, sin mediar palabra por medio
Calificación: 3’5
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Jorge Trejo -