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CINEMA DE PERRA GORDA

THE PURE HELL OF ST. TRINIAN’S (1960, Frank Launder)

THE PURE HELL OF ST. TRINIAN’S (1960, Frank Launder)

Personalidad polifacética e inclasificable, el cine británico sirvió como marco a la que quizá fuera la creación más perdurable de Ronald Searle (1920 – 2011); sus historietas para animación describiendo las endemoniadas travesuras de las niñas y muchachas internas en el colegio de St. Trinian’s. Un material que el tandem formado por Sidney Giliat y Frank Launder, llevaron hasta la gran pantalla hasta en un total de cinco ocasiones, entre mediada la década de los cincuenta e inicios de la de los ochenta. THE PURE HELL OF ST. TRINIAN’S (1960, Frank Launder), será la tercera de estas incursiones, inserta además en un periodo de especial efervescencia para el cine de las islas, no solo a nivel creativo, sino incluso –y es algo que incide en el especto picante de algunas de sus secuencias-, en torno a la permisividad sexual que se iba adueñando de un cine hasta entonces bastante pacato en esa vertiente. En todo caso, las referencias señalan que esta nueva revisitación de los personajes de Searle, desmerece comparada con sus dos precedentes cinematográficos. La película se iniciará con la celebración de un juicio en contra de las internas del colegio, que de manera deliberada y casi salvaje, han contribuido a que las instalaciones queden totalmente destruidas. Se celebrará una vista, en la que los componentes del jurado declararán culpables a la internas, aunque la intercesión del profesor Canford (Cecil Parker) ante el juez (Raymont Huntley), permita que este último le conceda la custodia de todas ellas, trasladándolas a un nuevo marco, al objeto de prolongar las tareas educativas, teniendo para ello la financiación de un desconocido benefactor. La reactivación de una entidad educativa que ya se daba por finiquitada, tendrá diversas consecuencias. Por un lado romperá la inevitable cercanía de boda entre el superintendente Samuel Kemp-Brid (Lloyd Lamble) con la sargento Ruby Gates (Joyce Grenfeld), quien tras muchos años de noviazgo, recordará la promesa mantenida por Samuel, que en el fondo se encuentra flirteando con otra oficial más joven y atractiva. En un terreno opuesto, las oscilaciones en torno a la marcha de St. Trinian’s, tendrán su consecuencia en la reacción de las autoridades. En concreto la receptividad asumida por el ministro de educación (John Le Messurier), tendrá como consecuencia la censura en la persona de uno de sus funcionarios, Gore Blackwood (Dennis Price) quien trasladará sus quejas a dos de sus funcionarios: Culdpepper-Brown (Eric Barker) y el atolondrado Butters (Thorley Walters), sometido desde el principio a una terapia psicológica de danza, que irá extendiendo a todos cuantos le rodean.

El desopilante guión de THE PURE HELL OF ST. TRINIAN’S –en el que no faltará una secuencia de homenaje a la célebre del camarote de los Marx Brothers A NIGHT AT THE OPERA (Una noche en la ópera, 1935. Sam Wood)- incluirá el viaje en barco de las muchachas en principio hasta Grecia, pero siendo llevadas secuestradas hasta tierras africanas, al objeto de ejercer trata de blancas con ellas. La inesperada situación dará lugar a la actuación discreta de las fuerzas británicas, mientras en el barco se haya apostado la sargento Gates, quien junto a Canford y al poco recomendable Flash Edwards (George Cole), sean desalojados en alta mar dentro de un bote de salvamento –en una de las secuencias más divertidas del conjunto- logrando salvarse al encontrar una pequeña isla desierta. Ejército, el fantasma de un nuevo conflicto en Suez, parajes agrestes, situaciones disparatadas, la hipocresía de unos representantes gobernantes que hacen y deshacen según sus intereses, sin dudar en utilizar sin el más mínimo sentido de la ética, a sus propios empleados. Quizá demasidadas ambiciones para una farsa que pretende disparar en ocasiones sin mirar el objetivo propuesto. Es cierto que el film de Launder en ocasiones vira hacia lo chusco, y hacia la escuela de esa serie Carry On –de la que retendrá a intérpretes como Sidney James y Eric Barker- que, de manera paulatina, iría degradando la expresión del género en una de las cinematografías que brindó una de las improntas más personales en el mismo.

Por fortuna, no son pocos los motivos de regocijo que proporciona la película. Desde las crueles maneras con las que se describe el casi demoniaco comportamiento de las internas del colegio –que casi parecen un reverso femenino de los náufragos de la novela de William Goldwin “El Señor de las moscas”-, hasta la divertida galería humana que ofrecerá personajes tan divertidos como el juez, del que Raymond Huntley ofrece una auténtica creación, con su capacidad para transmitir con la mirada las estupideces que contempla, y la trampa en la que caerá, al ser seducido en la vista por una de las alumnas más voluptuosas. Con las tácticas esgrimidas por un antológico Dennis Price, a la hora de oficiar como gestor de la burocracia del ministerio. O con la presencia de ese mayor destinado en tierras africanas –encarnado por un hilarante Nicholas Pipps-, preocupado tan solo por la recepción de esas cajas de whisky que había pedido a sus mandos ingleses. En todo momento aparecen divertidas situaciones, de las cuales quizá su muestra más patente sea ese delirante epílogo, en el que veremos a los principales personajes, danzando al compás de esa música con la que completan de manera inesperada esa terapia, acentuando ese grado de absurdo que ha presidido todo su conjunto. THE PURE HELL OF ST. TRINIAN’S se sitúa en un lugar muy determinado de la evolución del género en su país, y es algo que se percibe de manera muy clara en una cinta de ámbito visual bastante clásico –ese contrastado blanco y negro de Gerald Gibbs, la precisión de su montaje, la existencia de constantes y afilados diálogos-, al que hay que unir esa mirada generalizada en torno a las lacras existentes en los distintos estamentos del país. Sin embargo, ello confluirá con esa cierta tendencia a lo chusco, a la presencia de situaciones en donde el componente sexual e insinuante aparece en primer plano. Lo dicho, hay en sus pasajes más previsibles el asomo de una cierta vulgaridad, que no evita sin embargo, disfrutar de un conjunto en el  que abunda la agudeza de comportamientos y, se disfruta ante todo, de una inagotable galería de característicos intérpretes, de los cuales Frank Launder se sirve, para proporcionar la temperatura ideal a una comedia si se quiere de nivel medio, en la que hay con todo suficientes motivos de regocijo.

Calificación: 2’5

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