DEAD END (1937, William Wyler) [Calle sin salida]
Por completo imbuido por esa aura de seriedad que caracterizó el cine producido por Samuel Goldwyn en aquellos años, es evidente que el magnate vio en Wyler un realizador idóneo, a la hora de trasladar argumento y planteamientos revestidos de severidad y una cierta aura de prestigio –dicho sea esto sin ánimo peyorativo-. Fruto de dicha circunstancia, aparece el proyecto de DEAD END (1937), que Goldwyn asumió, al contemplar una de las exitosas representaciones de la obra de Sidney Kingsley, que mandó reformular a la escritora Lillian Hellman. Con ello, se pretenderían sortear los inconvenientes de los órganos que podían coartar, el alcance de fresco social, que estoy seguro fue el elemento que interesó al productor, a la hora de producir una película, en la que se vislumbraran sus propias inquietudes sociales. Confiando en sus cualidades, trasladó el proyecto a Wyler, que de alguna manera tuvo como referente títulos previos como STREET SCENE (La calle, 1931. King Vidor), o la ya pródiga producción de films de gangsters con trasfondo social, que se había erigido como marca de fábrica de la entonces muy pujante Warner Bros.
Fruto de dicho empeño, DEAD END aparece como una película hasta cierto punto insólita, que alterna pasajes brillantes, con otros de alcance discursivo, pero que atesora la singularidad de trasladar a la pantalla una especie de fresco de las zonas pobres del East River newyorkino. Los contrastes entre ricos y pobres, el atavismo de la falta de educación, a la hora de determinar una madurez condenada al fracaso personal, irá de la mano de una cierta conciencia social, expresada fundamentalmente en el personaje de la joven Drina (magnífica, como siempre Sylvia Sidney). Ella será, en realidad la auténtica alma del relato, representando en su nobleza e integridad el espíritu del obrero combativo –un elemento que al parecer se pulió bastante de su original escénico-. En realidad, y pese a su limitada apariencia en pantalla, su personaje aparece casi como el demiurgo de una producción que se inicia y culmina de manera simétrica. Tras los títulos de crédito, un admirable plano de grúa desciende de los rascacielos newyorkinos, para detenerse en esos vitales y al mismo tiempo explosivos bajos fondos. En sus instantes finales, tras la catarsis de la película, la cámara abandonará el escenario que ha descrito su metraje, para efectuar esa llamada a la integración, social, mediante el ascenso de la cámara a la posición inicial. En realidad, no sería la única ocasión en la que Wyler se encargaría de relatos dominados por una determinada unidad de acción. Recordemos que incluso en 1951 se utilizaría otra obra del mencionado Kingsley, para dar vida al apreciable y discursivo DETECTIVE STORY (Brigada 21). Ese traslado al espectador a orillas del río, dominado por una ambientación destacada en su verismo y perfecta ambientación, quedará dispuesta a manos del experto director de producción Richard Dey, a quien se dispuso un presupuesto de 300.000 dólares para recrear en estudio dicho ámbito urbano. Ello proporcionó a su conjunto su definitiva seña de identidad, al tiempo que brindó al gran Gregg Toland, una casi ilimitada gama de posibilidades, a la hora de poner en práctica esa apuesta por la profundidad, e incluso por el uso de angulaciones de cámara, sin duda propuestas en plena comunión con las líneas narrativas de su realizador.
El discurrir narrativo de DEAD END se describe a lo largo de unas pocas horas, y funciona a modo de contrastes entre una amplia galería de personajes, dominados por la insatisfacción. La albergará Drina, pero también el joven arquitecto Dave (Joel McCrea), deseoso de huir de un ámbito existencial que le ahoga. Y la poseerá al mismo modo la joven y elegante Kay (Wendy Barrie), enamorada de Dave, y al mismo tiempo impelida a casarse con un hombre adinerado, para salvaguardar su futuro económico. Pero nada resultará más desolador, que la insatisfacción que a lo largo del relato, sufrirá el gangster Baby Face Martin (uno de los roles que contribuyeron a general la mítica de Humphrey Bogart). Este regresará a su lugar de juventud, tras haber cumplido condena y realizarse una operación de cirugía estética para evitar ser reconocido, y acompañado por su fiel lugarteniente Hunk (excelente Allen Jenkins). Martin volverá a sus raíces, dispuesto a recuperar a las que han sido las dos mujeres de su vida. Por un lado se trata de su madre –Mrs. Main (Marjorie Main)-, y por otro su antigua novia Francey (Claire Trevor). Sin embargo, su reencuentro con ambas no podrá resultar más desolador. Cuando lo reconozca con su compleja y desagradable mutación en el rostro, la progenitora no dudará en abofetearle, recordando la influencia negativa que demostró en su familia. Peor será la constatación por parte del delincuente, de la degradación moral que sufrirá su ex novia, convertida en una prostituta, en una de las secuencias más sinceras y conmovedoras de su conjunto.
Y es que si algo caracteriza el discurrir de DEAD END, es la constante irregularidad que describen sus diversas subtramas. Una de ellas, la más caduca a mi modo de ver, describe la incidencia de esa fauna de chavales –los célebres dead end kids, que tantas películas de estas características protagonizaron en aquellos años-. No se por qué, pero ha sido esta una característica que con el paso del tiempo ha empañado el tratamiento de la problemática de la juventud en el cine USA, por lo general orillada al esquematismo. Y es algo que nace en títulos como este, y se prolonga en exponentes muy posteriores, firmados por Don Siegel, Robert Wise o tantos otros. Sea como fuere, no es menos cierto que junto a este esquematismo en la plasmación de los bajos fondos juveniles, el film de Wyler no deja de proponer instantes magníficos. Pasajes como aquel, en el que –utilizando de nuevo una escalera interior-, Dave se esconde de Kay, entendiendo sin palabras el espectador la imposibilidad del joven arquitecto de evadirse de sus orígenes obreros y, con ello, comprendiendo a la perfección que la joven jamás podrá tener una relación satisfactoria con él. O el paroxístico climax, de cara ascendencia con el posterior noir, en el que se imbricarán las diversas subtramas de la narración, que culminarán con la eliminación de Martin, y que por momentos en su propia configuración visual, parecen preludiar la catarsis de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed). Es evidente, llegados a este punto, que la impronta visual de Gregg Toland, proporciona al conjunto del film de Wyler, buena parte de su verdadera personalidad. El uso de la profundidad de campo, la impronta de claroscuros y sombras. La utilización de rincones de luz, o personajes encuadrados tras elementos que hablan de la opresión del contexto social en el que se encuentran, son aspectos que hablan a las claras, de una extraña comunión visual entre un Wyler, que ya entonces destacaba por la impronta psicológica de su cine, con un operador de cámara que deseaba expresarse a través de un complejo mundo visual, utilizando para ello el extraordinario trabajo en el diseño de producción, formulado por el ya mencionado Richard Day. Son, que duda cabe, los elementos vectores de un triangulo cinematográfico, que consigue insuflar vida propia a un conjunto, en el que destacaríamos la crueldad que ofrece en torno al mundo de la prensa, la relatividad en torno al papel de la justicia –“Pagar por matar” exclamará Dave al saber que se le ha concedido una recompensa de casi cinco mil dólares por haber contribuido a acabar con Martín-. Todo ello, justo es reconocerlo, no siempre aparece pertinente en sus resultados, y en más ocasiones de las deseables, deja sueltos determinados elementos discursivos, que quizá chirríen en ocasiones –esa fiesta prolongada en una azotea del escenario, que describe un grupo de indolentes adinerados, ajenos a la terrible realidad que se manifiesta en el asfalto de dicho entorno-.
Sin embargo, por encima de su más o menos lograda condición de alegato social, y dejando de lado los vaivenes argumentales y psicológicos que registra su devenir, he de reconocer que hay una perturbadora secuencia, dominada por su malignidad, que se ha mantenido presente en mi recuerdo, desde que visionara por vez primera la película, en un pase televisivo allá por 1981. Me refiero a la trampa que los muchachos proporcionan al repelente y acaudalado Philip (Charles Peck), un muchacho siempre repeinado y vestido de blanco, que será tentado por los muchachos de clase obrera de la calle, para adentrarse en un recinto que aparece para el pequeño como algo atrayente. No será más que el anzuelo para propinarle una paliza, describa en un valioso off narrativo, del que emergerá este totalmente desmadejado y horrorizado.
Calificación: 2’5
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