WHEN THE LEGENDS DIE (1972, Stuart Millar) Cuando mueren las leyendas
Aun resuenan los ecos, de una determinada tendencia de los últimos escarceos de aquel cine norteamericano en periodo de disolución, que incardinaba por un lado un cierto revisionismo en torno al universo del western, y de otro la corriente crepuscular, que ya tenía acto de presencia desde finales de los sesenta. Unamos a ello, la perniciosa influencia del spaguetti western, con sus debilidades visuales, formando en su conjunto una especie de subgénero que, reconozcámoslo, ha envejecido bastante mal. Es cierto que resta quizá un análisis profundo que repase aquel movimiento, que se inicia con la década de los sesenta, y que pusieron en practica incluso realizadores más o menos entroncados con el clasicismo fílmico -Henry Hathaway, David Miller, etc, y que tomaría como auténtica bandera la obra -si se me permite, sobrevalorada- de Sam Peckimpah.
En este recorrido, si se planteara de una manera desprejuiciada, estoy convencido que se establecerían no pocas influencias de éxitos precedentes, a la hora de plasmar una serie de títulos, unos más conocidos que otros, lo que no tiene que coincidir de manera específica con sus supuestas cualidades. Me atrevería a afirmar incluso lo contrario. Y en buena medida ello se materializa en WHEN THE LEGENDS DIE (Cuando mueren las leyendas, 1972), la primera de las dos únicas realizaciones cinematográficas del habitual productor Stuart Millar. En realidad, y es esa quizá su mayor virtud, asistimos a un pequeño relato, adaptado de una novela de Hal Borland, adaptado a la pantalla por Robert Dozier, que propone en voz callada, el relato del crecimiento y la adaptación a una sociedad que alberga y combina en sus interior lo rural y lo urbano, de un joven piel roja, al integrarse en un mundo más o menos dominado por un determinado grado de progreso, en la Norteamérica de finales de los sesenta.
Los primeros minutos de la película, nos trasladan a un contexto que, parecen adentrarse en el pasado del mundo indio, contemplando al pequeño Tom Black Run, un pequeño indio, que ha tenido la mala suerte de quedarse huérfano. El espectador tiene la sensación de asistir a un relato delimitado temporalmente en un tiempo pretérito, y siendo aconsejado el pequeño por parte de un veterano indio que ejerce como tutor suyo. Muy pronto comprobaremos -en uno de los mejores planteamientos de la película-, que la acción se inserta en el momento presente, ya que el niño vivía en una reserva india, y ha sido trasladado a un recinto gubernamental, especializado en la recogida de estos. Un interesante giro este, que en pocos instantes nos describirá el choque de mentalidades del muchacho con su nuevo entorno, hasta que casi de inmediato se nos trasladará al mismo convertido en adolescente, convertido ya bajo los rasgos de Frederick Forrester, en su prometedor y competente debut en la gran pantalla.
A partir de ese momento, veremos como el destino lo pone ante la vista del veterano Red Dillon (un notable Richard Widmark), cuando Tom estaba siendo sometido a una burla en su condición de indio. Dillon ha estado toda su vida dedicado al mundo del caballo, y se encuentra en absoluta decadencia física y moral, viendo en el introvertido joven, a alguien con el que puede hacer fortuna en el entorno del rodeo. Para ello, comprará la titularidad del indio a las autoridades pertinentes, promocionando al taciturno Tom a un contexto, el de los rodeos, en donde casi desde el primer momento, este demostrará una especial destreza. Sin embargo, el viejo caballista, preferirá utilizar los talentos de Tom, urdiendo en torno a ellos una serie de timos, encaminados a obtener dinero rápido entre los ingenuos habitantes de estas zonas rurales.
El proceso de toma de conciencia del muchacho en torno a los desmanes auspiciados por su veterano mentor, la relación de amistad casi fraternal que le unirá a Dillon, su contacto y la comunicación que en momento determinado señalará poseer con los caballos, su propia autoestima al asumir su privilegiada e inesperada fama, la vivencia de una normalizada relación amorosa, o el inesperado retorno hacia su mentor, al que había dejado abandonado, harto de sus triquiñuelas, serán vivencias y episodios que marcarán la definitiva madurez de lo que, en definitiva, aparecerá como un desplazado. Alguien al que ni siquiera su triunfo material servirá más que para tomar conciencia de su inadaptación ante un mundo, en el que no se encuentra en ningún momento cómodo -y es algo que la performance de Forrest refleja muy bien, a partir de su aparente estoicismo-. Lo que sucede, es que casi en ningún momento, WHEN THE LEGENS DIE adquiere la temperatura emocional necesaria. Todos sus elementos aparecen dispersos y, justo es reconocerlo, en buena medida de alejan de los efectismos visuales que tanto dañaron este subgénero en el cine norteamericano. Pero no encontramos ese dolor interno que impregnaba las imágenes de I VALK THE LINE (Yo vigilo el camino, 1970. John Frankenheimer). Ni esa relación, maestro – discípulo queda definitivamente cohesionada. Ni la denuncia a los excesos en torno a la discriminación del indio, deviene del todo convincente. Quedan, por el contrario, apuntes atractivos, aunque insuficientemente desarrollados. Pienso en la presencia de ese veterano chicano, fracasado, que se encuentra al servicio de Dillon, y que morirá en el off narrativo, siendo enterrado en el exterior del desvencijado rancho que éste conserva. En esa mirada en torno a la alienación que vivirá este protagonista, incapaz de apreciar las comodidades materiales que le proporciona su condición de triunfador del rodeo. O en ese episodio en el que, para oponerse al imperativo de su mentor de dejarse perder, montará hasta reventarlo, a un caballo considerado peligroso, en el momento quizá más arriesgado de toda la película, que culminará con la eliminación -nuevamente en over- del equino, por medio de un disparo.
Lo que limita el alcance de WHEN THE LEGENDS DIE, es la inconsistencia de Millar como realizador, incapaz de insuflar densidad cinematográfica, a este relato elegiaco que, sin embargo, y dentro de su discreción, adquiere tanta placidez, como ausencia de verdadera garra.
Calificación: 2
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