GODS OWN COUNTRY (2017, Francis Lee) Tierra de Dios
Siempre con discreción, aunque demostrando que, en voz callada, ha sabido situarse entre los más relevantes de Europa, el cine británico ha venido demostrando de manera reiterada su magisterio. Lo haría a lo largo del tiempo, con el aporte de corrientes y temas que, han ido formando parte de ese gran árbol genérico y temático, que conforma su producción, de más de un siglo de antigüedad. Se trata de un axioma, que sigue ofreciendo sus frutos, como los que, una vez más, con voz callada, ha brindado Francis Lee, un veterano actor de Yorskhire quien, tras unas leves experiencias en el mundo del largometraje, ofrece con GOD’S OWN COUNTRY (Tierra de Dios, 2017), no solo una de las mejores películas inglesas de los últimos años sino, no conviene dejar de señalarlo, uno de los más grandes debuts, jamás alcanzados en el acontecer de dicha cinematografía.
Y antes hablaba del poso que, generación tras generación, ha ido encadenando el corpus de una producción, tantas décadas menospreciado, en buena medida por imprudentes y conocidos bocachanclas de la crítica cinematográfica y, en parte también, por la sempiterna carencia de autoestima que la propia Inglaterra, ha venido manifestando hacia su cine, algo que al menos, parece que ha empezado a remitir en los últimos años. Lo cierto es que, en esta admirable e intimista película, uno siente el eco sedimentado, de la eterna corriente documentalista, que ha impregnado el cine inglés a lo largo de su historia. Se respira cierta nostalgia por aquel vibrante Free Cinema, que revitalizó la gran pantalla inglesa desde finales de los años cincuenta, emparentándose incluso con la herencia producida por dichas corrientes, que podría manifestarse en el primer Ken Locah, antes de adentrarse en sus maniqueos discursos políticos que, al tiempo que han dado un falso prestigio, abandonó la fisicidad y sinceridad de sus propuestas, en demérito de un aura discursiva, en el fondo, acomodaticia, para un determinado segmento de sus seguidores.
Por fortuna, GOD’S OWN COUNTRY funciona por libre. Tiene muy claros sus objetivos. No pretende discursear sobre ninguna de las sugerencias que plantea su metraje. Y, sobre todo, es una obra que va calando, poco a poco, a base de aplicar una sincera capacidad de observación. De saber matizar y esculpir en unos sentimientos, que son planteados en la pantalla, por medio de una reducidísima gama de personajes, que adquieren ante nuestros ojos, una absoluta sensación de verdad. Seres inmersos en un contexto que, por momentos, y al mismo tiempo de manera tan sobria como es el conjunto de la película, se erige como su principal personaje; los páramos de Yorskhire. Es curioso señalar que dichas zonas, en absoluto aparecen desligadas de la lejana presencia de la civilización, que se puede apreciar en casi todo momento, en el último término del encuadre. El film de Lee se define con prontitud, pero sin aceleramientos innecesarios. Queda definido en el entorno del joven y áspero Johnny Saxby (Josh O’Connor), condenado a la rutina de su trabajo en la pequeña granja familiar, centrado en el cuidado de las vacas de su establo y las ovejas de su rebaño. Johnny vive con su padre -Martin (Ian Hart)-, un hombre amargado e impedido, incapaz de empatizar con su hijo, que además es cuidado por su abuela, la introvertida Deirdre (Gemma Jones), sustituyendo en ello a su madre, que tiempo atrás abandonó a la escueta familia. El joven apenas esconde su homosexualidad, conocida en el pueblo donde acude a vender ganado, teniendo un leve y brusco encuentro sexual con un joven que conoce en un pub. Pub en el que además se caracteriza por agrias borracheras cada fin de semana, única salida de la rutina, en una existencia dominada por el más absoluto vacío emocional.
La sequedad. La sensación de carencia de asideros existenciales, es admirablemente recreada en la pantalla, mediante una puesta en escena dominada por una casi absoluta carencia de diálogos, en la que la fisicidad de la actividad de su protagonista, se ve enriquecida con la fuerza de su banda de sonido y -un detalle de gran importancia-, la apuesta por una fotografía muy neutra de sus exteriores naturales, que en este primer tramo aparecen más que como un marco de realización, en clara metáfora de un contexto asfixiante.
El mismo, tendrá un punto de partida para su modificación -en principio irrelevante-, cuando Johnny vaya a recoger al joven Gheorghe Ionescu (Alec Secareanu). Se trata de un inmigrante rumano, del cual nunca conoceremos datos familiares, pero del que casi desde el principio percibiremos su determinación, su mirada reflexiva -quizá producto de unas dramáticas vivencias previas que intuimos- y, también de manera inmediata, su gentileza. La presencia del inmigrante -acostumbrado a cualquier circunstancia; aceptará sin desdoro dormir en una vieja y andrajosa caravana-, supondrá una inflexión de cara a Johnny, quien de manera implícita e irremediable, irá sintiéndose atraído, por un joven al que de entrada detesta, dando buena prueba de su intolerancia, aunque en lo más hondo de su ser, no pueda responder a esa pulsión que el espectador logra percibir, por medio de pequeños gestos y, de manera muy especial, la fuerza de unas interpretaciones contenidas, que dejan respirar el alma interior de esos pocos personajes, que han captado nuestra atención y, sobre todo, nuestro corazón.
Y es que, en el fondo, GOD’S OWN COUNTRY, no nos relata algo que no hayamos contemplado en otros títulos, pero lo cierto es que lo ofrece con encomiable contención, aliento dramático y cinematográfico, brindando a su través una mirada, mezcla de admiración y pura descripción, de esa dureza de la vida de campo en el norte de Inglaterra, elemento esencialmente biográfico, con el que el director y guionista Francis Lee, ha logrado esta película en apariencia adusta, pero que, poco a poco, va impregnándose de sentimientos, de miradas, de gestos con las manos -la importancia de estas, a la hora de transmitir el pudor de las emociones de sus personajes, deviene fundamental-. Así pues, después de un primer encontronazo entre los dos jóvenes, en el cual sorprendentemente el más reflexivo Gheorghe, además de asumir su homosexualidad, tomará el mando de la situación, ante todo, e insertará algo de lógica en la misma. Y esta lógica, será poner en valor la nobleza de su personalidad -manifestada en el cariño que demuestra hacia los animales-, al tiempo que ir acercándose a Johnny. Será algo que este en principio rechazará, como si en el fondo sintiera miedo en ahuyentar esa máscara hosca que ha llevado puesta toda su vida aunque, una vez más, las manos le delaten, en ese constante tallaje de piedras y pequeñas rocas con su pequeño pico, que viene realizando en pleno campo, para reparar una muralla que se ha desmochado, mientras tiene a su lado a ese joven curtido e introvertido, de cálida mirada, que sabe ofrecerle esperanza, en un contexto dominado por la frialdad.
Así pues, poco a poco, la iluminación y la manera de observar la naturaleza de GOD’S OWN COUNTRY, irá cobrándose una cierta calidez. Todo se irá iluminando, aunque una nueva desgracia se cierna en la escasa familia de Johnny. Su padre sufrirá un ictus, lo que supondrá otro punto de inflexión, hacia ese progenitor, con el que nunca ha mantenido la más mínima cercanía. De nuevo, esos gestos con las manos, mientras con la suya acaricia la de este, inconsciente en la cama. Deirdre se dedicará a cuidar de su hijo, mientras los dos jóvenes asuman la responsabilidad del campo… y también la vivencia más profunda de una relación ya estrecha, puesto que Gheorghe residirá con Johnnie en la casa en el campo, Muy pronto su abuela -en un instante maravilloso en su intensidad-, descubrirá que hay algo muy profundo entre ellos, pero lo aceptará al ver a su nieto, revestido de una humanidad de la que hasta entonces había carecido. No obstante, llegará el momento de que ambos tomen en serio su futuro, y Johnnie dudará, siempre temeroso de estabilizar su existencia. Y, con ello, humillará implícitamente a Ghoerghe, provocando que este le abandone. Será el momento en el primero, de asumir de otra manera su existencia. De buscar su redención. De descubrir el cariño de su padre -ese maravilloso momento, en el que ayuda a su padre, invalido, a bañarse, recibiendo el cariñoso ‘gracias’ de este-. Y un renacido Johnnie aceptará la búsqueda de esa necesaria redención. Ese joven ya cambiado, responsable, sensible, luchará por su futuro, pero a su manera, como señalará a su padre, que, en su mirada ya más sincera, conoce que el mismo pasa por recuperar a ese joven que ha transformado su vida.
No voy a entrar en la fácil y recurrente comparación de GOD’S OWN COUNTRY con la galardonada BROKEBACK MOUNTAIN (En terreno vedado, 2005. Ang Lee), ya que son muchas más las diferencias que las separan, que los rasgos que las unen. Y, sobre todo, por un detalle a mi juicio relevante; el film de Francis Lee es más sincero, más honesto, más libre. Lo que sucede es que nos encontramos con títulos que buscan otra mirada, en la que la sexualidad aparece en un muy segundo término -sin ello querer decir que la franqueza con la que se muestra la misma, resulta muy elogiable-. Hay en las imágenes de esta admirable película, un pudor, una manera de expresar los sentimientos, las emociones, e incluso los pensamientos, que pregnan en el espectador, de manera muy elocuente, hasta el punto de haber convertido esta reciente película, en toda una Cult Movie. No es de extrañar que ello suceda, ya que lo ofrece con materiales nobles. En voz baja. Con una casi total ausencia de banda sonora. A través de una puesta en escena sencilla y natural, pero, que sin nos vayamos dando cuenta, va construyendo un perfecto y al mismo tiempo espontaneo andamiaje de emociones y sentimientos. Basados todos ellos en pequeños gestos. En una admirable capacidad de observación, que se olvida de momentos de especial querencia por lo melodramático -con presencia en la película, pero que su director sabe orillar mediante la elipsis-, apostando con enorme sinceridad por esa determinada y dura cotidianeidad, que acierta a modular con la cámara. Y, sobre todo, creyendo en sus personajes, a través de los cuales se transmite una constante sensación de verdad. Para ello, su director contará con dos extraordinarios aliados, los jóvenes intérpretes protagonistas, que brindan en sus entregadas y naturalistas interpretaciones, la mejor herencia de la escuela del realismo británico.
No es de extrañar que los trabajos del debutante John O’Connor y del rumano Alec Secareanu hayan calado muy hondo. El primero, por la admirable manera que alcanza de expresar su complejo y torturado mundo interior, despojándose poco a poco de los prejuicios que le impiden algo tan sencillo -y tan complejo, en su propio contexto-, como es ser feliz. Y por parte del segundo, al transmitir una casi sobrenatural expresión de constante y contenida serenidad, en cuya nobleza como ser humano, se abre toda una puerta a la esperanza. Confieso mi especial predilección a la conmovedora performance de Secareanu, a quien le auguro una andadura llena de posibilidades.
De momento, retengamos la apuesta de un nuevo realizador del que cabe esperar todo y, sobre todo, una cierta interrogante. La de confirmar si este espectacular debut, avanza una andadura de especial interés o, por el contrario, se debe a la expresión de un proyecto muy personal y asumido, desde tiempo atrás. Apuesto sinceramente por lo primero. Haber logrado un Happy End tan lógico, sencillo y conmovedor como el que nos emociona hasta la lágrima -a lo que ayuda no poco la bellísima canción de cierre, cantada por Patrick Wolf, en una película carente en su casi totalidad de fondo musical-, no supone más que una apuesta por la esperanza, y también, porque no decirlo, por el riesgo. Esa caravana retirada, ese adentrarse a la vieja puerta de la casa en pleno campo, habla de ilusión compartida, y de haber descubierto, de manera definitiva, la posibilidad de amar y ser amado.
Calificación: 4
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