IL DISORDINE (1962, Franco Brusati) El desorden
Una de las circunstancias que te brinda la veteranía de haber contemplado miles de películas, deviene a nivel personal algo que considero una certeza, y es intuir a los diez minutos de contemplar cualquier título, lo que éste más o menos me puede ofrecer. Pues bien, este enunciado en ocasiones -no muchas- me puede fallar. Y uno de los ejemplos en donde esta circunstancia se ha producido es con IL DISORDINE (El desorden, 1962), segundo de los ocho largometrajes realizados por el polifacético Franco Brusati. No quiero decir con ello que sus primeros veinte minutos carezcan de interés, pero sí es cierto que su alcance deviene algo caótico en su pretensión de coralidad… sin darnos cuenta que esa es, a fin de cuentas, la esencia de esta desencantada mirada en torno a la sociedad milanesa de su tiempo, en la que el atavismo de un pasado lleno de cicatrices -desde la herencia del fascismo, su consustancial clasismo y el desgarro de la posguerra- apenas puede ser la base para un progreso que llega a su entorno de manera anárquica y, sobre todo, sin lograr con ello un acierto en la aplicación de la justicia social.
El film de Brusati -más extendido en su andadura como guionista, faceta en la que comparte los créditos junto a Francesco Ghedini-, se inicia con una extraña mixtura de escenificación de alcance felliniano, con ecos del Jean Renoir de LA RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939). Todo ello al describir el entorno humano que rodea la mansión de un maduro y enfermo industrial encarnado por Curd Jürgens. En torno a él, su esposa -magnífica Alida Valli- no deja de lamentarse por la nula relación que mantiene con su esposo -quien ha dejado orden de mantenerse al cuidado de una enfermera, y alejado de sus familiares-. Por su parte, su hijo Carlo (Sami Frey) ha organizado una deslumbrante fiesta entre compañeros de generación y de la alta burguesía milanesa, en la propia mansión en la que progenitor reposa. En ese contexto, de manera inesperada llegará hasta allí su hermana Isabella (Susan Strasberg), empeñada en dejar atrás la enorme distancia que ha mantenido con un padre, en una relación donde todo parece indicar que nunca ha aparecido el amor. En ese contexto no dejarán de tener presencia los criados y sirvientes, uno de los cuales es el joven Mario (Renato Salvatori), a quien han contratado como camarero, y que ha accedido a ello con la intención de poder medrar en el contexto social al que va a servir. Todo este episodio, de dispar interés en función del mayor o menor interés de cada uno de sus personajes, serán preludiados por la destacada presencia de esas espectrales dianas que aparecen casi como una señal de la coralidad que vamos a contemplar. En este fragmento desigual y un tanto caótico, podremos destacar de inmediato la magnífica y pregnante iluminación en b/n de Leonida Barboni. Incluso en los últimos instantes de esta cita, un inesperado flashback nos trasladará el nulo interés de Carlo por heredar los negocios de su padre y, en el fondo, resistiéndose a convertirse en un adulto.
Compondrá todo un bloque interesante pero poco homogéneo, ante el que cualquier espectador avezado podría vislumbrar el cierto caos que va a prolongarse en todo su metraje. Sin embargo -y he ahí el auténtico objetivo de su propuesta- pronto la película ofrecerá un inesperado salto en el tiempo -plasmado a modo de un túnel del que se emerge-, para trasladarnos años después, contando como hilo conductor con Mario, ese camarero que aparecía intentando desclasarse. En la nocturnidad de la ciudad será vislumbrado por Bruno (Tomas Milian) y este le invitará a dar un paseo con su coche al objeto de visitar con nostalgia sus recuerdos del pasado, y encontrándose en su ruta con una muchacha que ha peleado con su novio. Este pasaje se entremezclará con la odisea vivida por el acomodado Tom (Louis Jourdan) en cuya ostentosa residencia se ha celebrado una fiesta, y en ella se encuentra su amigo Andrea (Jean Sorel), quien no deja de demostrar su inmadurez y exteriorizar junto a su esposa Mali (la gran Antonella Lualdi) el fracaso de su matrimonio. Ambas historias, en apariencia inconexas, tendrán un sorprendente enlace, que nos trasladará a la evolución de Mario, quien ha sido despedido de su trabajo, se encuentra sin vivienda y con su madre ingresada en un lúgubre hospicio de caridad. Una situación demoledora, en la que el destino le ligará con un extraño y ya maduro sacerdote -Don Giuseppe (magnífico George Wilson)- quien lo invitará a su viejo edificio para que pueda guarecerse mientras encuentra trabajo. Lo que aparece como un gesto de solidaridad, pronto esconderá la compleja y oscura personalidad de este religioso.
Lo señalaba con anterioridad. Ese elemento disperso y desconcertante de su primer tramo, en última instancia no supone más que la puesta de la largo de la elección estructural de una extraña película, que en numerosas ocasiones renuncia a una estructura narrativa ortodoxa, para brindar extraños e incluso inconexos saltos, que en algún momento dejan entrever vacíos narrativos -¿Qué sucede en última instancia con el enfermo padre de Carlo?, ¿Cuál es el destino de la muchacha que recoge Bruno en su coche?, ¿Por qué de repente, la madre de Mario recibe esa inesperada herencia, y de manera tan inesperada el viejo edificio heredado es derribado?. Estas y otras interrogantes se producen en un relato deliberadamente lleno de rupturas, que alberga la virtud de ir de menos a más, y en el que su director opta de manera deliberada por una poco convencional estructura narrativa, lo que en algún caso nos llevará a desconcertantes vinculaciones -la que propicia la unión del segmento protagonizado por Bruno con el que asume Tom- y también a giros sin pulir, expuestos de manera tan aleatoria como eficaz en último extremo. Será una elección que al mismo tiempo permitirá ofrecer a los responsables de la película una mirada global de diferentes contextos de la sociedad milanesa. Desde la ociosa diversión nocturna de su burguesía, la impersonalidad de sus nuevas construcciones, y con especial mención a esa desoladora mirada a sus bajos fondos y a ese hospicio, cuyas imágenes resultan tan duras como conmovedoras, sin olvidar lo casi surrealista del interior del viejo edificio que ofrece el extraño y finalmente turbulento mundo interior de Don Giovanni.
Todo ello será conducido por Brusati con un enorme sentido de la observación, tanto en sus secuencias interiores como en exteriores, y utilizando para ello una puesta en escena dispuesta en planos largos y envolventes y, en ocasiones, con oportunos apuntes en su banda sonora. Todo ello configura secuencias magníficas, como el memorable aparte de Renato Salvatori -en creciente primer plano sobre su rostro- cuando renuncia ante su madre a contarle la falsa historia de su progresión laboral, para sincerarse ante ella y describirle su aterradora realidad. O la confesión de un sudoroso Giovanni ante Mario al revelarle su compleja y torturada personalidad. Sin embargo, con ser magníficos estos y otros pasajes, me quedo con uno, que quizá aparezca más discreto en el conjunto de la película. Se trata de la secuencia ‘a dos’ en la lujosa vivienda de Tom, donde se establecerá un momento de estremecedora sinceridad entre Andrea (muy sorprendente en estos momentos Jean Sorel) y Mali, donde casi sin palabras transmiten la desolación absoluta de un matrimonio totalmente deshecho.
Calificación: 3
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