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CINEMA DE PERRA GORDA

PARADISE ALLEY (1962, Hugo Haas)

PARADISE ALLEY (1962, Hugo Haas)

Hasta a la hora de ofrecer un testamento de su obra cinematográfica, el húngaro Hugo Haas fue -en este caso supongo que de manera involuntaria- diferente al resto de realizadores. Y es que, aunque PARADISE ALLEY aparece fechada en su estreno para 1962, en realidad se rodó cinco años antes, periodo este en el que aún filmaría cuatro películas más, culminando con certeza su último rodaje en 1959 con la ignota BORN TO BE LOVE. Sea como fuere, y aunque esa mirada revestida de melancolía en torno a la importancia emocional del hecho cinematográfico, e incluso en torno a su propio pasado artístico, lo cierto es que nos encontramos ante una propuesta en la que su enunciado como serie B casi inclinada a la serie Z, no oculta su abierta apuesta por el lado más noble de la condición humana, utilizando para ello el poder vivificador -y recreador- de la creación fílmica. Es por ello que, junto a su magnífica precisión en la pintura de personajes, PARADISE ALLEY se erige como una de las menos conocidas y más originales propuestas de ‘cine dentro del cine’ producidas en el cine norteamericano. Y al mismo tiempo brinda un nada oculto homenaje a un periodo irrecuperable de la propia historia del cine. Hasta tal punto que, por momentos -y es hay que reconocer que por lo general Haas se inspiró en modelos preexistentes para sus películas- nos encontramos ante un relato que parece erigirse en una mixtura entre el Billy Wilder de SUNSET BOULEVARD (El crepúsculo de los dioses, 1950) y, sobre todo, el Chaplin de CANDILEJAS (Candilejas, 1952).

Nos encontramos en un barrio marginal de la ciudad de Los Angeles que se encuentra amenazado de derribo. Sus gentes se encuentran caracterizadas por un comportamiento crispado. Hasta allí llegará el veterano y apacible Mr. Agnus (el propio Hass), quien se va a hospedar en la habitación alquilada en una vieja casa que regenta una anciana. Pronto hará migas con otro inquilino, hasta entonces encerrado y sin posibilidad casi de comunicarse con nadie. Se trata de Mr. Gregory (encarnado de manera muy entrañable por el antiguo actor cómico de los Keystone, Chester Conklin), quien pronto confesará había sido camarógrafo de David W. Griffith. En las conversaciones entre ambos de inmediato se destacará la mala relación que exteriorizan todos sus vecinos. De manera muy especial dos familias cuyos hijos -Susie Wilson (Carol Morris) y Steve Nicholson (Don Sullivan)- se encuentran enamorados pese a la oposición de sus respectivos progenitores. A partir de dicho panorama, a Gregory se le ocurrirá la milagrosa sugerencia de filmar una película, con la que creería que todos los vecinos podrían estrechar relaciones y, con ello, humanizar sus vidas. Para ello contarán con la ayuda de Patrick (Pat Goldwin) un antiguo foquista… pero no poseen más que una vieja cámara sin motor y ningún dinero. En cualquier caso el objetivo buscado carecen de algo fundamental, dinero para su financiación. La solución está clara… filmar una película sin película. Casi de inmediato el emprendedor protagonista anunciará entre los vecinos la intención de dar vida a una película de raíz documental, en el que sus roles aparecerían sacados de la vida real. Pronto se irá apuntando gente, con algunas excepciones -la antipática madre de Steve; Mrs. Nicholson (Margaret Hamilton)-, consiguiendo lo que pretendía con esta iniciativa, y con la sola suspicacia de algún joven vecino que conoce los entresijos sindicales cinematográficos. De cualquier manera, el milagro se produce, aunque las reticencias entre las familias Nicholson y Wilson sean las más complicadas de solventar. El proyecto se irá filmando atendiendo los plazos previstos, con una plena compenetración y convivencia entre sus improvisados actores, hasta el punto de sus responsables llegarán a olvidar, en el fragor del rodaje, que en el fondo no están contribuyendo más que a una falsedad, unida a la otra que escenifican los habitantes del barrio, encarnando la versión más positiva de sus propias personalidades. Hay algo que indica que en Agnus hay un pasado en la vocación cinematográfica, hasta que el destino nos descubra que en realidad se trataba de Karl Von Stallburg, un legendario cineasta del periodo silente, que Hollywood dio por desaparecido bastante tiempo atrás.

De entrada, señalar que la copia que se dispone de esta película, probablemente procedente de algún pase televisivo, es lamentable. A la falta de definición y tremenda oscuridad -en ocasiones es complicado distinguir sus personajes- se une la presencia de saltos abruptos. Es una pena no poder disfrutar plenamente de lo que, más allá de un deliberado cuento de hadas, se ofrece como una mirada compasiva en torno al lado más positivo de la condición humana. Una reflexión en torno al papel pedagógico e incluso fabulador de la creación fílmica. Homenaje igualmente en torno al pasado del arte cinematográfico, apólogo social y, sobre todo, una película a la que se le pueden perdonar sus ingenuidades e insuficiencias, dada la enorme convicción con la que está realizada y, lo que es más importante, la sensación de felicidad compartida que desprenden los momentos más decisivos que se encuentran en su parte final.

PARADISE ALLEY se inicia con enorme precisión. Unos pocos planos nos definen el entorno degradado en que se va a desarrollar casi todo su metraje -este apenas se desarrolla en tres escenarios- nos introduce en esa mirada social, sin incurrir en subrayados. Todo se sugiere con rapidez, como esa actualización de ‘Romeo y Julieta’ que se brinda en el enfrentamiento de las dos familias que representan a Susie y Steve. Será el contexto en el que muy pronto el misterioso y afable recién llegado se erija desde la altura de la ventana de su habitación, en una inesperada y casi sorprendente mixtura de voyeur y demiurgo. A partir de esos momentos y de las relajadas conversaciones junto a Gregory, se dará paso a ese alcance fabulesco, revestido de tanta ingenuidad como convicción, comprobando como la intuición del protagonista se traslada a la realidad del vecindario con rapidez, quienes casi de inmediato no se podrán resistir a incorporarse a la llamada de este como inesperado flautista de Halmelín de la pantalla. A partir de ese momento, la película nos mostrará instantes gozosos en esa interactuación de vecinos a modo de inesperados actores, haciendo realidad el lado positivo de todos ellos. Como esas dos vecinas de diferentes edades que apenas se podían soportar y, de repente, aparecerán sosteniendo una conversación amable, hasta que la mayor de ellas muestre su incomodidad ¡Es que están rodando! Esa dualidad entre realidad y ficción proporcionará momentos tan divertidos como entrañables. Como la resistencia del padre de Susie (maravilloso Billy Gilbert) a interpretar su propio rol, sobre todo cuando el guion le obliga a realizar galanteos a la agria Mrs. Nicholson ¡a la que se otorga la dignidad de una noble! Esa convicción que Haas proporciona tanto a su argumento como a su aspecto coral, acerca su personalidad entrañable a algunas de las primeras comedias del inglés Alexander Mackendrick o nuestro Luís García Berlanga, sin olvidar algunas atractivas, modestas y apenas conocidas comedias, también ligadas al ámbito de la serie B, rodadas años antes por cineastas como Allan Dwan o el también europeo Edgar G. Ulmer -ST. BENNY THE DIP (1951)-.

Sin embargo, cuando las complicaciones para los artífices de la película parecen estrecharse -aunque, en el fondo, ellos aún las desconozcan-, el relato ofrecerá un giro magnífico cuando el protagonista se dirija a un estudio para atender una llamada. Será el acercamiento al joven productor Jack Williams (William Schallert) quien, con el enorme parecido que albergaba sobre su padre, servirá para que Agnus se sincere y revele su verdadero pasado y, con él, la admiración que en su joven interlocutor reflejará ante su obra silente. Una secuencia conmovedora en su sinceridad, como bastante antes lo supondría aquella en que el anciano Gregory mostraría a su nuevo amigo su pequeño museo de objetos cinematográficos, pertenecientes a figuras como el citado Griffith o Rodolfo Valentino. O también aquella en la que Susan ofrecerá un estremecedor monólogo encarnando su propio papel -delante de su abuelo sordo- y su propio padre contemple la secuencia,asumiendo el drama interior de la muchacha, que Haas acierta al planificar rompiendo la lógica de la película que se está realizando y, por el contrario, adentrándose en la realidad expresada por la muchacha.

A PARADISE ALLEY -la calle del Paraíso- se le pueden y deben perdonar deficiencias e ingenuidades, dada la entrega con la que está realizada, y finaliza de manera feliz, como en un cuento de hadas. El mandatario del estudio al que pertenece el joven Williams -que en una junta reclama producciones que aboguen por un cine independiente y fresco- acudirá al lugar del rodaje cuando Agnus se encontraba a punto de sufrir dificultades por unos agentes, y recibirá la promesa de este de financiar la película, esta vez sí, rodada, y planteando a los vecinos que lo hasta ahora realizado era un ensayo previo. Y de manera inesperada, casi como si nos adentráramos en el mundo de Leo McCarey, se adentrará en los últimos fotogramas del film de Haas una extraña sensación de felicidad colectiva, que se prolongará incluso en esa última mirada, cómplice, a la joven pareja de enamorados, a la que esta catarsis de optimismo les brindará una oportunidad en el futuro. El destino quiso que esta película tan humilde se convirtiera en el testamento de un cineasta también humilde e implicado. Por una vez, el destino hizo bien sus deberes.

Calificación: 3

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