THE SEVEN LITTLE BOYS (1955, Melville Shavelson) [Mis siete hijos]
El paso de los años ha definido a Melville Shavelson como uno de los más temibles representantes de la comedia sentimental emanados desde Hollywood en las décadas de los cincuenta y sesenta. Es cierto que he ido evitando contemplar exitosos y presuntamente temibles ejemplos como HOUSEBOAT (Cintia, 1958) o IT STARTED IN NAPLES (Capri, 1960), pero en su momento sí que tuve que soportar A NEW KIND OF LOVE (Samantha, 1963), que no dudo en considerar una de las peores comedias de los sesenta. Sin embargo, he encontrado entre no muy extensa filmografía -Shavelson se insertó esencialmente en el medio televisivo- dos propuestas de cierto interés, como fueron ON THE DOUBLE (Plan 402, 1961) -uno de los vehículos más aceptables de Danny Kaye- o la posterior y bastante amarga THE WAR BETWEEN MEN AND WOMEN (Guerra entre hombre y mujeres, 1972).
En cualquier caso, no puedo ocultar mi relativa sorpresa, al contemplar -y disfrutar- del título que supuso su debut. Singular -y muy libre- biopic en torno a la figura de la estrella del vaudeville Eddie Foy, THE SEVEN LITTLE BOYS (1955), apenas oculta su condición de vehículo al servicio del cómico Bob Hope, tan poco apreciado en nuestro país como idolatrado por el público norteamericano -nunca podremos olvidar el fervor que siempre le ha profesado Woody Allen-. Personalmente, y habiendo visto bastantes de las películas protagonizadas por Hope -en la que se encuentran comedias bastante apreciables-, no dudo en situarla entre las más interesantes, junto a las igualmente olvidadas y carentes de estreno en España, THAT CERTAIN FEELING (1956, Melvin Frank y Norman Panama) y THE FACTS OF LIFE (1960), esta última dirigida en solitario por Frank. Y lo cierto es que, en los primeros instantes, al contemplar al hijo del protagonista en plena actuación junto a su retahíla de hijos, vestidos todos de amarillo, uno se teme lo peor. Sin embargo, ya podemos percibir una de las grandes virtudes de la cinta; el cromatismo que desprende el look Paramount a través de la iluminación de John F. Warren y la ayuda del consultor de color Monroe W. Burbank. Y unido a ello, la incorporación de una voz en off que ejecuta con fuerza y sentido del humor Eddie Foy Jr., el propio hijo del homenajeado.
Siguiendo el guion elaborado al alimón por parte del propio Shavelson y su inseparable Jack Rose -este último también productor-, muy pronto la acción se retrotrae a finales del siglo XIX para ofrecernos la deriva humana de Eddie Foy (el propio Hope, en uno de sus trabajos más compactos). Esa interesante transición cinematográfica nos retrotrae a su antepasado, contemplándolo en teatros de vaudeville y percibiendo muy pronto su bien clara misoginia, haciendo alarde de su soltería. En una nueva actuación espera que sea contemplado por el productor de espectáculos Barney Green (estupendo George Tobías), pero la llegada de una pareja de artistas italianas, hermanas, que han de actuar previamente, pronto vivirán en carne propia su descortesía al no cederles el arisco protagonista su camerino. Ellas son Madeleine (Milly Vitale) y Clara Morando (Angela Clarke). A modo de venganza prolongarán su actuación en el escenario para desesperación de Eddie, deseoso de actuar delante del promotor teatral. Por ello, decidirá hacerlo dentro de la propia actuación de ambas, provocando de manera espontánea una entusiasta acogida del público. Green intuirá el potencial de la insólita agrupación, ofreciendo al protagonista un contrato pero junto a sus dos inesperadas compañeras. Consciente de la infranqueable frontera que él mismo ha creado en torno a las dos artistas italianas, dejará paso a su instinto e invitará a cenar a Madeleine ocultándole el objetivo último de dicha cita, aunque una inesperada presencia de Barney arruinará el plan, pese a la insistencia del protagonista bajo la lluvia. Las hermanas volverán a Italia, e incluso la joven seguirá escribiendo a Fey, indicándole su próximo compromiso matrimonial, quizá con la intención de estrechar los lazos que, pese a todo, les unen. Pese a su misantropía, poco a poco Eddie notará la ausencia de esa muchacha que, casi a pesar suyo, le ha hecho mella en sus sentimientos. Viajará hasta Milán, donde Madeleine estudia en una academia de baile, y sin poderlo remediar se casará con la muchacha, con la que retornará a USA y también junto a su hermana, aunque sin saber que se encuentra embarazada, lo que impediría que el contrato orecido por Barney se hiciera realidad.
Sin embargo, ello no supondrá más que el inicio de la vida familiar de Fey, ya que su esposa y su cuñada se retirarán de la vida artística al objeto de poder atender la numerosa prole de descendencia que se irá sucediendo, mientras nuestro protagonista irá ascendiendo en su carrera, encontrando un inesperado asidero en la heroica actitud mientras se produce un incendio en un teatro de Chicago, y actuando mientras tanto para evitar el pánico entre los espectadores. Eddie comprará a su familia una enorme casa de campo, que al tiempo que les alejará de su entorno habitual, favorecerá que él mismo se distancie de ellos, incluso sin conocer la creciente enfermedad de su esposa, que finalmente morirá. A la devastación del artista se unirá la crisis personal por no haber sido ni buen padre ni buen marido. Todo ello le provocará una catarsis de la que solo emergerá al atender al consejo de su agente y amigo, para que realice un número junto a sus descendientes, tal y como viene sucediendo con otras atracciones de índole familiar. Pese a sus reticencias, y al en apariencia desastroso estreno -acogido con entusiasmo por el público-, pronto consolidará la iniciativa en una imparable carrera al éxito, al tiempo que compartida por sus hijos. Sin embargo, ello no supondrá más que recaer en el distanciamiento con estos, algo que poco a poco irá reprochando la tía de los muchachos, hasta el punto que estos abandonarán sus compromisos en el momento en que tenían que realizar unas esperadas actuaciones en fechas navideñas. Será un momento en que Clara intente despojar a Eddie en la custodia de todos ellos,
¿Qué es lo que hace atractiva THE SEVEN LITTLE FOYS? Considero que su creciente interés se plantea en el equilibrio que sus imágenes muestran de comedia familiar, ecos de musical, vehículo al servicio de su protagonista, añoranza a unos pasados modelos de espectáculo popular y, también, ciertos ecos de slapstick. Todo ello, además, envuelto con un envidiable sentido del ritmo. Así pues, una de las virtudes de la película reside en los matices que se brindan en torno al retrato del protagonista, lo que permite a Hope un personaje provisto de inhabituales matices en su trayectoria, en los que sin embargo no dejarán de estar presentes esos habituales chistes y réplicas venenosas, inmersos sobre todo en la faceta reprobable de su personaje homenajeado.
A partir de estas premisas, el film de Shavelson acierta sobre todo en suavizar todos esos componentes que podrían incidir en la vertiente sentimental del relato, por lo general revestidos de acertadas capas de ironía, en la que la presencia de la citada voz en off supondrá un impagable aliado. Fruto de ello, la elipsis marcará la boda de la pareja protagonista, aunque muy poco después se ofrezca la ironía de conocer que Madeleine se encuentra embarazada de manera oculta. O el irónico montaje que se recrea de los diferentes bautizos de los siete hijos del matrimonio, todos ellos plasmados en el mismo marco de la pila de bautismo. Sin embargo, el director no evitará mostrarse sombrío en el que quizá suponga el mejor momento de la película, inesperado por su dramatismo. Me refiero al picado que encuadrará en plano general al protagonista una vez llega al hall de su mansión a oscuras, mientras es contemplado acusadoramente por Clara, y el esposo -y con él, el espectador- siente físicamente el vacío de la irrenunciable ausencia.
En THE SEVEN LITTLE FOYS se percibe, por otra parte, ese extraño grado de feeling que podían proporcionar una manera de cultura popular, muy ligada a las masas de la América de aquellos inicios del siglo XX. Lo viviremos en esa mirada sobre los back stage, y también la plasmación de los diferentes números musicales, como aquellos que describirán la interacción de padre e hijos, en especial al catastrófico -pero exitoso- que caracterizará la simbiosis de Foy y sus hijos. Entre ellos, no puedo dejar de destacar el delicioso que describe una evocación de Chinatown que, por momentos, parece ejercer como inesperado precedente de la obra maestra de Frank Tashlin THE GEISHA BOY (Tu, Kimi y yo, 1957), Curiosamente, Shavelson tampoco se recata en brindar en nada oculto -y brillante- homenaje al número estrella de SINGIN’ IN THE RAIN (Cantando bajo la lluvia, 1952. Stanley Donen & Gene Kelly), en la atractiva secuencia donde Eddie busca un acercamiento con Madeleine. También dentro de esta vertiente, y ofreciendo quizá el rasgo por el que es más recordada esta película, cabe destacar esa impagable secuencia en la que Eddie Fey recibe un trofeo como ‘mejor padre’, donde James Cagney encarnará de nuevo al George M. Cohan -rol que le hizo acreedor del Oscar al mejor actor con YANKEE DOODLE DANDY (Yanqui Dandy, 1942. Michael Curtiz)-, y permitiendo la impagable actuación de Cagney en el terreno del vaudeville e incluso un número al alimón junto a Bob Hope que, por momentos nos permite al espectador el disfrute auténtico de un modo de espectáculo tan auténtico y popular. Es cierto que Melville Shavelson concluye la película quizá de manera algo abrupta, pero ello no le impide albergar la sensación de asistir a un espectáculo francamente placentero.
Calificación: 3
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