TOMORROW AT TEN (1962, Lance Comfort) [Mañana a las diez]
No haría falta más que destacar las excelencias de TOMORROW AT TEN (1962), para tomarlas como reiterada base de cara a la reivindicación de la figura del británico Lance Comfort, extendida en cerca de cuarenta largometrajes. Delimitada en un ajustadísimo diseño de serie B, con una duración que no alcanza los ochenta minutos, sin grandes estrellas en su reparto –lo que no impide que todo su cast aparezca perfecto, incluyendo en el mismo a un ya veterano John Gregson y un Robert Shaw, poco antes de consolidar su fama como villano de la serie Bond-, proporciona al espectador, no solo una de las muestras más destacadas del cine policíaco británico sino, lo que es más importante, la plena demostración del engrase de dicha corriente como una de las principales vetas que el drama psicológico asumió, plena expresión de las contradicciones y lucha de clases, inherentes en su sociedad. Fue algo que se aplaudió con justeza en cuantas propuestas acometió Joseph Losey en dicho ámbito, pero que lamentablemente, apenas se apreció en títulos quizá más modestos, quizá también menos discursivos, que elevaban el alcance de dicha corriente, por encima incluso de lo expresado por el ya señalado Losey. Ese fue el caso de esta magnífica película, que circunscrita dentro del ámbito de su país, justo es reconocer que ha generado un merecido culto, aunque fuera del mismo apenas sea conocida –en España no registró estreno comercial-.
TOMORROW AT TEN se inicia con extrañeza. Un individuo del que no conocemos nada –George Marlow (Robert Shaw)- se introduce en una típica vivienda de tres plantas, ubicada en el exterior de Londres. Nada permite intuir que nos adentramos en un ámbito siniestro, máxime cuando nuestro hombre se adentra portando comida. Sin embargo, comprobar como el interior de la edificación se encuentra deshabitado, descuidado y lleno de telarañas, introduce en el relato un matiz bizarro, que se acrecentará al contemplar como introduce y activa una bomba, dentro de un muñeco de trapo que encarna a un negro. Todo ello aparecerá en un elegante y siniestro plano general, sobre el que se insertarán casi ceremonialmente los títulos de crédito. De inmediato nos trasladaremos a la mansión del veterano y acaudalado Anthony Chester (Alec Clunes), que se dispone a despedir a su pequeño hijo antes de que lo lleven en coche al colegio. Intuimos su viudedad, que traslada al cariño que mantiene por el niño, al que cuida una nurse, contemplando de inmediato que Marlow sustituye al chofer habitual, haciéndose responsable del traslado, con la intención de secuestrarlo. Con enorme frialdad llevará al pequeño hasta la vivienda que hemos contemplado en el pregenérico, y dejará al niño encerrado con el muñeco y la bomba activada, retornando en persona a la residencia de Chester, donde reclamará cincuenta mil libras si desea que libere al niño. El ama de llaves llamará a la policía en un descuido, introduciendo en la película al inspector Parnell (John Gregosn) de Scotland Yard. En apenas unos segundos, describiendo la habilidad de sus procedimientos, para lograr que confiese un detenido, nos apercibiremos que se trata de un hombre de notable capacidad de penetración psicológica, ganada a lo largo de toda una entregada a una profesión, ante todo por la asumida convicción de respetar la Ley. Parnell es un hombre casado y de modesta extracción social, que permanece enfrentado al arribismo que representa Bewley (Alan Wheatley), y que se opondrá a las intenciones de este, de atender a la reclamación del padre del niño, de entregar al secuestrador su dinero y lograr con ello su inmediata liberación, tras la huida de este a Río de Janeiro. Por el contrato, el veterano investigador apuesta por retener al secuestrador, aplicando sus métodos dialécticos, en la convicción de lograr en un momento u otro, la ‘rendición’ psicológica de Marlow. Tras un duro enfrentamiento con Bewley intentará aplicar sus métodos, encontrando con cierta rapidez un resquicio psicológico en el secuestrador, apelando a la figura de su madre. Sin embargo, una inoportuna entrada del padre del niño abortará dicho sendero, que se opondrá a un dramático enfrentamiento entre este y el secuestrador, que terminará con una lesión en la cabeza en el segundo. A partir de ese momento, el dramatismo de TOMORROW AT TEN penderá de un hilo, el hilo que se ha roto con la irreversible lesión del secuestrador, que impide cualquier pista o indicio donde encontrar el pequeño, mientras las horas se acercan, hasta llegar a esas diez de la mañana, en donde la bomba elaborada explotará, matando al secuestrado.
De entrada, hay que destacar que la base dramática del film de Comfort es una pequeña pieza de orfebrería. Bajo su apariencia de crónica inmediata de un suceso de raíz policial, el guion de Peter Miller y James Kelly logra imbricar en su descripción, no solo una meridiana parábola sobre la lucha de clases, sino sobre todo una radiografía de esa Gran Bretaña que se debatía entre el pasado y el futuro, sin atreverse a enfrentarse con sus propios demonios. Es por ello que Comfort se entrega hasta el límite en la precisión de un relato que funciona como un mecanismo de relojería, pero al mismo tiempo respira humanidad y cercanía en su discurrir, en cualquiera de sus matices y vertientes. La película destaca por el aprovechamiento de sus sugerencias, dentro de una estructura dramática revestida de sobriedad y, al mismo tiempo, de absoluta densidad, en el que incluso se pueden detectar ecos de ascendencia loseiana –la utilización escénica de la mansión de Chester-, sin por ello incurrir en ese esteticismo que, con mayor o menor pertinencia, caracterizaba al realizador de la admirable THE SERVANT (El sirviente, 1963). Por el contrario, el gran acierto de TOMORROW AT TEN proviene de la absoluta precisión de una puesta en escena, que por un lado aprovecha certeramente sus posibilidades dramáticas, procurando al mismo tiempo frustrar las expectativas del espectador, con una serie de giros dramáticos y narrativos que, por otra parte, sirven para acrecentar la entraña y mecánica de su suspense. Y ello, en todo momento, ligado a ese aspecto de meridiana metáfora en torno a la lucha de clases inherente a la sociedad británica, expresado por un lado en el enfrentamiento marcado entre el atildado e hipócrita Bewley –solo pendiente de todo aquello que beneficie su promoción dentro del estamento policial-, y también entre Parnell y el secuestrador. Buena prueba de ello lo proporciona el fascinante episodio en el que ambos se establecen en un debate dialéctico, favorecido por el inspector, al objeto de lograr penetrar en su coraza psicológica. Pero no será, sin duda, el único aspecto memorable, de una película pródiga en ellos. El dinamismo narrativo que frecuenta un montaje admirable, descrito a través de constantes llamadas telefónicas que marcan sucesivos cambios de marcos, y un constante nerviosismo a su discurrir. La aterradora secuencia en la que el niño encerrado, muestra temor ante la llegada de la noche, y se abraza en la cama con el muñeco que porta la bomba. El demoledor fragmento de la visita del inspector y su ayudante, el sargento Grey (Kenneth Cope), al club que regentan los padres del secuestrador, describiendo un ambiente sórdido, en donde se encontrará al mismo tiempo la clave de la querencia de este por los muñecos de negritos –admirable el montaje que inserta la presencia de estos, mientras la madre habla con Parnell-, con ese plano cuando estos se han marchado, que muestra a un músico negro, en que quizá se encuentre el origen de dicha preferencia. La singularidad con la que se plantea la resolución del suspense, aunando cotidianeidad y máxima tensión con elementos de extrema sencillez –la manera con la que se evita la explosión de la bomba-. O, en definitiva, la desoladora sensación que los dos oficiales mantienen cuando han resuelto el caso, de no suponer más que una pieza en un engranaje, en el que la fuerza del individuo quedará ahogada por la maquina represiva de las instituciones.
TOMORROW AT TEN es, en definitiva, una muestra más del admirable interés de una cinematografía, que incluso en un ámbito de producción –que no creativo- en apariencia secundario, lograba ofrecer muestras de una vitalidad extraordinaria.
Calificación: 4
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