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CINEMA DE PERRA GORDA

Archie L. Mayo

BORDERTOWN (1935, Archie L. Mayo) Barreras infranqueables

BORDERTOWN (1935, Archie L. Mayo) Barreras infranqueables

Puede decirse que los rasgos de esa producción de cine social amparada por la Warner a partir de los primeros pasos del sonoro, queda definida como una combinación de propuestas que aúnan la inmediatez de sui mirada en torno al lado oscuro de la vida urbana, un ritmo rápido en sus relatos, una voluntad de verismo, y todo ello combinado por cierta querencia al moralismo y a las convenciones Made in Hollywood. Es cierto que en 1932 encontramos un título de la dureza de I AM A FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932, Mervyn LeRoy), pero lo más frecuente era encontrarse con propuestas bastante más dulcificadas, rodadas por habituales del estudio como Michael Curtiz, Archie L. Mayo o Lewis Seiler. Dentro de dicha corriente, según nos fuéramos inclinando hasta final de dicha década, la presencia de productores como Mark Hellinger, escritores como Robert Rossen, o la apuesta de cineastas como Raoul Walsh, permitirán el florecimiento de ficciones que albergaban un profundo rasgo de crónica social, como ejemplificó la extraordinaria THE ROARING TWENTIES (1939, Raoul Walsh), o un par de años antes había permitido al ya citado LeRoy rodar el duro alegado contar el linchamiento que propone THEY WON’T FORGET (1937).

BORDERTOWN (Barreras infranqueables, 1935) aparece claramente inserta en el primero de estos enunciados. Es decir, nos encontramos ante una película que combina su voluntad de denuncia social, aunque se encuentre acompañada al mismo tiempo de los lugares comunes y convenciones que, por otra parte, acompañaron las bienintencionadas e interesantes -aunque limitadas- aportaciones de mayo a esta vertiente -como lo propondría en 1937 el alegato de denuncia contra el Klu-Klus-Klan que fue BLACK LEGION (1937, Archie L. Mayo). La película que nos ocupa, que centra su ámbito en el entorno de la frontera californiana con Méjico y su ámbito humano de inmigración centroamericana, se inicia con unas precisas imágenes documentales del barrio mejicano de Los Ángeles. Pronto nos introducirá en el entorno de su protagonista, el joven inmigrante mejicano Johnny Ramírez (Paul Muni), que se encuentra a punto de recibir su título como abogado, tras varios años estudiando con enormes privaciones en una escuela nocturna. Johnny vive junto a su abnegada madre y se dispone a iniciar una carrera que pronto comprobará no apunta a nada esperanzador. La oportunidad de una vista que defienda a un anciano amigo mejicano en un accidente revelará por un lado su escasa preparación, al tiempo que observará la humillación que recibirá por parte del encargado de la defensa -en la que quedará derrotado- protagonizando un incidente que le alejará de la abogacía. Totalmente hundido abandonará la casa de su madre y recorrerá rumbo a un nuevo destino llegando hasta Tijuana, donde será acogido como hombre de confianza de Charlie Roark (Eugene Pallette) revelando desde el primer momento su ingenio y audacia, y logrando que su club vaya alcanzando cada vez más beneficios. Lo que no vislumbrará Charlie es que su joven esposa Marie (Bette Davis) se encuentra atraída de forma creciente por Johnny, lo que acentuará su creciente desapego hacia este, que le llevará a facilitar su asesinato por asfixia. Heredera de la fortuna de su marido al tiempo que albergando Johnny grandes ingresos, acordarán la construcción de un lujoso salón en el que el primero aportará todo su empeño, y que resultará un enorme e influyente éxito. Precisamente, en su inauguración acudirá la joven y acaudalada Dale Elwell (Margaret Linsday), en su momento acusada en la vista que le costó a nuestro protagonista el desempeño en la abogacía, y que siempre se sintió atraída por él, fundamentalmente por el exotismo que emanaba de su origen. La venenosa situación será el inicio del enfrentamiento de este con Marie, celosa de manera creciente ante su incesante acercamiento con Dale. Ello llevará a la viuda a actuar con despecho, acusándole ante la policía de haberle empujado a matar a su marido.

Caracterizada por una estructura a modo de ondas narrativas, en ocasiones lo mejor de BORDERTOWN arreras infranqueables se sitúa en los ámbitos previsibles que bordea con limpieza. Por ejemplo, cuando intuimos que en la modesta ceremonia de graduación de todos los nuevos abogados de origen mejicano -provista de cierta blandura-, nos va a llevar a un flashback, la acción prosigue con un inesperado giro al describir los decepcionantes pasos de Johnny en su carrera o el incidente en pleno palacio de justicia que le costará su expulsión de la abogacía. El episodio concluirá con el abandono de su vivienda, en una emocionante y contenida secuencia que concluirá con un movimiento de grúa de retroceso desde el interior de la modesta vivienda mientras contemplamos la tristeza infinita de su madre. El desengañado protagonista iniciará una huida hacia adelante mostrada en pantalla con ese sentido de la síntesis a través de breves encadenados, muy propios de la Warner, pero que en su configuración aparecen con una cierta aura de fatalismo, como si por momentos aparecieran a modo de preludio del muy posterior DETOUR (1945, Edgar G. Ulmer). Esa sucesión de planos nocturnos y diferentes letreros luminosos de clubs de Tijuana proporcionarán un nuevo giro hasta trasladarnos de manera inesperada al club de Charlie, donde comprobaremos como Johnny se ha convertido en su hombre de confianza y es capaz de aumentar las ganancias del recinto. Será el inicio del melodrama triangular sobre el que pivotará la entraña de la película, y a lo que contribuirá la insólita química establecida entre un Muni más cómodo en el nuevo giro de su personaje, y una Bette Davis que acierta al transmitir la creciente atracción que siente por este -de la cual Johnny se mantiene ajeno-. Las secuencias ‘a dos’ vividas entre ambos poseen, por tanto, una notable fuerza y se establecen con notable gradación en la evolución en la misma, que llegará a enturbiar la mente de Marier, hasta el punto de llegar a asesinar a su marido. No pocos analistas han señalado -con cierta razón- el hecho de que BORDERTOWN supusiera un punto de inspiración en la posterior y magnífica THE DRIVE BY NIGHT (Pasión ciega, 1940. Raoul Walsh). Sin embargo, pocos han reparado que la configuración de este drama criminal sobrelleva enormes semejanzas con la novela de James M. Cain The Postman Always Rings Twice, editada en 1934, y de la que es bastante claro que se retomó su estructura narrativa.

Con todo ello, y envuelto en una puesta en escena funcional y en ocasiones hasta inventiva -los largos movimientos de cámara descritos en el interior del lujoso local creado por Johnny, la fuerza de los primeros planos que acentúan la creciente psicopatía de Marie en la soledad de su mansión, en donde intuye la latente presencia de su marido-, lo cierto es que BORDERTOWN aparece como un relato bastante ágil, aunque se encuentre lejos de sus posibilidades a la hora de plasmar la tragedia de alguien imposibilitado a progresar en la sociedad americana dado el atavismo de su origen. En su oposición, la película aparece claramente ligada a las posibilidades de su protagonista para encarnar roles en los que el grado de caracterización e histrionismo sea relevante, o introduciendo giros más o menos percutantes -el retorno de Dale y el creciente enamoramiento de Johnny por ella. Los crecientes celos de Marie. La poco creíble acusación de esta, que llevará al protagonista a detención y juicio. La psicopatía de la acusadora-. Todo ello conformará un cúmulo de peripecias plasmadas con tanto brío como carencia de hondura. Lo apresurado de su conclusión y la presencia de ese elemento moralista en sus últimas imágenes -el retorno de Johnny a la iglesia de su barrio- dan la medida de las limitaciones de un relato ágil, con no pocos elementos de interés, pero carente del pathos y la profundidad que albergaron los mejores exponentes de dicha corriente en el estudio.

Calificación: 2’5

THE DOORWAY TO HELL (1930, Archie L. Mayo) La senda del crimen

THE DOORWAY TO HELL (1930, Archie L. Mayo) La senda del crimen

Dos elementos permiten resaltar la olvidadísima THE DOORWAY TO HELL (La senda del crimen, 1930). El primordial reside en el hecho indudable de suponer uno de los títulos precursores del cine de gangsters dentro del cine sonoro, rodado antes de algunos de los exponentes del género considerados canónicos. Pero al mismo tiempo, el otro rasgo de singularidad que ofrece esta atractiva producción de la primitiva Warner, reside en el insólito protagonismo que su propuesta ofrece al entonces pujante intérprete Lew Ayres, que entonces vivió el enorme éxito que le proporcionó su protagonismo en ALL QUIET IN THE WESTERN FRONT (Sin novedad en el frente, 1930. Lewis Milestone). Ayres encarna en la película al avispado delincuente Louie Ricarno, un joven que sabe utilizar su encanto natural, su perspicacia, y una determinada sensibilidad, para combinar en su trazado por el mundo del hampa de chicago su capacidad para infundir temor entre los diferentes gangs, situarse en un lugar de mando entre ambos, y de forma paralela ofrecer una capacidad de inteligencia que permita la unión de todos ellos, logrando una insólita paz en el mundo del crimen que detectará el conjunto de la ciudad. La situación inducirá a Ricarno a abandonar el ámbito en que se ha desarrollado su actividad, casándose con Doris (Dorothy Matthews) y decidiendo vivir una vida cómoda en Florida. Será este un abandono provisional –por más que el deseara que fuera definitivo- ya que, pasados seis meses, la perfecta organización trabada por nuestro protagonista, pronto desembocará en una auténtica guerra entre sus grupos. Pese a la insistencia, Louis declinará retornar a su antigua responsabilidad, aunque la cruel acción efectuada contra su hermano pequeño le obligará a un retorno guiado en exclusiva por un afán de venganza. Pronto se dará cuenta de la relación que su esposa mantiene con su fiel lugarteniente Steve (James Cagney) y, de alguna manera irá comprobando como las bases sobre las que se ha ido asentando su existencia, de alguna manera se han vuelto en contra de él, hasta asumir su propia aniquilación.

 

No cabe duda que THE DOORWAY... es un precedente reseñable, a la hora de hablar de ese valioso y relevante ciclo del que emanarían muy pronto títulos como SCARFACE (Scarface, el terror del hampa, 1932. Howard Hawks) o la previa THE PUBLIC ENEMY (1931, William A. Wellman). Pero incluso considerada en sí misma, la película de Archie L. Mayo posee suficientes aspectos destacables que, si más no, al menos le dotan de un determinado grado de interés. Elementos como la manera en la que se insertan los títulos de crédito –a partir de una rotativa de periódicos, anunciando ese sentido de la inmediatez que determinará su propuesta-, la obsesión del protagonista por tomar como referente la actitud de Napoleón Bonaparte, la intención de este de legar unas memorias literarias que recuerden su paso por el mundo... Pero estas sugerencias que cabría atribuir de manera especial al guión de George Rosener –basado en una historia de Rowland Brown-, se encuentran acompañadas por detalles y hallazgos narrativos de notable fuerza. Es algo que escenificará la secuencia y el ardid con el que Ricarno logra convencer a todos los gangsters para que le dejen ser su jefe –de los ventanales del salón en que se encuentran reunidos, emergen un grupo de pistoleros metralla en mano-, pero que tendrá una expresión previa en la manera con la que se elimina, prácticamente en los instantes iniciales, a un traidor del grupo de nuestro protagonista. No cabe duda que esas secuencias que revelan estallidos de violencia, se encuentran entre los elementos más atractivos del título que nos ocupa. Es algo que manifestarán momentos como la auténtica batalla campal –mostrada en plano general- de los diversos grupos de delincuentes, que llegan a superar cualquier control policial, la manera con la que dos de estos sujetos  matan al hermano pequeño de Louie –resulta impresionante el instante en el que este pide a un doctor que intente reconstruir el rostro de su hermano; al instante sabremos que solo busca que lo haga para que su cadáver se encuentre presentable en el velatorio-, o la deliberada venganza de este, que tendrá otro exponente de verdadera garra con la actuación de varios de sus compañeros, provocando ruidos con sus coches para que se evite escuchar ante la policía el sonido de los disparos con los que Ricarno consumará su crimen. En detalles como este, o la manera que tiene el director de encuadrar los pies que discurren atropelladamente con motivo de la huida de este de la prisión, se encuentran los mejores momentos de una película que, justo es reconocerlo, solo alcanza un determinado pathos cuando nuestro protagonista retorna a su antiguo hogar, donde recibirá la visita –casi a modo confesional- del veterano oficial de la policía, que pese a todo siempre ha tenido un especial cariño por el aniñado Louie. En ese fragmento final, asistiremos a la toma de conciencia de que para Ricarno no hay ningún futuro. Acosado y esperado por sus rivales, que se apuestan en el exterior, y no dudan incluso en brindarle una cínica “última cena”, este por último asumirá su derrota moral y física, en un final de enorme contundencia, en el que se superpondrán las últimas palabras de esa hipotética narración que tanto deseaba concluir nuestro protagonista.

 

Pese a lo expuesto, antes señalaba que el interés de THE DOORWAY... no era comparable al de los ejemplos anteriormente citados ¿A qué se debe? En primer lugar, al hecho de que la fuerza en la narración que brinda Archie L. Mayo jamás sobrepasa esa intermitencia que señalaba en los instantes mencionados –que ciertamente, no son pocos-, ni alcanzan una debida sequedad, concisión, y coherencia cinematográfica. La presencia de ese veterano policía amigo de Ricarno, no deja de aportar un determinado alcance moralista –ciertamente no tan pronunciado como el de otras producciones posteriores de esta temática-, como lo supone la mirada bienpensante que se ofrece del contexto en el que se inserta la presencia del pequeño hermano del protagonista. Se echa de menos esa hondura y total convicción que con posterioridad caracterizarían los mejores títulos en la materia, y que solo encontramos en los minutos finales, donde la película ofrece la medida de lo que podría haber dado, atendiendo a las reacciones de nuestro hombre, a sus miradas, y a una atmósfera opresiva de la que, por momentos, todos sabemos que no hay lugar más que para un sacrificio. Brillante conclusión de un título interesante, al que al menos –además de sus buenos momentos-, hay que incluir en cualquier recorrido más o menos extenso, del devenir de los primeros pasos del cine de gangsters estadounidense.

 

Calificación: 2’5

SVENGALI (1931, Archie L. Mayo) Svengali

SVENGALI (1931, Archie L. Mayo) Svengali

Si hubiera que establecer una relación de títulos y realizadores que forjaron un determinado tipo de cine “bizarro” escorado al fantástico, sin duda tendríamos que evocar los nombres de Tod Browning, Edgar G. Ulmer, el todavía injustamente desconocido Victor Halperin ... y la película SVENGALI (1931), filmada por Archie L. Mayo. Forjada en una clarísima influencia del cine expresionista –que tiene ecos concretos en la siempre referenciada EL GABINETE DEL DR. CALIGARI (Das Kabinett des Doktor Caligari, 1920. Robert Wiene), pero que quizá tuviera un eje escenográfico en la obra de Paul Lení quien, no lo olvidemos, fue quien realmente tendió un puente entre el cine fantástico alemán y el norteamericano-, SVENGALI es una más de las apuestas que el cine de Hollywood –en este caso a través de la Warner- ofreció hacia el cine de terror en un año donde se forjaban algunos de los grandes éxitos de la Universal. 1931 fue el año de DRACULA (Tod Browning), EL DOCTOR FRANKENSTEIN (Frankenstein, James Whale) y a partir de aquel inicio se fue consolidando una forma de trasladar a la pantalla unos estilemas del cine de horror basados en una sugerente escenografía, la utilización de las sombras, la presencia de un personaje siniestro y con rasgos magnéticos –en muchos de los casos este fue interpretado por Bela Lugosi o Boris Karloff-, una joven víctima, el galán que ejerce de salvador y una serie de andanzas folletinescas envueltas en situaciones malsanas con ecos decadentes.

Buena parte de estos rasgos se encuentran en esta poco recordada película del siempre eficaz pero quizá pocos veces más inspirado artesano de la Warner que fue Archie L. Mayo. Con la economía de medios que imponía un producto de corto presupuesto –lo que finalmente creo que favorece su resultado final- conocemos al protagonista de nuestra historia. Se trata de Svengali (John Barrimore), un siniestro y sucio profesor de canto –de aspecto físico cercano al personaje de Rasputín-, caracterizado por hipnotizar y beneficiarse de las ayudas de jóvenes aspirantes a cantantes. Ya en los minutos iniciales comprobamos como induce al suicidio con el poder de su mirada a una aspirante a cantante que se ha separado de su marido renunciando a su dinero –la cámara nos muestra al profesor de espaldas mirando en intenso plano fijo a la mujer, quien impresionada abandona el antro donde este vive, conociéndose en el plano siguiente el destino de esta en las aguas del Sena.

SVENGALI se basa en la novela de George Louis Du Marier –ha sido llevada a la pantalla en diversas ocasiones- y acusa quizá en su conciso desarrollo una notable influencia teatral –lo desconozco, pero no sería de extrañar que la propia existencia de la película ofreciera un precedente escénico-. Es más, creo que la propia razón de la misma obedece como vehículo para el lucimiento de un John Barrymore que exhibe en su encarnación del protagonista a partes iguales su innegable carisma, su un tanto caduco histrionismo y al mismo tiempo una cierta pincelada de comedia que el propio Barrymore expondría magistralmente en la excelente obra de Howard Hawks LA COMEDIA DE LA VIDA (Twentieh Century, 1934), que considero personalmente como su interpretación más valiosa de cuantas he visto en la pantalla. En cualquier caso, ello no impide reconocer la considerable valía y el atrevimiento de esta inquietante fábula sobre el dominio de la personalidad y las fronteras de la propia identidad de la creación artística.

En esta ocasión, el oscuro profesor conocerá casualmente a una joven e inocente modelo de pintura –Trilby (Marian Marsh)- que se enamora de un joven y amable pintor inglés –Billee (Bramwell Fletcher)-. Celoso por esa circunstancia la hipnotiza y simula el suicidio de esta, huyendo en su compañía de París. Con el paso de unos años, Svengali se ha convertido en un famoso músico que actúa junto a su esposa. Billee y sus dos amigos, también pintores, descubren al asistir a su rentrée en París que Trilby sigue viva, prometiéndose su antiguo enamorado seguir a ambos hasta que logre romper el hechizo que sospecha –con razón- ha aplicado el ya viejo y frágil músico a su aún joven acompañante. Este sospechando su cercano fin solo quiere que finalmente el sentimiento de agradecimiento que Trilby siempre le ha manifestado, se convierta en una postrera respuesta a su particular pero apasionado amor por ella. Quizá, después de todo, logre conseguirlo en una última actuación en El Cairo.

Como se puede comprobar, nos encontramos con numerosas peripecias que pueden incluso resultar ingenuas en nuestros tiempos, pero SVENGALI atesora no pocos elementos de interés que le elevan a una condición casi de “pequeño clásico”. Más allá de esos determinados ecos teatrales, y de ciertas estridencias de comedia –centradas especialmente en sus minutos iniciales-, la película atesora casi de forma constante numerosos instantes de “cine puro” que podrían casi extenderse en una película de dos horas de duración. Sin embargo, condensado todo ello en unos ochenta minutos en todo momento se mantienen elementos de inventiva visual que logran trascender las pobres condiciones de producciones con que están ejecutadas. Y entre ellos no se pueden dejar de mencionar la enorme fuerza que adquieren esos primeros planos frontales sobre el rostro de Svengali acentuando la siniestra luminosidad de su mirada, el arriesgadísimo y casi surrealista travelling de retroceso desde el desván del música, que traspasa la ventana exterior de la misma y, mediante un ingenioso trucaje de maquetas, encadena con una panorámica a la derecha, finalizando en un movimiento similar hacia la vivienda de Trilby, traspasando sus cristaleras y trasladando con una gran fuerza el dominio que pese a la distancia ejercer el protagonista con la ingenua joven.

El conjunto de SVENGALI está impregnado de atractivo visual en un estado de “inocencia cinematográfica”. Desde ágiles panorámicas –como la que describe el inicio de la relación de dominio al pasar de un plano de Svengali hasta encuadrar su gato ubicado ante la guarida de un ratón-, detalles heredados del mejor cine mudo –la forma en la Trilby responde a la declaración de Billee; le dice yes escribiéndole en una tarta que se encuentra en sus manos- o planificación de momentos de forma impecable –el instante en que Trilby “escapa” al control de su mentor a la salida del teatro en París, recuperándola este intensificando su concentración; la cámara se encuentra dentro del carruaje en donde espera un achacoso Svengali, filmando su regreso a su dominio-.

Son bastantes los instantes que se podrían resaltar de esta singular y desaforada historia de amor solo correspondido en la culminación de una vida, pero no me gustaría dejar de destacar la considerable similitud escénica que se puede detectar entre SVENGALI y la posterior EL DOBLE ASESINATO EN LA CALLE MORGUE (Murders in the Rue Morgue, 1932. Robert Florey). Unas más que notable semejanza que no solo se manifiesta al utilizar la misma ciudad como marco de la acción o poseer personajes protagonistas de parecidos rasgos, sino que se extiende a un entorno escenográfico evidentemente heredado del expresionismo alemán, pero que en ambos exponentes tiene una particular textura. En ese caso, es evidente que el revisitable Robert Florey habría “bebido” de alguna manera en las fuentes de esta insólita y finalmente apasionante historia, que logra un final tan escueto como conmovedor, y en el que el peso del amor “más fuerte que la vida” se sobrepone a cualquier otro sentimiento humano.

Calificación: 3