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CINEMA DE PERRA GORDA

Arthur Hiller

POPI (1969, Arthur Hiller) Papi

POPI (1969, Arthur Hiller) Papi

Nos encontramos en los tiempos convulsos de finales de los 60, donde el cine de Hollywood se está, literalmente, desmembrando, y la sociedad norteamericana vive momentos de tensión y transformación. Se trata de una doble circunstancia que tiene su oportuno reflejo en una producción trufada de contradicciones y puntos de interés. La contracultura o la contestación a la Guerra de Vietnam, serán entre otros, elementos que encabezarán una sociedad polarizada, que tendrá su oportuna presencia en la producción de aquel Hollywood convulso por diferentes aspectos. 1969 es el año de MIDNIGHT COWVOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger) -nunca me cansaré de señalarla como uno de los títulos más sobrevalorados del cine de su tiempo-. Y cito la oscarizada propuesta de Schlesinger, estrenada en las pantallas norteamericanas en mayo de 1969, ya que ese mismo mes lo hacía una modesta tragicomedia con la que, de manera inesperada, se liga en o pocos aspectos.

De esta manera surge POPI (Papi, 1969. Arthur Hiller), propuesta emanada por el matrimonio formado por Tina y Lester Pine, de entrada, brinda bajo los moldes de una extraña comedia familiar una mirada desencanta en torno al lado oscuro del sueño americano -lo que la conecta directamente con el film de Schlesinger-. La película de Hiller se inicia en el desvencijado apartamento de Abraham (Alan Arkin), un viudo -la primera secuencia nos mostrará el maniquí que mantiene presente en el apartamento el recuerdo de su esposa muerta- e inmigrante portorriqueño, que intenta sobrevivir manteniendo hasta tres trabajos de manera paralela en la auténtica jauría que define el Harlem hispano de Nueva York. Lo hará para intentar cuidar a sus dos pequeños hijos -Luís (Ruben Figueroa) y Junior (Miguel Alejandro)- y, sobre todo, cansado de que lo pernicioso que para ellos resulta tener que vivir en el un entorno lleno de miseria y conflictividad. Será un punto de partida en el que no encontrará consuelo, ni con la frustrada relación con Lupe (Rita Moreno) -un personaje que se abandona con demasiada ligereza en el tercio final de la película-. En dicho contexto, al protagonista se le ocurrirá una iniciativa encaminada a asegurar el futuro y la estabilidad de sus hijos, aunque ello le cueste tener que desprenderse de ellos; buscar que sean acogidos como supuestos exiliados cubanos, siendo acogidos en una Miami muy receptiva a este tipo de inmigrantes.

Este proceso prodigará una más extensa primera mitad, en la que bajo el parámetro de un creciente patetismo no carecerá de pasajes y secuencias dominadas por una insospechada cercanía, al mismo tiempo con el slapstick y el humor negro -la descripción de los empleos del protagonista, ejerciendo de fontanero o, sobre todo, empleado en la morgue de un hospital, aunque más relevante argumentalmente resultará la secuencia en la que se confundirá con uno de los líderes cubanos en el exilio-. Esa extraña combinación entre lo cómico y lo sombrío estará presente en esos momentos casi de apertura, con la asistencia del padre y los dos hijos como plañideros en un funeral, lo que les permitirá visitar en el cementerio la tumba de su madre -una secuencia esta, curiosamente presente en el coetáneo film de Schlesinger antes citado-. POPI no dejará de asumir ecos de otros títulos, como esa secuencia de la persecución del protagonista por parte de unos pandilleros, descrita en picado, y con claros ecos de otro título sobrevalorado; WEST SIDE STORY (Amor sin barreras, 1961. Robert Wise & Jerome Robbins). Como antes señalaba, en la película se dan cita no pocos ejemplos de patetismo, como la secuencia en exteriores donde Abraham se someterá al reproche de Lupe, cuando esta conozca la realidad de sus planes -quizá el pasaje más intenso de la película-. Y este sentimiento de tristeza se dará cita en el plano aéreo que se aleja del marco en que los tres protagonistas abandonan el que ha sido su entorno de residencia, contando con el rechazo de los niños en su huida hasta Miami. El plano de lejanía fundirá con otros de los exteriores de la acomodada ciudad, en la que los niños expresarán una tímida, pero abierta acogida. A partir de ese momento el padre pondrá en práctica todo aquello que tenía preparado, para al final revelar a sus hijos la realidad del mismo; hacer que huyan subidos a una lancha en medio de la noche hasta consumir la gasolina, prestarse a ser recogidos por los guardacostas y, con ello, simulando ser cubanos, ser adoptados en una familia pudiente del entorno, como es allí norma corriente. El rechazo de los pequeños a separarse de su padre, e incluso la apariencia de crueldad de este desde su mirada de niños permitirá otra magnífica y conmovedora secuencia, insertándose a continuación un aura de suspense, centrada en la creciente inquietud de Abraham al no tener noticias de si sus hijos han sido rescatados, que se resolverá en casi kafkiano intento de suicidio que se resolverá, inesperadamente, al tener noticia de que estos han sobrevivido.

A partir de ese momento, POPI cobrará un giro no siempre afortunado, puesto que asumirá una inclinación a la comedia satírica -en una línea que tendría un espléndido exponente en la posterior COLD TURKEY (Un mes de abstinencia, 1971. Norman Lear)-. Y es que ya en un nuevo marco, la película se centrará en una mirada crítica en torno a la hipocresía que la sociedad de dicha ciudad marcará en torno a los dos niños rescatados, a los que considerarán como auténticos héroes. En ese nuevo contexto aflorarán más irregularidades, tanto entre los intentos del padre de acercarse a sus hijos simulando diversas identidades, como en la reacción de las fuerzas vivas para sumarse al boom que ha favorecido el inesperado rescate de los pequeños. Sin embargo, no dejará de aparecer en este tramo una secuencia de especial brillantez, como la que describe la entrevista con los protagonistas, mientras se encuentran observados por periodistas, que han sido separados de ellos mediante una mampara de cristal. Serán unos minutos por momentos casi insoportables, en los que la alteración del punto de vista permitirá un insólito grado de complejidad en el relato y una perfecta alternancia en el patetismo antes señalado y su vertiente satírica, pocas veces igualada en el conjunto de esos ciento diez minutos de duración que, justo es reconocedlo, se degustan con placidez. En cualquier caso, llegado lo que aparece como irresoluble clímax del relato, este culminará de manera atrabiliaria y chapucera, casi como si se hubiera realizado un inesperado corte de un fragmento que pudiera transmitir la lógica evolución hasta llegar al mismo.

No se trata del único lastre de la película. Esta se somete quizá en exceso a determinados servilismos visuales de la época, destacando entre ellos esos instantes donde con ralentis y sobreimpresiones casi lelouchianas, se describe la felicidad de los dos niños en las costas de Miami, mientras como fondo suena el tema melódico de la película.

Arthur Hiller, director de la película, perfecto ejemplo de artesano de su tiempo -muy marcado por el inesperado éxito de la periclitada LOVE STORY (Historia de amor, 1970)-, marcó en ciertas ocasiones cierta habilidad con la comedia -THE AMERICANIZATION OF EMILY (1964)- o el melodrama -la en su momento tan polémica MAKING LOVE (Su otro amor, 1982). En este caso nos encontramos ante un título francamente estimable, al que solo perjudica la carencia de equilibrio en la ruptura de sus dos tonalidades argumentales, al tiempo que esos ciertos servilismos, por otro lado, tan comunes al cine de su tiempo. Sin embargo, pese a encontrarnos ante un título absolutamente olvidado, sigue manteniendo buena parte de su vigencia -destaquemos en ella su muy convincente ambientación de interiores y exteriores del Harlem newyorkino-, a la que ayudará no poco el personalísimo y singular histrionismo del gran Alan Arkin, capaz de convertirse en el mayor aliado de esta peculiar tragicomedia, merecedora, al menos, de un tímido reconocimiento.

Calificación: 2’5

MAKING LOVE (1982, Arthur Hiller) Su otro amor

MAKING LOVE (1982, Arthur Hiller) Su otro amor

Hay títulos que quizá en el momento de su estreno no fueron valorados con la suficiente inocencia, y hay otros a los que el paso del tiempo les sienta francamente bien. Y creo que ambos enunciados se cumplen a la perfección en MAKING LOVE (Su otro amor, 1982. Arthur Hiller). Lo que hoy nos puede parecer un sólido melodrama que alberga su vértice dramático en una inesperada presencia de la homosexualidad, en el momento de su estreno suscitó enormes controversias. No olvidemos que nos encontramos en plena era Reagan, en el seno de una sociedad USA dominada por el conservadurismo y, en plena consonancia, ahí está la manera puritana con la que Hollywood trató los más premiados dramas de aquellos tiempos. Que, en dicho contexto, la 20th Century Fox decidiera dar paso adelante a esta historia de A. Scott Berg transformada en guion por el gay Barry Sandler, no dejó de suscitar un gran interés, en un año además donde el cine norteamericano abrió el veto a producciones que facilitaban una mirada más o menos positiva en torno al mundo gay.

En todo caso, después de un largo proyecto en el que actores más o menos conocidos -como Harrison Ford o Michael Douglas- rechazaron el rol protagonista, este fue asumido por el canadiense Michael Ontkean. Llegado el momento de su estreno, la película no convenció al más activista colectivo gay de su tiempo, pero fue mucho más letal para su acogida comercial y crítica el rechazo de buena parte de la sociedad norteamericana, a algo que hoy día nos puede parecer tan inocuo, como contemplar en pantalla un beso entre dos hombres, o la sobria plasmación de una noche de sexto entre ambos. De tal forma, MAKING LOVE supuso un enorme fracaso, y hasta hace poicos años, cuando a cualquier actor de relieve se le ofrecía encarnar un rol homosexual, sus representantes intentaban disuadirle de ello apelando a la llamada “maldición Ontkean”, aludiendo al hecho de que su excelente protagonista finalmente no llegó a consolidarse en el estrellato cinematográfico al que estaba predestinado, precisamente por haber aceptado este papel.

A casi cuatro décadas de distancia de su rodaje, y cuando se ha avanzado tanto en la normalización de la homosexualidad ¿Qué nos queda de vigencia en MAKING LOVE? Analizada en sí misma, y desprovista de las tensiones marcadas en las dos vertientes antes señaladas, creo que nos encontramos ante uno de los melodramas más sensibles y elegantes de su tiempo. Es más, elevándose muy por encima del tan tramposo como exitoso en su tiempo LOVE STORY (Love Story, 1970. Arthur Hiller), considero que nos encontramos ante la mejor de las películas filmadas por ese apreciable, aunque impersonal realizador que fue Arthur Hiller, quizá dos peldaños por encima de la inteligente y satírica comedia que supone la muy previa THE AMERICANIZATION OF EMILY (1964). Iniciada con sendas confesiones a cara de dos de sus protagonistas; los jóvenes Claire (Kate Jackson) y Bart (Harry Hamlin). La primera es la feliz esposa de Zack (Ontkean), y el segundo el que se convertirá en su primer amante, expresando algunas consideraciones sobre el proceso que contemplaremos de inmediato los espectadores. Tras esos breves instantes confesionales -que se sucederán en algunos momentos posteriores del relato- las intenciones visuales de Hiller ya acertarán al presentarnos a Zack, el verdadero protagonista, sentado y casi ausente en una amplia estancia vacía, rodeado de dos ventanales del que emana la luz exterior.

A partir de ese momento y con enorme sutileza, MAKING LOVE irá describiendo el gradual encuentro del protagonista -un consolidado médico de los Ángeles- hacia una nueva sexualidad hasta entonces inexistente en su personalidad, sobre todo dado su relación de ocho años con Kate, de la que incluso esperan un pronto hijo. La fugaz mirada a dos hombres que contempla abrazados en una moto será el inicio de una serie de progresivos acercamientos a una nueva vertiente de sus preferencias -un frustrado encuentro con otro hombre al pasear con su coche en una calle de encuentros homosexuales, o la visita a un bar de ambiente, en la que del mismo modo rechazará el acercamiento de uno de sus clientes-. Sin embargo, y mientras se va desarrollando de manera huidiza con su esposa, el destino le proporcionará el definitivo incentivo con la visita a su consulta del atractivo y carismático Burt para realizar una de sus revisiones. Él es un escritor de éxito que se muestra renuente a mantener relaciones que le obliguen a un mayor compromiso que el de furtivas citas nocturnas, que por otra parte le abundan. A partir de ese momento, Zack no desaprovechará la ocasión de acercarse a él engañando a su esposa -que paralelamente va viendo como su vocación de ejecutiva televisiva va encaminada al éxito- en función de supuestos e inesperados trabajos. Las circunstancias irán derribando no sin reticencias las murallas establecidas por Burt, quien se dejará llevar por la sincera entrega de alguien que poco a poco asumirá su deseo de revelarle a su esposa la nueva condición que ha de asumir. Todo ello coincidirá con el repliegue que Burt formulará hacia esa persona que, en un momento determinado, le ha confesado que lo ama.

Dicho proceso constituirá la entraña de la película, y hay que reconocer pasados tantos años, que Arthur Hiller se empeña a fondo a la hora de proporcionar en su relato una considerable gama de matices, y atesorando en sus imágenes la mejor herencia del melodrama. Contará en el mismo con personajes tan entrañables como la vieja y culta dueña de la vivienda en la que el matrimonio ha vivido durante años -encarnada por una espléndida Wendy Hiller-, o el padre de Zack (el gran Arthur Hill), revelador de una educación estricta y dominada por al axioma de lo racional. En medio de un contexto dominado por la aparente felicidad, de manera paulatina se irá introduciendo el drama de la insatisfacción personal de un hombre que, casi de la noche a la mañana, se ve empujado al descubrimiento de una nueva decisión sobre su sexualidad. Ese cambio se plasmará en la pantalla con tanta naturalidad como precisión cinematográfica, y alcanzando un considerable equilibrio en la configuración de los matices emanados por sus personajes. Para ello, será de especial relevancia la magnífica dirección de actores en sus tres principales personajes -con especial mención en la magnífica desplegada por el ya citado Ontkean-. Gracias a ello, y gracias también a la hondura de su trazado dramático, el espectador empatizará con la deriva y las reacciones de ambos. En especial de Bart, un joven arrogante y narcisista -su eterna recurrencia a mirarse en el espejo, o estar siempre masticando cacahuetes-, con el que sin embargo se intenta -y se logra- ser comprensivo. Precisamente quizá sea en el tratamiento del atractivo escritor donde mejor se aprecia esa hondura en el trazado de personajes buscando, y logrando, sobrepasar con facilidad la barrera del estereotipo. Prueba de ello será la estupenda secuencia en la que éste conquista a un apuesto muchacho, mostrando ante la cámara la seguridad de su táctica, al tiempo que expresa la frialdad de su comportamiento al ser incapaz de sostener la más mínima huella en él.

Todo ello irá configurando un relato de creciente complejidad, en el que poco a poco la fugaz felicidad de Zack junto a ese hombre que la he ayudado de manera indirecta a hacer pública su nueva tendencia sexual, irá dando paso a la infelicidad al intentar romper con su matrimonio, pero intentando buscar una imposible equidistancia, al procurar dañar lo menos posible a su esposa -resulta espléndida a este respecto la secuencia en la que este le revela su tormento interior, mientras Kate intenta desviar una novedosa situación que le sobrepasa-. Hiller utilizará con precisión la elipsis para hacer avanzar el relato. Complementará el mismo con detalles como la inclinación de Zack junto a Bart por las películas románticas del pasado -un detalle revelador de la psicología interna de ambos será la preferencia por melodramas de diferente configuración-, o la pugna de Kate en su anhelo profesional, que en un momento dado pondrá en tela de juicio dado su anhelo por la maternidad. Del mismo modo, describirá con enorme sensibilidad -entendida esta en los modos más nobles del melodrama- las secuencias que relatarán la pasión entre la pareja masculina, dominadas por un especial cuidado en la planificación o el uso de las sombras. Fruto de esa encomiable entrega cinematográfica surgirá quizá la secuencia clave de la película, cuando los dos efímeros amantes se encuentren abrazados en la cama en la penumbra, mientras que Zack le diga a Burt “Te quiero”, y la cámara se detenga en un primer plano sobre el segundo.

No obstante, si algo alcanza la excelencia en MAKING LOVE son sin lugar a dudas sus extraordinarios minutos finales, conmovedores hasta la lágrima -realzados por su hermoso tema musical- y depositarios de dos de los elementos más nobles del melodrama cinematográfico; la evocación de lo efímero de la felicidad y el dolor ante el amor no correspondido. Han pasado unos pocos años, y la muerte de la anciana amiga de ambos propiciará el reencuentro del antiguo matrimonio, que han sabido rehacer sus vidas sentimentales. La exquisita planificación y tempo cinematográfico, los gestos -esa caricia sincera de Kate al rostro de Zack-, la modulación de las miradas -que grandes Ontkean y Kate Jackson- conforman una de esas conclusiones inolvidables -como la formulada en la sublime SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)- y prolongando una serie de matices emocionales, que sería prolongados, corregidos y aumentados, en esa aún nunca reconocida obra maestra que es THE OBJECT OF MY AFFECTION (Mucho más que amigos, 1998. Nicholas Hytner). Lo cierto es que, más allá de su importancia de cara a presentar de manera normalizada relaciones homosexuales, MAKING LOVE aparece de manera paradójica como uno de los más valiosos melodramas generados por el cine norteamericano en la década de los 80.

Calificación: 3’5

THE WHEELER DEALERS (1963, Arthur Hiller) Camas separadas

THE WHEELER DEALERS (1963, Arthur Hiller) Camas separadas

Tras una trayectoria ya larga en el terreno televisivo, el norteamericano Arthur Hiller inició su experiencia como director cinematográfico con dos títulos en 1963. Uno de ellos MIRACLE OF THE WHITE STALLIONS (Operación cowboy), fue rodado en el entorno de la Disney y no he tenido ocasión de contemplarlo –tampoco creo que me pierda nada-. El otro es THE WHEELER DEALERS (Camas separadas, 1963), de la cual albergaba unas ciertas esperanzas, fundamentalmente centradas en el buen nivel que el propio realizador demostró en su siguiente film –THE AMERICANIZATION OF EMILY (1964), indudablemente ayudado por un atractivo guión de Paddy Chayeffsky-. También el planteamiento del título que cometamos partía de una base prometedora –una sátira de los modos de trabajo en Wall Street-. Lamentablemente, las expectativas no pudieron ser más decepcionantes, y THE WHEELER… se caracteriza por la blandura e inoperancia de su tono, y en la que no se produce ni siquiera química alguna entre un actor ya experimentado en el género como James Garner y la joven y excelente Lee Remick.

 

Henry Tyrooon (Garner) es un avispado negociante de Texas, que está pasando malos momentos al comprobar que una prospección petrolífera auspiciada por él no está dando el resultado apetecido. Acuciado por una previsible falta de fondos, decide viajar hasta New York para introducirse en el entorno financiero de Wall Street y poder alcanzar esos dos millones de dólares que necesita para mantener las perforaciones. Para ello no dudará en adquirir y transformar un restaurante francés o embarcarse en la compra de pintura moderna y especular con su venta. Este coqueteo monetario le llevará a conocer a Molly (Remick), una joven financiera que –sin ella saberlo- se encuentra en una apurada situación profesional, y es la encargada de sacar adelante el impulso de unas acciones ruinosas… que esconden un producto inexistente. Gracias al empuje que le proporciona ese avispado empresario que es Tyroon, lo que parecía un planteamiento ruinoso pronto se convertirá en un producto emergente que llegará a situarse en la cima de los mercados bursátiles. De forma paralela, ese contacto con Molly llevará a ambos al inicio de una relación que intentará ser contraatacada por el eterno aspirante en el corazón de la joven, el apagado Leonard. Sin embargo, y pese incluso al ataque que brindará a ambos un investigador estatal, el empresario tejano logrará extraer petróleo de las antiguas y ruinosas instalaciones de esa empresa que ni siquiera fabricaba el producto por el que se encontraba en el mercado financiero ¡y que nunca conoceremos de que se trataba a lo largo de toda la película!

 

Es indudable que el relato sucinto del argumento de THE WHEELER DEALERS, puede dar la idea de la base de una divertida comedia. Sin embargo, su resultado en la pantalla resulta totalmente decepcionante, en la medida de encontrarnos ante un producto escasamente divertido, y que además no supone más que una revisitación tardía de los modelos ya instaurados por las películas protagonizadas por el tandem Doris Day – Rock Hudson. Nada hay de malo en ello, aunque no es nada ocioso señalar que estas tuvieron un tan reconocido resultado comercial como corta valía cinematográfica. En esta ocasión, incluso se traslada un elemento concreto ya tratado –con mayor gracia, por cierto- en LOVER COME BACK (Pijama para dos, 1961. Delbert Mann). Me estoy refiriendo al apunte satírico mostrado con la difusión de un producto inexistente en el mercado consumista –en el film de Mann se trataba de las pastillas vips-. En cualquier caso, Hiller destaca por su escaso punch para la comedia, iniciando una andadura en el género ciertamente poco estimulante –y que le diferencia por ejemplo de un David Swift, también surgido del entorno de la Disney-. Las secuencias del título que nos ocupa transcurren con total abulia, desaprovechando por completo el formato panorámico –podría haber sido rodada en pantalla cuadrada sin merma alguna de su planificación- y si en algunos momentos, la película adquiere una cierta entidad, es sin duda por las pinceladas que proporcionan personajes secundarios en su trama.

 

Con ello no me refiero a esos tres millonarios tejanos amigos de nuestro protagonista, que no aportan nada. Pero sí, por el contrario, a jugosos apuntes que protagonizan episódicas presencias como la del maitre del restaurante francés, el chismoso conserje del hotel en el que coincide la pareja protagonista –por cierto muy parecido en su físico al excelente comentarista cinematográfico Miguel Marías-, el oportunista artista de pintura moderna –impagable el momento en el que, subido a una bicicleta, “crea” una pintura de enorme tamaño- o el dueño de la empresa financiera en la que trabaja Molly –un Jim Backus al que recordarán como padre de James Dean en REBEL WITHOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955. Nicholas Ray)-. Son pequeños apuntes, esbozos de un conjunto apagado, aburrido y definido en el seguimiento de unos senderos no solo muy transitados, sino sobre todo mostrados en la pantalla con una evidente desgana, hasta erigirse como una de las más desangeladas comedias de este periodo que he tenido ocasión de contemplar. Estoy incluso convencido, que este mismo planteamiento llevado por realizadores como Michael Gordon o el ya citado Delebert Mann, hubiera dado un juego algo más atractivo.

 

Calificación: 1