A PLACE OF ONES OWN (1945, Bernard Knowles)
A PLACE OF ONE’S OWN (1945, Bernard Knowles) supone, de entrada, una muestra más, de esa magnífica corriente que registró el cine fantástico en todo el mundo occidental -de manera especial en Hollywood y Gran Bretaña-, desde el propio ámbito de la II Guerra Mundial, hasta algunos años posteriores al finalizar la misma. Una corriente, bajo la cual se planteó de manera reiterada, aunque bajo diversas vertientes, una visión amable de ámbitos sobrenaturales, quizá como implícito contraste, al horror de tan cercana vivencia, intentando que la evasión cinematográfica, supusiera una oportuna catarsis esperanzadora para los masivos espectadores de aquel tiempo, en los que predominaban públicos femeninos.
Partiendo de dicha premisa, he de reconocer que nos encontramos con un resultado desconcertante, ya que se plantea en casi todo momento durante su discurrir, un determinado grado de indefinición, que impide que su planteamiento, pueda alcanzar el resultado deseado. Hablo de planteamiento, ya que de entrada, el guion de Brock Williams, al que ayudó el propio autor de la novela original, Osbert Sitwell, tampoco es que ofrezca excesivas singularidades y elementos de interés, puesto que nos plantea, a grandes rasgos, la toma de contacto de un matrimonio, ya adentrado en un determinado grado de madurez en sus vidas -Smedhurst (un deliberadamente avejentado James Mason), y su esposa (Barbara Mullen)-, a la hora de comprar a bajo coste, una mansión -denominada Bellingham House-, en la localidad rural inglesa de Newborough. Nos encontramos a inicios del siglo XX, y ya a la llegada a la vivienda, se producirán ciertos avisos -esas inesperadas voces en apariencia inconexas, en el tubo de llamada-, ignorados por los nuevos propietarios. A ellos, en modo alguno, impresionará, el relato que irán escuchando, relativo al hecho trágico que sucedió en dichas dependencias, en torno al suicidio de una de las antiguas ocupantes, cuatro décadas atrás. La sra. Smedhurst contará como asistenta personal, a la joven y hermosa Anette (Margaret Lockwood) quien, desde el primer momento, se integrará en su nueva ocupación, llegando incluso a mostrar una evidente relación con el joven dr. Selbie (Dennis Price), quien ha visitado a los nuevos moradores, para ofrecer sus servicios. Pero, poco después, la muchacha irá viviendo -en buena medida sin adquirir conciencia de ello-, una serie de señales, que expresarán la extrañeza que le acompaña. De repente, demostrará un insólito virtuosismo tocando el piano, o en algún momento, manifestando extraños giros psicológicos, mostrando indicios de asumir otra personalidad paralela. Esos detalles, irán extendiéndose a la vida diaria del viejo edificio, en donde la recuperación de un viejo broche en el jardín por un criado -a través de una extraña llamada-, de repente resurgirá dentro de la casa, limpio y reluciente, o incluso se sentirán repentinas e invisibles presencias. Todo ello, mal que bien, será aceptado con normalidad por los moradores de la vieja mansión. Sin embargo, dicha forzada cotidianeidad se romperá por completo, debido a la repentina debilidad y enfermedad vivida por Anette, agudizándose esa duplicidad en su personalidad, y quedando en creciente peligro su vida, recostada en sus aposentos y reclamando en algunos momentos, la presencia del inexistente dr. Marsham. Todo ello, de manera creciente, irá eliminando el escepticismo del matrimonio Smedhusrt. Inicialmente será la esposa quien admita esos ecos sobrenaturales. Más tarde lo asumirá el escéptico esposo, que no dudará en buscar respuesta médica a la debilidad de la muchacha. Intentará la búsqueda del reclamado médico, desaparecido 40 años atrás, búsqueda que, finalmente, entenderá imposible de alcanzar, tomando conciencia desesperado, de la proximidad del fallecimiento de la muchacha.
De entrada, A PLACE OF ONE’S OWN es una muerta de la Gainsborough Pictures, un estudio británico del que albergo una singular experiencia personal. Esta se centra de la constatación, de no encontrar entre los títulos de dicho estudio que he contemplado, ningún exponente desprovisto de interés. Pero, al mismo tiempo, me ha resultado complejo, visionar alguna propuesta que destacara de manera especial. Se trataba de un ámbito industrial, dominado por la reconstrucción de época, y una querencia por el melodrama, que en pocas ocasiones sobresalía en productos de especial relevancia. Por un momento, podrías señalar que, en las producciones de la Gainsborough, se podrían plasmar, las peores evidencias, de ese denominado academicismo británico. Por otro lado, se trata esta, de la primera realización del hasta entonces director de fotografía Bernard Knowles (1900 – 1975), que firmó algo más de 15 largometrajes, insertándose desde mediada la década de los 50, en una dilatada andadura televisiva. Son pocos los largometrajes suyos que he podido contemplar, pero recuerdo con agrado la no muy posterior JASSY (Jassy la adivina, 1947). Sin embargo, se percibe en A PLACE OF ONE’S OWN, la sensación de una carencia de tonalidad, de atmósfera, de sentido de lo sombrío. Sorprende que un no muy lejano operador de fotografía, desaprovecha la ocasión para potenciar estos rasgos -esenciales para el buen fantastique-, a la hora de llevar a cabo una película que, en buena medida, discurre por los cauces de un melodrama amable. Quiero pensar que Knowles quiso experimentar por la aplicación de un determinado tempo, y el resultado no alcanzó la coherencia debida. El relato discurre en su primera mitad, por los senderos de una comedia de época, en donde incluso las pinceladas críticas sobre la desconfianza que siente la vecindad, en torno a los recién llegados, no llega a resultar inofensiva. También esos pequeños detalles sobrenaturales, en ningún momento llegar a resultar inquietantes. Justo es reconocer, llegados a este punto, que se observa una clara voluntad de Knowles, para poner en práctica una planificación, basada en una apuesta por planos de larga duración, incluso aplicando en ellos un elegante uso de la grúa, intentando asumir una cierta voluntad de estilo.
Pese a esa voluntad, a la correcta -más no especialmente memorable, labor de su cast-, lo cierto es que a A PLACE OF ONE’S OWN le cuesta bastante levantar el vuelo. Lo hará en su tercio final, cuando esa extraña ‘maldición’ que se extiende en torno a Anette, vaya cobrando cartas de naturaleza. Será el momento en el que ese tono de comedia de costumbres -y ese cierto tedio también- abandone la función, viviéndose de manera más cercana, la posibilidad de la muerte de la muchacha y, por consiguiente, la certeza de ese alcance maligno y sobrenatural. Será en el ecuador de su relato, cuando Knowles proponga una larga secuencia, destinada a potenciar esa aura inquietante, envuelta en un aura romántica. Se describirá en la nocturnidad de una tormenta. Mientras los residentes en Bellingham House duermen de manera apacible, Anette se despertará, escuchando el elegante sonido de un piano, descenderá por el gran salón central -resuelto por su director por un preciso plano de grúa-, se introducirá en el cuarto donde se encuentra el instrumento, hasta que, de repente, la música deje de sonar. La muchacha retornará asustada, hacia su habitación, aunque escuchando en el oscuro recorrido, diálogos de la pareja que, desde el mas allá, se ha refugiado en ella. Su horror irá creciendo, hasta que finalmente se desmaye, ante la puerta de su aposento. En apenas cuatro planos, se desarrollará un episodio, que dará la medida de la línea escogida por su director, huyendo de manera deliberada del horror puro, pero, a mi juicio, sin lograr insuflar al episodio, de esa aura de amor fou, que probablemente deseaba.
En cualquier caso, será el inicio de una creciente querencia sombría en su desarrollo. Poco después, la sra. Smedhurst, se encontrará ante la cama con Anette, contemplando como de repente la joven modifica su identidad, mirando ambas al frente -la dueña con temor-, y transmitiendo al espectador la presencia, en off, de una presencia inquietante. También contemplaremos una irónica secuencia, desarrollada en el despacho de quien les vendiera la mansión, discutiendo junto a Smedhurst y el joven Selbie, dominada por un escepticismo de ambos, hasta que al final, se vean casi obligados, a reconocer la posibilidad de la existencia de fantasmas. Preciso es reconocer que una producción, en el fondo, tan fallida, como A PLACE OF ONE’S OWN, alberga en sus minutos finales, una secuencia admirable, que da la medida de lo que pudo llegar a ser esta película. Será la inesperada llegada nocturna del tan ansiado dr. Marsham (encarnado por un inquietante Ernest Thesiger), ataviado con una gran capa y un bombín negro. Este se desplazará casi deslizándose, pronunciando mínimos comentarios ante un alborozado Smedhurst, encuadrándose casi en todo momento con una pudorosa distancia, hasta que ante el encuentro en solitario con Anette, una delicada elipsis, impida pudorosamente, presenciar un encuentro sobrenatural. Sin duda, el episodio más memorable, de una película que enerva, no por sus ocasionales destellos de intensidad, sino precisamente, por esa clara ausencia de la misma, deslizándose con impropia comodidad, por los derroteros de las convenciones del estudio del que surgió.
Calificación: 2