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CINEMA DE PERRA GORDA

Daniel Mann

WHO’S GOT THE ACTION? (1962, Daniel Mann) Trampa a mi marido

WHO’S GOT THE ACTION? (1962, Daniel Mann) Trampa a mi marido

La primera mitad de la década de los sesenta, fue el último gran periodo de la comedia americana. De gran aceptación popular en su momento, no gozó –salvo excepciones- de un reconocimiento en la crítica de la época. Poco a poco, con el paso de los años, y aunque aún de manera esporádica, el corpus de aquella enorme producción se va viendo beneficiada de una necesaria revalorización, que no solo se ha de manifestar en la reveladora y notable obra de realizadores como Blake Edwards, Stanley Donen, Frank Tashlin, Jerry Lewis, Billy Wilder, Vincente Minnelli o Richard Quine. Es decir, que dicha corriente se ha de extender a la aportación de muchos otros cineastas, que se sumaron a la misma bien por convicción, bien por la mera circunstancia de haber sido partícipes de un encargo, dentro de un sistema de estudios que en aquel entonces se estaba desmoronando casi día a día. En buena medida, podemos señalar que WHO’S GOT THE ACTION? (Trampa a mi marido, 1962. Daniel Mann) se incluye en este último apartado. La presencia de Daniel Mann tras la cámara, puede asumirse como una elección de la Paramount, uno de los estudios más caracterizados en aquellos años con sus apuestas dentro del género, cuando este ya había digerido al mismo Dean Martin en la previa ADA (El tercer hombre era mujer, 1961), y se caracterizaba en aquellos años tan característicos de su andadura, por su destreza en la dirección de actores.

Lo cierto es que WHO’S GOT THE ACTION? no llega a igualar las limitadas pero efectivas virtudes de títulos precedentes –no citemos entre ellos el terrible drama FIVE FINGER EXERCICE (Ejercicio para cinco dedos, 1962)-. Hay una extraña sensación de dispersión, de no alcanzar ese grado de locura que pide casi a gritos una historia que poco a poco se introduce en el terreno de lo disparatado, y en el que las diversas subtramas que se aparecen en el guión del experto comediógrafo Jack Rose, más que enriquecer el conjunto, en ocasiones llegan a estorbarse. La película parte de entrada con elementos habituales de la alta comedia de su momento, en buena medida emanados por el diseño de producción que podía aportar el estudio. Desde la iluminación en color del gran Joseph Ruttemberg, ayudado por la aportación cromática de Richard Muëller, la banda musical del eternamente infravalorado George Duning, o la anuencia de un magnífico reparto de secundarios que, a la postre, se erigen como la base más sólida de la limitada pero apreciable efectividad de su conjunto.

Los Flood son un matrimonio de clase acomodada. El es Steve (Dean Martin), abogado con proyección, mientras que su esposa Melanie (Lana Turner) desea convertirse en escritora). Sin embargo, un problema amenaza el futuro de la pareja; la inveterada afición que Steve ha ido acrecentando en torno a las apuestas de caballos. Una irrefrenable tendencia, que se encuentra a punto de arruinar la estabilidad económica de una pareja solvente económicamente. Por ello, Melanie pide la ayuda de su amigo Clint Morgan (Eddie Albert) –secretamente enamorado de ella y socio del marido-, para idear un plan que sirva para recuperar esos ocho mil dólares registrados en pérdidas en los últimos meses. La puesta en práctica del mismo no dará el resultado esperado, ya que incrementará la tensa situación. Pero es que a ello, se sumarán los recelos del magnate de las apuestas de la zona, quien no dejará de investigar las circunstancias que han posibilitado la pérdida de cuatro importantes clientes. Elementos de base que servirán para avivar el ámbito del enredo de una comedia que en apariencia lo tiene todo.

Producto realizado a la mayor gloria de una Lana Turner dispuesta para probar bocado en la comedia, WHO’S GOT THE ACTION? a muy poco que contemplemos sus imágenes, percibimos que retoma el exitoso modelo previo –aún prolongado en títulos posteriores al año de producción de esta película-, protagonizado por el tandem Rock Hudson / Doris Day. No obstante, aquí se echa de menos la destreza en el género que habían mostrado directores de mediano alcance como Michael Gordon o Delbert Mann, dotados con un sentido del timing cómico, que se encuentra ausente en esta ocasión. Para ello, no hay más que detenerse en la secuencia de apertura –la visita de la pareja a un restaurante, donde Steve ha preparado de manera sorpresiva el aniversario de la pareja-, en la cual pese a la presencia de sólidos secundarios –los camareros y músicos del mismo-, aparece una extraña atonía que impide que percibamos la vertiente cómica de la función. No será hasta que de manera paulatina la misma se envuelva a los sones musicales de Duning, una vez más capaz de puntear los aspectos más atractivos del conjunto y, sobre todo, la progresiva presencia de roles secundarios, que Daniel Mann utiliza de manera correcta pero nunca con especial inspiración. Así pues, la presencia de esa alocada sirvienta latina del matrimonio, la vecina alocada y con mundo corrido, los camareros llenos de guiños a sus clientes… Sin embargo, si en algo brilla el film de un Daniel Mann más inspirado en otras ocasiones –aunque con posterioridad en caída libre-, es esa incapacidad de aglutinar esos elementos y posibilidades cómicas que ofrecen ese conjunto de roles secundarios, que en manos de otro realizador más experto en el género, sin duda hubiera propiciado un resultado más valioso.

En cualquier caso, si más no, podemos regocijarnos con esa galería de gangsters que parecen ofrecerse como una actualización del universo del escritor Damon Runyon, expuestos casi como un anacronismo frente al universo informático manejado por su jefe, TG (Walter Matthaw, a punto de consolidarse como uno de los grandes comediantes de su tiempo). Sin embargo, nada será más divertido que contemplar los devaneos encaminados en conservar su dignidad, que desplegarán los dos veteranos jueces que encarnan Paul Ford y el siempre impagable John McGuiver, procurando en todo momento esconder sus instintos corruptos, sobre todo en la secuencia desarrollada en el hipódromo, en la que McGuiver intentará, inútilmente, esconderse ante un público que lo descubre en todo momento, para su fastidio.

Calificación: 2

ADA (1961, Daniel Mann) El tercer hombre era mujer

ADA (1961, Daniel Mann) El tercer hombre era mujer

El paso del tiempo, ha relegado en el olvido la filmografía del norteamericano Daniel Mann, siempre en detrimento de los otros dos “Mann” compañeros de profesión en el cine USA –Anthony y Delbert-. Si en el caso del primero, ya al inicio de los sesenta consolidó entre la crítica su condición de realizador de primera fila, y en el del segundo, que con el paso de los años ha quedado en un segundo término –pese a la irregularidad de su filmografía- al menos recibió en 1955 el reconocimiento de la industria con un Oscar por su labor en MARTY (1955), lo cierto es que Daniel Mann jamás mantuvo consideración alguna, más allá de servir en sus películas como plataforma de lanzamiento para que los intérpretes de sus películas –en especial mujeres- recibieran nominaciones o incluso Oscars de interpretación. Proveniente del terreno de la puesta en escena teatral, actrices como Liz Taylor, Anna Magnnani o la menos conocida pero excelente Shirley Booth, fueron las beneficiarias de sendas estatuillas con títulos firmados por nuestro director, lo que le hizo objeto del interés de actrices capaces y deseosas de lograr a dicho galardón, como lo fue Susan Hayward –lo alcanzó con I WANT TO LIVE! (Quiero vivir, 1958. Robert Wise), que había protagonizado ya en 1955 I’LL CRY TOMORROW (Mañana lloraré) al auspicio del cineasta. Consciente de las facilidades y la mano experta que llevó a la cabo a la hora de extraer en la pantalla el histrionismo de sus intérpretes, retomó la dirección de otro vehículo de la magnífica actriz –ADA (El tercer hombre era mujer, 1961) –horrible título español- que,  pese a sus servilismos, seis décadas después de su realización demuestra mayor interés del que se reconoció en su día, como ha venido sucediendo con buena parte de las películas protagonizadas por la actriz. Dramas por lo general acaparados por un personaje femenino de fuerte personalidad, capaz de permitir a la intérpretes ofrecer sus rasgo de estilo como tal.

En esta ocasión, nos encontramos ante una comedia dramática que bien podría tener una pequeña referencia –jamás alcanzada-, dentro del subgénero de cine político filmado en USA, puesto que dentro de la sumisión a la fauna humana descrita, no deja de aparecer como una descripción de los turbios manejos de la política americana –por otro modo bastante extrapolable al panorama que domina la andadura política en nuestro país-, dentro de una historia extraída de la novela de Wirt Williams que, si bien puede aparecer algo primitiva, no deja de ofrecer su grado de efectividad, tanto en su vertiente temática, como al mismo tiempo en su plasmación a la pantalla. Y es que de entrada, podemos señalar que el personaje que contempla en primer momento el espectador, no deja de aparecer como una extraña mixtura del candidato finalmente vencedor frente al veterano Spencer Tracy en la entrañable THE LAST HURRAH (El último hurra, 1958) de John Ford, así como un preludio simplón del más maquiavélico aspirante republicano encarnado y dirigido por Tim Robbins en las estupenda BOB ROBERTS (Ciudadano Bob Roberts, 1992. Tim Robbins). Ese Bo Gillis encarnado por Dean Martin, un sheriff de cortos pensamientos pero empática y simple personalidad, catapultado por un eterno medrador de la actividad política –Sylvester Martin (excelente Wilfrid Hide Whyte)-, y acompañado por un antiguo compañero de colegio –Steve Jackson (Martin Balsam)-, encargado de elaborar sus discursos. Gilis siempre irá acompañado de su guitarra, dirigiendo pobrísimos mensajes a un auditorio eminentemente rural que no deja de apoyar a su candidato a gobernador de un innombrado estado sureño. Una noche tras una jornada repleta de actos, será presentado a una ya veterana mujer de compañía –Ada (Hayward)-, con la que de inmediato se iniciará un flechazo que al cabo de dos semanas, y de manera inesperada concluirá en matrimonio-, provocando la alerta de Martin e incluso Steve, quienes intentarán en vano que disuelva dicha unión. Gillis alcanzará –mediante una última argucia de Sylvester, que provocará que la mujer del máximo contrincante se suicide; una muestra de la ausencia de escrúpulos de sus manejos- el cargo ansiado, viendo muy pronto como su figura se diluye en una auténtica marioneta de su mentor y promotor. Intentará oponerse a sus intenciones, pero ello aparecerá casi imposible, registrándose la renuncia por chantaje de su vicegobernador. La intención de Ada de postularse para ocupar dicho cargo, utilizando para ello la ayuda de Sylvester, provocará la decepción de su esposo, quien sufrirá un atentado de bomba en su coche del que saldrá herido. Herido física pero también moralmente, al comprobar como su esposa va a suplantarle como gobernadora en funciones, sin saber que en realidad ha decidido aplicar los mismos modos de Martin, para intentar revertirlos en su contra, logrando erradicar su nefasta presencia en el parlamento estatal.

Lo cierto es que pese a la limitación de su alcance –no pretendamos encontrar en esta producción de la Metro un análisis en profundidad de la actividad política, como el que ofrecería al año siguiente el admirable Otto Preminger de ADVISE & CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962)-, lo cierto es que el film de Daniel Mann se erige en una nada desdeñable actualización, más realista y también menos efectiva a nivel fílmico, de aquellas parábolas caprianas propuestas en la obra del realizador italiano entre mediada la década de los años treinta e inicios del siguiente decenio. La moderada valía de ADA reside por un lado en la capacidad de ofrecer un título que nos recuerde la grandeza y la miseria de la actividad política estadounidense, a partir de la incorporación de una ficción dominada por ese rol femenino encarnado con su habitual solvencia por Susan Hayward. Esa mujer de compañía que se transformará en poco tiempo en primera dama, e incluso por circunstancias en regidora del estado, y que con la ambivalencia que dominará su personalidad, destruirá la lacra que atenaza la iniciativa política del estado, dominada por hombres que solo esperan obtener beneficios a través de las leyes que se aprueban.

Daniel Mann articula las casi dos horas de la película con oficio. Es cierto, como antes señalaba, que los primeros minutos resultan difíciles de creer, a la hora de mostrar unos asistentes a los ridículos mítines de Gillis, deseosos de jalear a un candidato que demuestra en todo momento su enorme simpleza. Poco a poco, iremos conociendo la enorme eficacia de los turbios manejos de ese Sylvester que, tanto cuando está en escena como en el off narrativo, aparece en todo momento como el demiurgo de la función. Combinando una creciente presencia de elementos dramáticos –la por otro lado esperada secuencia del atentado al gobernador, narrada con extraña sobriedad-, otros deudores de la comedia –esa secretaria de Sylvester, que es mostrada haciendo calceta en su despacho- y siempre dentro de un tono cotidiano. Su realizador demuestra conocer a fondo la caligrafía cinematográfica –el uso de los fundidos en negro- y, sobre todo, saber extraer lo mejor del plantel de actores que tiene a su cargo. En ADA, ello se manifiesta de manera especial en la secuencias “a dos” –quizá el espacio dramático donde se encuentra más cómodo y alcanza una mayor intensidad en sus títulos-. Es precisamente ese ámbito, donde se pueden destacar las que quizá sean los dos momentos más atractivos del relato. Uno será la casi dolorosa secuencia en la que Ada visita a su esposo, herido por el atentado en el hospital, recibiendo de este todo tipo de reproches en un corto episodio dominado por la iluminación en semipenumbra y la excelente dirección de actores. El otro es quizá el más valioso a nivel de puesta en escena, y se encuentra inserto cuando la esposa de Bo implora a Sylvester su ayuda para ocupar el cargo de vicegobernadora, simulando su aparente servilismo al corrupto e intrigante personaje. Con mucho tacto, Daniel Mann aprovecha como nunca el formato panorámico insertando a Martin en el lado derecho del encuadre, relacionando a Ada mediante su reflejo en el espejo ovalado que se encuentra en la parte izquierda del mismo, y describiendo que ese aparente servilismo, no es más que una falsedad.

Al margen de estos elementos concretos, ADA adquiere un especial interés en su parte final, cuando la acción se traslada a la cámara donde se van a votar las leyes que irían a minar buena parte de los intereses que Sylvester tenían de la mano, utilizando los resortes de su fiel y al mismo tiempo detestable coronel Yancey (un magnífico Ralph Meeker). Este no dudará en someter a una encerrona a Ada, a la que al mismo tiempo desea, al objeto de lograr una grabación que descubra su pasado. Ese periodo que ella misma ocultará a la alta sociedad del estado, mostrando con ello una cierta ambivalencia en su comportamiento, que a la postre servirá para conceder una superior fuerza al hacer creíble su impecable comportamiento con la ciudadanía. Ello permitirá un intenso episodio magníficamente rodado en la cámara parlamentaria, en la que su ágil planificación tendrá su punto de máximo interés con esos travellings laterales que seguirán el maletín que contiene la grabación que supondría el definitivo hundimiento de la gobernadora provisional, mientras se lograr articular esa votación in extremis que debilitará el poder de Sylvester. Un intento que, de manera dramática, solo podrá culminar con éxito un Bob Gillis que, por vez primera, articulará su vocación de servicio, reconocerá la valía y las nobles intenciones de su esposa… y al mismo tiempo llevará a reconocer a Steve que ha hecho su mejor discurso… sin su ayuda. En definitiva, una película que aúna s vocación mainstream –entendida esta en aquellos inicios de los sesenta-, ofreciendo al espectador un producto que quizá hoy día resulte más interesante que en el propio momento de su estreno, donde resultó rápida e injustamente condenado al olvido.

Calificación: 2’5

COME BACK, LITTLE SHEBA (1952, Daniel Mann)

COME BACK, LITTLE SHEBA (1952, Daniel Mann)

Resulta curioso recordar lo que sucedió tras el paso de muy pocos años con muchas de las adaptaciones teatrales de originales de Broadway que trasplantó a la pantalla el cine de Hollywood durante los años cincuenta. En líneas generales, gozaron de un éxito tan atronador como efímero, pasando en muy pocos años de ser desmesuradamente galardonadas, a quedar rápidamente relegadas al olvido, mostrándose como ejemplos de un cine teatral y anquilosado, quizá poco representativo de la progresión de un medio que en aquel entonces buscaba otros recursos para ofrecer la competencia a la televisión, al tiempo que marcar su propia impronta de modernidad. Y es curioso remarcar que muchos de estos exponentes, fueron realizados por los entonces jóvenes representantes de aquella denominada “generación de la televisión” que, afortunadamente, en los últimos años está viendo reivindicar la valía de buena parte de sus propuestas. Cabe recordar a este respecto títulos como MARTY (1955. Delbert Mann), THE BACHELOR PARTY (La noche de los maridos, 1957. Delbert Mann), 12 ANGRY MEN (Doce hombres sin piedad, 1957), exponentes todos ellos tan insuficientes como estimables y ocasionalmente atractivos, que al menos intentaron reflejar otros problemas y otra mirada menos complaciente, hacia esa Norteamérica urbana, llena de sueños frustrados.

Quizá cabría reseñar como precedentes de todas esta corriente, las adaptaciones teatrales que, en el seno de la Paramount, trasplantaron a la pantalla nombres como Joseph Anthony o Daniel Mann. Precisamente del último de los realizadores citados, es uno de los más conocidos –y actualmente olvidados-; COME BACK, LITTLE SHEBA (1952) -jamás estrenada comercialmente en nuestro país-. La película describe el ambiente existente en un matrimonio de mediana edad –los Delaney-, fomado por Lola (Shirley Both) y Doc (Burt Lancaster). Bajo su aparente comodidad, no son sino un ejemplo más de una pareja inexistente, acomodaticia en sus manifestaciones de afecto, y basada en una falsa convivencia. Ella es una mujer bastante simple aunque de buen corazón, y él en el pasado tuvo una buena posición, que arruinó al dejarla embarazada de un hijo que perdió, imposibilitando poder tener más-, casándose con ella de forma apresurada. A raíz de ello, Doc se dio a la bebida, debilidad esta de la que ha logrado la recuperación momentánea. Sin embargo, dentro de un entorno tan monótono como plácido, surge una nueva luz con la llegada de la joven Marie (Terry Moore) como hospedada en la casa de los Delaney. Se trata de una joven estudiante que a Doc le recordará el pasado, relacionada con un joven bastante vulgar –Turk (Richard Jaeckel)-, y que al maduro propietario se le antoja inadecuado. Ello propiciará su repentina caída en la bebida, y la intuición a Lola de la soledad de su existencia, plagada de abandono y dejadez.

Indudablemente, se trata de una temática quizá demasiado recurrente vista a ojos de nuestros días, pero no lo era tanto en aquellos primeros años cincuenta, en donde posteriormente aparecían en otros países, equivalente como el que en nuestro país ofreció MUERTE DE UN CICLISTA (1955, Juan Antonio Bardem) y otros títulos del estilo, definidos por personajes frustrados, mediocres y de escaso horizonte vital. Pienso que una mirada actual sobre todos estos exponentes debería estar desprovista de prejuicios, e intentar apreciar lo que de aplicación de lenguaje cinematográfico demuestran cada una de ellas por separado. En este sentido, hay que reconocer que, pese a sus limitaciones y latiguillos, el film de Daniel Mann resulta en su conjunto un producto más que estimable, logrando una adaptación teatral en la que la movilidad de la cámara y el uso de reencuadres, rompen en todo momento con el previsible estatismo de la función –en este sentido, su resultado es mucho más atractivo que la posterior THE ROSE TATTOO (1955) del mismo director, más plegada al forzado histrionismo de Anna Magnani. Nadie niega la teatralidad de la misma –es más, la acción se centra en el interior del hogar de los Delaney-, pero lo cierto es que la aplicación de ese rasgo resulta francamente atractiva, depositando el peso de la función en una cuidada escenografía, un excelente trabajo fotográfico de James Wong Howe, el peso que queda de la adaptación del original escénico de William Inge, magnífico observador de los vicios y costumbres del americano medio y, por supuesto, la labor del conjunto de intérpretes. Y en ese sentido, preciso es reconocer que cuando la acción se detiene en el desarrollo de los personaje de la pareja de jóvenes, el interés decrece –por más que Richard Jaeckel componga con eficacia un retrato de estudiante obtuso de atractiva presencia, cortas luces, avidez de sexo e imagen deportiva-. Sin embargo, es en los conflictos generados por el matrimonio protagonista, donde la labor de los actores se entrega a lo que quizá algunos podrán descalificar como un ejercicio histriónico. No me sumo a esa opinión. Puede que Lancaster caiga en algunos tics cuando se plasme su retorno a la bebida –algo que por otro lado parece inevitable cuando se plasma el alcoholismo en la pantalla; Ray Milland, Jack Lemmon, Albert Finney-, pero lo cierto es que su trabajo es espléndido. Mas lo es el fabuloso despliegue de vulnerabilidad efectuado por una actriz hoy día olvidada –Shirley Both, que logró con este trabajo el Oscar a la mejor actriz de aquel año-, quizá debido a su corta carrera en el cine, y más destacada en los escenarios de Broadway –donde logró tres premios Tony-. El retrato que ofrece de la alelada Lola es todo un prodigio de matización y sinceridad –en el que tanto aporta su peculiar acento-, y logra junto a Lancaster algunos instantes realmente conmovedores; la confesión que ambos mantienen de los motivos que los unieron en matrimonio en el portón de su casa, o la secuencia de reconciliación-aceptación final, dan la medida de la sinceridad de una propuesta quizá deudora de un modo de hacer cine hoy día totalmente olvidado, pero no por ello menos eficaz en sus fórmulas e, incluso en sus mejores momentos, realmente conmovedor.

Calificación: 2’5