A CRY IN THE NIGHT (1956, Frank Tuttle) [Un grito en la noche]
Coincidiendo con la mitad de la década de los cincuenta, la sociedad norteamericana vivía una de sus paradojas más sangrantes. Esta fue la aparición de un periodo de creciente progreso en sus clases medias –el tan cacareado American Way of Life-, en su confluencia con las consecuencias del maccartysmo, siendo esta una de las manifestaciones del marcado anticomunismo existente en su esencia como pueblo. Fue algo que sacudió los cimientos del cine de su tiempo, como testigo directo o indirecto de dicha circunstancia. Así pues, el cine policíaco o noir, tuvo un claro reflejo de dichas tensiones por partida doble. Por un lado, un maestro como Fritz Lang utilizaba dicha circunstancia, para establecer dos de sus títulos más admirables, que además cerrarían su periodo norteamericano –en especial WHILE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva York duerme, 1955), que sigo considerando su obra cumbre-. Pero al mismo tiempo, y desde una vertiente opuesta, dominada por el moralismo y un matiz claramente conservador, surgían exponentes que en apariencia buscaban la plasmación de situaciones límite, por lo general centrándose en sucesos que violentaban el ámbito familiar, para concluir apareciendo como una apología de las bondades de dicho universo, como salvaguarda incorruptible del espíritu americano. Podríamos, a este respecto, mencionar decenas de ejemplos. Por ceñirnos a dicho ámbito temporal citemos referentes como RAMSOM (Rapto, 1956. Alex Segal), o THE DESPERATE HOURS (Horas desesperadas, 1955. William Wyler), en su momento controvertidas por su aparente crudeza, pero que en el fondo apenas podían esconder su tufo conservador, unido a una nula capacidad para explorar matices revulsivos en sus respectivas plasmaciones fílmicas.
En buena medida, aunque insertando dichos parámetros en el ámbito de una serie B, que en no pocos momentos nos acerca a los modos televisivos del momento, Frank Tuttle rodaría el penúltimo titulo de una obra desigual que asomaría sus raíces en pleno periodo silente, ligada por completo al seguidismo del cine de género, y que curiosamente conocería el amparo de la productora de Alan Ladd -Ladd Enterprises-, la estrella a la que ayudaría a consolidar, al realizar uno de los títulos que cimentaron la fama del actor –THE GUN FOR HIRE (El cuervo, 1942)-. Dentro de dichas características, aparece A CRY IN THE NIGHT (1956) –que solo se ha podido contemplar en España en lejanos pases televisivos, y recientemente en edición digital, bajo el título Un grito en la noche-, una producción de bajo presupuesto y escasa duración, distribuída por la Warner, quizá buscando con ello la consolidación de una de sus estrellas juveniles; la prometedora Natalie Wood. En medio de dicha coyuntura, nos encontramos con una discreta crónica policiaca, descrita en el ámbito de una sola noche, centrado en la presencia de ese personaje desequilibrado, encarnado con tanta sensibilidad como cierta inestabilidad por Raymond Burr. Este recreará en la película a un muchacho ya encaramado a una madurez quizá no asumida, dominado por una personalidad simplista, y la influencia de una madre castrante, que en poco ha hecho por ayudarlo y más, por el contrario, imbuirlo en la inestabilidad emocional y psíquica de alguien, que ha carecido de una normalizada relación con sus semejantes y, de forma muy especial, con el ámbito femenino.
Harold se encuentra actuando como vouyeur en la denominada “Colina del Amor”, utilizada por tantas parejas que, en sus coches, describen sus relaciones en la noche de un pequeño busque de la gran ciudad. Hasta esos momentos, el film de Tuttle ha adoptado un extraño e inconsistente tono de comedia, que se interrumpirá bruscamente con un primer plano de este personaje determinante, en cuyo comportamiento se dirimirá el contrapunto dramático que, a partir de entonces, rodeará esta pequeña y, justo es reconocerlo, poco distinguida producción de bajo presupuesto, de poco más de setenta minutos de duración, y unos modos narrativos que se asemejan a las producciones televisivas de aquellos tiempos, en los que Tuttle ya se había introducido tímidamente. Esa sensación de unidad temporal y de acción, o el propio esquematismo de sus personales, serán elementos esenciales para definir un relato conciso, eficaz en algunos momentos, y formulario en no pocas ocasiones, que se caracterizará por disponer de una galería de personajes escasamente atractivos. No se si serían los objetivos de los responsables de la película, pero el espectador no encuentra en ninguno de los seres que pueblan el relato, el menor atisbo de humanidad, lo que contribuye a provocar un extraño desinterés, que solo se despierta en determinadas ocasiones.
Y es que tras el secuestro de Elizabeth, A CRY IN THE NIGHT se articula en dos escenarios. Por un lado la narración de las pesquisas de la policía, siempre acompañados por Owen, el novio de esta, y de otro, en las secuencias desarrolladas entre la retenida y el propio Harold, en donde se dirime un juego psicológico entre ambos personajes, al objeto de encontrar el secuestrador la estima de la muchacha, y por parte de ella intentar fingir dicho acercamiento, para buscar la posibilidad de huir. Todo ello sucederá en el escondrijo que el deficiente Harold tiene en una fábrica abandonada de ladrillos –un detalle de escenografía bastante conseguido-, pudiendo ver en estos pasajes, un precedente nada desdeñable de roles que posteriormente contemplaríamos en THE COLLECTOR (El coleccionista, 1965. William Wyler), o en la más cercana ¡ÁTAME! (1990, Pedro Almodóvar). Es más, pocos años después, el cine norteamericano proporcionaría quizá el rol del desequilibrado más célebre jamás contemplado en la pantalla. Me refiero, por supuesto, al Norman Bates de PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock), con el que podríamos establecer alguna semejanza. Ligazón que en ambos casos se plantea en la existencia de una madre castrante y opresiva, que en la obra maestra de Hitchcock se plasmó de forma tan original y transgresora, y aquí, por el contrario, aparece descrita como en ser desagradable y egoísta, tan solo preocupado por que su hijo la surta de dulces a su regreso.
Será ese el punto de contacto con la investigación policial, en la que también se dirimirá el conflicto, centrado en la responsabilidad sobre la que intentarán competir los mandos que encarnan –con considerable desgana- Brian Donlevy y Edmond O’Brian. Sobre este último se dirimirá una relación de excesiva dependencia en torno a su hija secuestrada, a la que pese a su juventud sigue considerando una niña, siendo el causante involuntario del secuestro, al no haber permitido a Elizabeth siquiera que esta le presentara a su novio, bajo el fundado temor de que su progenitor lo rechazara. Pese a esa oposición en torno al padre de la secuestrada y la madre del secuestrador, lo cierto es que el film de Tuttle se desperdicia en el desarrollo de una investigación rápida y previsible y, por otro lado, en una serie de secuencias entre un esforzado aunque no siempre afortunado Raymond Burr, empeñado en insuflar patetismo y humanidad a un rol que en contados momentos logra emerger de lo estereotipado.
En definitiva, estoy convencido que la razón de ser de este policíaco de tan limitado alcance, fue la de favorecer el estatus adulto de una Natalie Wodd que se estaba preparando por la Warner como una de sus grandes estrellas, y a la que habíamos contemplado en exponentes inmediatamente precedentes, de considerable mayor calado artístico. Sin embargo, por encima de sus limitaciones, justo es reconocer que en determinados pasajes, A CRY IN THE NIGHT alberga instantes en los que da el tono de esas posibilidades, por lo general desaprovechadas, de un consistente estudio psicológico, finalmente diluido en una proclama de alcance moralista. Me refiero a secuencias como aquella de alcance confesional, en la que Harold confiesa ante Elizabeth el odio que siente hacia su madre, y asume la vivencia de su soledad e incapacidad para relacionarse, especialmente con mujeres. Poco antes, su propia madre, tras ser presionada por los agentes de policía, y junto a una foto de Harold, reconoce la debilidad que siempre ha guiado a su hijo. Finalmente, el episodio de acoso hacia el secuestrador, se caracterizará por un dinamismo en la planificación, con utilización de encuadres crispados y un notable uso dramático de la escenografía, logrando un alcance trepidante aunque, como no podía ser de otra manera, culmine con esa llamada de Taggart a asumir una nueva actitud antes su hija, en la que su novio tenga la necesaria cabida. Todo queda dentro, pues, del influjo de la familia americana.
Calificación: 1’5