GUNMAN IN THE STREETS / TRAQUÉ (1950, Frank Tuttle) ¡Acorralado!
Como fuente de emociones y sensaciones, muchas veces las mejores propiedades del cine escapan al prosaico equilibrio de una serie de factores –realización, guión, intérpretes, desarrollo narrativo, etc.-, con cuya conjunción logran articular la mayor o menor eficacia de cada una de las películas que contemplamos. Es decir, que al igual que existen títulos caracterizados por su absoluta corrección que nos inspiran poco o nada, hay otros delimitados incluso por resultar abrumadoramente imperfectos, que en cambio poseen esa magia que les hace merecedores de una especial consideración. Una cualidad que les hace transmitir cercanía y credibilidad en un desarrollo quizá aplicado incluso a trallazos. Podríamos citar a este respecto muchos ejemplos manifestados en rodajes más o menos conflictivos y accidentados, pero que en las rendijas de su irregularidad se coló la inspiración de sus mejores momentos –por ejemplo, esto se daría en el caso de HIS KIND OF WOMAN (Las fronteras del crimen, 1951. John Farrow, y el no acreditado Richard Fleischer) o MACAO (Una aventura en Macao, 1952. Joseph Von Sternberg, y el no acreditado Nicholas Ray)-. Dentro de dicha vertiente habría que introducir con propiedad el ignoto, ejemplo pertinente de serie B, en ocasiones incluso mendicante GUNMAN IN THE STREETS / TRAQUÉ (¡Acorralado!, 1950) rodado en suelo francés por el veterano y prolífico Frank Tuttle (1892 – 1963), ya en el último tramo de una filmografía iniciada en pleno periodo silente, y que en este periodo se encontraba sufriendo su condición de perseguido por el MacCarthismo.
Y es que lo que muestra en realidad GUNMAN IN... en realidad se trata de un argumento mil veces plasmado con anterioridad en la pantalla; el de la andadura desesperada de un fugitivo de la justicia, que intenta reencontrarse con la mujer de su vida, al tiempo que huir de la persecución implacable de las fuerzas policiales acompañado y ayudado por quienes en el pasado fueron sus compañeros de fechorías. Es más, incluso el hecho de recurrir a una trama policíaca dentro de un contexto francés más o menos exótico, nos remite a clásicos del cine francés como PÉPÉ LE MOKO (1937, Julien Duvivier). En realidad, todo en el conjunto del film de Tuttle nos remite a una sequedad y cierto funcionamiento a relámpagos, propios del primer cine de gangsters iniciado con la llegada del sonoro, y puesto en práctica por Sternberg, Hawks o Wellman. Es algo que se manifestará de manera rotunda con la resolución del violento tiroteo que permitirá la liberación de Eddie Roback (Dane Clark), el protagonista detenido y puesto a disposición de la justicia, sin que sepamos en ningún momento que crímen ha cometido –una debilidad del entramado dramático de la película-. A partir de su huída, y pese al acoso a que es sometido por el comisario Dufresne (un elegante Fernand Gravey), este podrá llegar hasta la que ha sido su chica; la joven, bella y decidida Denise Versnon (Simone Signoret). Esta en esos momentos se mantiene ligada a un joven periodista norteamericano –Frank Clinton (Robert Duke)-, aunque en modo alguno pueda olvidar la atracción que le mantiene ligado a Roback, llegando a solicitar de Clinton una importancia ayuda económica –280.000 francos- para con ello ayudar a su antiguo amante a huir del entorno en donde es perseguido. Pero la cuestión se complica al pretender Eddie que viajen con él tanto Denise como Frank. La primera, por ser la persona a la que ama, y al segundo por necesitarlo caso de suceder alguna contrariedad.
Dentro de ese ámbito de actuación, ambos lograrán iniciar su escapada, discurriendo por bosques nocturnos y espectrales dominados por la niebla. Pero de forma paralela, el despreciable y cobarde soplón que ha sido Max Salva (Michael André) –del que se intuye es un homosexual reprimido y siente alguna secreta atracción no correspondida por parte de Eddie-, dará cuenta a la policía de la huída, hasta que den con los fugados –que, con todo, han logrado burlar con verdadera astucia un cerco policial- en medio de un antiguo granero, desde donde se producirá el pathos expresado en un violento combate. Un asalto que instantes antes ha abandonado Clinton utilizando un tren que le alejará de ellos, y con la secreta esperanza de que Dense finalmente le acompañe en un viaje con destino a una nueva vida juntos. No será posible, el irresistible atavismo del pasado condenará a los dos protagonistas, dentro de unos instantes de gran fuerza dramática, comparables a los mejores desgarros que el género propició en títulos como THE TOARING TWENTIES (1939) o HIGH SIERRA (El último refugio, 1941), ambos firmados por Raoul Walsh..
GUNMAN IN THE STREETS funciona –y logra perdurar en la memoria del espectador- precisamente gracias a la intensidad que queda patente desde sus primeros fotogramas. Ya en el anteriormente citado tiroteo inicial quedará presente una voluntad de recuperación de los modos con los que se expresaba el cine de gangsters de los primeros años treinta, que en este caso irán acompañados de un marcado alcance fatalista, una voluntad descriptiva dominada por una angustia existencial, manifestada en la atmósfera lóbrega y sombría mostrada con absoluta inspiración por la cámara del veterano e imprescindible Eugene Schüffman, ayudado por Claude Renoir. Es por ello que los exteriores de la película aparecen descritos por una sensación de agobio, sobrecargamiento, miseria y opresión, mientras que sus interiores parecen emerger como ocultos rincones y testigos de ese cercano trauma de la II Guerra Mundial. A partir de la admirable recreación de ese ámbito tan desesperanzado, los responsables del film apuestan de manera decisiva por la utilización física de los rostros de los actores, que con lejanos ecos expresionistas desnudan sus sentimientos ante la cámara con una sinceridad y efectividad pasmosa, incluso albergando en sus acciones una ambivalencia que dotará de un alcance suplementario de peligro a sus actitudes aparentes. Será algo que manifestarán las expresiones de Eddie en la secuencia en la que se situará a solas junto al despreciable Salva –el semblante de Dane Clark, poco antes protagonista de la excelente MOONRISE (1948) de Frank Borzage, adquirirá matices francamente inquietantes-, pero que de alguna manera se extenderán en la mirada, entre recta y compasiva, desplegada a lo largo del relato por el comisario Dufresne, quien en un momento dado rechazará la actitud de Salva pese a ser la persona que delató a Roback antes de su detención –“no me gustan los soplones”, llegará a manifestar-.
Unamos a todo ello el gusto por el detalle mostrado por Tuttle, que tendrá tempranos ejemplos en la secuencia desarrollada en el interior de unos grandes almacenes en los que se ha refugiado el huido. Allí en un momento veremos una percha que se mueve –adelantándonos que Eddie ha logrado robar una gabardina que modificará el vestuario con que lo describe la policía-, o la atrevida secuencia en la que este cogerá a un niño pequeño en brazos, al que bajará por unas escaleras de cierto riesgo, hasta lograr con su presencia poder burlar la estrecha vigilancia de la policía. Detalles que se expresan bastante después, en la secuencia en la que uno de los gatos de Salva caminará sobre su cabeza, salvándole de la inconsciencia a la que lo había sometido Roback al llevarlo junto al fuego apagado de una cocina, o incluso antes en la fuerza que adquiere la secuencia en la que el huido tendrá que sacar con un cuchillo la bala que lleva incrustada en su propio brazo, ya que el mismo Salva se muestra incapaz de llevar a cabo tal acción.
En esencia, GUNMAN IN THE STREETS es el triunfo de la intensidad sobre la lógica narrativa. La apuesta por el riesgo y el romanticismo extraído de la pura esencia de un extraño noir trasladado a suelo francés, en el que la escueta base argumental permite que la fuerza de sus nocturnos, la evocación de los amores perdidos y mantenidos, y las intuiciones de los personajes neutrales –el del policía paciente y hasta cierto punto comprensivo-, en realidad no sirvan más que para proceder al ajuste del destino, y a entender que en una normalidad más o menos burguesa, no hay lugar para relaciones ni formas de vida tan libres como amenazadoras, como las que hasta entonces han representado Eddie y Denise. Son, todo ello, elementos, matices y sensaciones, que Frank Tuttle maneja desplegando el tarro de las puras sensaciones cinematográficas, mucho antes que recurriendo a la necesidad del seguimiento de un argumento que apelara a una lógica cartesiana. Es por eso que incluso esa relativa ausencia de rigor como relato sea el verdadero triunfo del film. Es decir, es el de ofrecer un conjunto en el que las emociones, recelos, tensiones y pensamientos, supongan el principal flujo emisor de emociones, dentro de un contexto físico dominado por la nocturnidad, la incomodidad a la hora de la práctica de una vida cómoda y generalmente definida como plácida y, en definitiva, la búsqueda de un interés suplementario en la existencia, para unos seres que no se conforman con el hecho de vivir –y soportar una vida muy pronto abocada a la rutina-. Así pues, ese nuevo camino seguido poco después de morir Denise, por parte del periodista americano que, en última instancia, desconoce que la mujer a la que ama ya ha dejado de existir, supondrá para este una liberación, pero al mismo tiempo la incapacidad de un ser que apela a la lógica, para entender sentimientos que escapan a la racionalidad. En la confluencia de todos estos matices, y la autenticidad visual que estos muestran en la pantalla, es donde se encuentra el acierto y la sinceridad lograda por un modesto artesano como Tuttle, que probablemente en esta ocasión logró uno de los títulos más valiosos de su larga filmografía.
Calificación: 3
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