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CINEMA DE PERRA GORDA

Jack Cardiff

THE LIQUIDATOR (1965, Jack Cardiff) El liquidador

THE LIQUIDATOR (1965, Jack Cardiff) El liquidador

El extraordinario prestigio de que goza Jack Cardiff como operador de fotografía, ha sido un elemento que ha oscurecido su andadura como realizador cinematográfico. Una tarea en la que podríamos calificar a Cardiff como un competente artesano en el conjunto del cine británico, contando en sus películas con materiales de base que resaltarían en mayor o menor grado los resultados obtenidos. Ello no nos puede hacer olvidar el logro de una obra maestra, como la adaptación de D. H. Lawrence SONS AND LOVERS (1961), le reconocida THE MERCENAIRES (El último tren a Kananga, 1968), o la casi ignorada comedia MY GEISHA (Mi dulce geisha, 1962). No podemos situar THE LIQUIDATOR (El liquidador, 1965) a la altura de los títulos citados, e incluso de algunos otros de los trece que Cardiff dirigiera, y entre los que se encuentran algunos títulos totalmente desconocidos a los que merecería echar un vistazo.

THE LIQUIDATOR se basa en una novela de John Gardner –autor de uno de los primeros argumentos de los policíacos fascistoides dirigidos bastantes años después por Michael Winner y protagonizados por Charles Bronson-, y se entronca por derecho propio como una de las primeras visiones más o menos humorísticas, realizadas al socaire de la consolidación del mito de James Bond. Manteniendo una cierta afinidad con el mundo visual, incluso más que temático, de la serie Bond, por otro lado se mantienen con un lenguaje narrativo bastante convencional, un poco siguiendo los patrones de las primeras muestras de dicha serie, firmadas por Terence Young y Guy Hamilton. Ello ni va a favor ni en detrimento de su resultado. Simplemente sirve para constatar como un determinado look fotográfico y de producción, poco tiempo después iría acompañado por una serie de elementos visuales ligados el contexto pop y sixties que en tan pocas ocasiones –aunque las hubo- han resistido el paso del tiempo.

En este caso, la referencia se adscribe a los primeros Bonds, para lo cual se recurre a una impactante canción de Shirley Bassey, acompañada por unos títulos de crédito de Richard Williams –el de A FUNNY THING HAPPENED ON THE WAY TO THE FORUM (Golfus de Roma, 1966. Richard Lester)-, que nos ratifican en la impronta irónica de su conjunto. En realidad, lo hará ya la secuencia progenérico, rodada en blanco y negro, en la que se describirá la torpeza del soldado Boysie Oakes (un Rod Taylor que sabe sumarse a la farsa). En apenas pocos segundos contemplamos su absoluta inadecuación dentro de la culminación de las tareas aliadas, aunque un golpe de suerte, le llevará a salvar la vida de Mostyn (Trevor Howard), un espía que se encuentra a punto de ser ejecutado por dos agentes. Ha pasado el tiempo y dentro de una situación de extrema volatilidad tras la incidencia del espionaje por parte de las fuerzas del Este, la agencia británica, comandada por su amoral superior, y acuciado por las autoridades británicas, encargará a Mostyn un plan centrado en encontrar alguien que se encargue de eliminar, fuera del sistema y del estado de derecho, a aquellos espías reconocidos en su daño hacia el mundo occidental. Peligrosa y condenable premisa, que la película no acierta a articular en su vertiente nihilista, pero que queda difuminada ante la elección de Boysie para asumir dicho cometido. Lo encontrará como copropietario de un bar rural, asistiendo antes a un entierro –una secuencia revestida de atmósfera sombría-, y formulando un private joke hitchcockiano, al comprobar que este mantiene en su añejo bar una enorme jaula de pájaros. Pese a sus reticencias, accederá a la propuesta ofrecida por Mostyn, embaucado por el lujo que se dispone a vivir –un enorme apartamento, coche, buenos emolumentos-, sin conocer que en realidad ha de ejercer como asesino. Una vez al tanto de ello, comprobará que no tiene el valor ni la carencia de escrúpulos suficiente para poder ejecutar los “encargos” de sus superiores, contratando para ello al siniestro Griffen (Eric Sykes). Será este quizá el personaje más atractivo de la función. Un asesino que antes de ejercer como tal trabajó en una firma funeraria, plenamente consciente de la importancia de la muerte. Por tanto, se sucederán unos encargos  los que el asesino nunca preguntará las razones para ello, mientras que nuestro protagonista va ganando una fama como ejecutor de la limpieza de las alcantarillas del mando militar británico. Pero Boysie cometerá un error, enamorarse de la secretaria y también amante de Mostyn –Iris (la entonces en pujanza Jill St. John)-. Incluso llegará a programar un fin de semana con ella en Montecarlo, lo que supondrá el detonante de una aventura en la que se pondrán en jaque espías rusos, que van a la búsqueda del prestigioso agente, y al mismo tiempo soliviantará los ánimos de su superior. Será el epicentro de una peligrosa peripecia, en la que el personaje encarnado por Rod Taylor será secuestrado, viviendo lo que en realidad es un doble juego, y hasta incitado a un asesinato que se le ha vendido como un ensayo.

Sin grandes alicientes, combinando con cierto grado de extrañeza el componente de propuesta de espionaje y la visión distanciada de dicho mundo, aunque alejada de propuestas que cuestionaran su funcionamiento, lo cierto es que THE LIQUIDATOR funciona de manera discreta como producto en el que se alternan episodios de acción –la peligrosa huída de Taylor tras liberarse de su secuestro, por las escarpadas carreteras de la Costa Azul; el episodio final teniendo que retornar un avión que vuela con peligroso destino-, con otros en los que el matiz humorístico se encuentra presente –centrado ante todo en la presencia de intérpretes como Akim Tamiroff, o en el permanente elemento irónico que ofrece Trevor Howard-. Sin embargo, si algo otorga una cierta personalidad a un conjunto discreto pero no desdeñable, es sin duda la patina que le brinda la saturada fotografía en color ofrecida por Stanley Cortez, que deja bajo su envoltura colorista, un aura de cierta sordidez que beneficia a su conjunto.

Calificación: 2

THE MERCENAIRES (1967, Jack Cardiff) El último tren a Katanga

THE MERCENAIRES (1967, Jack Cardiff) El último tren a Katanga

Conforme el cine se iba adentrando en la segunda mitad de los sesenta, vivió una progresiva violentación de sus códigos y temáticas, sobre todo en los relacionados a géneros como el bélico, el western y la aventura. Casi como preludiando el conflicto del Vietnam y otras contiendas iniciadas en aquellos tiempos, la aventura se hace cínica, aquilata sus caracteres con el contexto bélico en no pocos de sus exponentes, expresando un estado de ánimo de extremada sordidez, que quizá tuviera su máximo exponente en la aún menospreciada SANDS OF THE KALAHARI (Arenas del Kalahari, 1965. Cyril Endfield). Será en esta y otras muestras del género –podríamos citar THE FLIGHT OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965), TOO LATE THE HERO (Comando en el mar de china, 1970) –ambas de Robert Aldrich- o PLAY DIRTY (Mercenarios sin gloria, 1969. André De Toth), prolongaron una vertiente ya mostrada años antes con títulos como THE HILL (Sidney Lumet, 1965) y otros referentes injustamente poco o nada apreciados, en la que un colectivo humano se verá sometido a una situación límite a partir generalmente de una base bélica, sirviendo todo ello para mostrar a través del mismo los más bajos instintos de sus componentes. En definitiva, describiendo y narrando su desnudez como auténtico mamífero evolucionado, que en pocos momentos de dichas situaciones hará prevalecer su raciocinio, mostrando por el contrario la facilidad de ingreso en un contexto de irracionalidad y comportamiento cercano a la bestia.

Dentro de dicho capítulo, y a partir de la novela de Wilbur Smith The Dark of the Sun, el gran director de fotografía Jack Cardiff dio vida THE MERCENAIRES (El último tren a Katanga, 1967), uno de los exponentes de la docena de títulos que forjan su andadura como realizador –entre los que se encuentra una obra maestra como SONS AND LOVERS (1960), y una comedia tan atractiva e ignorada como MY GESIHA (Mi dulce geisha, 1962), además de un film de aventuras del que con servo un grato recuerdo, como es THE LONG SHIPS (Los invasores, 1964)-, acometió una película en la que –justo es reconocerlo- no se detectan los rasgos de un inexistente autor –ni falta que le hacía-, pero si asumió hasta las entrañas los matices de una propuesta que curiosamente protagonizó Rod Taylor, uno de los intérpretes más representativos de este auténtico subgénero. La película no se anda con sutilezas, y en pocos instantes nos introduce en el marco de un país del Congo en donde se ha instaurado la democracia en la figura de un nuevo presidente, que desea pacificar el violento contexto en el que se encuentra, aunque para ello deberá contar con la suficiente financiación que le proporcionaría conseguir una fortuna de veinticinco millones de dólares en diamantes que se encuentra custodiada en una pequeña localidad en donde se encuentran unas minas. Para ello reclutará los servicios del experimentado mercenario Capitán Curry (Taylor), así como del nativo Ruffo (Jim Brown). Para el primero, esta es una más de las arriesgadas aventuras que han forjado su prestigio como soldado al mejor postor, mientras que para el segundo esta aventura posee un componente suplementario de lucha contra la crueldad que ha regido la presencia de grupos salvajes en su país, dotándose su trabajo con cincuenta mil dólares. Para llevar a cabo la arriesgada misión que harán de realizar en tren, Curry no dudará en reclutar al siniestro pero valioso en el combate Herlein (Peter Carsten), de oscura ascendencia nazi, o un veterano médico, curtido en un alcoholismo galopante –Wreid (Kenneth More)-. Ellos serán los personajes más significativos de una aventura en la que destacará la brillantez de un montaje en ocasiones casi frenético –gentileza de Ernest Walter-, servido a las intenciones de una singladura que, de manera creciente, nos introducirá en una espiral de violencia casi desenfrenada, donde solo el ingenio humano servirá en ocasiones como único freno para vivir con la más mínima templanza una sucesión de sensaciones casi apocalípticas.

Cardiff asume hasta el fondo –ayudado también por la sucia fotografía en color ofrecida por el gran operador Ted Scaife- un auténtico nubarrón de luchas sin freno, de minutos que aparecen como siglos –esas tres horas en las que la espera para extraer los diamantes en la caja fuerte ejercerán como detonante de una catarsis casi sin límite-, de situaciones en las que el espectador y, con ellos, los propios personajes del film, quedarán noqueados –el asesinato de dos pequeños negros por parte de Herlein, que justificará por considerar que se trataban de espías de la tribu rebelde que los rodean-. No hay, en realidad, espacio para la reflexión en THE MERCENARIES, aunque en realidad si se planteen instantes intimistas, en medio de las luchas y situaciones extremas, sobre todo entre Curry y Ruff. Conversaciones, miradas en las que el contraste de pareceres no impedirá que en ellos se establezca una sincera amistad, que tendrá dos puntos de especial significación. El primero de ellos amable, al comprobar el experimentado mercenario como este ha confiado en él al dejarle en secreto los diamantes en el jeep, cuando ha viajado para lograr provisiones a los supervivientes en el asalto al tren. La otra será, por el contrario, trágica, al comprobar este a su regreso el cadáver de su amigo –extraordinario Taylor, tal vez en el mejor momento de su carrera-, adueñándose de él el lado más animal y brutal de su personalidad, persiguiendo a autor de su muerte –Herlein, que iba en busca de los brillantes-, cuando se dispone a huir en una balsa hacia la frontera de Uganda, en una lucha en donde el hombre dejará paso a la bestia más salvaje, hasta conseguir su propósito de venganza, sin que ello lleve ni la aprobación de su compañero ni, sobre todo, más adelante, de su propio protagonista –esos magníficos y breves flash-backs en los que evocará las conversaciones con su amigo-, que finalmente se someterá a un juicio militar, retornando con ello a esa condición humana a la que, mal que le pese, siempre ha pertenecido.

Más allá de ese proceso evolutivo que vivirá el protagonista, el film de Cardiff resalta en esa buscada suciedad, en su clara voluntad de no escatimar al espectador aspectos que puedan resultarle incómodos –como el director de banco que matará a su mujer y se suicidará en off, antes que dejar a su esposa y a él mismo ser pasto de los guerrilleros-, la auténtica orgía desatada por estos en la población, en la que nuestros dos mercenarios lograrán introducirse mediante una valiosa argucia, iniciando una masacre de incalculables consecuencias, o la huída en tren de estos, sufriendo el ataque de extrema violencia y duras repercusiones. Todo ello, no sin antes comprobar como el viejo doctor ha caído muerto en la emboscada contra la misión religiosa en la que ha decidido culminar un parto de especial dificultad –un ataque que al estar mostrado en off adquiere una mayor emotividad-, o introducirse de manera muy tímida en los sentimientos de Curry esa joven a la que rescatarán antes de llegar a la localidad objetivo de su misión. Me estoy refiriendo a Claire (Yvette Mimieux), que ejercerá con sus miradas y escasos diálogos, como testigo casi mudo de una de las más crudas aventuras cinematográficas que brindó el cine de la segunda mitad de los sesenta. Una propuesta en la que apenas hay motivos para la ironía, en la que casi se puede sentir el aroma del azufre. Un magma de sensaciones que apenas brinda ocasión para que estos se tornen en sentimientos y, por el contrario, emerja en ese lejano país de África, el aspecto más primitivo y brutal de una condición humana capaz de las obras más bellas y generosas, pero también de inclinarse con facilidad en los derroteros más violentos e irracionales de la misma. Sin duda, una atractiva película, que en su discurrir abrupto y seco, quizá alcance su elemento más perdurable.

Calificación. 3

MY GEISHA (1962, Jack Cardiff) Mi dulce geisha

MY GEISHA (1962, Jack Cardiff) Mi dulce geisha

Junto a la aportación de los grandes exponentes del género en aquellos pródigos años sesenta para la comedia norteamericana –Donen, Lewis, Tashlin, Lewis, Quine, Edwards, Minnelli-, se destilaron otras propuestas quizá no rotundas en sus logros, pero a las que el hecho de estar firmadas por realizadores menos conocidos –o prestigiados, táchese lo que no proceda-, perjudicó en su valoración final. A partir de ese grado de prejuicio es más que probable que se escoraran ejemplos quizá no rotundos, pero en no pocas ocasiones provistos de un cierto grado de interés. Serían muchos los ejemplos a señalar, pero a la mente me vienen casos como el de SUNDAY IN NEW YORK (Un domingo en Nueva York, 1963. Peter Tewksbury) o ANY WEDNESDAY (Cualquier miércoles, 1966. Robert Ellis Miller). Pequeñas delicias –o bibelots, como en su momento se bautizaron-, que con probabilidad resultan bastante más interesantes que la mayor parte de los grandes éxitos del género en nuestros días. Y precisamente al citar el primero de los dos ejemplos señalados, lo hago a propósito para traer a colación el nombre de Norman Krasna (1909 – 1984), uno de los más grandes comediógrafos surgidos en USA en el siglo XX, varias de cuyas obras fueron trasladadas a la pantalla, e incluso a cuyo formato cinematográfico ofreció no pocos guiones creados expresamente para el formato cinematográfico.

 

Como pudo suceder en Inglaterra con el ejemplo de Terence Rattigan, la obra de Krasna fue muy pronto despreciada al considerar en ella una sumisión a ciertos modos burgueses y conservadores, obviando en esa despreciativa consideración la capacidad para plantear conflictos y la pintura de personajes y matices que logró plantear en sus creaciones. El propio autor se quejaba con cierta amargura de esa escasa valoración, en la entrevista que concedió a Pat McGuilligan e inserta en el primer volumen de la extraordinaria Backstory. Era muy fácil orillar el alcance de la obra de un autor que siempre versó en sus creaciones teatrales y cinematográficas el conflicto de los equívocos en la identidad, describiendo sus argumentos generalmente en ambientes burgueses o acomodados. Con estos referentes, y teniendo en cuenta que esos elementos en teoría acomodaticios, no podían resultar de fácil asimilación ante una crítica incómoda ¿Cómo podemos siquiera intuir que una película como MY GEISHA (Mi dulce geisha, 1962), realizada además por un hombre prestigioso en su condición de operador de fotografía, pero poco apreciado como mettre en scène, podía siquiera gozar de la más mínima atención?

 

Eso sucedería para los que optaran por el camino de la comodidad, ya que nos encontramos ante una estupenda comedia dramática, que sabe orillar por los meandros de ambas vertientes cinematográficas, y en la que además se detecta la comprensión que Cardiff supo extraer del complejo material dramático que –bajo sus apariencias festivas y cercanas al vodevil- le planteó Krasna. Y es que pese a no resultar nunca un realizador mínimamente reconocido, Jack Cardiff se responsabilizaba de MY GEISHA tras haber filmado la que a mi modo de ver resulta una de las obras maestras del cine británico –SONS AND LOVERS (1960), extraordinaria adaptación de la obra de D. W. Lawrence-, y estoy convencido que en su filmografía –compuesta por catorce películas- se encuentran algunos otros exponentes de interés. No se trata ahora de realizar un panegírico de la aportación de Cardiff como director, pero sí para intentar situar en su justo lugar una extraña comedia que unida a las características antes señaladas, se erige como una curiosa y nada desdeñable aportación del conocido subgénero de “cine dentro del cine”, por otra parte tan recurrente en aquellos primeros años sesenta.

 

Paul Robaix (Yves Montad) es un entusiasta director cinematográfico que hasta el momento se ha inclinado por la comedia, en una serie de títulos siempre protagonizados por su esposa, la conocida estrella del género Lucy Dell (Shirley MacLaine). Pero en esta ocasión Robaix desea modificar su registro habitual, rodando en Japón una adaptación de Madame Butterfly, para lo cual desea desplazarse hasta el país nipón, y al mismo tiempo renunciar a la presencia de su mujer en el reparto, prefiriendo contar con actrices del propio país. La idea provocará el escepticismo del productor Sam Lewis (un estupendo Edward G. Robinson, salido del rodado de TWO WEEKS IN ANOTHER TOWN (Dos semanas en otra ciudad, 1962. Vincente Minnelli), pero más aún la ira del jefe del estudio, quien no está dispuesto a financiar la película sin contar en ella con su estrella más popular, por lo que reduce drásticamente los dos millones de dólares solicitados por Robaix.

 

Una vez este se desplaza a Japón realizará las localizaciones pertinentes, familiarizándose con el conglomerado humano de dicho país y también su cultura y tradiciones. Al mismo tiempo, Lucy viajará de incógnito hasta el lugar donde su marido está preparando la película, llegándose a ataviar y maquillar de forma perfecta, pareciendo una más de las múltiples geishas existentes en la ciudad. Desde el primer momento, Lucy aparecerá ante Paul como la geisha perfecta para encarnar al personaje protagonista, siendo seleccionada finalmente para dicho cometido. Ello supondrá un doble motivo de satisfacción para Sam, quien con la presencia de Lucy asegura la inversión necesaria para el proyecto, mientras que para la actriz le permitirá ser admirada por la incorporación de otros registros más dramáticos. Será tanta la capacidad de convicción que pone en práctica Lucy al encarnar a su alter ego llamado Yoko Mori, que incluso llegará a fascinar a la estrella protagonista de la función, Robert Moore (Bob Cummings), que en un momento de especial euforia deseará abiertamente casarse con la muchacha. Por fortuna, Paul siempre tratará a su estrella con cariñosa distancia, hasta que un día –prácticamente a punto de culminar el rodaje-, un problema puntual sobre los negativos de unas tomas, le revelarán que la tan eficaz Yoko Mori, en realidad es su esposa. Solo comentará esta circunstancia con su fiel amigo Lewis -que estaba al tanto de todo-, planteándose en el hasta entonces primordial tono de comedia, un alcance dramático que no abandonará la película hasta su conclusión. Es en este fragmento, donde Robaix ruega a Sam que no le comente a ella el apercibimiento que ha tenido, intentando vengarse con su esposa al propasarse en una visita a su alter ego japonés. De alguna manera, intentará que Lucy rompa la imagen idílica que mantiene sobre su esposo, ya que este se siente absolutamente humillado, al no haber comprendido su esposa que con esta película él se tenía que realizar como director de cine. En definitiva, la impresión que saca de la actitud de su esposa, es que para ella tiene una mayor importancia su carrera, antes que el mantenimiento de un matrimonio envidiado por todos.

 

Podría entenderse tal disquisición como un alegato más o menos reaccionario o conformista, pero creo que la película sabe ir más allá de esa simpleza inicial, plasmando el dolor que sienten dos personas que necesitan del arte cinematográfico como catalizador de sus inquietudes artísticas –uno como director y otra como actriz-, e intentando que estas no sirvan como elemento distanciador. Se trata de un tema que, en esta ocasión basado en el mundo teatral, tuvo su equivalente cinematográfico con la casi desconocida CRITIC’S CHOICE (1963, Don Weiss). Y será en esos fragmentos finales, donde MY GEISHA alcanza su más alta cota de emotividad. Algo acentuado por la elegancia con la que Cardiff planifica las secuencias utilizando con presteza el formato panorámico, y teniendo como refuerzo dramático la filmación de la secuencia final, rodada en sí misma con una fuerza dramática admirable, que al mismo tiempo deja entrever el drama que se siente entre el esposo director y la mujer estrella. Con certeza, en pocas ocasiones esa trasposición del “cine dentro del cine”, ha llegado al alcanzar tal grado de sentimiento compartido.

 

Es el mismo sentimiento que albergaremos al contemplar la reacción del público en el estreno de Japón de la película, en donde previsiblemente Lucy iba a aparecer vestida de geisha, y en teoría en aquel momento su esposo advertiría el equivoco. Tras la proyección de la película, los asistentes a la premiére brindarán una ovación de gala a su director, quien acogerá los aplausos con amable frialdad, esperando contemplar el “numerito” de su esposa. Sin embargo, esta finalmente aparecerá con su auténtica personalidad, anunciando a todos que Yoko Mori ha ingresado en un convento. El gesto devolverá la esperanza a Paul en la continuidad de su vida en común con su esposa... al tiempo que imposibilitará al inefable Moore que se case con ese personaje que ya quedó para siempre encerrado entre las pantallas de la ficción cinematográfica.

 

Otro elemento a mi modo de ver de notable interés en la película, lo supone asistir a la filmación de un tipo de cine tan popular en Hollywood pocos años antes; el que atañe a problemáticas interraciales existentes en zonas asiáticas y que tuvo su esplendor a finales de la década precedente. Como buen director de fotografía que fue Cardiff, y aunque no se hizo responsable de tal tarea en esta película, lo cierto es que se nota en la misma la fascinación que le proporciona el Japón tradicional. Es algo que  quedará bastante claro en no pocos momentos, y que tendrá una visión entre distanciada y admirativa, al plasmar todas estas secuencias que supuestamente servirán para la película planteada por los protagonistas, con un grado de exquisitez  y sensibilidad, que en modo alguno podrían desdecir de cualquier de este tipo filmada por un director como Henry King, y en el que la aportación del compositor Frank Waxman ofrece un elemento en modo alguno prescindible.

 

En definitiva, MY GEISHA tiene a priori la definición de suponer una simple comedia al servicio de la entonces emergente Shirley MacLaine. Aunque así fuera su punto de partida, finalmente su resultado nos permitió asistir a una de las más extrañas comedias melodramáticas de aquel tiempo, uniendo en su propuesta una visión nada complaciente del propio engranaje cinematográfico y una mirada revestida de respeto, sobre todos aquellos tópicos que forjaron la abundancia de producción USA en tierra japonesas en aquellos años. Como se puede comprobar, la aparente banalidad de la propuesta esconde en sus vértices una de las más insólitas propuestas del género filmadas a inicios de los sesenta, y a la cual quizá solo determinados pasajes dominados por cierta ausencia de ritmo, le impiden alcanzar cuotas mayores de interés.

 

Calificación: 3

SONS AND LOVERS (1960, Jack Cardiff) [Hijos y amantes]

SONS AND LOVERS (1960, Jack Cardiff) [Hijos y amantes]

Como ha sucedido en no pocas ocasiones en el terreno cinematográfico, muchas veces una circunstancia puntual –o la acumulación de estas-, la pereza generalizada  a la hora de intentar paliar cualquier injusticia, y la inexistencia del material de base necesario para apostar por una necesaria reconsideración, es el que ha permitido que el paso del tiempo haya olvidado la adaptación de la novela de D. H. Lawrence –a cargo de los expertos guionistas T. E. B. Clarke y Gavin Lambert-, que dio como fruto SONS AND LOVERS (1960), dirigida por el hasta entonces prestigioso director de fotografía, Jack Cardiff. No conviene olvidar que la película logró un enorme éxito en el momento de su estreno, alcanzando hasta ocho nominaciones a los Oscars y logrando finalmente el de mejor fotografía en blanco y negro, destinado a Freedie Francis. Con ello quiero hacer destacar el hecho de que no estamos hablando de un film “maldito”, sino fundamentalmente de una gran película a la que dos circunstancias concretas llevaron a su olvido durante el paso de los años. Me estoy refiriendo por un lado al hecho de que Cardiff no lograra en su trayectoria posterior como director, ningún título que ni de lejos se acercara a las cualidades demostradas en su debut, lo que desgraciadamente favoreció el olvido de esta espléndida película. En España, a dicho razonamiento habría que añadir otra contingencia. La franqueza con la que se describen relaciones de pareja, la sexualidad implícita en su relato, y el alcance crítico hacia un modo de vida basado en represiones y una religiosidad de carácter integrista, favoreció que la pacata pero coherente censura de la época jamás le permitiera que fuera estrenada en nuestro país.

 

Dos motivos concluyentes que finalmente lograron que SONS AND LOVERS jamás fuera reseñada en cualquier antología realizada sobre el cine británico, máxime además con el menguado aprecio que dicha cinematografía albergaba en la influyente crítica francesa. El caso es que la película, magnífica, con el paso de los años se mantiene con la vigencia del mismo momento de su estreno. SONS... emerge como un auténtico clásico, como una adaptación respetuosa y a la vez intensa de un referente literario que, muy probablemente, jamás hubiera podido surgir en épocas inmediatamente precedentes, y que es fruto de la simbiosis en la intuición del estupendo productor norteamericano Jerry Wald, dentro del contexto de una cinematografía como la inglesa, que en aquellos años estaba en plena efervescencia del “Free Cinema”, corriente de la cual pienso que se beneficia considerablemente su resultado.

 

La película se desarrolla en el entorno minero de Nottingham a inicios del siglo XX. Una de sus familias es la de los Morel, formada por el ya veterano matrimonio de Gertrude (Wendy Hiller) y Walter (Trevor Howard). Él es un veterano minero y su esposa tiene que convivir con un entorno que no le agrada, aunque dedique los mayores desvelos en cuidar a su hijo Paul (Dean Stockwell). Paul es un hombre lúcido y sensible, empeñado en vivir la vida con plenitud y sensibilidad, y ligado emocionalmente con la joven lugareña Miriam (Heather Sears). Dentro de un contexto dominado por la grisura del ambiente y el humo de las minas, los Morel vivirán la tragedia de la muerte en la misma del hijo más joven del matrimonio, lo cual agudizará el sempiterno enfrentamiento de sus padres, descritos en una relación en la que no existe el amor, aunque si la veteranía de una convivencia que conoce los recovecos de la personalidad de ambos. Paul estará a punto de viajar hasta Londres gracias al ofrecimiento de un mecenas que observa en sus dibujos cualidades artísticas, aunque una vez más, el afán de protecciones momarcado en la figura de su madre le impedirá dar ese paso adelante. En su lugar, aceptará el ofrecimiento previo para trabajar en una empresa de corsetería, lo que le llevará a conocer a la joven sufragista Clara Dawes (Mary Ure), una mujer separada que le brindará aquello que Miriam –siempre dominada por el puritanismo de su madre-, era incapaz de proporcionarle. Un apasionado sentimiento amoroso que finalmente se revelará baldío, ya que esta siempre mantendrá en su interior el recuerdo de un esposo que, aunque la maltrató en la vertiente física, se entregó a ella con totalidad. Frustrado en ambas relaciones, Paul finalmente sufrirá la muerte de su madre y, con ello, la imposibilidad de entregarse a otra mujer. Reconociendo que ella fue la mujer a la que pertenecía, decide asumir la plenitud vital sin potenciar relación amorosa alguna, aunque eso si, intentando aprehender en ese recorrido existencial las posibilidades que le brinda su sensible mirada a la vida.

Evidentemente, SONS AND LOVERS parte de un referente literario lleno de posibilidades. La sexualidad reprimida, el puritanismo, la descripción de los ambientes obreros británicos de principios de siglo, el contraste de personalidades y caracteres, es algo que la novela de Lawrence brinda de forma abierta, pero que justo es reconocer encuentra en la película, no solo un adecuado, sino que me atrevería a señalar que muy inspirado reflejo en la pantalla. Las imágenes del film de Cardiff –que siempre se  manifestó muy orgulloso del resultado de su debut en la realización-, logran en todo momento transmitir la densidad del referente literario. Su magnífica ambientación –que prefiguran a mi juicio bastantes de los aciertos de la posterior RYAN’S DAUGHTER (La hija de Ryan, 1970. David Lean)-, tiene una justa repercusión en su traslado en unas imágenes que tienen en la asombrosa fotografía en blanco y negro de Freedie Francis un aliado de excepción. Sin embargo, ello tiene su constante demostración en una puesta en escena inspirada, que logra a través del perfecto uso del Cinemascope, aunado al uso de lentes especiales que potencian la profundidad de campo, la perfecta definición del complejo engranaje psicológico de la propuesta, y en la densidad y capacidad de penetración que alberga el guión de Gavin Lambert y T. E. B. Clarke –años antes habitual en las comedias de la Ealing-. Todas y cada una de las secuencias del film de Cardiff destacan por la justeza en su planificación, en la utilización de los recursos expresivos de su lenguaje cinematográfico, en la disposición y evolución de los actores dentro del encuadre, en sus miradas, en la incorporación de la banda sonora –quizá, pese a sus excelencias, en algún momento pueda resultar algo redundante a la hora de subrayar elementos dramáticos- o incluso en su capacidad tanto descriptiva como de premonición de hechos que se van a producir a continuación. En este sentido, podemos destacar por ejemplo ese instante que rompe la placidez de las aguas del río en la conversación entre Paul y Miriam, y que nos vaticina la tragedia que se avecina en la mina, o en el atrevido primer plano sostenido sobre los ojos de Paul al poco de conocer a Clara, que más adelante tendrá su contraposición en otro gran primer plano de detalle en la mirada de Miriam, cuando esta intuye que otra mujer se ha introducido en la vida del joven a quien siempre ha amado.

 

En esa cualidad por lograr siempre la inflexión más adecuada, en la capacidad de síntesis, en el alcance novelesco, ritmo interno y profunda comprensión de la naturaleza, psicología y debilidad de sus personajes, es donde quizá estribe la máxima cualidad de una película que sabe penetrar con bisturí en la galería humana que plantea, que lo hace además con una descripción de ambientes tremendamente precisa, y al mismo tiempo dota de perdurabilidad a su resultado. Y es que, a fin de cuentas, el film de Cardiff se erige como un relato que aboga por la libertad y el individualismo en la experiencia humana, que se muestra atrevido a la hora de plantear diferentes tipos de relación, e incluso patologías quizá en pocas ocasiones planteadas en la pantalla con tanta sinceridad. En ese sentido, es por lo que incido en la oportunidad que podía proporcionar integrar el relato dentro del contexto de un cine inglés que ya había ofrecido varias de las obras mas conocidas del mencionado Free Cinema. Esa franqueza en la sexualidad –aunque en la película se muestre con tanta sutileza como apelando a un sentido elíptico-, era factible en el contexto de una cinematografía que ya había ofrecido títulos como LOOK BACK IN ANGER (Mirando hacia atrás con ira, 1958) –de donde se retoma la presencia de la estupenda Mary Ure- o ROOM AT THE TOP (Un lugar en la cumbre, 1959. Jack Clayton), y se encontraba a punto de estrenar la emblemática SATURDAY NIGHT AND SUNDAY MORNING (Sábado noche, domingo mañana, 1960. Karel Resiz) –con la que comparte diversos elementos, como la utilización de Francis como director de fotografía, o incluso la presencia episódica de esa vecina a la que Albert Finney disparaba con perdigones en la citada obra maestra de Reisz.

 

Es probable que a la injusta minusvaloración de SONS AND LOVERS, haya contribuido la dificultad que en ocasiones existe a la hora de apreciar las cualidades de una película de relieve, sin que ello tenga que estar necesariamente relacionado con proceder de la trayectoria de un director prestigioso. El paso de los años creo que ha permitido diluir dichos prejuicios, y valorar una película como esta, perfectamente delineada desde la mente de un productor que supo confiar los mejores talentos en su equipo, apreciándose que todos ellos se implicaron en el proyecto con entusiasmo. Por ello no cabe, en modo alguno, disminuir la brillantez del trabajo de Cardiff como mettreu en scene, y reconocer la valía de una película admirable, sin fisuras, que concluye además de un modo abrupto tras la confesión en primer plano de Paul Morel, revelando la esencia de esa decisión de disfrutar con su inherente sensibilidad la experiencia de la vida, ahora que la mujer de su vida, su madre, ha dejado este mundo. Admirable secuencia final protagonizada por un superlativo Dean Stockwell en el mejor momento de su andadura como actor joven, encabezando un reparto admirable en el que Wendy Hiller realiza una composición perfecta y medida, y Trevor Howard sabe situarse en un segundo plano, en el rol de ese padre bruto y hosco, que en determinados momentos aflora la auténtica humanidad de su personalidad. Un reparto admirable, hasta en los personajes de menos presencia en pantalla –ese atildado caballero que interpreta el recordado Ernest Thesiger- para una obra maestra del cine artesanal, dentro de una cinematografía inglesa, que por aquel entonces se encontraba en el mejor momento de inspiración de toda su historia, y del que esta película constituye un exponente de casi obligada revalorización.

 

Calificación: 4’5