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CINEMA DE PERRA GORDA

Jacques Demy

PEAU D’ÂNE (1970, Jacques Demy) Piel de asno

PEAU D’ÂNE (1970, Jacques Demy) Piel de asno

Tras la brillante y vitalista LES DEMOISELLES DE ROCHEFORT (Las señoritas de Rochefort, 1967), el francés Jacques Demy se traslada a Estados Unidos, donde rueda MODEL SHOP (Estudio de modelos, 1969), especie de actualización de su eterno personaje de Lola, de la que no faltan buenas referencias y que, dada su escasa difusión durante décadas, nunca he podido visionar. A su regreso a Francia, Demy recupera un proyecto que llevaba rumiando durante bastantes años, desde el propio inicio de su carrera, y que, por unas cosas u otras, se fue postergando. Sería el germen de PEAU D’ÂNE (Piel de asno, 1970). La génesis del mismo, se trataba en adaptar el mundo mágico e infantil de Charles Perrault y de alguna manera, proporcionar una especie de retorno al universo de la infancia, retomando para ello determinadas influencias ligadas al pasado de la cinematografía gala. Para ello asumió un más que notable equipo técnico y artístico, para establecer un producto en el que su empaque visual fuera uno de sus principales atractivos. Así pues, destacarán en esta impronta la fotografía en color de Ghislain Cloquet y, de manera muy especial, el protagonismo que en el relato adquirirán los diseños de vestuario de Gitt Magrini. Por su parte, Demy no dudó en ningún momento asumir el protagonismo femenino de la película, en torno a la que fuera una de sus musas cinematográficas; Catherine Deneuve, en realidad una de las impulsoras del proyecto. Es más, esta presencia llegará a tener una singular y transgresora presencia en la película, ya que la propia Deneuve encarnará no solo a la princesa protagonista, sino a su propia madre, la reina azul, teniendo esta última una muy menguada presencia en pantalla, tan sólo en sus minutos iniciales.

A partir de estas premisas, Demy recrea una fábula muy cercana en su plasmación al universo de Cenicienta, en la que se invoca una extraña mixtura de universo poético -esa clara referencia al mundo de Jean Cocteau, a la que no será ajena la presencia de Jean Marais asumiendo el rol del veterano monarca azul, eje de las penalidades sufridas por su hija, quien se negará a casarse con su padre -en una acotación incestuosa, que aparece desprovista de la menor malignidad-, aconsejada por el hada de las lilas, encarnada por una notable y divertida Delphine Seyrig. La película se estructurará en tres partes claramente diferenciadas. Una primera delimitada en el castillo del rey azul, la segunda dominada por su ambientación campestre y rural, y una tercera descrita en el entorno de los reyes rojos, epicentro de la aventura protagonizada por el príncipe encantador (Jacques Perrín), en su búsqueda de esa mujer que ha contemplado, sin saber que se trata de una princesa que, en su huida del entorno de su padre, se ha camuflado con una pestilente piel de asno -que da título al relato-, refugiándose en una mugrienta cabaña, y bajo el mando de una vieja hechicera.

A poco que hagamos una mirada en el tiempo, podemos recordar relatos que han aunado una mirada más o menos inventiva, en torno al universo de los relatos infantiles -THE COMPANY OF WOLVES (En compañía de lobos, 1984. Neil Jordan)-, o aplicando en su revisionismo, un cierto alcance desmitificador -THE PRINCESS BRIDE (La princesa prometida, 1987. Rob Reiner)-. Son estos y otros, ejemplos que avalan las posibilidades de actualizar, modernizar, e incluso ironizar, en torno a un contexto infantil a donde la querencia con la cursilería, supone uno de sus riesgos más evidentes. Algo que, desgraciadamente, no supo sortear Demy en una película que, pese a gozar de cierto culto en su país de origen, considero que nació ya muerta, y a la que el paso del tiempo, no ha hecho más que agudizar la propia inconsistencia de su enunciado. Y es que, al contrario que los más célebres títulos previos del cineasta francés, PEAU D’ÂNE se caracteriza por su inanidad. Desde ese acercamiento de la cámara hacia un libro que relata la propia historia, y que al final de la película describirá un movimiento de retroceso, ya intuimos que nos encontramos ante un relato que se inserta por completo en el ámbito de la fantasía. Sin embargo, ya desde sus primeros instantes advertiremos la pobreza de su realización, casi televisiva, carente de ritmo alguno, en todas aquellas secuencias de interiores, descritas en el interior del castillo que rige el monarca, encarnado con tan poca gracia por el veterano Marais, cuyo vestuario, por momentos nos parece el de un improbable y kitsch astronauta. Algo parecido sucederá en buena parte de los pasajes que forman el tercio final del relato, dispuestos en el palacio de los reyes rojos -la inexpresividad de la fiesta convocada por los monarcas que, por momentos, parece evocar el George Franju de JUDEX (Judex, 1963)-, describiendo, sobre todo, el deseo del joven príncipe de encontrar esa joven que ha logrado romper su abulia, y para la cual ha hecho una búsqueda entre las mujeres de la zona -plasmado en un episodio dominado por su absoluta sosería-.

Considero bastante fácil detectar que lo más atractivo del film de Demy, se encuentra en su parte central en medio de la ambientación rural, donde incluso las canciones de Michel Legrand aportan atmósfera y cierto alcance satírico. Es en estas secuencias donde, si más no, uno intuye hasta donde habría podido llegar esta película si, en su lugar, no hubiera elegido deslizarse por los derroteros de un vestuario que termina por resultar estridente, o por la ausencia de una puesta en escena inventiva y vibrante, característica en el cine del director en su obra precedente. PEAU D’ÂNE culmina con la misma falta de spirit con la que ha venido discurriendo hasta entonces. Esa plasmación de la boda de los dos príncipes en unos pasajes descritos en bellos exteriores palaciegos, de nuevo carentes de ritmo, e insertando en ellos deliberados anacronismos -la llegada del rey azul en helicóptero-, mostrando otra de sus carencias dramáticas -haber abandonado por completo la base argumental inicial, más allá de que la misma tampoco albergara especial interés-. Por ello, cuando uno se dispone, aburrido, a despedirse de una película lamentablemente desprovista de fuerza, apenas recuerda ya algún instante brillante presente en sus primeros minutos -ese extraño ataúd transparente, en forma semicircular, que portará el cadáver de la reina azul, discurriendo en la inmensidad de la nieve-, que apenas nos recuerda las posibilidades de una película estridente, mortecina y, lo que es peor, carente de chispa.

Calificación: 1’5

LA BAIE DES ANGES (1963, Jacques Demy) La bahía de los ángeles

LA BAIE DES ANGES (1963, Jacques Demy) La bahía de los ángeles

Conforme el paso del tiempo me ha permitido acercarme a la filmografía del francés Jacques Demy –una andadura quizá no demasiado extensa en títulos, aunque sí en intensidad y capacidad para ofrecer sentimientos y emociones-, no voy a negar que se ha incentivado en mí la curiosidad de conocer al que me está pareciendo una de las personalidades más atractivas y menos valoradas de la Nouvelle Vague francesa. Esa capacidad de generar emociones, su manera de plasmar en la pantalla las relaciones amorosas,  sus cualidades evocadoras de sentimientos o su musicalidad, son elementos que poco a poco me han llevado a considerarlo un referente de valía, sobre todo a partir de las tremenda conmoción que me produjo la contemplación de su célebre LES PARAPLUIES DE CHERBOURG (Los paraguas de Cherburgo, 1964), que no dudo en considerar una de los mejores títulos de la historia del cine francés. Se que la figura de Demy, y esta película en concreto, para algunos es el paradigma de la cursilería. Sin embargo, en ocasiones una toma de partido resulta obligada a la hora de destacar un cineasta sensible –como podría suponer en aquellos años el ejemplo de Richard Quine en el cine USA-, ignorado o menospreciado por un sector considerable de aficionados o comentaristas.

 

Viene todo este preludio a colación tras contemplar la apenas conocida LA BAIE DES ANGES (La bahía de los ángeles, 1963), el título que sirvió de puente en la obra de Demy entre la revelación provocada con LOLA (1961) y el éxito inmediatamente posterior del mencionado LES PARAPLUIES…. Su visión como elemento de ensamblaje de las inquietudes y rasgos visuales que conformarían el mundo cinematográfico del francés, no puede ser más coherente. Tal y como sucedía en la previa LOLA y se plasmaría muy poco después en el musical que recibió la Palma de Oro del Festival de Cannes 1964, en LA BAIE... podemos encontrar relaciones amorosas envueltas en parejas dominadas por un elemento masculino más frágil e inseguro que sus vértices femeninos. Podremos atisbar ambientes ensoñadores y casi irreales, una sensación casi evanescente del amor y un eco musical, embriagando sus secuencias de una cierta aura de hechizo o irrealidad.

 

En esta ocasión, el planteamiento –igualmente ofrecido por el propio Demy-, mostrará la casi instantánea adicción al juego que dominará la hasta entonces plácida existencia del joven Jean Fournier (Claude Mann), un empleado de banca hasta entonces definido en un contexto de vida tan ordenado como gris. Merced al señuelo que le proporcionará repentinamente un compañero adicto a los juegos de casino, se verá dotado de una cierta intuición que le proporcionará una inmediata y pequeña fortuna de 450.000 francos, introduciéndole en una inesperada espiral que le hará acudir a la Costa Azul. Hasta allí viajará en sus vacaciones, buscando la manera de consolidar ese deseo de fortuna, y pese a que nos encontremos con un joven en apariencia distanciado de las casi enfermizas dependencias existentes entre los clientes de los casinos. En su visita al de Cannes pronto se producirá el encuentro de nuestro protagonista con Jackie Demaistre (Jeanne Moreau), una mujer mundana y carismática, con la que de inmediato trabará acercamiento,  envolviéndose ambos en una importante racha de ganancias. A partir de dicho encuentro, y aún en un marco temporal que apenas  se extenderá escasos días, ambos seres se encomendarán en unas vivencias centradas por el placer proporcionado a Jackie en su adicción por el juego, mientras que para Jean esta  efímera relación poco a poco revelará en él una atracción hacia su compañera de juegos, que quizá ella más que no intuir, no desea llegue a formalizarse. Así pues, estarán a punto de perder toda su fortuna, llegando finalmente a la conclusión de la imposibilidad de Jackie de atender a la llamada que le formula Jean, dado que para esta el juego se plantea casi de manera absoluta, como una manera de encontrar satisfacciones que tiene como base una existencia rutinaria y carente de alicientes –estuvo casada con alguien acaudalado, e incluso llegó a ser madre de un niño del que apenas se acuerda-. Las emociones –mezcla de vértigo por los repentinos triunfos muy pronto convertidos en absolutas derrotas-, apelarán en el joven e inexperto Jean a un rápido aprendizaje vital y, lo que es más importante, a ver en la ya veterana Jackie un espejo para iniciar su relación. Será algo no correspondido por ella, que considera a su joven acompañante un mero objeto que le trae suerte en los casinos. Llegados a una inflexión dramática, la efímera fortuna lograda por los dos protagonistas se desvanecerá, marcando un punto sin retorno en el que quizá solo valdrá la específica renuncia a la espiral definida por el juego, y dejando paso al disfrute del sentimiento compartido.

 

LA BAIE… posee un inicio magnífico, mágico. Sobre un plano reencuadrado con objetivo circular que nos muestra a Jeanne Moreau, la cámara se aleja de ella en un travelling larguísimo, describiendo la bahía de los ángeles que da título al film, mientras se suceden los títulos de crédito y suena la maravillosa sintonía al piano creada por Michel Legrand. No se puede conocer otro inicio más atractivo, para una historia que parece concitar cierta influencia del cine de Bresson a la hora de marcar un cierto ascetismo en la interrelación de sus personajes –la manera con la que se relacionan inicialmente los dos oficiales de banca-. Sin embargo, esta apreciación pronto se disipa, dando paso a esa inveterada apuesta de Demy por lo efímero, lo evanescente, por un determinado glamour, que en realidad solo permanecerá finalmente como un fondo en el que se desarrolle la infelicidad de un amor apenas disfrutado unos momentos, pero pronto mantenido en las aguas de la insatisfacción y una nostalgia permanente. En este sentido, y aunque la conclusión del film nos pueda inducir a la presencia de un apresurado happy end, la realidad deja entrever que solo se trata de un espejismo en el camino, una desesperada huída de un contexto en el que, sin lugar a duda, jamás podrán evadirse probablemente de por vida.

 

Se suele decir, en ocasiones no sin cierta razón, que el sustento dramático que sostiene el cine de Demy resulta especialmente frágil, en ocasiones lindando con la vaciedad más absoluta. De alguna manera algo de ello se puede detectar en el film que nos ocupa, preocupado fundamentalmente por atender la sensación, la fragilidad de las emociones, por mostrar esa insatisfacción casi existencial que se desprende fundamentalmente de esa Jackie que ha decido huir de la grisura de la vida cotidiana –incluso de una existencia acomodada-, al optar por el vértigo que el juego le proporciona casi de manera constante. En cualquier caso, y pese a la ausencia de un mayor substrato dramático, la película muestra una vez más lo efímero del sentimiento, la capacidad casi fabulesca de su director por trasladar a la pantalla las emociones más deseadas por el ser humano. Esa capacidad de ofrecer un contexto singularmente melodramático, basándose en objetivos urbanos e incluso cotidianos y escasamente estimulantes. Es así como desde su débil pero en última instancia estimulante entramado dramático, el francés plasmará en LA BAIE… una nueva pasión amorosa latente, dominada por un personaje femenino de mayor fuerza y entidad y un vértice masculino caracterizado por una mirada más inocente y pura, prolongando de alguna manera el esquema ya marcado en la previa LOLA, aunque optando por una narrativa más cotidiana. Desde el injustificado desconocimiento que en nuestros días existe de la misma, es indudable que la visión de LA BAIE DES ANGES se antoja obligada, para entender la coherencia manifestada por una de las personalidades más singulares, controvertidas y mágicas, surgidas al amparo del periodo más libre generado en la historia del cine francés.

 

Calificación: 3

LES PARAPLUIES DU CHERBOURG (1964, Jacques Demy) Los paraguas de Cherburgo

LES PARAPLUIES DU CHERBOURG (1964, Jacques Demy) Los paraguas de Cherburgo

Decía el personaje que admirablemente encarnaba Deborah Kerr en unos de los momentos más intensos de la inolvidable AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957. Leo McCarey); “la belleza me hace llorar”. Evidentemente, cada espectador podrá encontrar como valor supremo en el cine un determinado objeto, y también cada uno de ellos podrá determinar desde su personalidad lo que considere bello, hermoso o sensible. La experiencia siempre me ha indicado que, más allá de reír o vivir cualquier otra sensación, la virtud suprema del arte cinematográfico es la de conmover. Algo que no se busca –aunque en ocasiones se pueda intuir-, pero que muy de tarde en tarde se degusta en la pantalla de forma plena al gusto de cada uno. Lo cierto es que a la hora de realizar una evocación de mis preferencias cinematográficas, bien podría incluir una selección de sentidos melodramas, o en su lugar títulos de otros géneros en los que resaltaran momentos caracterizados por su intensidad a la hora de transmitir sensaciones en la interacción de la felicidad / infelicidad del ser humano.

Esta larga digresión viene a mi mente tras asistir absolutamente embriagado a este auténtica eclosión de sentimientos que, bajo mi punto de vista, ofrece esta extraordinaria, sencilla y compleja al mismo tiempo, etérea y eternamente vigente LES PARAPLUIES DE CHERBOURG (Los paragua de Cherburgo, 1964. Jacques Demy). Hacía mucho tiempo que una película me hechizaba de la forma que lo ha logrado esta tan mítica como controvertida, arriesgada, estilizada y sorprendente película totalmente cantada, que desde el momento de su estreno ha sido objeto de la controversia más extrema. Palma de Oro del festival de cine de Cannes en 1964, considerada por otros como el ejemplo más perfecto de un cine insustancial y totalmente decorativo –el respetado José María Latorre no dudaba en calificarla en 1981 como horrorosa-, LES PARAPLUIES... no es un título que pase desapercibido, y quizá pueda calar especialmente en un aficionado de mis características, amantes de un cine etéreo y volátil aparentemente basado en las formas, y practicado en aquellos añorados años sesenta por directores como Stanley Donen, Richard Quine, Blake Edwards, entre otros.

Sin embargo, con ser un reconocido admirador de la obra de dichos directores –especialmente el hoy denostado Donen-, creo que la película de Demy ofrece algo más que un perfecto exponente de virtuosismo cinematográfico. Por encima de estos rasgos, la arriesgada propuesta del realizador ofrece por un lado un arraigo asombroso con las mejores virtudes del melodrama cinematográfico –esa ya antes señalada intención de buscar apelar a la sensibilidad más extrema del espectador-, marcando una evolución con propuestas precedentes de “cine ópera”, poniendo en la práctica un deslumbrante ejercicio de mise en scène, que además se basa en una historia sencilla, simple, aparentemente reiterada, pero que en el fondo no es más que la actualización de la eterna historia –consustancial al ser humano- de la infelicidad de las relaciones afectivas y amorosas. LES PARAPLUIES… entronca, en ese sentido, con la vertiente más honesta y honda del melodrama cinematográfico, en una rama que ya hace muchos años definió con gran acierto el comentarista Luis Aller. Una vertiente que podría tener ejemplos en el cine silente tan gloriosos como SUNRISE (Amanecer, 1927. Friedrich W. Murnau) o la sublime THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor), y que en aquellos mismos años retomaría como elemento consustancial a su cine el excelente Frank Borzage. Una sinceridad en sus personajes que podría palparse en los momentos más sinceros del cine de Ford o del ya mencionado McCarey, y que se prolongaría ya en los años sesenta con clásicos como SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan) –un título que tiene muchas afinidades con el que comentamos-, THE APARTMENT (El apartamento, 1960. Billy Wilder), BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961. Blake Edwards), y que posteriormente proporcionaría obras tan memorables como THE SANDPIPER (Castillos en la arena, 1965. Vincente Minnelli) o la más reconocida TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967. Stanley Donen). Bajo mi punto de vista, en todos estos referentes se trasladaba a sus imágenes una sinceridad, una hondura, un pudor y una sensación de “verdad” en la expresión de los sentimientos amorosos, que les han hecho perdurar en la memoria del aficionado –y aquí señalo la absoluta convicción de que cada espectador eliminará o añadirá los títulos que prefiera en esta relación tan personal-. Desde luego, en la mía desde hoy se incorpora la película de Demy, que desde el primer momento subyuga por la asombrosa inspiración con la que logra expresar por un lado ese estado de felicidad que subyace en los primeros compases del primero de los tres actos en que se divide la historia contada y cantada.

Estamos situados en la ciudad de Cherburgo en 1957, y en su amable contexto se define la relación amorosa que mantienen Geneviève (Catherine Deneuve) y Guy (Nino Castelnuovo). Ella es la joven hija de la propietaria de un comercio de paraguas, cuyo nombre da título a la película, mientras que Guy trabaja como empleado en un garaje. A pesar de haber mantenido una relación muy corta, ambos son conscientes del sentimiento que les une, aunque la madre de la protagonista -Anne Vernon- desconfíe de la misma. Mme. Emery sufrirá la necesidad de afrontar un pago importante para evitar la hipoteca de su comercio, para lo cual tendrá que empeñar su joya más preciada. La operación propiciará el encuentro con Roland Cassard (Marc Michel), un joven tratante de diamantes amable y sensible, quien se ofrece a ayudar a la propietaria, y desde el primer momento queda prendido por la muchacha. Ella sin embargo está fuertemente unida a Guy, quien sorprendentemente le revela la noticia de que ha sido destinado a la Guerra de Argelia, separándose repentinamente de su entorno vital. El segundo acto mostrará la ausencia de los amantes, a cuyo sentimiento se une el hecho no conocido por Guy de haber dejado embarazada a su enamorada. La joven cada vez irá notando más frialdad en el trato epistolar, introduciéndose entre ambos los deseos de Cassard de casarse con ella. Ayudado por el interés que despierta en su madre el comerciante de diamantes, y acuciada por la cercana llegada el mundo de su hijo, Geneviève finalmente acepta el ofrecimiento de un Cassard que se ofrece a dar lo que necesite a su hijo, y en el fondo comprende que nunca va a recibir el amor que él está dispuesto a proporcionarle.

Ambos finalmente se casarán y abandonarán Cherburgo, regresando Guy en el tercer acto, y viviendo una vida sin rumbo fijo al sentir en carne propia la ausencia de su amada. Finalmente y de forma aparente se la suplirá la acompañante de su madrina –Madeleine (Ellen Farner)-, quien logra enderezar su vida, aunque tampoco nunca logre cubrir la ausencia del gran amor de quien llegará a convertirse en su esposo. El tiempo pasará, Guy regentará una estación de servicio, y durante una nevada noche navideña, casualmente pasará por allí en su coche Geneviève, portando además al hijo de ambos. Los dos antiguos amantes se saludan y en sus miradas se delatará el eco de un amor irremisiblemente perdido, pero que entre ellos quedará perenne en lo más hondo de sus corazones.

Puede que el relato del argumento de LES PARAPLUIES… no pueda inducir demasiado a penetrar en la asombrosa entraña romántica de la película. No dudo que así sea, pero precisamente una de las grandes virtudes de la película, es la de lograr convertir lo simple en denso y hacer parecer sencilla una admirable plasmación visual, que además está inspirada con el más profundo de los romanticismos. Desde sus propios títulos de crédito, hasta ese plano final en la que en medio de una noche gélida y triste se aleja el eco del amor perdido de los dos protagonistas, el hechizo y la magia del film de Demy se ofrece al ojo, al oído y al sentimiento del espectador con una hondura tal, que cualquier atisbo de virtuosismo cinematográfico, en ningún momento queda por encima del sustrato dramático y la emotividad que desprenden todos sus fotogramas. Pocas películas en mi experiencia como espectador cinematográfico han provocado en mí esa sensación de totalidad, de aprehender en la sensibilidad de sus personajes, de lograr que una mirada furtiva o un rostro que ensombrece su semblante, pueda decirnos tanto de un sentimiento, o en donde la elección de un color o una tonalidad en el decorado pueda no solo informarnos de su personaje, sino redondearnos el retrato de sus sentimientos o la interacción entre ambos. A este respecto, resulta a mi juicio especialmente magnífico el tratamiento que se proporciona al personaje de Cassard –al margen de que Marc Michel le otorgue una medida y sensible encarnación a su personaje-, en donde observamos desde su primera aparición un refinamiento y amabilidad, que en un momento determinado revela un desengaño amoroso para él. Y en un momento de extrema sinceridad se lo contará a la madre de Geneviève, remontándonos a los ecos de su personaje en LOLA (1961) del propio Demy, título del cual recupera el bellísimo tema musical que le definía en aquella ocasión, trasladando esa evocación con unas imágenes circulares que evocan el lugar donde Cassard se relacionó con la protagonista de aquel film.

Es evidente que a la hora de hablar de cualquier vertiente estética en la película, no se puede dejar de destacar la labor excepcional del equipo de dirección artística y el operador de fotografía, logrando en su interacción un resultado no solo en sí mismo deslumbrante, sino sobre todo por la necesidad dramática que estos elementos, decorados, cromatismos y diseños tienen en su desarrollo. Unos aspectos artísticos que en todo momento alcanzan o dejan entrever entre líneas la significación que cualquier elección formal tiene en la evolución de sus personajes –a este respecto, me gustaría destacar la presencia de espejos en los que se refleja la protagonista cuando se plantea en su personaje un sentimiento de duda-.

Por otra parte, es interesante destacar el hecho de encontrarnos ante una historia que podríamos clasificar como “universal” dentro de los tintes románticos. Pero al mismo tiempo, y pese a su aparente estilización, el film de Demy no deja de pulsar determinados temas controvertidos en su periodo de realización. Son cuestiones como el matrimonio no deseado, la prostitución, o la propia mención de la Guerra de Argelia. Sin ser un título que incida en una vertiente realista, no es menos cierto que todos estos rasgos se integran a la perfección dentro de una película que, de la forma más arrebatadora, expresa un torrente de sentimientos, confesiones, renuncias y vivencias sentidas con el alma y que, definidos a través de la fórmula elegida –la de ser un film “en canto”-, llevaron a que el riesgo inicialmente fuera mayor. Sin embargo, tras su estreno el público pudo vivir e incluso conmoverse, ante un modo de hacer cine que combinaba los elementos estéticos propios del cine de los 60, una propuesta singular, entremezclados con un romanticismo que siempre ha sido el elemento más noble del melodrama cinematográfico.

Incluso para aquellos que en su momento consideraron LES PARAPLUIES… uno de los mayores exponentes de la cursilería en la pantalla –definición ante la que estoy seguro muchos de ellos se retractarían sin complejo de culpa-, nadie niega que tras las imágenes arrebatadoras del film de Demy, se encuentra la apuesta sincera y apasionada de un realizador que aportó algo único –vivir la experiencia de una película completamente cantada-. Algo que por otro lado ha ejercido con el paso de los años como un referente válido para propuestas posteriores como ABSOLUTE BEGGINERS (Principiantes, 1986. Julian Temple), ONE FROM THE HEART (Corazonada, 1982. Francis Ford Coppola), EVERYONE SAYS I LOVE YOU (Y todos dicen I Love You, 1996. Woody Allen) y, muy especialmente, en la admirable PUNCH-DRUNK LOVE (Embriagado de amor, 2002. Paul Thomas Anderson) De hecho, el propio Demy prolongó de forma no tan rotunda la vertiente creada con LES DEMOISELLES DE ROCHEFORT (Las señoritas de Rochefort, 1967) –más escorada en su vinculación con el musical norteamericano clásico-, e intentó una fórmula tan atrevida –y hasta el momento poco imitada- con UNE CHAMBRE EN VILLE (Una habitación en la ciudad, 1982).

¿Es LES PARAPLUIES DE CHERBOURG, la obra cumbre del cine musical? Probablemente para mí lo sea, aunque creo que su grandeza excede esas limitaciones genéricas, quedando como una experiencia límite de entre varias alcanzadas por el cine moderno en sus diferentes vertientes. Una propuesta hecha “a contracorriente” que, además de lograr un enorme triunfo de público y crítica, logró entrelazar el romanticismo más noble con una plástica atrevida, ligada a las corrientes de vanguardia en aquellos años, y que ha logrado envejecer noblemente, traspasando la frontera del tiempo llena de vida

En cualquier caso, el film de Demy y Legrand a partes iguales –no hemos hecho mención, por obvia, la aportación fundamental del compositor francés-, queda como una de las cimas del cine francés en la década de los sesenta, y pese al relativo olvido que sufrió años después, ha sido en épocas reciente cuando por un lado se ha restaurado la copia existente, editándose de forma muy cuidada en DVD. Gracias a ello y afortunadamente, cualquier aficionado puede sumergirse y vivir la experiencia hipnótica que de acercarse a Geneviève, Guy, o Cassard… Sentir con intensidad la grandeza del melodrama, demostrando que con composiciones musicales tan intensas como las creadas por Legrand, unidas a la magnífica mise en scène del realizador, se pueden vivir secuencias tan conmovedoras como la de la despedida de los dos amantes en la estación del tren, o el reflejo de la sorda tristeza que refleja la que da fin a su metraje.

Sin duda, LES PARAPLUIES DE CHERBOURG es una película que llega al corazón, apela a los sentidos, y parte de la base de una humildad sensorial con la intersección de una plasmación fílmica extraordinaria, basada en el uso de planos largos, predominio de una coreografía interna, una esplendida dirección de actores -de quienes además se potencia su aspecto físico, fundidos de planos en momentos especialmente intensos –la boda de Geneviève-. Pero lo cierto y verdad es que con LES PARAPLUIES… Demy logró no solo un film en chanté, sino una de más hermosas y tristes historias de amor y desamor que jamás se han visto en la pantalla, así como una obra maestra absolutamente irrepetible.

Calificación: 5

 

LOLA (1961, Jacques Demy) Lola

LOLA (1961, Jacques Demy) Lola

Es bastante probable que de todos los realizadores que probaron sus armas en la profesión en plena eclosión de la nouvelle vague francesa, Jacques Demy sea al mismo tiempo uno de los más olvidados y denostados por cierto sector de crítica y aficionados, como mitificado por otros tantos. La especial musicalidad y evanescencia de sus películas, su innegable inclinación a intentar plasmar la pureza del amor –con los riesgos que ello conlleva- y la reiteración en los temas e incluso los personajes que poblaron su no muy nutrida cinematografía –y que se extendieron a ciertos títulos de su esposa, la también realizadora Agnes Varda- posibilitaron esa singularidad que ya se manifiesta en el título que prácticamente significó su encumbramiento: LOLA (1961).

Dedicado a la figura de Max Ophuls –y algo de ese sentimiento se intentará trasladar el espíritu de esta película como más adelante comprobaremos-. La película intenta trasplantar a la pantalla todo un mosaico de personajes en apariencia banales e intrascendentes, todos ellos finalmente relacionados entre sí por azares del destino y por la incesante búsqueda del amor. Desarrollada en Nantes, LOLA nos muestra la azarosa búsqueda de Roland Cassard (Marc Michel) -joven y romántico muchacho-, de un sentimiento que se acerque a su anhelo de amor. El destino le lleva a un fortuíto reencuentro con Lola (Anouk Aimée), una encantadora prostituta con la que tuvo relaciones en la primera juventud de ambos y que enseguida reaviva la ensoñación que le produce. Pese a su apasionamiento ella solo le manifiesta una sincera amistad, ya que sigue ensimismada en el recuerdo del único amor de su vida, Michel, el padre de su único hijo. Junto a este amor no correspondido se interrelaciona la presencia de una elegante y madura mujer que intenta alcanzar infundadamente la estima de Roland, al igual que su sobrina. El muchacho por otra parte se muestra deseoso de huir de Nantes al ratificar la inexistencia de amor por parte de Lola hacia él, y decide embarcarse en una oscura aventura pese a conocer que tiene su origen en unos traficantes de diamantes.

Esa casi ophulsiana “ronda” de personajes y sentimientos entrecruzados, estará dotada de una sensación de huidiza evanescencia, de felicidad que se alcanza únicamente por instantes y se desvanece con la misma fragilidad del paso del tiempo. Acompañado por el impagable fondo sonoro de la música de Michel Legrand, la cámara de Demy –bien respaldada por la libre iluminación de Raoul Coutard- recorre las calles de Nantes, registra confesiones y momentos aparentemente inocuos, pero que según discurre el devenir film irán haciéndonos notar esa amalgama de sentimientos y emociones que adquiere una acusada confesionalidad en esas conversaciones filmadas con mirada frontal fundamentalmente entre Lola y Roland –aquellas que tienen lugar en un pequeño restaurante donde ambos confiesan sus sentimientos-. Al mismo tiempo encontramos ecos de fondo en el lejano cine musical norteamericano –la presencia de esos marinos que nos retrotraen a UN DÍA EN NUEVA YORK (On the Town, 1949. Stanley Donen y Gene Kelly)- aspecto en el que Demy incidirá en su filmografía posterior. Uno de ellos, precisamente, será el que de alguna manera simbolice ese sentimiento de pureza del amor. Y se manifestará en la actitud y entrega de Frankie (Alan Scott). Un personaje que de forma paradójica protagonizará los que son, bajo mi punto de vista, el mejor y peor momento de la película. El primero de ellos se produce cuando este se despide por última vez del domicilio de Lola, discurriendo por la barandilla central de una calle con pendiente, mientras la cámara registra un doble movimiento de grúa ascendente y descendente. Por su parte, hoy queda ciertamente ridícula la utilización de un chirriante ralenti en el momento en el que Frankie discurre en un carrusel por la pequeña Cécil


En cualquier caso, bajo su inicial insustancialidad pero con el posterior esfuerzo de dotar de sentido tanto a los personajes como a sus acciones, LOLA adquiere paulatinamente una pátina de romanticismo perdido que tiene su momento más cortante precisamente en esas imágenes finales con la protagonista en apariencia satisfecha ante el inesperado regreso de Michel (una incidencia ciertamente un tanto artificiosa), entrecruzando su mirada al contemplar como Roland está a punto de embarcarse en su odisea por Sudáfrica. Quizá esa espera con el que consideró el “amor de su vida”, no fue más que una vana ilusión y dejó pasar a la persona que verdaderamente la podría corresponder.

Una finalmente sensible esta LOLA de Jacques Demy, que nos muestra la mirada del sentimiento y que ha logrado pervivir con el paso del tiempo. En cualquier caso es curioso reseñar la curiosa semejanza del argumento y el spirit de esta película con el de la obra maestra de Blake Edwards –DESAYUNO CON DIAMANTES (1961, Breakfast at Tiffany’s)- y de alguna manera con esa nueva forma de concebir la comedia romántica que pusieron en solfa nombres como el propio Edwards, Richard Quine o Stanley Donen. Me quedo sin duda con los referentes norteamericanos, pero en cualquier caso ello no invalidad el sentimiento de frustración y melancolía en clave musical que desprende esta finalmente notable cinta.

Calificación: 3