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CINEMA DE PERRA GORDA

James Gray

THE LOST CITY OF Z (2016, James Gray) Z, la ciudad perdida

THE LOST CITY OF Z (2016, James Gray) Z, la ciudad perdida

Como sucediera con MASTER AND COMMANDER (Master and Commander; Al otro lado del mundo, 2003. Peter Weir), THE NEW WORLD (El nuevo mundo, 2005. Terrence Malick) o la infravalorada THE WAY BECK (Camino a la libertad, 2010. Peter Weir), con THE LOST CITY OF Z (Z, la ciudad perdida, 2016. James Gray) se tiene en muchos de sus momentos, la sensación de no asistir a una película, sino a una experiencia.

Sucede que en nos pocas ocasiones, los amantes del cine de siempre, hemos criticado la peligrosa deriva de la producción de los últimos tiempos, hacia el abuso de las nuevas tecnologías y adelantos digitales, en los usos y costumbres industriales de la realización. Sin embargo, poco a poco, uno se da cuenta, que como cuando llegó el sonoro al arte cinematográfico, o cuando se incorporó el color, o la presencia de múltiples formatos de pantalla y técnicas de rodaje, sirvió para enriquecer por el prisma de la técnica, lo hasta entonces logrado ante la pantalla… Es decir que, de cada adelanto o novedoso elemento, solo hay que encontrar la facultad para enriquecer lo que hasta entonces se había ofrecido, para entender que ese nuevo aporte, ese nuevo rasgo, puede -no siempre se alcanzaría- perfeccionar lo hasta entonces expresado. Y algo de ello se puede señalar en los títulos antes señalados que, en mis preferencias personales, centran quizá la cumbre del cine de aventuras en este siglo XXI.

Exponentes que, por supuesto, definen plano por plano, la pequeña maravilla que es el film de James Gray, que en apariencia rompe con su línea habitual pero que, en última instancia, no hace más que ratificar su eterna mirada en torno a las oscilaciones del universo familiar, trasladándolo a la historia del joven militar Percy Fawcett (un extraordinario Charlie Humman, quizá en la mejor interpretación de su carrera), en la Inglaterra de inicios del siglo XX. Fawcett es un hombre valeroso, casado y con un hijo, que tiene que sobrellevar a sus espaldas, el deshonor de albergar el recuerdo a sus espaldas de la figura de un padre alcohólico, dentro de un contexto que aún asume la etiqueta del imperio. En su interior, alberga el deseo de solapar ese menosprecio evidente de sus superiores -descrito en esa invitación a cenar que finalmente no se le formula, en la fiesta tras la captura del zorro que valerosamente ha logrado concluir, en una brillante secuencia, que parece una depuración estética, de la ofrecida por Tony Richardson, en la inolvidable TOM JONES (Idem, 1963)-.

Muy pronto, será invitado a asumir una aventura de exploración, en los límites de Brasil y Bolivia, al objeto de delimitar las fronteras entre ambos países, que están a punto de colisionar en una guerra, y en la que Gran Bretaña alberga intereses comerciales con la obtención de caucho. Consciente de que un resultado positivo de la exploración, sería decisivo en la rehabilitación de su apellido, asumirá la peligrosa aventura, ayudado para ello por el valeroso Henry Costin (esforzado Robert Pattinson). Todo ello, no será más el inicio de una triple exploración a tierras sudamericanas, entre los cuales se insertará su lucha en la I Guerra Mundial, y dirimiéndose en su interregno, un conflicto familiar, que tendrá como protagonista a su primogénito -Jack (Tom Holland)- quien, paradójicamente, será el que, una vez adolescente, motive a su padre en su último viaje, contando para ello con la aprobación de la esposa del segundo -Nina (magnífica Sienna Miller)-.

Todos estos elementos suponen, en esencia, la entraña de esta aventura de casi dos horas y media de duración -que se devoran en un santiamén-, embelleciendo la historia real de su protagonista, y tomando para ello el libro de David Grann, reescrito en forma de guion por el propio Gray. Y, con ello, propone esa ya señalada experiencia. Esa lucha que alberga en el interior de su protagonista, para encontrar esa dignificación de su propia existencia, a través de un sueño dorado, que se establecerá en su camino. Así pues, entre esa rebeldía en torno a su desprecio social, lo que quizá facilite la mirada compasiva en torno a los indígenas, pasando por ese conflicto familiar, que tendrá su punta de lanza en el desprecio de su hijo mayor, se centra esta bellísima película. Una obra que se toma su tiempo, y que huye de las convenciones y de los elementos más o menos gratificadores, entre aquellos que deseaban una producción con una formulación narrativa convencional. Esa inclinación por las elipsis, que provocaron no poco desconcierto en el momento de su estreno, revelan las autenticas intenciones de Gray, centradas en recurrir a los elementos y situaciones esenciales, para comprender la auténtica entraña psicológica de sus personajes y, sobre todo, la de su protagonista. Se ha hablado, y no sin razón, de ecos del cine de Herzog -FITZCARRALDO (Idem, 1982)- o incluso de Francis Ford Coppola de APOCALYPSE NOW (Idem, 1979). Me atrevería a citar también, el Richard Brooks de LORD JIM (Idem, 1965). Y es que un nada soterrado eco conradiano, fluye -nunca mejor dicho- por una andadura que, por otro lado, deviene un placer para los sentidos, aunque en realidad se nos escamoteen las convenciones, en las que Gray hubiera podido incurrir con absoluta legitimidad.

Ese deseo por llamar la atención en lo que se encuentra en un segundo término del encuadre. Ese cuidado por las motivaciones de sus personajes. Esa narrativa serena, incluso en sus momentos más complejos, son elementos que hacen que THE LOST CITY OF Z, resulte una experiencia casi hipnótica y, en sus momentos más intensos, incluso conmovedora. Con una cierta querencia por el fantastique, en algunos de sus instantes más intensos -pienso en ese encuentro con una adivinadora, en pleno frente de guerra, que logrará modificar al protagonista el perfil de aquello que contempla, sustituyéndolo por el deseo del descubrimiento de sus sueños, al tiempo que otorgándolo la legitimidad existencial, de que está escrito en el destino que podrá vivir para ver con sus ojos el descubrimiento de esa ciudad perdida. Ello supondría un estímulo, en una Humanidad rota en los últimos compases, por las consecuencias y el horror de la contienda mundial.

Lo cierto es que James Gray abre sus horizontes como cineasta en esta extraordinaria película. Tal vez la mejor de su muy estimulante andadura. La que saba articular diversas vertientes, abriéndose a mil y una miradas. Desde la denuncia de las desigualdades y prejuicios del mundo civilizado -en el tiempo en que se encuadra la ficción, y el propio de nuestros días-, hasta una mirada avanzada en torno a los roles de una familia, que ha discurrido con extrañeza el paso el tiempo, y en el que la mujer, en un momento dado, adquirirá un rol activo, anticipando esas corrientes feministas, que Nina asume, sin que en ello haya en ella un elemento reivindicativo de carácter colectivo.

THE LOST CITY OF Z es una obra arriesgada, a contracorriente, que apuesta por una formulación clásica en la mejor de las percepciones posibles, pero al mismo tiempo, adquiere una extraña estructura, en la que rompe una determinada linealidad, en beneficio del seguimiento de las motivaciones de su protagonista. Ayudada por una excelsa fotografía en color de Darius Khondji, que explota a todos los niveles la pantalla ancha elegida por Gray. Con la temperatura que le transmite la banda sonora de Christopher Spelman, la serenidad narrativa que le imprime su artífice, poco a poco nos encontramos ante una película en la que, de manera casi ineludible. Te dejas seducir por esa lucha casi sin cuartel de Fawcett, por alcanzar ese sueño, que se ha convertido casi en el centro y paradigma de su existencia. Y ello nos proporcionará secuencias de fuerza imborrable. Como aquella en la que, de manera inesperada, se encuentran con una función de ópera en plena selva. O esa extraña relación con el indígena que les guía, que desparecerá extrañamente de la narración. Momentos, como ese intento del protagonista, de trabar amistad y dejar atrás las hostilidades mortales, con una tribu de caníbales. Instantes como la capacidad organizativa de los indígenas, al comprobar como logran articular sus cultivos, en una selva tan salvaje.

Sin embargo, es en sus últimos tres cuartos de hora, cuando a mi modo de ver THE LOST CITY OF Z, abandona los ropajes del artificio narrativo, para convertirse en todo un vehículo de felicidad cinematográfica. Será a partir de ese instante conmovedor, en el que el ya adolescente Jack, deje de lado su abierta hostilidad hacia su padre, abrazándolo emocionado al verle herido y con los ojos vendados tras su lucha en la contienda mundial, comprobando como esas instituciones inglesas, se han limitado a reconocer su valía ascendiéndole al sencillo cargo de coronel. A partir de ese momento, la cámara de Gray acariciará esa transmutación de la personalidad de padre e hijo -ese maravilloso plano general en medio de la campiña, que los encuadra a ambos, mientras el adolescente prueba su puntería en la caza, revelando una cualidad que siempre sobrellevó su padre-. Y ello nos llevará a ese último intento, ya en plenos años 20, y cuando Percy se encuentra encaminado a la madurez, y sin que su fiel Costin se decida a acompañarle -se ha convertido en un centrado padre de familia-. Serán todos ellos, algunos de los pasajes más memorables que he podido ver en el cine de los últimos años, sintiendo como espectador una extraña mezcla de intimidad, felicidad compartida, y búsqueda de la realización personal. No hará falta seguir una narración convencional. Tan solo instantes sueltos, como esa calurosa bienvenida a padre e hijo -que relatan en prensa sus hazañas-, mientras discurren por tren. O esa sinceridad que nos transmiten la fotografías que ambos se realizan con las tribus primitivas, que parecen desprender ecos del cine de Flaherty.

De cualquier manera, nada resultará más bello y conmovedor que esos minutos finales, en los que padre e hijo serán capturados por una tribu, siendo dispuestos de manera ceremoniosa para una casi inevitable ejecución. Las imágenes del film de Gray adquieren una inusitada calidez. Una sinceridad absoluta entre esos dos seres que tuvieron una convivencia difícil, pero que, en esta aventura, han aprendido a comprenderse y aceptarse plenamente. Una extraña espiritualidad se imbrica en los sensuales fotogramas, mientras ambos podrán tener ante sus ojos su objeto de deseo -esa ciudad que contemplarán iluminada de noche por antorchas, casi de manera embriagadora-, sin descubrir el espectador si nuestros protagonistas han sobrevivido, quedando quizá engullidos en ese mundo tan diferente al suyo, pero en el que quizá hayan encontrado su definitivo acomodo.

Realidad y ficción se entrecruzarán de manera enigmática, cuando en los pasajes finales de la película, una Nina que no se regina a reconocer que sus seres más queridos han desparecido para siempre, entregue a una de las autoridades esa brújula, que supuestamente Fawcett entregó a un brasileño, y que contradirá las diferentes e infructuosas misiones enviadas para su rescate. THE LOST CITY OF Z culmina, pues, con una sensación agridulce. Ha sido tan intensa la convivencia con la que hemos concluido el metraje, que aparece una cierta insatisfacción a la hora de no conocer la deriva de padre e hijo. Es el último giro. La audacia postrera, de una obra extraordinaria. Un placer para los sentidos. Una ceremonia íntima de realización personal y, como no podría ser de otra manera, la ratificación de la valía como cineasta de James Gray.

Calificación: 4

WE OWN THE NIGHT (2007, James Gray) La noche es nuestra

WE OWN THE NIGHT (2007, James Gray) La noche es nuestra

Comenzaré estas líneas con una confesión en voz baja; no me encuentro entre el círculo –en el que se inscriben comentaristas a los que tengo en una gran consideración- que en el momento de su estreno valoraron con entusiasmo la aparición de THE YARDS (La otra cara del crimen, 2000. James Gray) que, sin ser su primera película, cierto que recibió una acogida crítica que, por otra parte –y es algo que suele suceder en estos casos-, no impidió que comercialmente pasara del todo desapercibida. No niego que me resultó un título apreciable, pero puede que me pillara el pié cambiado el día que la contemplé, o quizá la presencia –en aquel caso, un considerable lastre- de Mark Walbergh, condicionaran mi menguada valoración. No cabe duda que en el futuro tendré que brindar una revisión a la misma. Y esa casi obligada decisión, ha venido a mi mente fundamentalmente, debido a la estupenda impresión que me ha producido el siguiente film de su realizador WE OWN THE NIGHT (La noche es nuestra, 2007) que, aunque rodado con siete años de distancia del referente mencionado, comparte con el mismo no solo sus dos actores de cabecera de reparto –Joaquin Phoenix y, sí, de nuevo Mark Walbergh-, sino que se inserta dentro de un contexto genérico similar, ligándose además por esa auténtica vinculación que Gray ofrece en su cine en torno a la fuerza de la familia como auténtico motor existencial.

 

Estamos en el New York de 1988. Los nuevos modos en el tráfico de drogas, cada vez más ligados a bandas procedentes de la Europa del Este, serán el eje que servirá de enfrentamiento a los componentes de la familia Grusinsky. El patriarca –Bert (Robert Duvall)- es un veterano alto mando policial, mientras que uno de sus hijos –Joe (Mark Walbergh)- es capitán del cuerpo. Sin embargo, su hermano Bobby (Joaquin Phoenix) podría decirse que vive al otro lado de la existencia. Encargado de uno de los clubs más exitosos de Brooklyn, incluso ha variado su apellido –escoge el de Green- para que no conozcan la relación de parentesco que le une al cuerpo policial, con cuyo padre y hermano realmente mantiene unas relaciones bastante distantes. Será un conflicto que mostrará en un momento determinado en toda su magnitud, al ser interpelado por su padre y hermano,para que colabore en la búsqueda de indicios que sirvan para detener a un presunto y cruel traficante rumano -Vadim Nezhinski-, relacionado familiarmente con el dueño del recinto que regenta el propio Bobby. Este se mostrará renuente a ejercer como soplón, pero una serie de dramáticas circunstancias harán aflorar en él ese latente sentimiento de unión hacia unos seres a los que quizá un contexto material les había mantenido alejados, pero ante los cuales la presencia de un contexto amenazador se extenderá un manto de sentimiento y dolor compartido.

 

Es probable que a WE OWN... se le pueden oponer algunas debilidades, centradas ante todo en rasgos de guión quizá poco matizados -¿cómo en un contexto de sofisticada delincuencia, puede admitirse de manera tan sencilla que desconozcan la vinculación que alguien tan cercano a ellos –Bobby- mantiene con destacados miembros de la policía?-. Sin embargo, desde el momento el que el espectador se deja llevar por la modulación dramática de la película, nuestro protagonista dejará de lado esos pequeños detalles para ligarse incluso emocionalmente ante el drama que se plantea en la desunida familia Grusinsky. Será el terreno en el que se desenvuelva con verdadera intensidad el joven realizador, quien logra incardinar casi a la perfección todos los elementos de la puesta en escena –fotografía, montaje, dirección artística, precisión en la ambientación de época-, al servicio de una atmósfera creíble, que sabe alternar momentos tensos entre sus personajes, otros dominados por su fuerza emocional, e incluso la inserción de algunas secuencias violentas y de acción que, preciso es reconocerlo, no solo configuradas en sí mismas resultan admirables, sino que se insertan a la perfección en el conglomerado del relato. Estre ellas podríamos citar el largo y casi angustioso episodio que relata la visita de Bobby al laboratorio de producción de droga, la espectacular persecución que sufre, que concluirá de manera especialmente trágica, o todo el episodio final con la captura de la importante operación de tráfico de drogas –incluida la imaginativa manera en que esta era trasladada sin levantar sospechas-, puede decirse que devienen fragmentos de una tremenda fuerza.

 

Sin embargo, y aún reconocimiento su valía, a mi modo de ver lo realmente magnífico de WE OWN THE NIGHT, reside en la delicadeza con la que se muestran esas relaciones, tanto familiares como de amistad, como se modulan sus incidencias, como con apenas miradas el espectador logra atisbar un estado de ánimo, la manera con la que se describe la tipología de sus personajes secundarios –formidable la presencia de los veteranos Tony Musante y Moni Moshonov-, la capacidad existente para definir cualquier escena tomando como base una determinada escenografía –el encuentro forzoso de la familia protagonista en la capilla de una iglesia-. En definitiva, estamos hablando de una sensibilidad por completo cinematográfica, heredada de otros tiempos más valiosos para el séptimo arte, que podría representarse igualmente en la auténtica necesidad que en el relato adquieren esos fundidos en negro, que en todo momento sirven para hacer respirar esa densidad que el relato va asumiendo de manera inapelable. Y en todo este contexto resulta de especial importancia la calidez con la que Gray deja a sus intérpretes que discurran no como tales, sino favoreciendo a que sus presencias y sus personajes tengan vida propia. En ese sentido, el cast es perfecto –si, incluso en la presencia de un comedido Mark Walbergh-, teniendo un punto de apoyo en la figura carismática del veteranísimo Robert Duvall. Pero cierto es, que la parte del león la asume un magnífico, extraordinario Joaquin Phoenix –en uno de los mejores trabajos de su carrera-, quien compone en su Bobby protagonista un modélico personaje, triunfador en un modo de vida materialista, seguro en su triunfo, y que, poco a poco, irá dejando de lado esa aparente seguridad, mostrándose vulnerable e incluso aterrado, ante una nueva realidad en la que no dudará no solo en poner el máximo riesgo en su vida para defender a su familia, sino sentando involuntariamente las bases para un completo cambio de sus objetivos vitales. Creo que son, todos ellos, elementos suficientes para admirar una película, que sabe alzar la voz cuando la entraña del relato lo requiere, o discurrir por el sendero del intimismo, en el momento en el que los sentimientos, las emociones y los conflictos emanados por sus personajes, desean transmitirlos a los seres que los rodean. Digámoslo ya. Pese a esas ciertas ingenuidades de guión, James Gray ha logrado un resultado magnífico en su tercera película, tras la cual afortunadamente se ha roto esa larga espera que, hasta el momento, ha mantenido en su más que prometedora trayectoria. Es decir, que más que hablar de un voto de confianza, solo hay que esperar que ese talento se prodigue con mayor asiduidad.

 

Calificación: 3’5