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CINEMA DE PERRA GORDA

James Whale

THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro

THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro

Cuando al británico James Whale, se le ofrece la realización de THE MAN IN THE IRON MASK (La máscara de hierro, 1939), puede decirse que su carrera como hombre de cine, está prácticamente finiquitada. Llevaba un año en el dique seco y. tras ella, tan solo rodaría un par de largometrajes -poco exitosos-, iniciando su acomodado retiro y, con él, el drama personal que culminaría con su trágica muerte, proceso este narrado en la novela de Christopher Bram, y llevado al cine con óptimos resultados, en GOOD AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1998. Bill Condon). Whale ya había saboreado las mieles del éxito, con sus aportaciones dentro del cine fantástico, en especial con su díptico en torno a la figura de Frankenstein y su criatura, conociendo además un inmenso triunfo comercial, con la hoy totalmente olvidada SHOW BOAT (Magnolia, 1936) -protagonizada por Irene Dunne, Allan Jones y el cantante negro Paul Robeson, que conoció un remake a inicios de los cincuenta, protagonizado por Ava Gardner-.

Director caracterizado por sus refinadas películas, de impronta pictórica, asumió el encargo del productor independiente Edward Small que, al amparo de la United Artists, auspició un total de cinco largometrajes, de los cuales este fue el más costoso. No era de extrañar, ya que el mismo se desarrollaría en la lujosa Francia del siglo XVII, asumiendo diversos pasajes de la tercera de las novelas de Alejandro Dumas, dedicadas a los célebres tres mosqueteros. Estos describían la leyenda de la existencia de un hermano gemelo del monarca Luis XIV. Conviene señalar que existen, diversas versiones de este argumento, que transformó en guion George Bruce. Entre ellas, citaremos una previa, silente, rodada por Allan Dwan en 1929, otra muy posterior, realizada para el medio televisivo en 1977 por Mike Newll, protagonizada por Richard Chamberlain y, finalmente, la más reciente, rodada en 1998 por Randall Wallace, al servicio del melifluo histrionismo de un emergente Leonardo DiCaprio.

La producción, para la que no se regatearon medios, recreó unos cuarenta escenarios, permitiendo a Whale contar incluso con un porcentaje en la taquilla generada. Sin embargo, la traslación cinematográfica de este conocido argumento, en modo alguno satisfizo las inquietudes de su director. Ello fue, fundamentalmente, debido al excesivo apego que su productor, mantuvo hacia una historia muy cercana a sus gustos. No olvidemos que Small, a lo largo de los años, promovió no pocos exponentes de cine de aventuras de capa y espada. Todo parece indicar que formaban parte de sus preferencias personales, y cabe intuir que sería esa, la raíz que permitió en todo momento, intentar situarse por encima de las tareas de Whale, quien finalmente se rindió a la evidencia de considerarse un auténtico convidado de piedra, viendo como en cualquier disputa suscitada con el equipo técnico y artístico de la película -en especial, su protagonista, Louis Hayward-, su productor se ponía de manera inevitable, en contra del realizador. Hasta tal punto llegó la ausencia de sintonía entre director y Small, que el primero fue invitado a abandonar su cometido, haciéndose cargo de la filmación de diversas secuencias, y el rodaje de algunas previamente recreadas, el propio guionista George Bruce, en las últimas nueve jornadas de rodaje. Llegado el momento de su estreno, la película recibió críticas desiguales, pero fue un considerable éxito de público, lo que le permitió al director de FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931), obtener jugosos beneficios, que al menos compensaron la amargura de un rodaje, que prácticamente dejó sellada su andadura como hombre de cine.

Lo cierto es que THE MAN IN THE IRON MASK debió haber contado, de entrada, con un director más especializado en este subgénero de aventuras con reconstrucción histórica y entraña bizarra, como Rowland V. Lee, ya entonces consolidado en dicha faceta. Estoy convencido que, con Lee, se hubiera logrado esa sintonía director-productor, en la medida de albergar de entrada ambos, la misma comunión de intereses. En su oposición, James Whale plantea en la película -dominada por una cuidada ambientación, que aparece en cualquier caso carente de vida propia-, a partir de un tramo inicial, en el que los devaneos de la corte, las intrigas palaciegas, se sucederán desde el inicio del relato, donde el espectador contemplará la extraña circunstancia del nacimiento de dos gemelos como herederos de Luis XIII, decidiéndose esconder a uno de ellos -encarnados los dos personajes, por el mismo Louis Hayward-, y llamándose al que se oculta su auténtica personalidad, como Phillipe de Gasconia, al objeto de evitar un casi irresoluble problema sucesorio. El tiempo revelará la insensibilidad de Luis XIV, y su adscripción como monarca disoluto. Conocedor de la existencia de su hermano gemelo, se le sugerirá sustituirle, evitando con ello sufrir atentados. Lo que no podrá imaginar es que este adquirirá vida propia, ofreciendo un perfil lleno de sensibilidad, e incluso llamando la atención de Maria Teresa (Joan Bennett), la hija del embajador español, con la que el monarca se ha prometido. Tal circunstancia, propiciará que Luis XIV decida deshacerse del que considerará su peor enemigo, condenándolo a las mazmorras de la Bastilla, y enfundándolo en una cruel máscara de hierro, que ocultará su rostro. Sin embargo, nunca podrá atisbar que, mediante un plan urdido por Colbert (Walter Kingsford), utilizará a los mosqueteros, para secuestrar al monarca, y sustituirlo por su bondadoso hermano, posibilitando con ello una inesperada venganza.

A grandes rasgos, cabe señalar que el film de Whale se brinda en dos miradas. La que describe las incidencias de la corte, se puede señalar que está dominada por la convención, aunque en ella se detecte, un interés de su director para evitar el estatismo en sus secuencias, mediante una invisible pero muy eficaz movilidad de la cámara, que permite que a tantos años vista, dichas secuencias se conserven con cierta vivacidad. Sin embargo, si por algo desataca esta apreciable, aunque no especialmente destacable película, se centra cuando sus imágenes descienden al lado siniestro del subsuelo de la Bastilla. Algo que ya avanzará esa cruel secuencia, en la que Luis XIV asiste a la tortura de un anciano, buscando en él la confesión de quien ha intentado atentar contra él, pero que se acentuará a partir de la puesta en marcha de los deseos de este, de encarcelar y ocultar el rostro de su hermano, logrando su climax, en la definitiva humillación recibida por el absolutista monarca, sufriendo en carne propia, las consecuencias de sus maquinaciones y crueldad. Así pues, THE MAN IN THE IRON MASK adquiere en esos pasajes, minoritarios en el conjunto de su relato, esa tensión que se ausenta en el resto de su conjunto. En ese desequilibrio, en ese décalage, se encuentra una película que, a título anecdótico, alberga fugazmente, una de las primeras apariciones cinematográficas, del gran Peter Cushing.

Calificación: 2

THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro

THE MAN IN THE IRON MASK (1939, James Whale) La máscara de hierro

Antepenúltimo título en la filmografía del británico James Whale, no sabría señalar si THE MAN IN THE IRON MASK (La máscara de hierro, 1939) supone una prueba del desgaste de un director que había aportado varias muestras míticas del cine fantástico durante dicha década, o el hecho de que en realidad el conjunto de su filmografía no superó un nivel medio estimable pero solo destacable en esas excepciones señaladas que están en la mente de todos los aficionados. Personalmente me inclinaría por la presencia en sus imágenes de ambas vertientes, puesto que por un lado Whale se estaba sometiendo a una producción al servicio de Edward Small. Es decir, engrosando la relación de un estudio de serie B y, de alguna manera, certificando el declive de su obra. Pero es que por otro lado, esa circunstancia no tendría por que haber tenido una necesaria repercusión en un cineasta con la suficiente imaginación o capacidad de adaptación en sus producciones. En cualquier caso, sea por una u otra circunstancia, lo cierto es que durante la mayor parte de su metraje, se tiene la molesta sensación de asistir a una polvorienta cinta de aventuras, en la que parecen importar más los diálogos que las imágenes, en la que el vestuario y el diseño de producción apareces pesados y plúmbeos, no teniendo el espectador casi ningún asidero en los personajes que aparecen de forma formularia por su metraje.

THE MAN IN THE IRON MASK es una de las diversas adaptaciones que el cine y la televisión asumieron de la célebre novela de Alejandro Dumas y, en esta ocasión concreta, una nueva apuesta por el cine de aventuras por parte del productor Edward Small, quien no logra en su resultado final trascender ese aroma aventurero logrado en varias de sus apuestas, planteada con la rocambolesca historia generada por la existencia de dos hermanos gemelos como posibles herederos del rey francés Luis XIII. Esta circunstancia posibilitará los primeros minutos del film, caracterizados por un cierto siniestro dinamismo que, por desgracia, no tendrá la deseada continuidad en la mayor parte del metraje. Muy pronto la acción se trasladará en el tiempo, cuando se produzca el relevo en el gobierno de Francia, proclamándose a Luis XIV (Luis Hayward) como gobernante absolutista del imperio galo. Ya en los primeros momentos de la contingencia, el segundo gemelo –Philiph- es enviado para ser criado en Vasconia junto con los denominados tres mosqueteros, sin saber este sus orígenes reales de cuna. El gobierno del nuevo emperador se caracterizará por los excesos con sus súbditos, una consumada maldad y profusión en el empleo de la horca, y toda una serie de rasgos que hablan bien a las claras de su desprecio por la ciudadanía. Para lograr consolidar y extender sus fronteras, el monarca o cejará en  sus pretensiones al comprometerse con la princesa Maria Teresa (Joan Bennett), hija del emperador español, quien de manera sumisa acepta el compromiso, aunque en su interior no pueda esconder el desprecio que le merece su futuro marido. La llegada del aviso de un atentado en torno a la máxima autoridad francés, llevará a este a utilizar a su hermano gemelo –que desconoce tal parentesco-, al que convencerá para que asista a un acto fúnebre, viviendo en carne propia la rebeldía de los ciudadanos, y abriéndose en su hasta entonces despreocupado discurrir vital unas inquietudes a las que se unirá la atracción que sentirá hacia la princesa cuando simule ser el emperador. Por su parte, María Teresa se sorprenderá en sus encuentros con Philiph de Gasconia –al que considera el auténtico emperador-, una sensibilidad que hasta entonces no había vislumbrado en este.

Será todo ello el nudo argumental de una peripecia que, sobre el tapete, debería poseer las cualidades y la frescura del mejor cine de aventuras, pero que en esta ocasión se abandona casi por completo a un engolamiento casi insólito en este tipo de producciones, en las que uno echa de menos las buenas maneras y el sentido de lo siniestro que en estas mismas circunstancias ofrecería el aún no suficientemente reivindicado Rowland V. Lee. En cualquier caso, lo mejor, lo más perdurable de THE MAN IN THE IRON MASK –de la que confieso incluso preferir la versión realizada por Randall Wallace y protagonizada por el blando Leonardo DiCaprio en 1998-, se encuentra en el episodio centrado en su tercio final, en el que se describe con un adecuado sentido de lo bizarro, la agonía y prisión que ha de sufrir Philiph por parte del emperador, al tener que portar una terrible máscara de hierro en su rostro. Es en esos minutos, cuando Whale da rienda suelta a una puesta en escena asfixiante y tenebrosa, sintiendo el espectador de forma muy pertinente el sabor oscuro y siniestro de las lóbregas mazmorras, o la agonía del joven gascón al tener que padecer tan tremenda tortura. La planificación manifestada en dicho fragmento –atención a los primeros planos de la máscara-, la propia configuración plástica de la misma, son elementos que logran transmitir esa tensión casi existencial del preso, y por momentos nos permiten olvidar el insufrible amaneramiento que Louis Hayward encarnando al emperador francés –aunque se muestre por el contrario creíble en su encarnación de su gemelo-, que cabría extender a un Joseph Schildkraut dando vida a un Fouquet pasadísimo de gestualización y casi caricaturesco en su definición como personaje.

Calificación: 2

GREEN HELL (1939, James Whale)

GREEN HELL (1939, James Whale)

No puede decirse que GREEN HELL (1939) goce precisamente de excesivo prestigio a la hora de valorar la no muy extensa filmografía de James Whale. Película totalmente desprestigiada desde el mismo momento de su estreno, recuerdo como el propio Vincent Price se refería a ella en una entrevista grabada ya en sus años de madurez. Cierto es que en aquel 1939, su estreno quizá propició que esta extraña historia –por otro lado con unos trazos y características habituales a los modos fílmicos de su realizador-, unido a la indefinición e irregularidad que marcaba su propio trazado, fueran proclives de su recepción incluso con hilaridad, por parte de un público que ya se iba a acostumbrando a la hora de disfrutar de dramas insertos dentro de las características del cine de aventuras. En ese contexto, ese mismo año la 20th Century Fox estrenaba, de la mano del excelente Henry King, el magnífico STANLEY AND LIVINGSTONE (El explorador perdido, 1939). Al año siguiente, Frank Borzage firmaba la insólita STRANGE CARGO, mientras que poco tiempo después Henry Hathaway daba forma a SUNDOWN (Cuando muere el día, 1941) –que no se puede decir suponga una de sus mejores obras-. Es decir, que dentro de las constantes de dicho género se iba perfilando y consolidando esa vertiente que el film de Whale mostraba, si no como precursor, si en uno de sus ejemplos iniciales. Es por ello que pese a la mala fama que desde el momento de su estreno sentenció su resultado, y aún reconociendo que el mismo dista de resultar logrado por completo, he de reconocer que tampoco mereció en su momento aquella lapidación ni, por supuesto, el olvido a que ha sido sometida desde entonces –algo en cierto modo comprensible, dado el escaso eco al que el paso del tiempo ha confinado la obra de Whale, quizá no merecedora de una especial atención en su conjunto, por otro lado-.

GREEN HELL se inicia con la formación de una expedición, comandada por Keith Brandon (Douglas Fairbanks Jr.), encaminada a la obtención de un fabuloso tesoro que todos los datos señalan se encuentra en un templo inca perdido en la selva de un país sudamericano. Para ello aunará un grupo de compañeros, destinados a soportar una aventura que podría prolongarse en mucho tiempo. Entre ellos se encontrará el irónico Forrester (George Sanders), el doctor Nils Loren (Alan Hale), y también el extraño David Richardson (Vincent Price), un joven elegante del que se desconocen los motivos exactos por los que desea sumarse a un destino tan azaroso. Dicho y hecho, todos ellos se encaminarán en una ruta en teoría llena de peligros, que Whale describirá con escasa incidencia sobre ellos. Resultará evidente que en las intenciones de los artífices del proyecto, no estaba el ofrecer una propuesta más o menos tradicional dentro del género, puesto que pronto –quizá demasiado- los exploradores atisbarán los restos del templo que buscaban con tanto afán. Un collage de pequeñas pinceladas servirá para indicarnos el discurrir de varios meses, en los cuales los expedicionarios –ayudados por una tribu indígena que liderará Gracco (Francis McDonald)- conformarán la infraestructura necesaria para sobrellevar la larga duración de la exploración que les condujo hasta allí. Entre los mismos destacará la voladura de parte del templo, al objeto de poder introducirse en su interior y, con ello, buscar el tesoro que según todos los testimonios y documentos alberga en su interior. Dentro de ese contexto se producirá la herida de Richardson por parte de una flecha indígena, provocándole unas fiebres que apenas podrá contener la medicina de Loren. En su delirio se exteriorizará la melancolía y las razones que motivaron el viaje por su parte, basadas ante todo en el hecho de enamorarse al mismo tiempo de dos mujeres. Harán llegar hasta la cabaña de la expedición a la esposa de este –Stephanie (Joan Bennett)-, quien no podrá ya contemplar con vida a Richardson, aunque su llegada a la expedición propicie entre sus componentes la lógica revolución que indica la incorporación de un representante femenino. Pese al deseo de Brandon de que la viuda retorne cuanto antes, una enfermedad de esta y diversas incidencias retrasarán el retorno, facilitando que tanto el dirigente de la expedición como ella misma se unan en un intenso y efímero romance en el que la primera marcará distancias, simulando ligarse a Forrester. Mientras los expedicionarios logran adueñarse del tesoro que constituía el eje de la expedición –y quizá con ello avivar la maldición que sobre su violentación caía ante sus posibles violadores-, al enfrentamiento amoroso antes señalado llegará a una situación límite, agudizado por la presencia de una tribu indígena por completo hostil a los visitantes, que además se han visto sorprendidos por el abandono de los que comandaba Gracco, amistosos con ellos.

GREEN HELL contó en su momento con un presupuesto notable de casi setecientos mil dólares, realizándose su rodaje casi en su totalidad en estudio –salvo las secuencias de los traslados fluviales-, para lo cual se construyó una jungla de doce mil metros cuadrados y un templo inca de cuarenta metros de alto. Es decir, que partimos de una producción de notable calado, a la que hay que incluir la importancia que emanaba del atractivo cast presentado al espectador. Valga de antemano que considero bastante injusta la dureza con la que se acogió una película, que puede afirmarse aceleró la definitiva caída en desgracia de la filmografía de Whale. Hay tantas y tantas películas peores que estas que han sido tratadas con mayor benevolencia, que estas líneas deberían de alguna manera servir como relativa rehabilitación de una película que se ha visto oscurecida y apenas vista durante décadas. Sin embargo, tampoco sería honesto si pretendiera con estas líneas revalorizar en exceso una película curiosa y estimable, que cuenta incluso en su metraje con algunos pasajes brillantes, pero a la que pesa en demasía la indefinición de su trazado. En efecto, cuando uno termina de contemplar el film de Whale, tiene la molesta sensación de haber asistido a un tierra de nadie, en el que ninguna de las posibles vertientes del relato se muestran con su necesario equilibrio, quedando quizá en sus imágenes un aire deslavazado que, con probabilidad, es el que propició una acogida tan hostil. Y es que cuando el espectador asiste a ese traslado por aguas de los expedicionarios, espera contemplar un episodio lleno de peligros que no llega. Cuando estos descubren el templo y se insertan en su interior, el espectador intuye un largo episodio lleno de aspectos sombríos, contemplando con cierta decepción como estos no tienen lugar. Los componentes metafísicos del relato –expresados sobre todo con el personaje de Richardson (muy bien encarnado por un juvenil pero ya carismático Price)- no se aprovechan en la medida de sus posibilidades, y el romance que se establece entre Stephanie y Brandon quizá tampoco sea aprovechado en la medida de sus posibilidades.

Pero aún reconociendo todos esos poderosos inconvenientes, y apreciando esa cierta sensación de estatismo que se atisba en algunos momentos de su metraje, no sería justo con ello condenar y obviar el caudal de virtudes que atesora, que sin ser extraordinario no deja de resultar interesante, hasta lograr que de su conjunto emerja un cierto atractivo. Por ejemplo, destacaremos esa selva ubicada en estudio, un elemento que contribuye a dotar a la acción de un carácter claustrofóbico suplementario, que es potenciado además por parte de Whale con la oportuna incorporación de travellings laterales entre la espesura y el follaje de la selva. Será un rasgo de puesta en escena que el director de FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931) sabrá incorporar con acierto, y que se prolongará con otros que incorporará cuando la acción llegue a su paroxismo –ese movimiento lateral que describe la defensa de los expedicionarios al mostrar su lucha con fusiles contra los nativos hostiles, encuadrando los pies de estos y la caída de los casquillos-. No será, sin embargo, el único aliciente del relato. Unamos a ello el relativo atractivo que muestra el romance entre la viuda de Richardson y el jefe de la expedición o, el sentido del humor que describe la repercusión que la incorporación de una mujer provoca en una expedición masculina aislada de la vida cotidiana durante meses. En cualquier caso, si tuviera que destacar los elementos más perdurables de GREEN HELL, no dudaría en inclinarme por las secuencias que tienen como marco el interior del templo. Desde el instante en el que los aventureros descubren la inmensa sala interior, hasta el episodio en el que la necesidad de anegar la inundación que provocan las persistentes lluvias, permitirá a estos descubrir la cámara en la que se encuentran los cadáveres momificados de los propulsores de la sagrada escenificación. Será un breve fragmento en el que se pondrá de nuevo de manifiesto la capacidad de Whale para combinar el gusto por lo macabro –el manejo de los esqueletos- con un cierto humor negro y malsano. Toda una marca de fábrica, que nos retrotrae a lo mejor de su cine y que, mal que pesara a los espectadores y críticos de la época, se encuentra en esta extraña, irregular pero en último término nada desdeñable producción de la Universal.

Calificación: 2’5

WATERLOO BRIDGE (1931, James Whale) El puente de Waterloo

WATERLOO BRIDGE (1931, James Whale) El puente de Waterloo

Todos aquellos que recuerden la interesante GOODS AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1998. Bill Condon), es seguro que cuando tengan la oportunidad de ver alguno de los títulos que forjaron la filmografía del británico James Whale recordarán aquellos pasajes en los que Whale (de la mano del espléndido Ian McKellen), evoca el lugar que ocupaba en el Hollywood de los primeros años treinta. Un periodo donde logró grandes éxitos comerciales en melodramas y musicales, aunque su nombre únicamente haya pasado a la posteriodad por su díptico en torno al personaje de Frankenstein, su adaptación de la novela de Wells THE INVISIBLE MAN (El hombre invisible, 1933) o, finalmente, su chirriante comedia de horror THE OLD DARK HOUSE (El caserón de las sombras, 1932). Magro balance que el paso del tiempo no ha permitido profundizar en su verdadera valía, al objeto de discernir de manera definitiva si nos encontrábamos ante un primerísimo cineasta o, por el contrario, un profesional de ciertos gustos pero más voluble y dudoso de una hipotética personalidad propia, y al que quizá su providencial aportación con el fantastique le permitió adquirir un cierto estatus de memoria para generaciones posteriores.

 

En este sentido, poder contemplar uno de sus títulos más conocidos del inicio de la década de los treinta –WATERLOO BRIDGE (El puente de Waterloo, 1931)- puede suponer un referente esclarecedor y, hasta cierto punto, esperanzador. Esclarecedor en la medida que nos permite atisbar el alcance de su cine y, finalmente, esperanzador, ya que elementos del mismo permanecen con cierta vigencia en nuestros días. Todo ello permite intuir un cierto grado de perdurabilidad en los métodos cinematográficos de Whale dentro de una película –no lo olvidemos- insertada en el peligroso contexto que vivió el cine cuando se dio por concluido el periodo silente, avanzándo –aparentemente, ya que en realidad se vivió un enorme retroceso artístico- hacia el sonoro. A partir de dichas premisas, WATERLOO… es un melodrama que se mantiene relativamente bien, demostrando ya desde sus primeras imágenes la intención de que el elemento visual adquiriera una naturaleza específica en sus imágenes. Así pues, el largo y complejo plano secuencia que inicia la película –un gran plano general que muestra una actuación musical en un teatro y que irá acercándose a la reacción de una de su bailarinas- es probable que resultara innecesario en sí mismo, pero no se puede negar que induce a captar el interés del espectador, máxime en aquellos años donde el estatismo de la cámara era algo bastante común. Es probable que esa manera de insertar atractivos inicios fuera una marca de fábrica del propio Whale. Recordemos el inicio de FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931), que mostraba un cortejo funerario antes de que el doctor protagonista y su ayudante robaran el cuerpo que acababa de ser enterrado.

 

Lo cierto es que esta secuencia tan costosa poco tiene que ver posteriormente con el espíritu que preside el título que comentamos, ya que su principal elemento argumental se centra en la romántica y repentina historia amorosa que se plantea en un Londres asolado por la I Guerra Mundial, entre un jovencísimo soldado inglés –Roy Cronin (Douglass Montgomery)- y una joven –Myra Deauville (Mae Clarke)- de la que en pocas horas se enamorará, planteándole incluso que se case con él. Llegados a este punto, quizá pueda parecer al espectador poco creíble que se plantee en la pantalla un esquema argumental tan convencional y trillado. No es nada reprochable dicha apreciación, que además debería extenderse a la obra de Robert E. Sherwood de la que procede pero lo cierto es que la mayor cualidad del film de Whale estriba en la sinceridad, la calidad de la dirección de actores y la franqueza con la que se plantea ese no buscado flechazo amoroso entre dos personas necesitadas de cariño y afecto, y que al mismo tiempo se niegan en su posibilidad de buscar un atisbo de felicidad en sus vidas. He de reconocer haber visto pocos títulos de la filmografía del realizador ignlés, pero quizá con la excepción de algunos momentos de su personaje de Frankenstein –el de la niña que el monstruo finalmente tira al lago, o el célebre encuentro con un ciego- jamás había podido disfrutar en su cine de una precisa humanización de sus protagonistas, logrando al mismo tiempo despojar estas secuencias de todo atisbo teatral. Por el contrario, y dentro de su sencillez cinematográfica, estas se encuentran revestidas de autenticidad.

 

Estamos situados en un contexto en el que el melodrama cinematográfico se encontraba expresado con bastante fuerza, con precisos exponentes como Borzage, Cromwell…… Entre dichos nombres, que duda cabe que Whale se encontraba en un peldaño ciertamente inferior, aunque ello no le impidiera mostrar una notable sensibilidad en el planteamiento de esa rápida búsqueda de sentimiento por parte de dos jóvenes necesitados del afecto que puede proporcionar una sincera relación amorosa. A este respecto hay que consignar un detalle que va en beneficio de las intenciones del film, como es la ausencia en 1931 del temible Código Hays que un par de años después impondrá un lamentable retroceso a la hora de plasmar en la pantalla los complejos matices de las relaciones humanas. Sin esa limitación la película plasmará con desarmante naturalidad el drama de esta Myra que por necesidad ha de practicar la prostitución, y que precisamente por ello rechazará unirse al inocente Roy. Es más, llegará a revelar a la madre de este la realidad de su situación, recibiendo sin embargo la comprensión de la misma, quien pese a no desear que se case con su hijo ha detectado en ella desde el primer momento a una buena mujer.

 

WATERLOO… sabe trascender y, sobre todo, insuflar vida propia al planteamiento de la obra teatral de Robert E. Sherwood en que se basa –con el uso de largos planos medios matizados por oportunos reencuadres-, aunque no siempre la película alcanza el mismo nivel, llegando en algunos momentos a adentrarse en ese envaramiento de raíz teatral tan común al melodrama de aquel tiempo. Es algo que podremos detectar en algunos de los instantes desarrollados en la mansión familiar de Roy –en donde contemplaremos a una jovencísima Bette Davis-, pero que en definitiva tampoco perjudica en demasía la sencilla construcción del relato. Y es que rasgos notables como la casi total ausencia de banda sonora o la fuerza que alcanza la fotografía en blanco y negro del excelente Arthur Edeson –colaborador varias veces con Whale, entre ellos con su FRANKENSTEIN-, contribuyen a mantener en relativa vigencia el alcance de este producto sencillo, modesto y sincero ante nuestra lejana mirada, pero que más de setenta años atrás supuso un estruendoso éxito de la Universal, llevando la fama del británico Whale a uno de sus puntos más álgidos. Verla hoy día, más allá de permitirnos valorar su sencillo abanico de cualidades, nos trae a la memoria un director referenciado pero solo parcialmente conocido. Solo por eso el hecho de permitirnos acercar a algunos de sus títulos, hace intuir que nos encontramos con un realizador quizá de no muy acusada personalidad pero concienzudas cualidades cinematográficas, caracterizado por una impronta de notable sentido estético.

 

Calificación: 2’5