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CINEMA DE PERRA GORDA

Mark Sandrich

HIPS, HIPS, HOORAY! (1934, Mark Sandrich)

HIPS, HIPS, HOORAY! (1934, Mark Sandrich)

Es este mi segundo encuentro con el mundo cómico de la pareja formada por los entre nosotros desconocidos Bert Wheeler y Robert Woolsey –tras el marcado con la divertidísima DIPLOMANIACS (Rumbo a Ginebra, 1933. William A. Seiter)-, que me obliga a tener en cuenta del talento de un tándem que quizá en su tiempo siempre se tuvo como epítome de las producciones de bajo presupuesto. Unos cómicos en definitiva de segunda fila, de los que apenas se ha comentado nada en las antologías del burlesco norteamericano, y a quienes podemos situar sin mucha dificultad como un punto intermedio de la locura desenfrenada que representaban los Marx Brothers, y ese absurdo minimalista expresado en los geniales Laurel & Hardy. Aún tomando como fuente dichos referentes, Wheeler y Woolsey poseen un sello propio, que se manifiesta en todo su esplendor en la brillante HIPS, HIPS, HOORAY! (1934), firmada por Mark Sandrich, antes de desarrollar buena parte de su filmografía posterior al servicio de los musicales protagonizados por el tandem Frad Astaire & Ginger Rogers. Estamos ante una hilarante comedia, dotada de un ritmo endiablado, en la que la introducción del absurdo en sus planteamientos y secuencias, va unido a unos gags en no pocas ocasiones realmente delirantes.

En una firma de cosméticos una de sus jóvenes empleadas no destaca por el vigor de sus ventas. Durante una demostración ante el escaparate comprobará con estupor como nuestros dos protagonistas venderán con facilidad un pintalabios de diversos colores, escapándosele la clientela que tenía ante el ventanal ubicado delante de la fachada del establecimiento. Uno de ellos se sentirá atraído hacia la dependiente, sugiriendo vender los productos que ella ofrecía antes del incidente. Sin embargo, cuando se encuentran a punto de efectuar dicho compromiso, unos policías se acercarán para recordar la prohibición de vender, por lo que decidirán regalar estos objetos al personal allí congregado. La pareja se encuentra prácticamente en la ruina, lo que no impedirá tramar una serie de argucias para formar sociedad con la firma de productos de belleza, para lo cual llegarán a invadir la oficina de un inversor, simulando ser ellos unos grandes empresarios. El pacto se llevará a cabo y los dos vendedores de lapices de labios se integrarán en la empresa, sin saber que involuntariamente se han llevado unos bonos que buscan dos inspectores de policía. Es por ello que finalmente, Wheeler y Woolsey se escaparán y viajarán hasta tierras californianas. Allí se celebra una importante carrera automovilística, en uno de cuyos autos participa la firma de cosméticos, que se pretende boicotear por unos supuestos miembros de la misma, en realidad espías de la competencia. De manera totalmente inesperada, nuestros protagonistas conducirán el coche representante de su empresa –que iba a ser saboteado-, huyendo con él de los policías que los persiguen, y sufriendo un huracán que les harán vivir momentos realmente carcajeantes y cercanos al absurdo, hasta que de manera inesperada logren ganar la competición. Será en ese momento cuando descubran quien ha sido el empleado infiel que robó las propiedades, siendo detenido por ello. HIPS, HIPS, HOORAY! culmina con la visión de los dos eternos amigos casados y con hijo, consolidando las relaciones que tuvieron cuando se acercaron a la empresa cosmética.

Sorprende encontrarse en 1934 con una comedia con el timing cómico como la que centra estas líneas. Todos somos conscientes que en aquellos años triunfaban cómicos como W. C. Fields y algunos otros, olvidados lamentablemente con el paso del tiempo, y caracterizados por un sentido de la comedia bastante disolvente, legando algunos auténticos clásicos del nonsense que, sin embargo, han logrado erigirse con un estatus de culto. Personalmente creo que uno de dichos exponentes lo ofrecen estos cómicos menospreciados y populares al mismo tiempo en aquellos lejanos años treinta, que supieran protagonizar comedias dotadas de un ritmo endiablado, sátiras agudas y provistas de una construcción como comedia caracterizada por su indudable interés, que no eran norma habitual en aquellos años, hasta que Howard Hawks sentó cátedra con dicho timing, trasladándola a la que para mi sigue siendo su comedia canónica. TWENTIETH CENTURY (La comedia de la vida), rodada curiosamente el mismo 1934.

No obstante, en esta propuesta de poco más de una hora de metraje, no deja de estar presente un apunte sobre la pobreza que emergió de la “Gran Depresión” en una secuencia magnífica. La imagen mostrará a la pareja protagonista durmiendo. La cámara retrocederá y comprobaremos que ambos lo hacen en el interior de un viejo y desvencijado vehículo, en cuyos rincones no dudarán en elaborar café, planchar sus pantalones, o incluso preparar su huevo para el almuerzo. Otro episodio de especial fuerza cómica lo ofrecerá el de la partida de billar que el tándem mantendrá con los inspectores que les vigilan, o la previa en el despacho del inversor, que ellos han utilizado de forma indebida. Cuando su propietario retorne al mismo, comprobará el destrozo producido, aunque ello no impida –por unos instantes- sumarse a la locura y los bailes que se están viviendo en el despacho.

Pero si hay en la película un fragmento auténticamente magistral, este es la involuntaria participación del dúo cómico, desafiando las leyes de la gravedad y siendo elevados con la fuerza de un tornado –que les dejará en las tierras nevadas de los aborígenes-, y posteriormente recalar –coche incluido- en la cima de un monte en forma de pico. Todo un recorrido de situaciones a cual más divertida, que concluirá con la llegada final a la carrera con unas ruedas llenas de gas helio –estas mostrarán un tamaño descomunal-, y de cuyo radiador emergerán finalmente ranas, como consecuencia del agua con renacuajos que inadvertidamente introdujeron en el motor del vehículo. HIPS, HIPS, HOORAY! es una estupenda comedia, quizá merecedora de ser considerada una especie de precedente del ritmo frenético que propició la bastante posterior HELLZAPOPPIN (Loquilandia, 1941. Harry C. Potter), que quizá se eleve entre lo más alto de la desigual filmografía de esta pareja. Esperemos que el acercamiento a nuevos títulos de la misma, permita al aficionado descubrir a un tándem, quizá no parangonable a los referentes antes señalados, pero sí al menos merecedora de una remembranza. Eso si, siempre acompañada con el disfrute puro y duro de sus mejores momentos.

Calificación: 3

A WOMAN REBELS (1936, Mark Sandrich) [Una mujer se rebela]

A WOMAN REBELS (1936, Mark Sandrich) [Una mujer se rebela]

Conocido por sus musicales al servicio del tandem Fred Astaire-Ginger Rogers –que confieso no provocan en mi demasiado entusiasmo-, y quizá más capacitado para la comedia pura –algunas de sus aportaciones al servicio de la olvidada pareja de humoristas formada por Wholer y Olsen me parecen atractivas-, lo cierto es que en el conjunto de la trayectoria profesional de Mark Sandrich (1901 – 1946) influye el hecho de su prematuro fallecimiento, que quizá le hubiera permitido fructificar en una madurez profesional en otros ámbitos y géneros. Géneros que en alguna ocasión frecuentó, como fue el caso del melodrama, del que existe una aportación de cierto culto como SO PROUDLY WE HAIL! (Sangre en Filipinas, 1943), cuyo recuerdo me es tan lejano como poco estimulante. Pero ya en plenos años treinta, dentro de ese periodo consagrado al servicio del célebre tandem de bailarines, Sandrich brindó para la entonces pródiga R.K.O. Pictures, una curiosa propuesta de carácter feminista, en la que por medio de un formato melodramático se estableció un alegato en torno a la emancipación de la mujer. Esta es la génesis de A WOMAN REBELS (1936) –jamás estrenada comercialmente en España, aunque conocida en pases televisivos y ediciones digitales con el título de UNA MUUER SE REBELA-, combinando en su desarrollo esa ya señalada vertiente reivindicativa, su adscripción al melodrama, todo ello unido a ciertos elementos de carácter irónico o humorístico. Aspectos que en su conjunción servirán en teoría para desdramatizar algunos de los elementos ofrecidos en la función.

La acción se inicia en pleno periodo victoriano, mostrándonos la férrea disciplina con la que el juez Byron Thistlewaite (Donald Crisp) mantiene a sus dos hijas, ya adolescentes, inculcándoles mediante una rígida profesora, lo que por aquel entonces se entendía como perfecta educación de cara a unas mujeres, a las que en todo momento se consideraba socialmente como seres inferiores al hombre. Ya en esos instantes iniciales, advertiremos la personalidad más definida que caracteriza a Pamela (Katharine Hepburn), frente a la más dócil e impresionable Flora Anne (Elizabeth Allan) El padre de ambas decidirá presentarlas en sociedad, logrando que esta última encuentre al amante perfecto en la figura del apuesto teniente Alan Craig (David Manners), con quien se casará de inmediato. Sin embargo, Pamela renunciará a un matrimonio auspiciado por su progenitor, optando por coquetear con un atractivo joven –Van Hefflin- del que pronto se enamorará, aunque descubra en un momento dado que se encontraba ya casado. Fruto de aquel efímero romance quedará un embarazo que la protagonista deseará ocultar, para lo cual viajará hasta Italia, en donde se encuentra su hermana –también embarazada-, esperando el retorno de su esposo. La desgracia se cebará sobre ellos al producirse la muerte de Alan en un incendio en su buque, y al conocerse la noticia su esposa fallecerá de un fuerte golpe, perdiendo también el pequeño que portaba en su vientre, no sin antes rogar a su hermana que su hijo se hiciera pasar como el de ella, para evitar el escándalo en la familia. Pasará el tiempo y Pam cuidará de su pequeña Flora encubriéndola como su sobrina, y estando en todo momento amparada por la figura del bondadoso diplomático Thomas Lane (Herbert Marshall), quien en diversas ocasiones le pedirá su mano, siempre con respuesta infructuosa por parte de la protagonista –pese a amarlo sinceramente-, temerosa de las consecuencias que pudiera acarrear el descubrimiento de la verdadera realidad que esconde a su hija. Poco a poco, Pam se convertirá en una conocida figura en el campo de la búsqueda de los derechos de la mujer, aunque ello actuará en un momento dado en su contra, al producirse un inesperado romance entre Flora y el hijo de quien fue el padre de esta. La situación desembocará en consecuencias imprevisibles, aunque quizá suponga el detonante para asumir la normalidad en la estabilidad sentimental de alguien que solo sufrió por ser consecuente con una personalidad adelantada a su tiempo.

Correcta y fluida en todo momento, quizá encontremos el mayor elemento de singularidad de A WOMAN… en la incorporación de esos pequeños elementos de comedia que, hábilmente insertados, contribuyen a desdramatizar algunas de sus situaciones –pienso en ese doble encuentro de Pam en el museo de cera de Madame Tousaud con la figura de un guarda, posteriormente real, la divertida situación cuando está cruzando un riachuelo, en el “gag” del acompañamiento de una cabra para que dé leche a la pequeña hija / sobrina de esta, o en el inesperado éxito que obtiene el giro editorial que la protagonista brinda a la publicación en la que colabora, al convertirse en improvisada jefa de redacción de la misma-. Pero hay algo que impide que el título de Sandrich sobrepase nunca la barrera de una discreta validez, y es la falta de arrojo con la que el director afronta una historia, en la que ni mirándola en el tratamiento de una luchadora de los derechos de la mujer –resulta en esta vertiente demasiado blanda- ni, por supuesto, encontramos en sus imágenes, una narración en la que destaque por su intensidad. En este sentido, momentos como el que propicia la muerte de la hermana de la protagonista, aparecen sin una especial fuerza, ni siquiera el encuentro tantos años después del que fuera su primer amor –ahora convertido en acaudalado y amargado hombre casado-, traslada al espectador esa sensación casi obligada del melodrama con “carne”. Cierto es que aparecen momentos de cierta delicadeza –esa mujer desahuciada que acude a la redacción de la revista pidiendo ayuda, que servirá como detonante para que Pam se decida a modificar la línea de la publicación y, con ello, ser más consecuente con su personalidad-, o incluso movimientos de cámara provistos de una notable elegancia –como el que describe el baile de sociedad que contemplaremos en los primeros minutos de la función-, esa inesperada tempestad que sucederá tras el último encuentro con Lord Gerald (Van Hefflin) para intentar parar el escándalo que se avecina entre ambos, o la emoción  que muestra el abrazo final entre ese padre adusto que comprende –muy a su pesar- la equivocación de su forma de educación y su comprensiva hija. Pero también es cierto que A WOMAN REBELS le cuesta arrancar –sus primeros minutos resultan algo morosos-, que algunos de sus instantes devienen carentes de fuerza –la mayor parte de las secuencias amorosas entre Pamela y Thomas-, y que incluso los instantes finales aparecen desprovistos de la rotundidad que casi pide a gritos su enunciado.

En definitiva, pese a resultar una película que se deja ver, sin entusiasmos pero también sin objeciones, lo cierto es que un argumento como el que plantea A WOMAN REBELS –obra de Anthony Veiller y Ernest Vajda, basado en la novela Portrair  of a Rebel de Nella Syrett- en todo momento parecía destinado a un cineasta como John M. Stahl. De sus manos hubiera salido otra muestra de su estilo sobrio pero, del mismo modo, acompañados de esos instantes de inigualable inventiva que sabía proporcionar a su cine, integrándolos además con la debida pertinencia en su marco social, como solo un estilista de su talla sabía ofrecer. Y para ello, no hay más que comparar la conclusión del título que nos ocupa, con la electrizante –aunque en apariencia pareciera del mismo grado- filmada por el mencionado cineasta en ONLY YESTERDAY (Parece que fue ayer, 1933).

Calificación: 2

TOP HAT (1935, Mark Sandrich) Sombrero de copa

TOP HAT (1935, Mark Sandrich) Sombrero de copa

He de reconocer que a veces soy un bicho raro, y hay producciones cinematográficas que gozan de una "mítica" ante la que no puedo más que expresar mi estupefacción al considerar que en la mismo no hay más que grisura envuelta con esporádicos destellos de talento.

Este es para mi el caso de esta hipervalorada SOMBRERO DE COPA. A saber, mezclese un apagado argumento de comedia basada en el clásico vodevil, estirado hasta la extenuación y con un casi nulo timming. A ello agreguen una serie de números musicales desigualmente vinculados al ténue hilo argumental, mézclese en la coctelera y de la misma aparecerán todas las producciones de la RKO creó con gran aceptación popular para la conocida pareja formada por Fred Astaire y Ginger Rogers. Muchas y variadas fueron las colaboraciones de este tandem pero bien es cierto que el resultado final de las mismas en pocas ocasiones adquirió una especial significación -pienso en la ocasión en la que George Stevens dirigió alguna de estas películas-.

¿Qué ofrece en concreto SOMBRERO DE COPA? Los mitómanos amantes del musical hablarán de la maestría de Fred Astaire en el baile, la música de Irving Berlin, la coreografía de Hermes Pan, la performance cómica de Edward Everett Horton... ¿Pero ello es suficiente para elevar esta peliculita al altar de los "clásicos"? En mi opinión, no. Es innegable que SOMBRERO DE COPA comienza de forma ingeniosa con ese travelling de retroceso de sombrero que se ofrece como fondo a los títulos de crédito, mostrando la entrada de los componentes de un club londinense y una divertida situación de comedia en el interior del mismo al violentarse las reglas de silencio que en él se siguen como norma estricta.

Lamentablemente esa es la máxima situación de comedia planteada, ya que junto a los desiguales devaneos del criado de Everettt Horton (el empresario que contrata a Jerry Travers -Astaire-), el resto del no muy extenso metraje de la película rodea el aburrimiento y las convenciones más rutinarias. Es sorprendente que en un año -1935- en el que ya quedaba sobradamente demostrado el talento de nombres como Lubistch, McCarey o Hawks, puedieran ofrecerse unas convenciones de comedia tan tediosas por un artesano tan poco dotado como Mark Sandrich.

Pero es que en la vertiente musical -ese terreno en el que los exégetas del género, entre los que no me encuentro, basan la valía de títulos como este-, los números ofrecidos no tienen implicación con el contenido "interior" del mismo. Es decir no sirven, como sí sucediera en el musical clásico, como expresión de sentimientos de sus personajes. En este sentido, bien es cierto que el número en el que Astaire y Rogers bailan en el reencuentro y delante de la hipotética esposa de este (el equívoco del film) -el célebre cheeck to cheeck- sí acierta a expresar esa pasión amorosa de la pareja. Esa secuencia, los ya señalados contados momentos válidos de comedia y una en ocasiones acertada utlización de fundidos/encadenados, es el corto balance de uno de esos "falsos mitos" de un entonces naciente musical americano, que uan década después y fundamentalmente de la mano del productor Arthur Freed y realizadores como Stanley Donen y Vincente Minnelli, ofrecería lo mejor de si mismo a la historia del cine.

Calificación: 1’5