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CINEMA DE PERRA GORDA

Nicolas Roeg

WALKABOUT (1971, Nicolas Roeg) Más allá de...

WALKABOUT (1971, Nicolas Roeg) Más allá de...

Hay ocasiones en el cine, muy de tanto en tanto, que se nos presentan películas, que escapan a toda clasificación. Que más que películas, aparecen como auténticas experiencias. No me cabe la menor duda, que WALKABOUT (Más allá de…, 1971. Nicolas Roeg), es una de ellas. Lo es por su configuración única, aunque la misma supusiera el debut en solitario, de un realizador inclasificable, recientemente desaparecido, al que el tiempo ha dado la razón. Y ni siquiera en ello, deberá tener especial significación el hecho de que su presencia, supusiera casi el pistoletazo de partida, de toda una corriente de esplendor en el cine australiano -marco en el que se desarrollará su trazado-, de la cual emergería la figura indiscutible de Peter Weir. La grandeza de esta obra desequilibrada, reside principalmente en escapar a los cánones más o menos convencionales de la narrativa cinematográfica, para instalarse en una condición totalmente libre, en la que encontrará la oportuna condición de plantear una propuesta tan sencilla, como absolutamente sensorial. Un relato que logra ir calando en un espectador mínimamente proclive a la absorción del enorme caudal de sugerencias acumuladas -en ocasiones de manera abrupta, en otras casi a modo de inesperados fogonazos-, ofreciendo finalmente una sensación de totalidad, haciendo ver que, en realidad, la autenticidad de la existencia, se encuentra presente en cualquier ámbito en que la misma se describa.

Así pues, tras un rótulo que describe el significado del walkabout -una prueba de resistencia de los adolescentes aborígenes, para llegar a su condición de adultos-, la acción se detendrá en la familia formada por sus dos jóvenes hijos -encarnados por Jenny Agutter y el pequeño Luc Roeg, hijo del realizador-, y un padre, ambos en apariencia de situación acomodada, que un día irán de excursión al desierto, donde su progenitor intentará matarlos con una pistola y, en última instancia, él mismo se suicidará, tras incendiar su coche. Será el punto de partida para que los dos pequeños, se sometan a la inhóspita introducción en la dureza del desierto, perdiéndose en su inmensidad, y sufriendo la carencia de agua y alimentación. Será algo que solventarán de manera inesperada, cuando se encuentran al borde de la extinción, al aparecer ante ellos un pequeño oasis. Allí descubriendo un efímero paraíso, que del mismo modo que ha aparecido, hará desaparecer sus aguas bajo la tierra. Pero cuando vuelva a surgir el desasosiego, surgirá la figura de un joven aborigen -encarnado por David Gulpilil, protagonista años después, de la canónica THE LAST WAVE (La última ola, 1977. Peter Weir)-, cuya presencia providencial, servirá para introducir a los dos hermanos, en el contexto de la lucha por la supervivencia en la naturaleza, agreste y hostil, del desierto australiano. Un contexto, en el que, de manera libre, la cámara impresionista de Roeg -al mismo tiempo que director, ejerciendo de operador de fotografía- se sumerge en un conjunto revestido de detalles, de universos paralelos -la recurrencia a planos en los que se describe la vida interna de las criaturas del desierto-. Al contraste de mundos que evidencian los tres personajes protagonistas. A la injerencia que se va manifestando, de la presencia de la civilización en la inmensidad del desierto -esa secuencia prescindible de los meteorólogos, empeñados en atisbar el escote de su compañera, el brevísimo episodio, en el que un empresario blanco, utiliza mano de obra aborigen, paras confeccionar unas esculturas en serie, que se venderán como autóctonas-. Pero lo importante en WALKABOUT en la cercanía del más pequeño con el aborigen que, de alguna manera, con su más corta edad, carece de esa pulsión, que en ningún instante se mostrará, en la sexualidad de los dos adolescentes. En ese amor imposible, pero en el fondo deseado por ambos, descrito entre actos en apariencia banales. Entre la descripción de esa vegetación, cuyas ramas adquieren referencias eróticas. En la lucha inclemente por la supervivencia. Y entre esa vivencia en pleno marco agreste, que aparece tan deslumbrante como peligrosa, en toda su magnitud. Esa capacidad para mostrar la ambivalencia de la vida de la naturaleza, así como el contraste entre la misma y la ingerencia del progreso, queda en el fondo como marco para una historia bellísima y llena de sensibilidad que, en el fondo, no deja de ser una prolongación, de una de las corrientes más valiosas del cine británico.

Es aquella marcada por el universo infantil y juvenil, describiendo en ella la madurez y, por que no señalarlo, la crueldad del mismo. Es algo que podrían manifestar títulos que van desde WHISTLE DOWN THE WIND (Cuando el viento silva, 1961. Bryan Forbes), hasta LORD OF THE FILES (El señor de las moscas, 1963. Peter Brook), pasando por SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huida hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick), en mi opinión, la mejor película inglesa de todos los tiempos. Prolongando dicha tendencia de un modo personalísimo, con elecciones visuales que en algún momento pueden resultar cuestionables, Roeg plasma todo un canto coral de amor a la naturaleza, a la vida, al contraste y al dolor de la imposibilidad de convivencia, de seres nacidos y criados en ámbitos por completo opuestos.

Para ello, utilizó la novela de Donald G. Payne (bajo el seudónimo de James Vance Marshall), transformada en sencillo guion por Edward Bond y, a través de esa mínima premisa, introducirse de lleno en un contexto dominado por la sensualidad, en el que importa mucho más lo que se siente a través de la imagen, antes que la progresión narrativa, de una base argumental, que bien podría haberse comprimido en un cortometraje. Sin embargo, será suficiente para que Nicolas Roeg plasme todo un poema visual. Una propuesta absolutamente sensorial, cuya cadencia, por momentos, adquiere aires sobrenaturales. Es la magia de lo atrevido. De lo osado. De introducirnos en un marco inhóspito, casi de un plano a otro, tras unos primeros minutos, dominados por esa sucesión de planos impersonales que describen la alienación del progreso. A partir de ese momento, WALKABOUT queda inmersa en ese estado de ensoñamiento. De fábula casi, que tendrá su primera parada, con el encuentro de los dos hermanos con el aborigen. Tres seres que, pese a hablar diferentes idiomas, se podrán comunicar -especialmente el pequeño con el indígena-, demostrando que en el mundo de las emociones y los sentimientos, aparece imbricado de forma más íntima, que cualquier otro tipo de comunicación. Donde los sentimientos aparecen tan tamizados, como la propia posibilidad de que ellos se puedan llevar a cabo. Donde poco a poco, el propio aborigen, secretamente enamorado de la muchacha, irá asumiendo con creciente desolación, como según va conduciendo a los dos hermanos, de regreso a la civilización, no va a haber entre ellos lugar para él. Ya lo ha comprobado a partir del momento de la llegada a esa vieja granja abandonada, que por un momento pudo pensar, podría ser el lugar en que vivieran juntos, y en el que la muchacha mostrará su emoción, al contemplar viejas fotografías.

No podrá ser. El auténtico walkabout de esta película, asistirá con tanta entereza como desolación el fracaso de sus deseos, exteriorizándolo con una danza de la muerte, tras meditar entre los huesos de cadáveres de animales, maquillado para la ocasión. Será el último encuentro con esos seres que han modificado su concepción tribal de la existencia, aunque él, pese a su entrega, no haya logrado transmitirles su deseo, de un futuro en común. Se colgará de un árbol, sin que esa inmolación provoque en los dos hermanos la más mínima conmiseración, retornando de nuevo a la civilización, tras el discurrir por esa carretera que encontró el aborigen, y que les irá permitiendo encontrar vestigios previos de la misma -ese poblado junto a la mina abandonada-.

Roeg editó bastantes años después de su estreno, una versión más corta de su película, que finalizaba con la muerte del joven. No faltan voces -entre ellas, la de mi admirado colega Quim Casas-, que prefiere la rotundidad del mismo, a la que muestra la copia estrenada inicialmente, que es la que he podido contemplar. Prefiero, sin embargo, la emotividad que se reflejará tiempo después, cuando la adolescente se encuentre cómodamente casada y, al mismo tiempo, inmersa en el marasmo de la rutina, ante un esposo que solo apela a su progresión laboral. Por un momento, la mente de ella se trasladará al pasado, y la cámara de Roeg nos volverá a traer, sobreimpresionado sobre su rostro, y recuperando el maravilloso fondo sonoro de John Barry, los instantes quizá más íntimos, del baño conjunto de los tres protagonistas del relato, desnudos, en medio del lago, mientras una voz en off, declama estos versos, en uno de los finales más conmovedores del cine de la década de los 70;

"En mi corazón sopla un aire asesino de tierras lejanas ¿Qué son esas colinas azules tan recordadas? ¿Y los capiteles y las granjas? Es la tierra de la satisfacción perdida. Veo su luminosa llanura. Los felices caminos que recorrí, y que no volverán jamás".

Calificación: 4

DON’T LOOK NOW (1973, Nicolas Roeg) Amenaza en la sombra

DON’T LOOK NOW (1973, Nicolas Roeg) Amenaza en la sombra

De ser uno de los operadores de fotografía más reputados del Swinging London, cuando el cine británico se replegó en uno de sus periódicos retrocesos industriales y creativos, el recientemente fallecido Nicolas Roeg, apuesta por dar el salto, junto al iconoclasta Donald Cammell, dando vida una de las obras más controvertidas y reveladoras de aquel tiempo, siempre lindante con la psicodelia, la estupenda PERFORMANCE (1970). Será el inicio de una zigzagueante e irregular trayectoria, repujada de aportaciones televisivas y videos, conformando una desconcertante aportación, que justo es reconocer, en sus momentos iniciales, albergaba más inquietud que la posteriormente manifestada. DON’T LOOK NOW (Amenaza en la sombra, 1973), será su tercera realización -tras la reconocida WALKABOUT (Idem, 1971) -que tardó muchos años en ser estrenada en nuestro país, y aún así, también de tapadillo-.

No es el caso de este thriller sobrenatural, adaptación de una historia de Daphne Du Maurier, entroncando con ese periodo inquieto y renovador para el cine fantástico, que brindó propuestas en su momento de gran éxito comercial, pero que la crítica del momento no supo apreciar en la medida de su valía. Títulos como THE OMEN (La profecía, 1976. Richard Donner), o incluso sin haber llegado en su momento a nuestro país, como el revindicado THE WICKER MAN (1973, Robin Hardy). Fueron estas y otras muchas -pienso en los primeros exponentes de Brian De Palma-, propuestas que conectaban con una serie de miradas renovadoras en el género, más conectadas entre sí de lo que podría suponer en primera instancia, pero que pillaron con el pie cambiado a numerosos comentaristas del momento. En cualquier caso, lo cierto y verdad es que nos encontramos con otra cult movie, y que se viene a sumar, a esa nada desdeñable sucesión de títulos, que encontrarían en el marco de una decadente Venecia, el lugar adecuado para plasmar un argumento denso e inquietante que, al mismo tiempo, resulta fácil de definir en unas muy pocas líneas. Estoy convencido, por otro lado, que cuando Paul Schrader asume la realización de la espléndida -y también ¡Oh, casualidad!, en su momento despreciada- THE COMFORT OF STRANGERS (El placer de los extraños, 1990), tuvo bien presente esta película que, entre otras cosas describe, como el título de Schrader, la crisis de una pareja.

La película se iniciará en la vivienda inglesa de un acomodado matrimonio. El formado por John (Donald Sutherland) y Laura Baxter (Julie Christie). Se trata de una pareja joven y acomodada -él es restaurador-, que conversan en su casa de campo, mientras sus dos hijos juegan en los amplios exteriores campestres. De manera inesperada, mientras en una de las diapositivas que maneja John surge una mancha roja de tinta, la pequeña morirá ahogada, provocando un comprensible shock en la pareja. La acción pasará a la ciudad de Venecia, que aparecerá tan sugerente y envejecida como pocas veces ha sido recogida en la gran pantalla, donde John ha atendido el encargo del obispo Barbarrigo (Massimo Serato), para restaurar un amplio y casi ruinoso templo. Aunque procuran no hablar de ello, resulta evidente que el recuerdo latente de la muerte de la pequeña, consolidando además la sensación, que su relación aparezca desprovista del más mínimo aliciente. Un día, cuando ambos acuden a un viejo restaurante, Laura conocerá a una pareja de inglesas, una de ellas ciega -Heather (magnífica e inquietante Hilary Mason)-, con poderes psíquicos, que le revelará que ha visto a su hija entre ella y su marido. Los indicios harán que esta renazca de un pasado cercano que se presume dominado por desequilibrios mentales, llegando incluso a favorecer la pulsión sexual entre la pareja. Sin embargo, su esposo en ningún momento dará pábulo a estas revelaciones, aunque poco a poco se irá percibiendo una atmósfera casi irrespirable, en la que intervendrán una serie de crímenes que se vienen cometiendo en suelo veneciano. Esa creciente tensión, no solo repercutirá en torno al propio matrimonio, sino incluso a personajes de entrada secundarios, como ese obispo que, pese a no querer, debe dejar una puerta abierta a cualquier indicio de lo sobrenatural. Todo ello, llevará finalmente a John a asumir aquello que ha ido negando de manera insistente, aunque llegado ese momento, todo será demasiado tarde.

Para poder degustar de los considerables placeres que  ofrece DON’T LOOK NOW, no cabe duda que cualquier espectador formado en el clasicismo cinematográfico, tiene que dejar de lado dicha premisa, para poder entrar, en ese derroche de fúnebre sensualidad que nos proporciona el film de Roeg. Verdadera sinfonía de rojo y agua, transmite en todo momento al espectador una creciente sensación de desasosiego, convirtiendo las calles de Venecia, en el primer personaje de este oscuro thriller psicológico, que en algunos momentos asume cierta herencia del giallo italiano, pero que en todo momento adquiere personalidad propia. Y lo hace a través de una formulación que asume no pocas debilidades visuales de la época -montaje de planos cortos, teleobjetivos, zooms, ralentis,  flous-, pero que preciso es reconocer, logra configurar un conjunto denso e inquietante. Es más, me atrevo a señalar que dicha estética -tan cuestionable en otros ámbitos-, le va como anillo al dedo a una película que, más que narrar, ofrece momentos, instantes, miradas y sensaciones. Una puesta en escena totalmente descriptiva, que discurre a través de una mínima base argumental, centrada sobre en el reconocimiento de aquello que John mantiene oculto, y ni siquiera es capaz de percibir, a través de la cual, el espectador siente en carne propia el creciente desasosiego de dos seres rotos en su convivencia, a los que ni siquiera el anuncio de una existencia ultraterrena para su hija, conseguirá centrar su vida en común.

Ayudado por una física y exuberante fotografía en color de Anthony Richmond, y la abigarrada partitura sonora de Pino Donaggio -pocos años después, fichado para el ya citado De Palma-, es evidente que esa formulación visual incurre en no pocas redundancias -pienso en ese plano subjetivo que se superpone, recordando la muerte de la niña, cuando John contempla el cadáver de una joven, que extrae la policía de un canal-. Sin embargo, hay tanta desmesura, que todo confluye en esa sucesión de matices, recovecos… Ese hotel en el que residen nuestros protagonistas, en donde no parece hospedarse nadie. Ese comisario de policía que mira con insana inquietud a John, cuando este denuncia la ausencia de noticias de su esposa, después de haberla visto en un vaporetto por el canal. El aire casi ruinoso del templo que este restaura, dominado por oscuras esculturas, de inquietante presagio. La mirada sombría del obispo, expresando esa zozobra que a él también le atenaza. La ambivalencia que expresa Heather, con esos ojos exageradamente cegados. La facilidad con la que en Venecia se pasa de una calle transitada o una que parece de otra dimensión. Las ratas que surgen de sus aguas que parecen detenerse en el tiempo. La constante presencia de objetos y seres destacados en el uso del rojo…

Antes lo señalaba, DON’T LOOK NOW supone, más que una propuesta convencional, toda una experiencia. Un extraño, desigual pero siempre fascinante, paseo, por un entorno en el que la decadencia, se dará de la mano como puente de dimensiones paralelas.

Calificación: 3’5

PERFORMANCE (1969, Donald Cammell & Nicolas Roeg) Performance

PERFORMANCE (1969, Donald Cammell & Nicolas Roeg) Performance

La aplicación de la psicodelia y diversas licencias visuales populares en las postrimerías de los años sesenta, fue una de las modas más molestas y caducas del cine de su tiempo. Presente en títulos en ocasiones exitosos –POINT BLACK (A quemarropa, 1967. John Boorman)-, en otros caracterizados por su aparente severidad –PETULIA (1968, Richard Lester)-, y en ocasiones incluso inserta en propuestas de género insólitas por su incorporación –EYE OF THE DEVIL (1966, John Lee Thompson)-, lo cierto es que fueron parte determinante de la expresión de unos modos fílmicos, que hoy día aparecen quizá tan caducos como en el momento de su propia aplicación, pero en ocasiones permiten la aparición de exponentes, que más allá de estar adornados por dicha estética, emergen precisamente como parte implícita de la misma.

Mi recuerdo al lejano visionado de PERFORMANCE (1969, Donald Cammell y Nicolas Roeg, 1969), era poco menos que calamitoso. Con menos de veinte años de edad las imágenes de esta cruel fábula, dominada entre una extraña adscripción a una violenta aplicación el cine de gangsters, y la inserción dentro del ámbito del drama psicológico, que asumía por un lado corrientes de gran riqueza inherente al cine inglés, pero al mismo tiempo se imbuía con el espíritu de una corrientes extremas marcadas en una cultura urbana británica, en aquellos momentos en estado de decadente ebullición. Fruto de todo ello y, fundamentalmente, de la mente de esa extraña personalidad que fue Donald Cammell (1934 - 1996), surge una película que en el momento de su estreno fue literalmente vilipendiada, y que vista con el paso de los años, adquiere una extraña condición de punto de referencia, de cara a posteriores exponentes en los dos ámbitos antes señalados –el que podría representar en un sentido el GET CARTER (Asesino implacable, 1971. Mike Hodges), y por otro el Roman  Polanski de LE LOCATAIRE (El quimérico inquilino, 1976)-. Lo cierto y verdad es que el inicio de esta autentica paranoia psicológica que brinda PERFORMANCE, se inicia con una excesiva recurrencia al montaje psicodélico, aquilatando marcos y ámbitos temporales, y acentuando el aspecto crispado de la propuesta, en lo que no  fue más que una opción elegida para solventar diversos problemas de posproducción. En muchas ocasiones, los resultados finales de determinadas elecciones, más allá de su resultado final, provienen de circunstancias externas que, caso de ofrecer un resultado positivo, suelen ser ocultas.

Sin embargo, más allá de aspectos puntuales, de lo caótico que al parecer resultó un rodaje, en donde el consumo colectivo de drogas fue uno de los elementos determinantes, lo cierto es que la entraña de PERFORMANCE aparece viva, violenta en estado extremo, desatando el apasionamiento que impregnan todas sus imágenes, recargadas por un cromatismo desaforado, excesivo como la propia película. Un recorrido en el que importa poco lo liviano de su guión, puesto que más que asistir a un relato, la película se erige como una experiencia, todo lo irregular que se quiera, pero a fin de cuentas extrema, como una especie de punto sin retorno, representativo  en último término, de la virulencia que se estaba viviendo en una sociedad que dejaba atrás de manera abrupta unos años dominados por el hedonismo. Esos exteriores tan alejados del Swinging London, serían el marco de una relativa decadencia, de una severidad poco a poco habitual en el cine de las islas, en el que contemplaremos durante los primeros minutos las andanzas de Chas (James Fox), un matón de notable carisma y buena presencia, caracterizado por su acentuado sadismo y carácter expeditivo, a la hora de dar rienda suelta a los encargos para intimidar a  aquellos que se resisten a las llamadas de su jefe Harry Flowers (Johnny Shannon). Caracterizado por un innato narcisismo –cu aspecto cuidado, la tendencia a observarse ante el espejo-, por momentos aparece casi como un precedente primitivo del Patrick Bateman que encarnó Christian Bale en AMERICAN PSYCHO (2000, Mary Harron). La querencia de Chas en una escalada que llegará a escandalizar a sus jefes, trasladará un punto de inflexión cuando llegue a atacar a un antiguo compañero de colegio, que se ha aliado a sus superiores, ya suspicaces, signifique para él, el inicio de su caída en desgracia. Vivirá una tremenda emboscada desarrollada en su propio apartamento, sufriendo una agresión de tintes homosexuales, que de manera inesperada logrará revertir, eliminando a ese antiguo compañero de infancia y competidor. Será la oportuna motivación para que aquellos que lo han estado utilizando hasta entonces, inicien su búsqueda y captura. En parte para quitarse de encima alguien que podía rebelarse a los códigos imperantes en el “hampa”, y en parte para evitar que la injerencia policial pudiera perjudicarles –un poco como sucedía con el M de Fritz Lang-. Abocado a ello, Chas se teñirá el pelo y huirá para evitar ser eliminado. De manera casual, en la terminal del tren obtendrá una dirección en una vieja y desvencijada mansión ubicada en un barrio decadente de Londres, donde se aloja una estrella del rock retirada de la popularidad y la fama –Turner (Mick Jagger)-, a quien rodean dos muchachas, conformando una atmósfera turbia y malsana. Imbuido por un lado en la mejora de sus heridas, y en llevar a la práctica una huída definitiva que le lleve hasta Nueva York, Chas será rechazado por Turner en el primer encuentro que tengan ambos –es aceptado a ocupar el sótano de la vivienda por la mediación de Pherber (Anita Pallenberg), una joven más cercana a este-. Sin embargo, logrará mantener su estancia mintiendo al señalar que se trata de un malabarista, y adoptando el nombre de Johnny Dean –en la habitación se encuentra un troquelado con la figura de James Dean-. A partir de ese momento, nada será igual para nuestro protagonista, al que todos los residentes en la decrépita mansión verán no solo a un hombre que despierte sus instintos más íntimos. Para ello lo sobreprotegerán, pero al mismo tiempo iniciarán con él una relación en la que la bisexualidad, la relatividad en el juego de identidades, o en el que nada será como parece, llegándose a introducir ciertos matices oníricos e incluso ligeramente fantastiques. Todo ello, conformando una atmósfera asfixiante. Casi de otro mundo, en la que aflorarán los matices más recónditos de la psique humana, representado en unos personajes extremos, que mirándose en el espejo de sus propias interioridades, no dudarán en exteriorizarlos, en una especie de ceremonia de la confusión. En una danza bizarra y malsana, en la que las pasiones más reprimidas se harán presentes, en un universo de aparente liberación total, hasta el punto de que llegado un inevitable reencuentro con su realidad, el futuro de Chas se dilucide en una sorprendente conclusión que, en el fondo, no es más que una hipnótica y catárquica consecuencia a todo lo vivido.

Dividida en dos mitades de opuesta condición, destaca en PERFORMANCE el carácter nervioso y violento de su primera parte, en contraste con la sinuosa, claustrofóbica e hipnótica segunda mitad, que se iniciará con un poderoso picado en el que se describirá la llegada de Chas a la mansión de Turner, describiéndolo como un ser que casi aparece atrapado en un marco con vida propia –a mi modo de ver, el instante más inquietante del relato-. Conocido es el aura terriblemente violenta que tendrá el ataque con ácido a un Mercedes y el afeitado de la cabeza de su chofer con motivos intimidatorios que, junto al ataque al propio Chas, se erigirán como los fragmentos más violentos del conjunto. En su oposición, el amplio bloque desarrollado en el decrépito edificio propiedad de la enigmática estrella del rock, se caracterizará por una menor recurrencia al montaje sincopado, asistiendo por el contrario a una sintonía con la psicodelia, sobre todo en las secuencias en las que nuestros personajes se dan a la ingesta de drogas alucinógenas.

Excesiva de manera genérica, capaz de múltiples lecturas, en una ceremonia abierta en todo momento, densa y gratuita a partes iguales, representativa de un momento concreto y, al mismo tiempo, expuesta a contrastadas referencias, es curioso que se recuerde en muchas ocasiones PERFORMANCE por la presencia en su reparto de la estrella de los Rolling Stones, Mick Jagger. Cierto es que fue el punto de partida para poder llevar adelante este insólito proyecto. Sin embargo, si hay alguien que de verdad merece una mención más allá de todo elogio, es la entrega que ofrece James Fox encarnando a ese matón de extraña psicología, que le costó una crisis personal y abandonar la profesión durante ocho años. Como quiera que siempre he considerado a Fox uno de los grandes intérpretes ingleses de su tiempo, su adscripción a una escuela interpretativa más o menos “clásica”, le impidió adscribirse a la irrefrenable corriente de los Angry Young Man, a los que en algún caso superó en talento. En una carrera dominada por roles que unían su apostura con la versatilidad, cierto es que Fox ofreció dos referencias que anticipan lo alcanzado en el film de Cammell y Roeg. Por un lado su revelación en THE SERVANT (El sirviente, 1963. Joseph Losey) -¿Quizá por ello fue elegido para esta película?-, y por otra el hosco y magnífico personaje encarnado en la no menos admirable KING RAT (1965, Bryan Forbes). Su performance –valga la redundancia-, sobrepasa cualquier medida en el terreno de la encarnación de un personaje, para convertirse en la mayor representación de la experiencia extrema que, en última instancia, brinda está insólita y enfermiza obra de Cammell y Roeg.

Calificación: 3