WALKABOUT (1971, Nicolas Roeg) Más allá de...
Hay ocasiones en el cine, muy de tanto en tanto, que se nos presentan películas, que escapan a toda clasificación. Que más que películas, aparecen como auténticas experiencias. No me cabe la menor duda, que WALKABOUT (Más allá de…, 1971. Nicolas Roeg), es una de ellas. Lo es por su configuración única, aunque la misma supusiera el debut en solitario, de un realizador inclasificable, recientemente desaparecido, al que el tiempo ha dado la razón. Y ni siquiera en ello, deberá tener especial significación el hecho de que su presencia, supusiera casi el pistoletazo de partida, de toda una corriente de esplendor en el cine australiano -marco en el que se desarrollará su trazado-, de la cual emergería la figura indiscutible de Peter Weir. La grandeza de esta obra desequilibrada, reside principalmente en escapar a los cánones más o menos convencionales de la narrativa cinematográfica, para instalarse en una condición totalmente libre, en la que encontrará la oportuna condición de plantear una propuesta tan sencilla, como absolutamente sensorial. Un relato que logra ir calando en un espectador mínimamente proclive a la absorción del enorme caudal de sugerencias acumuladas -en ocasiones de manera abrupta, en otras casi a modo de inesperados fogonazos-, ofreciendo finalmente una sensación de totalidad, haciendo ver que, en realidad, la autenticidad de la existencia, se encuentra presente en cualquier ámbito en que la misma se describa.
Así pues, tras un rótulo que describe el significado del walkabout -una prueba de resistencia de los adolescentes aborígenes, para llegar a su condición de adultos-, la acción se detendrá en la familia formada por sus dos jóvenes hijos -encarnados por Jenny Agutter y el pequeño Luc Roeg, hijo del realizador-, y un padre, ambos en apariencia de situación acomodada, que un día irán de excursión al desierto, donde su progenitor intentará matarlos con una pistola y, en última instancia, él mismo se suicidará, tras incendiar su coche. Será el punto de partida para que los dos pequeños, se sometan a la inhóspita introducción en la dureza del desierto, perdiéndose en su inmensidad, y sufriendo la carencia de agua y alimentación. Será algo que solventarán de manera inesperada, cuando se encuentran al borde de la extinción, al aparecer ante ellos un pequeño oasis. Allí descubriendo un efímero paraíso, que del mismo modo que ha aparecido, hará desaparecer sus aguas bajo la tierra. Pero cuando vuelva a surgir el desasosiego, surgirá la figura de un joven aborigen -encarnado por David Gulpilil, protagonista años después, de la canónica THE LAST WAVE (La última ola, 1977. Peter Weir)-, cuya presencia providencial, servirá para introducir a los dos hermanos, en el contexto de la lucha por la supervivencia en la naturaleza, agreste y hostil, del desierto australiano. Un contexto, en el que, de manera libre, la cámara impresionista de Roeg -al mismo tiempo que director, ejerciendo de operador de fotografía- se sumerge en un conjunto revestido de detalles, de universos paralelos -la recurrencia a planos en los que se describe la vida interna de las criaturas del desierto-. Al contraste de mundos que evidencian los tres personajes protagonistas. A la injerencia que se va manifestando, de la presencia de la civilización en la inmensidad del desierto -esa secuencia prescindible de los meteorólogos, empeñados en atisbar el escote de su compañera, el brevísimo episodio, en el que un empresario blanco, utiliza mano de obra aborigen, paras confeccionar unas esculturas en serie, que se venderán como autóctonas-. Pero lo importante en WALKABOUT en la cercanía del más pequeño con el aborigen que, de alguna manera, con su más corta edad, carece de esa pulsión, que en ningún instante se mostrará, en la sexualidad de los dos adolescentes. En ese amor imposible, pero en el fondo deseado por ambos, descrito entre actos en apariencia banales. Entre la descripción de esa vegetación, cuyas ramas adquieren referencias eróticas. En la lucha inclemente por la supervivencia. Y entre esa vivencia en pleno marco agreste, que aparece tan deslumbrante como peligrosa, en toda su magnitud. Esa capacidad para mostrar la ambivalencia de la vida de la naturaleza, así como el contraste entre la misma y la ingerencia del progreso, queda en el fondo como marco para una historia bellísima y llena de sensibilidad que, en el fondo, no deja de ser una prolongación, de una de las corrientes más valiosas del cine británico.
Es aquella marcada por el universo infantil y juvenil, describiendo en ella la madurez y, por que no señalarlo, la crueldad del mismo. Es algo que podrían manifestar títulos que van desde WHISTLE DOWN THE WIND (Cuando el viento silva, 1961. Bryan Forbes), hasta LORD OF THE FILES (El señor de las moscas, 1963. Peter Brook), pasando por SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huida hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick), en mi opinión, la mejor película inglesa de todos los tiempos. Prolongando dicha tendencia de un modo personalísimo, con elecciones visuales que en algún momento pueden resultar cuestionables, Roeg plasma todo un canto coral de amor a la naturaleza, a la vida, al contraste y al dolor de la imposibilidad de convivencia, de seres nacidos y criados en ámbitos por completo opuestos.
Para ello, utilizó la novela de Donald G. Payne (bajo el seudónimo de James Vance Marshall), transformada en sencillo guion por Edward Bond y, a través de esa mínima premisa, introducirse de lleno en un contexto dominado por la sensualidad, en el que importa mucho más lo que se siente a través de la imagen, antes que la progresión narrativa, de una base argumental, que bien podría haberse comprimido en un cortometraje. Sin embargo, será suficiente para que Nicolas Roeg plasme todo un poema visual. Una propuesta absolutamente sensorial, cuya cadencia, por momentos, adquiere aires sobrenaturales. Es la magia de lo atrevido. De lo osado. De introducirnos en un marco inhóspito, casi de un plano a otro, tras unos primeros minutos, dominados por esa sucesión de planos impersonales que describen la alienación del progreso. A partir de ese momento, WALKABOUT queda inmersa en ese estado de ensoñamiento. De fábula casi, que tendrá su primera parada, con el encuentro de los dos hermanos con el aborigen. Tres seres que, pese a hablar diferentes idiomas, se podrán comunicar -especialmente el pequeño con el indígena-, demostrando que en el mundo de las emociones y los sentimientos, aparece imbricado de forma más íntima, que cualquier otro tipo de comunicación. Donde los sentimientos aparecen tan tamizados, como la propia posibilidad de que ellos se puedan llevar a cabo. Donde poco a poco, el propio aborigen, secretamente enamorado de la muchacha, irá asumiendo con creciente desolación, como según va conduciendo a los dos hermanos, de regreso a la civilización, no va a haber entre ellos lugar para él. Ya lo ha comprobado a partir del momento de la llegada a esa vieja granja abandonada, que por un momento pudo pensar, podría ser el lugar en que vivieran juntos, y en el que la muchacha mostrará su emoción, al contemplar viejas fotografías.
No podrá ser. El auténtico walkabout de esta película, asistirá con tanta entereza como desolación el fracaso de sus deseos, exteriorizándolo con una danza de la muerte, tras meditar entre los huesos de cadáveres de animales, maquillado para la ocasión. Será el último encuentro con esos seres que han modificado su concepción tribal de la existencia, aunque él, pese a su entrega, no haya logrado transmitirles su deseo, de un futuro en común. Se colgará de un árbol, sin que esa inmolación provoque en los dos hermanos la más mínima conmiseración, retornando de nuevo a la civilización, tras el discurrir por esa carretera que encontró el aborigen, y que les irá permitiendo encontrar vestigios previos de la misma -ese poblado junto a la mina abandonada-.
Roeg editó bastantes años después de su estreno, una versión más corta de su película, que finalizaba con la muerte del joven. No faltan voces -entre ellas, la de mi admirado colega Quim Casas-, que prefiere la rotundidad del mismo, a la que muestra la copia estrenada inicialmente, que es la que he podido contemplar. Prefiero, sin embargo, la emotividad que se reflejará tiempo después, cuando la adolescente se encuentre cómodamente casada y, al mismo tiempo, inmersa en el marasmo de la rutina, ante un esposo que solo apela a su progresión laboral. Por un momento, la mente de ella se trasladará al pasado, y la cámara de Roeg nos volverá a traer, sobreimpresionado sobre su rostro, y recuperando el maravilloso fondo sonoro de John Barry, los instantes quizá más íntimos, del baño conjunto de los tres protagonistas del relato, desnudos, en medio del lago, mientras una voz en off, declama estos versos, en uno de los finales más conmovedores del cine de la década de los 70;
"En mi corazón sopla un aire asesino de tierras lejanas ¿Qué son esas colinas azules tan recordadas? ¿Y los capiteles y las granjas? Es la tierra de la satisfacción perdida. Veo su luminosa llanura. Los felices caminos que recorrí, y que no volverán jamás".
Calificación: 4
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