THEY CAME TO A CITY (1944, Basil Dearden)
Nunca debemos dejar de recordar, que los Ealing Studios, produjeron a lo largo de su fructífera andadura, en el seno del cine británico, mucho más que la limitada serie de magníficas comedias, que han trascendido al paso de los años. En su discurrir, al amparo de las directrices de Michael Balcon, se logró pulsar el de una sociedad, que apenas iba sorteando los últimos pasos de la II Guerra Mundial, combinando casi a la perfección, la presencia de una producción con inquietudes sociales, enmarcada en un ámbito destinado a las clases populares, y asumiendo para ello una extensa variedad de géneros y argumentos.
Es por ello, que en dicha productora surgieron propuestas de toda índole, incluso algunas de ellas definidas por su singularidad. THEY CAME TO A CITY (1944, Basil Dearden), es una de ellas. Cuando Dearden se encarga de su rodaje, no puede decirse que sea un neófito como realizador, destacando incluso entre su producción previa, una comedia tan divertida e insólita como BLACK SHEEP OF WHITEHALL (1942, codirigida junto al cómico Will Hay). Es más, al año siguiente, sería el artífice de dos de los episodios de la mítica DEAD OF NIGHT (Al morir la noche. 1945). Y, en buena medida, esa querencia por algunas de las vertientes del fantastique, aparece en esta previa, insólita y, a mi juicio, definitivamente fallida THEY CAME TO A CITY, centrada en una ilustración de la obra teatral de J. B. Priestley. A mi juicio, nos encontramos dentro de una corriente del fantástico británico, empeñado en extenderse en un ámbito dominado por lo discursivo, y descrito en una corriente de producción, donde tenga una considerable preponderancia la escenografía. Es un contexto donde se describen, títulos que gozan de una muy positiva consideración, aunque personalmente uno haya siempre tenido más en cuarentena tales entusiasmos. Son exponentes como THING TO COME (La vida futura, 1936. William Cameron Menzies) o A MATTER OF LIFE AND DEATH (A vida o muerte, 1946), ambos estimables y con ocasionales logros, pero en los que disto mucho de situarme en su generalizada consideración como clásicos.
En cualquier caso, se trata de dos referencias, que se sitúan muy por encima, de esta extraña parábola social, en la que presente insertarse THEY CAME TO A CITY, iniciada con una panorámica en plano general, describiendo el exterior de una ciudad industrial, hasta desembocar en la discusión de una joven pareja, en cuyos atuendos se adivina la cercanía de la guerra. Hasta ellos se acercará un hombre anónimo -encarnado por el propio Priestley-, que intentará mediar en la disputa, proponiendo la posibilidad de introducir a una serie de personajes para, con ellos, establecer una mirada globalizadora, que permita establecer la diversidad de caracteres que definirá la sociedad inglesa del momento. Será la oportunidad para presentar, en breves flashes, a nueve hombres y mujeres, de diversas edades y extracciones sociales. Casi de repente, se nos introducirá en un entorno indeterminado, dominado por unas grandes y esquemáticas construcciones, en donde todos estos seres, tras su presentación habitual, se encontrarán, sin saber ni donde están, ni por que han llegado. Un recinto dominado por nieblas, y de una cierta aura sobrenatural, que será el marco teatralizante, para que estos estereotipados personajes, den rienda suelta, a ese sueño de ‘socialismo utópico’, que fue uno de los marcos en los que se desarrolló la andadura literaria y escénica de Priestley. Nada hay de malo y censurable en ello. Es más, uno puede llegar a compartir no pocos de sus enunciados, centrados ante todo en la búsqueda de un disfrute pleno del ser humano en el seno de su sociedad, derribando para ello las barreras del clasismo o una rígida y caduca moralidad inglesa de aquel tiempo y, si se me apura, de todos los tiempos. Lo malo, lo que a mi juicio impide que THEY CAME TO A CITY revista el necesario interés, reside en que su plasmación cinematográfica resulta enfática hasta la náusea, hasta el punto de que incluso las buenas interpretaciones de sus actores, devienen terriblemente teatrales y convencionales, ya que lo que declaman, en modo alguno está definido por la autenticidad cinematográfica. Es cierto que, en ocasiones, Dearden intenta insuflar cierto interés fílmico, a la hora de encuadrar y poner en valor la llamativa escenografía, o la presencia de esa extraña puerta, que todos esperarán que se abra. O esas miradas hacia ese suelo sobre el que están ubicados, intentando dinamizar una estructura teatral, y fomentar, siquiera sea de manera inane, el off narrativo. En un momento dado, la acción volverá al momento presente, y al trío inicial, retornando al flashback, para contemplar como esos nueve personajes, se enfrentan a la apertura de la puerta, que les permitirá acceder a un nuevo contexto… Una ciudad que nunca contemplaremos -otra búsqueda del over narrativo, que servirá, sin embargo, para someter a prueba a todos estos seres, en la medida que se han puesto en contacto con una población, y con unas gentes -que tampoco veremos-, que a la mayor parte de ellos les ha soliviantado, pero que a una parte les ha abierto los ojos, cara a ver y sentir la posibilidad de un mundo mejor.
Todo muy utópico, pero, al mismo tiempo, todo muy plomizo. Y en ocasiones, y en este caso, tanto Basil Dearden como todos los que participaron en este experimento, se olvidaron de que una regla básica del cine, es la de hacer creíble cualquier ficción que se plasme, por muy peregrina que esta resulte. Por desgracia, y pese a reflejar en su metraje, los rasgos que hicieron popular la obra de Priestley, lo cierto es que nos encontramos con una propuesta tediosa, esquemática, que desaprovecha considerablemente las oportunidades que tenía para hurgar en su lenguaje fantastique, y que finaliza con la misma abulia con la que se inició. Hay en su parte final, sin embargo, dos momentos que personalmente, me permiten intuir las posibilidades que hubiera albergado su propuesta, caso de haber introducido en ella, un tratamiento de personajes menos enfático. Se trata de la reacción de dos de los personaje -ambos de clase alta y considerable edad-, que decidirán abandonar esa utópica población. Uno de ellos, será ese hombre, acostumbrado a vivir su soledad, en los clubs londinenses, reconociendo -entre la nostalgia y el escepticismo- su misantropía, y su imposibilidad de convivir con nadie. El otro será aún más dramático, cuando en el enfrentamiento entre madre e hija -hasta entonces la segunda siempre dependiente de su progenitora-, decida independizarse de ella, optando por regresar a la ciudad que ha vislumbrado. Un momento maravilloso, en el que su madre -maravillosa Mabel Terry-Lewis, en su última intervención cinematográfica-, reconocerá tras una última mirada “Soy demasiado mayor para cambiar”, abandonando a Philippa (Fanny Rowe), y asumiendo su soledad. Son instantes que dan la medida, de lo que pudo ser y no fue, en esta película tan ambiciosa en sus objetivos como, a mi juicio, trasnochada en su expresión fílmica.
Calificación: 1’5
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