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CINEMA DE PERRA GORDA

Peter Bogdanovich

THE LAST PICTURE SHOW (1971, Peter Bogdanovich) La última película

THE LAST PICTURE SHOW (1971, Peter Bogdanovich) La última película

Pasan los años, y THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971), sigue siendo una obra que aparece en una doble frontera. Una frontera interior, al describir con tanto afecto como desencanto, un tiempo de cambio, de ruptura con el ayer, en una colectividad en la que apenas hay lugar para la felicidad. Pero al mismo tiempo, esta conmovedora y al mismo tiempo intimista obra de Peter Bogdanovich, se inserta y describe esa frontera que estaba viviendo el propio cine norteamericano. Ambas vertientes se perciben, se sienten casi, en la adaptación de la novela de Larry McMurtry, experto conocedor de los claroscuros del sur norteamericano. En esta ocasión además, su novela partiría de matices casi biográficos, describiendo con ello un relato de tintes dolorosos, provisto de numerosas capas y matices, que habla de la llegada a la madurez, de la frustración, del fin de un tiempo y, sobre todo, y ese es su grado de universalidad, que trasciende al aparente localismo de su base argumental, del desencanto de la propia existencia humana.

Todo ello sucederá en Anarene, una pequeña localidad de Texas, en el inicio de la década de los cincuenta del pasado siglo. Un lugar que parece estar envuelto en una cierta aura fantasmagórica, dominado por esos vientos que arrastran polvo y matojos, como si en sus anchas e inactivas calles se haya detenido el tiempo. Será el contraste que ofrecerá un pueblo casi muerto en vida, en el que sus moradores desahogan su frustración en torno al sexo. Un elemento este, que definirá de manera muy especial los jóvenes que, al menos de manera superficial, proporcionan un grito casi agónico de vida a un lugar abocado a la desaparición. Entre ellos, Sonny Crawford (Timotty Bottoms) y Duane Jackson (Jeff Bridges), ambos estrechos amigos, se erigirán involuntariamente como sus principales representantes. Muy pronto a su través, contemplaremos las rutinas y costumbres de los habitantes de la población, definiéndose en todos ellos una creciente aura de asumida insatisfacción, como si para ellos no existiera alternativa de vida. Sin embargo, entre la juventud de la localidad, muy pronto advertiremos esa determinada subversión al conformismo de sus adultos. Y es algo que se manifestará en una soterrada implicación del desarrollo de su sexualidad, que el atavismo del entorno y sus gentes, nunca dejará de aparecer como algo oculto y nunca liberador. El gran acierto de esta obra mayúscula –a mi juicio, la mejor película rodada en la década de los setenta-, estriba en que esa mirada crítica, se imbrica con una textura tan dura como conmovedora. Tan áspera a la hora de describir un contexto tan hostil como esos exteriores agrestes, casi perdidos en el fin de mundo, como emocionante hasta la lágrima, en aquellos instantes en las que sus seres se despojan de la máscara a las que les ha condenado un entorno tan insatisfactorio. Esa imbricación, es la que produce la maravillosa alquimia de una obra que lleva aparejada desde el momento de su estreno el marchamo del clásico. Una película que supo transmitir con nostalgia, pero al mismo tiempo con distancia, una mirada colectiva, que al mismo tiempo se nos aparece cercana y sincera al espectador. Bogdanovich consiguió con ello su inesperada perdurabilidad cinematográfica, con una obra total, en la que todos y cada uno de sus personajes, devienen humanos y creíbles, puesto que el cuidado que logran los responsables de la película, sabiendo transmitirlos de la base literaria de la que proceden, es la de buscar esa letra pequeña. Esas acciones cotidianas, esas miradas, esos desencantos, esos pequeños oasis de felicidad. Esos recuerdos de tiempos en los que la vitalidad suponía un referente lleno de fuerza –ejemplificado en la figura de Sam el león (Ben Johnson)-, que lamentablemente se ha ido desgajando de un pueblo al que ni siquiera la presencia de esa juventud, vitalista y al mismo tiempo incómoda sobre el contexto opresivo y carente de futuro en el que viven, permite vislumbrar la más mínima esperanza.

Dura y sin concesiones, THE LAST PICTURE SHOW posee, sin embargo, el hálito sincero y cercano de las historias pobladas de seres auténticos. No importa que su background sea más o menos destacable. Lo realmente magnífico de su fauna humana, es que la manera con la que se plantea cinematográficamente, y al mismo tiempo encarnada por sus actores, reviste un asombroso grado de autenticidad. Esa cercanía, ese tu a tu de todos y cada uno de sus personajes, incluso aquellos que puedan resultar más lejanos o incluso desagradables, son los que en su conjunto, permiten que la mirada brindada por Bogdanovich, aparezca tan creíble. Credibilidad que surgirá a la hora de mostrar una sexualidad, siempre revestida como un elemento oscuro y casi vergonzante, aunque en la realidad, los habitantes de Anarene lo hagan parte de sus vidas, sin evitar camuflarlo como algo vergonzante. Pero esa credibilidad se mostrará al vivir la amistad, el reconocimiento, el cariño que aparece en un momento determinado, o también la inmadurez y el resentimiento. Como buena parte de las grandes obras maestras que el cine ha legado, la película es una mirada sobre las grandezas y las miserias de la propia existencia. Por encima de sus peculiaridades, lo cierto es que una mirada más distanciada, permitiría trasladarlos a cualquier ámbito, sin desvirtuar la esencia de sus personalidades. Y es ahí, donde realmente su discurrir, en apariencia perezoso, prende de inmediato en el espectador, haciendo cercanas esas andaduras vitales, a primera instancia desprovistas de la menor épica, pero quizá por ello más cercanas al entorno de la cotidianeidad. Para ello, Bogdanovich tuvo el acierto –al parecer, siguiendo el consejo de Orson Welles-, de rodar sus imágenes en blanco y negro, de la mano de Bruce Surtees, en una de las más pregnantes, evocadoras y físicas iluminaciones en blanco y negro que recuerdo. Sirviéndose de esa vigorosa arma visual, su realizador articula una planificación, en la que no excluye, antes al contrario, la fuerza de unos primeros planos, que sirven para potenciar la expresividad de sus intérpretes, basando buena parte de la efectividad del drama, en la fuerza de sus rostros, que cabría extender en la de roles y presencias episódicas, en la que abundan rostros curtidos y avejentados, e incluso también presencias jóvenes, incidiendo en esa sensación de autenticidad que marcan todos y cada uno de sus seres.

En cualquier caso, antes lo señalaba, creo que el gran tema oculto de THE LAST PICTURE SHOW, es el de la búsqueda del amar y ser amado. Esa frustración en el encuentro con los afectos, es algo que ligará el devenir cotidiano de todos los seres que pueblan sus imágenes. Desde ese Sonny, que describe de manera habitual su mundo interior y su tristeza, y que encontrará un inesperado asidero en la esposa de Ruth Popper (Cloris Leachman), esposa del profesor de educación física, y mujer sensible abocada a la madurez. Amor será el que buscará Duanne, aunque se obceque en su pasión por la joven Jacy (Cybil Shepperd), quien provocará, en ocasiones sin buscarlo, la pasión en torno a los jóvenes de los que se rodee, aunque en realidad, ella misma sufra la misma insatisfacción emocional. Esa sensación de relaciones no correspondidas, se trasladará incluso al pasado, al ayer de la ciudad, por medio del recuerdo del viejo Sam, que en un momento dado mantuvo una relación –oculta mientras viva- con Louis Farrow (Ellen Burstyn), la madre de Jacy. Así pues, si algo percibimos en esta mirada, envuelta en esos exteriores polvorientos de una población casi fantasmagórica, se detiene en la letra pequeña. En las expectativas y los sinsabores que compartimos con esos seres corrientes y cotidianos, deseosos de sentimiento y frustrados en sus existencias diarias. Un ámbito en el que aparecerán instantes en donde lo confesional, trasciende y dota de lirismo a sus imágenes, como es el caso de la célebre secuencia ante el pantano, en la que Sam se confiesa ante Sonny. Sin embargo, THE LAST PICTURE SHOW adquiere una propia especificidad narrativa, en la que funcionan, paradójicamente, ciertas imperfecciones técnicas, que con el paso del tiempo, proporcionan a su expresión visual, una asombrosa sensación de veracidad. Es curioso señalar dicha circunstancia, pero es que nos encontramos ante una película que en numerosas ocasiones emociona o conmueve. Que nos deja en sus momentos más hondos con un nudo en la garganta. Esa aura de autenticidad, de saber penetrar en el alma de su galería humana, es la que permite emocionarnos. Lo haremos con el citado Sam, no solo en esa ya señalada escena ante el pantano, sino en todas aquellas que describen su relación con Sonny, incluida la última que mantendrá con este y con Duane, cuando estos se marchan de juerga a México, y que la cámara del cineasta despedirá con un leve travelling frontal, que prácticamente nos anunciará su muerte. Por ello, la secuencia de su funeral, descrita con pequeños planos impresionistas, inciden en la dolorosa y compartida tristeza del momento.

Pero esa emotividad, se extenderá en secuencias en apariencia caprichosas, como el lamento de la veterana cajera del cine que le ha legado tras su muerte Sam, que decidirá cerrarlo por la ausencia de espectadores, precisamente con la proyección de RED RIVER (Río rojo, 1948. Howard Hawks). Lo cierto es que nos encontramos ante un relato, en el que las referencias a la música dietética propia de aquel tiempo, o la ingerencia de la televisión de los usos y costumbres norteamericanos, incluso en los ámbitos rurales, aparece como elemento determinante en la vida diaria. Nos encontramos, asimismo, acaso con uno de los mejores repartos colectivos jamás alcanzados en la pantalla. Hay en la conjunción de sus intérpretes, una rara y profunda sensación de identificación con sus respectivos roles, que se transmite al espectador, con una comunión de cercanía y complicidad, sin por ello perder en ningún momento su efectividad en su engranaje dramático. Sin embargo, en un conjunto en el que Ben Johnson y Cloris Leachamn alcanzaron sendos Oscars de la Academia de Hollywood, y en el que el joven Jeff Bridges recibió una nominación, siempre he pensado que el autentico alma de THE LAST PICTURE SHOW reside en la mirada triste, en el alma noble y al mismo tiempo doblegada, de un excepcional Timothy Bottoms, brindando bajo mi punto de vista una de las interpretaciones más libres, profundas y conmovedoras al mismo tiempo de la Historia del Cine. Recordemos el electrizante instante en el que Sonny descubre la muerte del pequeño Billy (Sam Bottoms, hermano de Timothy), arrastrando su cadáver entre el polvo de la calle –en una secuencia que Bottoms asumió sin haber ensayado previamente, en una toma única-, Su inusual relación con Leachman, propondrá el que para mi supone el instante más memorable, de una película pródiga en ellos –ese plano sostenido y con leve grúa ascendente en el exterior de la fiesta, en la que ambos finalmente se besan por vez primera-, como esa catarsis final del reencuentro entre ambos, donde quizá se vislumbre tanta pesadumbre como una muy débil luz de esperanza, en medio del inclemente y tórrido vendaval que envuelve la vida diaria de Anarene.

Íntima y lacerante. Honda y cotidiana al mismo tiempo. Delicada y áspera. Imperfecta y certera, como una flecha en el corazón. Ante las imágenes del film de Bogdanovich, uno siente muy cerca de su alma, que el cine en ocasiones describe estallidos de verdad. Este es uno de los ejemplos más memorables de ello y, por supuesto, una de las películas de mi vida.

Calificación: 5

THE CAT’S MEOW (2001, Peter Bogdanovich) [El maullido del gato]

THE CAT’S MEOW (2001, Peter Bogdanovich) [El maullido del gato]

Pocas trayectorias han sido más decepcionantes en el cine norteamericano de las últimas cuatro décadas, que la propiciada por Peter Bogdanovich. Referente ineludible al hablar de una crítica y un valioso revisionismo del clasicismo en el cine norteamericano –me parece, con mucho, la aportación más valiosa brindada en su suelo en defensa y valoración de un cine que esta entonces se encontraba en us mayor parte olvidado-, pronto demostró una valía incuestionable al debutar oficialmente con la excelente TARGETS (El héroe anda suelto, 1967). Aquel punto de partida le acercó a su obra maestra, la conmovedora THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1969), punto máximo de su obra y, bajo mi punto de vista, una de las visiones más duras de un modo de vida tan ligado a la pantalla de su país. Era el periodo en el que Bogdanovich vivió sus años de gloria, con títulos atractivos como WHAT’S UP. DOC? (¿Qué me pasa, doctor?, 1972) o PAPER MOON (Luna de papel, 1973). Sin embargo, pronto aquella aura positiva se fue desvaneciendo con la misma rapidez que llegó, quizá debido a la tendencia una cinefilia enfermiza por parte del cineasta, quizá también a los problemas personales que vivió o, en definitiva, una poco analizada inadaptación del lenguaje empleado, en medio de un periodo de transformación que asumieron de manera más astuta –o valiosa, táchese lo que no proceda-, cineastas como Martin Scorsese, Paul Schrader o un Francis Ford Coppola, quien pocos años después sucumbiría por otras razones del pedestal de la fama. En todo caso, con los altibajos que se le puedan oponer, justo sería realizar una mirada revestida de atención hacia un cineasta todo lo irregular que se quiera, pero en cuya obra se encuentran algunos títulos inolvidables, otros atractivos y, en fin, algunos más discretos, conformando una filmografía cuanto menos, merecedora de un cierto reconocimiento –ya quisieran nombres tan mitificados y dispares como Tarantino, Nolan y otros, llegar en su filmografía a la altura de lo conseguido por el autor de SAINT JACK (Saint Jack, el rey de Singapur, 1979)-.

Dicho esto, un título como THE CAT’S MEOW (2001) –jamás estrenada comercialmente en España, y editada no hace mucho en formato digital con bastantes años de retraso con el título EL MAULLIDO DEL GATO-, podría servir como ejemplo pertinente a la hora de contemplar el grado de convencionalismo mantenido por Bogdanovich en los últimos años de su errática trayectoria, detectar sus obsesiones temáticas –ese eterno apego por la cinefilia- y al mismo tiempo percibir cierto grado de eficacia narrativa que, si más no, contribuye a concluir en un resultado discreto, complaciente, e incluso imbuido de un trasnochado aire retro, pero del que en su tercio final emerge una cierta fuerza narrativa que, a mi modo de ver, contribuye a que su conjunto adquiera un cierto sentido de la lógica. Basado en una obra teatral de Steven Peros –aspecto este que tiene más incidencia de la que sería deseable-, la película se describe a partir de la narración de las trágicas circunstancias que permitieron la muerte por causas violentas del director de cine Thomas A. Ince (encarnado con sorprendente convicción por Cary Elwes), en el transcurso de una fiesta desarrollada en el yate del magnate de la prensa William Randolph Hearst (Edward Herrmann). La base argumental nos permitirá asistir a un cuadro coral dominado por la hipocresía, entre una serie de invitados en los que se encuentran desde la especialista en cotilleos Louella Parsons (Jennifer Tilly), hasta el gran Charles Chaplin (encarnado por un chirriante Eddie Izzard) pasando, como es lógico, por la joven actriz Marion Davis (estupenda Kristen Dunst), amante de Hearts, y al mismo tiempo en aquel momento protagonizando un ligero devaneo amoroso con Chaplin, que se encontraba entonces preparando el rodaje de THE GOLD RUSH (La quimera del oro, 1925) –la acción se centra en 1924-. Los reunidos se disponen a celebrar en la lujosa nave del magnate el cumpleaños de Ince, quien se encuentra en la decadencia de su andadura como cineasta, buscando de manera desesperada la alianza con este para salvaguardar su futuro en la profesión. En torno a ellos se describirá una fauna humana dominada por la doble moral, sabedora de todos los devaneos e infidelidades de Hearst, viviendo un juego donde la ausencia de lealtad y, en su defecto, la mezquindad, será el denominador común de unos seres diletantes, representativos de ese modo de vida, decadente y frívolo, de los llamados “felices años veinte”. Dentro de dicho contexto, justo es reseñar que lo mostrado por la cámara de Bogdanovich no adquiere en buena parte de su metraje una personalidad definida. Más allá de ese comienzo en blanco y negro, que permite adentrarnos en la crónica de manos de la escritora Elinor Glyn (una estupenda Joanne Lumley), introduciéndonos en un marco sobre el que se desarrollará una recreación con una base real, dramatizada tomando no pocos elementos de ficción –para lo cual las palabras en off iniciales de la escritora, contribuirán a crear esa misteriosa frontera que separa lo real de lo ficticio-, lo cierto es que buena parte del metraje se ahoga en su propia complacencia. Todos los rasgos cuestionables expresados por sus personajes, creo que solo alcanzan una cierta efectividad en los encuentros mantenidos entre Ince y el propio Hearts. Bien sea por la brillante recreación que Elwes proporciona a su personaje, o quizá por que en esos momentos el metraje abandona su tendencia decorativista y descriptiva, introduciendo un elemento de conflicto, lo cierto es que es en esas secuencias concretas donde la película levanta el vuelo, elevándose del aire complaciente que brindan la mayor parte de sus personajes, o incluso de lo chirriante que resulta en pantalla ese supuesto atractivo ejercido por la Davies por parte de Charlie Chaplin.

Así pues, entre alusiones concretas a elementos de la actualidad cinematográfica de aquel momento –que podrán impresionar a aquellos espectadores poco conocedores de dicho periodo-, un diseño de producción tan efectivo como poco creíble –esa herencia retro que obliga a presentar todos los elementos de producción impolutos y sin atisbo alguno de decadencia- y una cierta atonía y morosidad narrativa, lo cierto es que THE CAT’S MEOW logra adquirir consistencia de manera definitiva, a partir de la puesta en escena del atentado contra Ince –que la ficción fija como fruto de un error, ya que Hearts quería atentar contra Chaplin, preso de un injustificado ataque de celos-. Es en esos momentos cuando el film de Bogdanovich se deja llevar por su simple desarrollo narrativo, abandona esa reiterativa sucesión de comadreos y presunciones colectivas, y se adentra en la puesta en marcha de la puesta en escena y los esfuerzos de Hearts por modificar las causas de un atentado, que poco después se revelará mortal. No puede decirse que con ello la película alcance unas cuotas de nivel especialmente estimulantes, pero sí que es cierto que el tercio final de la misma muestra un atractivo que hasta entonces solo se había formulado de manera intermitente. Y será en los instantes finales, donde de nuevo la presencia de la voz en off de Elinor Glyn, nos llevará al punto de partida del relato, retornando las imágenes en blanco y negro del funeral de Ince y, sobre todo, pronunciando unas bellísimas frases en la que esta, aguda observadora de su entorno, asumirá la banalidad y fragilidad del entorno humano en donde esta se ha desarrollado, por medio de unas frases sencillas de ascendencia cercana al universo de Scott Fitzgerald, reveladoras de la insustancialidad de una alta sociedad imbuida de una rápida riqueza, asomándose a la sima de un mundo decadente y dispuesta a su auto inmolación. Magnífica conclusión para una propuesta discreta e insuficiente en su conjunto, y que por desgracia no sirvió para que un cineasta que durante algún tiempo fue grande, levantara el vuelo.

Calificación: 2

PAPER MOON (1973, Peter Bogdanovich) Luna de papel

PAPER MOON (1973, Peter Bogdanovich) Luna de papel

Vista ahora, más de tres décadas después de su realización, y cuando ha sido valorada en el tiempo de forma desigual en la medida de encontrarnos ante seguidores y detractores de su realizador, creo que PAPER MOON (Luna de papel, 1973. Peter Bogdanovich) emerge como una sólida película. En ella destacará fundamentalmente su equilibrio, el carácter descriptivo de sus imágenes y el estudio psicológico e interrelación que desprenden sus dos personajes esenciales. Todo ello antes que el desarrollo de una historia bastante sencilla y que registra algún bache de ritmo –el realizador confesaba que al iniciar el rodaje no tenía nada claro como sería el final de la película-.

PAPER MOON supuso el cuarto film de Bogdanovich y el último en una trayectoria de éxitos que se truncaría de forma inesperada hasta alcanzar un insospechado dramatismo, y creo que en su desarrollo retoma elementos de sus dos películas precedentes THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971) y WHAT’S UP DOC? (¿Qué me pasa, doctor?, 1972) hasta encontrar una extraña –aunque no totalmente lograda- simbiosis. La película destacará desde el primer fotograma –la secuencia del entierro de la madre de la niña protagonista-, por una textura visual que nos adentra –a través de la extraordinaria fotografía en blanco y negro de Laszlo Kovacs- al entorno de la gran depresión norteamericana en la década de los años treinta. Hasta tal punto el aspecto visual de la película es definitorio en esa veracidad cinematográfica, que se centra en sus contrastes, su nitidez y una acusada profundidad de campo. Todo ello contribuye poderosamente a superar la situación de que nos encontramos ante una producción retro de la Paramount, para adquirir una sencillez, autenticidad y clasicismo, que Peter Bogdanovich acentuará con una narrativa basada en planos largos –fijos o en movimiento y, en ocasiones, elaborados reencuadres-.

En líneas generales, pienso que PAPER MOON sigue bastantes de los rasgos que otorgaron el éxito a la ya citada THE LAST PICTURE… -esa descripción realmente sombría basada en el blanco y negro fotográfico, de una “América profunda” en crisis; el constante salpicar de personas necesitadas y arruinadas que aparecen en la película sin subrayar afortunadamente este elemento…-. Y por otro lado se dejan notar algunos de los elementos de comedia de WHAT’S UP DOC?. –la reiteración de su reparto, su recurrencia a secuencias en los pasillos del hotel…-. En medio de ese contexto contemplaremos la forzosa pero entrañable relación que se establecerá entre Moses Pray, el simpático timador que encarna Ryan O’Neil con gran sentido de la comedia –algo que nunca se le ha reconocido-, y su apócrifa hija –que nunca se resigna a aceptar- Abbie, por la que la hija de Ryan –Tatum O’Neil-, logró el Oscar a la mejor actriz secundaria. Ello le permitió iniciar una decepcionante carrera cinematográfica.

A partir de su encuentro inicial, ambos correrán diversas aventuras, descubriéndose en la pequeña una innata capacidad para lograr con Moses una colaboración que fructifique en el considerable aumento de los ingresos de ambos. Ese será el punto de partida de una convivencia que se establece dentro de un recorrido por lugares y ciudades de un Kansas traspasado por las miserias de la Depresión y en cuyo seno los dos cómplices llevaron su escalada de timos –iniciada con la venta de biblias a incautas viudas-, solo interrumpida parcialmente por el efímero romance que Moses mantendrá con la poco recomendable Trixie (Madeline Kahn).

Basada en un libro de Joe David Brown, que fue trasladado en forma de guión por Alvin Sargent -experto en el tratamiento de temáticas y ambientes rurales norteamericanos-, el film de Bogdanovich trata de seguir la estela de famosos títulos “con niño”, populares en los años 20 y 30, como pueden ser los ejemplos de THE KID (El chico, 1921. Charles Chaplin) o THE CHAMP (El campeón, 1931. King Vidor). Y lo cierto es que con todas sus insuficiencias –que en líneas generales podrían ceñirse a la sensación de estatismo que se tiene en algunos momentos durante el segundo tercio de la película, o en ocasiones un excesivo protagonismo del personaje de Addie-, PAPER MOON queda como un título divertido, muy sólidamente realizado, con una excelente dirección de actores, que desprende una notable credibilidad física, y que logra traspasar la barrera del tiempo precisamente por esa sensación de intemporalidad, clasicismo y serenidad que acompaña su desarrollo –bastante ajustado por otra parte-. A ello cabría añadir que los responsables del film logran que en ningún momento este se incline hacia el terreno de la sensiblería. Es a este respecto significativo que los momentos en donde podría aflorar esa tendencia, sobre todo en su parte final con el encuentro de Addie con su tía –que me recordó lejanamente el memorable de la obra cumbre de Alexander Mackendrick –SAMMY, GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur.1963)- o el retorno forzoso con Moses, la ironía y el sentido del humor se erijan como auténticos ejes del relato. Lamentablemente, el ya señalado equilibrio logrado en esta película no pudo ser mantenido por Peter Bogdanovich en una posterior ambientación en el cine mudo con NICKELODEON (Nickelodeon, así empezó Hollywood, 1976) que, pese a resultar un producto simpático, acusaba en exceso un empacho de cinefilia –el gran defecto que siempre han aducido los detractores de su obra-.

Calificación: 3

 

DAISY MILLER (1974, Peter Bogdanovich) Una señorita rebelde

DAISY MILLER (1974, Peter Bogdanovich) Una señorita rebelde

No voy a negar que me encuentro entre aquellos que consideran que el paso de los años no ha sido justo al valorar la trayectoria de Peter Bogdanovich. Pese a los innegables vaivenes de su obra, y a la constante tendencia e influencia del realizador en el contexto de una cinefilia en ocasiones excesiva, creo que en ella se encuentra suficiente buen cine como para definir su aportación entre las más relevantes del cine norteamericano de finales de los sesenta y la década de los setenta, con títulos tan brillantes como TARGETS (El héroe anda suelto, 1968), SAINT JACK (Saint Jack, Rey de Singapur, 1979) o, muy especialmente, THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971) que es una de las obras cumbre definitoria de la desaparición de toda una manera de entender y el cine clásico.

Y considero oportuno este preámbulo, ya que considero DAISY MILLER (Una señorita rebelde, 1974) una de las menos estimulantes películas que Bogdanovich firmó en su periodo de mayor cotización. Y es que aunque en ella se noten aquí y allá una serie de detalles y elementos que denotan la mano del realizador, no es menos cierto que su conjunto, siendo generosos, no pasa de discreto. Que el contraste de culturas americana y europea que ofrece la obra de Henry James, jamás tiene la justa presencia en sus personajes, que la frialdad se adueña de la función en casi todos sus exponentes –la excepción será el hermoso travelling de retroceso que cierra la película antes de un fundido en blanco; es la despedida del cadáver de Daisy tras su funeral-. Y finalmente hay algo que condiciona forzosamente un resultado general poco satisfactorio. Este no es otro que la tremenda inadecuación de Cybill Shepherd en el papel de Daisy y, especialmente, Barry Brown encarnando a su frustrado galanteador Frederick Winterbourne.

Quizá el romance que en los momentos de rodaje vivieron realizador y actriz, impidieron valorar la escasa capacitación de la Shepherd para este papel. Pero es que Brown resulta lamentable en un personaje que está casi constantemente en pantalla, y al que aporta un constante rictus plano de sentimientos. Ciertamente en el terreno interpretativo los únicos que destacan son Eileen Brennan –pese a la inadecuación física con el personaje que interpreta- y, fundamentalmente, Mildred Natwick, quien con apenas un par de secuencias presente en pantalla, logra transmitir el carácter, lucidez e ironía de la tía del protagonista.

Al margen de estas limitaciones, justo es señalar que en DAISY MILLER hay un intento de plasmar un film de época de forma intimista y sin recaer por tanto en esa estética retro que ya estaba presente en el cine norteamericano. Y al mismo tiempo está claro un esfuerzo en la utilización de planos de larga duración con uso de atinados reencuadres –el encuentro entre Daisy y Winterbourne ante la fuente, y recurriendo al uso de los escenarios naturales que marcaba la novela corta de Miller.

Y en este sentido, hay que señalar algo curioso, ya que las secuencias de visitas al castillo o al coliseo romano, parecen retomar cierta estética wellesiana, caracterizada por el uso de grandes angulares, picados y contrapicados. Es este un periodo en el que el realizador estaba estrechamente unido a Welles –Bogdanovich fue uno de los intérpretes de la inacabada THE OTHER SIDE OF THE WIND (1972, Orson Welles) y dedicó un libro de entrevistas al director de CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941)-, e incluso le ofrece dirigir esta película, cosa que le veterano realizador declina aceptar. Sin embargo, estas imágenes y el recurso de ostentosos primeros planos, nos retrotrae a títulos wellesianos como MR. ARKADIN (Mister Arkadin, 1955) o, más recientemente, THE IMMORTAL STORY (Una historia inmortal, 1968). En todos los ejemplos citados, encubrían una notoria carencia de medios, mientras que en la película de Bogdanovich se ponía en practica por la existencia de una autopista junto al castillo, o estar rodeados de tráfico y edificaciones en el coliseo. En todo caso es paradigmática esa clara influencia en la película –y no precisamente para bien-.

En cualquier caso, pese a los elementos cuestionables que sobrelleva, DAISY MILLER queda con un resultado discreto, y la muestra evidente de que haberse adentrado en un universo de época, contraste de culturas y dotado de una clara ambigüedad, no era el terreno más facultado para ponerlo en practica por el realizador norteamericano.

Calificación: 2

TEXASVILLE (1990, Peter Bogdanovich) Texasville

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Parece que sea un común acuerdo olvidarse en nuestros días de la trayectoria de Peter Bogdanovich. Cada vez que veo al lenguaraz de Martin Scorsese en sus documentales sobre cine no dejo de recordar la inapreciable labor que Bogdanovich realizó en este sentido revalorizando de primera mano –a muchos de ellos los conoció y entrevistó personalmente- los grandes realizadores de la cinematografía norteamericana. Fruto de esa labor en nuestro país nos quedan algunos libros ejemplares -entrevistas a John Ford, Fritz Lang y Orson Welles, mientras que nos quedamos con la deuda pendiente de la traducción del volumen titulado Who the Devil Made It (inapreciable serie de entrevistas a algunos de los más grandes nombres del cine clásico) -reconozco que lo tengo en inglés- y cada vez que le hecho un vistazo no dejo de sorprenderme por el hecho de que ningún editor se ha animado a traducirlo hasta la fecha.

Al margen de ello quisiera en este comentario que de forma muy sucinta sirviera para reivindicar una trayectoria cinematográfica como la de este realizador, todo lo irregular que se quiera –y en este sentido cabría reflexionar si es más valiosa una filmografía muy corta y equilibrada u otra más extensa y desajustada, dejemos ahí la digresión-. En cualquier caso quisiera que estas líneas sirvieran para recordar que el norteamericano tuvo uno de los debuts más deslumbrantes del moderno cine USA –EL HÉROE ANDA SUELTO (Targets, 1968)-, y se consagró con el que supone a mi juicio uno de los mejores films de las últimas décadas –se que es mucho decir pero así lo pienso- LA ÚLTIMA PELÍCULA (The Last Picture Show, 1971). Con franqueza, cualquier realizador con esos dos únicas realizaciones a sus espaldas ya merecería un respeto ad eternum, por más que el resto de su filmografía fuera más desigual. Pero es que entre las ocho películas suyas que he visto suyos hasta la fecha y al margen de las antes citadas, mas allá de constatar una serie de cualidades de realización y un buen nivel medio general, no puedo omitir otro título excelente como SAINT JACK, EL REY DE SINGAPUR (Saint Jack,1979). Cierto es que me restan por visionar títulos suyos poco apreciados –quizá alguno de ellos también valioso-, pero creo que esa industria que lo encumbró rápidamente muy pronto “enterró” una figura a la que tengo más aprecio que lo común en nuestros días –mucho más que el astuto Scorsese por mencionarlo de nuevo-, y que creo aún tiene algo que decir en el mundo del cine.

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Dentro de una filmografía no muy extensa hasta la fecha, no es menos cierto que TEXASVILLE (1990) puede considerarse uno de los empeños más personales del realizador entre sus últimos títulos. Es evidente que el hecho de retomar la presencia de los inolvidable personajes de la memorable THE LAST PICTURE SHOW tres décadas después no deja de ser una iniciativa interesante y no muy frecuentada en el cine. Al mismo tiempo hay que reconocer que el empeño de Bogdanovich logra traspasar con enorme habilidad los dos riesgos que con mayor facilidad pudieran haberse adueñado del film. Por un lado su dependencia con el modelo original –que logra ser traspasado al adquirir TEXASVILLE personalidad propia; no hace falta haber visto THE LAST... para penetrar en esta producción-. De otra parte es fácil constatar que su metraje no incurre en esa autocomplacencia que cualquier otro realizador menos diestro hubiera introducido sin dudarlo –y con la mentalidad puesta en los Oscars y demás-. En su lugar, se nos ofrece un relato lo suficientemente maduro, denso, bien estructurado y dramatizado, sobrio y tamizado con elementos de comedia. Bajo la labor como guionista del propio Bogdanovich y tomando como referente la novela de Larry McMurtry, recuperamos en 1984, treinta años después, la entrañable humanidad de personajes que nos dejamos en Anarene que hoy día parece mantenida en el pasado, por más que las comodidades del progreso se hayan integrado en las mismas.

Una lenta y extensa panorámica hacia la izquierda y ocupando los títulos de crédito nos describe esa situación hasta llegar al personaje de Duane Jackson (Jeff Bridges), que se encuentra en un “jacuzzi” casero, disparando con su pistola –el realizador se cita a sí mismo (TARGETS)-. A partir de ahí tenemos noticia de que este se ha enriquecido con los negocios petrolíferos pero se encuentra en bancarrota. Se encuentra casado con Karla (excelente Annie Potts), tiene varios hijos y a su entorno se ofrece la galería de personajes que recordamos como el de Sonny Crawford (el maravilloso Timothy Bottoms), que actualmente es alcalde de la pequeña ciudad pero se encuentra trastornado, ausente y lleno de recuerdos –es el único personaje sobre el que Bogdanovich aplica una mirada llena de añoranza sobre el Anarene que vivió en su juventud-. De pronto regresa a la polvorienta ciudad Jacy Farrow (sensacional Cybill Shepherd), la antigua novia de adolescencia de Duane, que volverá a trabar contacto no solo con él sino con los componentes de su familia.

A partir de este contexto global Bogdanovich construye un relato en el que se aprecia con facilidad el empeño personal, en el que el fantasma del fracaso y de los perdedores de la Norteamérica de la época reaganiana –tal y como nos recuerda el corte radiofónico insertado en el plano inicial- y, fundamentalmente esa mirada dura y nihilista hacia el devenir de una vida en la que lo que importa es dotarla de experiencia personal aunque el peso del pasado en ocasiones ahogue el presente. Si algo cabría destacar en esta película es la sabiduría y más que aplicada profesionalidad que el realizador ofrece en su metraje. Desde una uniformemente excelente dirección de actores –en la que quizá tan solo desentone el joven William McNamara-, hasta una narrativa clásica y cuidada en la composición de sus encuadres caracterizada por el experto manejo de la panorámica, el plano / contraplano y –muy especialmente- los planos secuencia que permiten instantes confesionales de gran sinceridad en la evolución de sus personajes. En esta línea cabe destacar determinados momentos “a dos” registrados entre los tres principales; Duane / Karla, Duane / Jacy, que se erigen en esplendidos instantes de buen cine. Al mismo tiempo habría que resaltar la magnífica fotografía en color de Nicholas Von Sternberg (hijo del célebre realizador cinematográfico) caracterizada por sus tonos luminosos y tristes.

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Bogdanovich quiso trasladar en buena medida la temática y tonalidad de esta estupenda película a la posterior ESA COSA LLAMADA AMOR (The Thing Called Love, 1993), logrando unos resultados menos homogéneos que en esta ocasión, pero al menos un título caracterizado por su honestidad. En cualquier caso, sirvan las imágenes de TEXASVILLE –que concluye con la misma desesperanza emocional que su ilustre precedente-, como una propuesta arriesgada de un director lleno de talento encaminada a retornar a un camino pisado con autenticidad y a la que cabría objetar únicamente ciertos momentos caracterizados por su morosidad y algunos momentos de comedia –la batalla de huevos en pleno aniversario del centenario- quizá no muy bien integrados en el conjunto.

Calificación: 3’5